40
Callie

Rae quiere ir al parque, pero decido que un día más en el sofá no le vendrá mal. Me doy cuenta de que estoy exagerando. Me da igual.

Está tumbada, viendo por cuarta vez la película que le trajo Suzy. Tom tiene que llegar en cinco minutos.

Me seco el pelo, inclinando la cabeza para que el cabello me caiga por delante como una cortina. Me quedo así tanto como puedo, pasando la lengua por la magulladura del labio.

Tengo los ojos hinchados por la falta de sueño, por las pesadillas que yo misma forjo mientras yazgo insomne.

—¡Mamá! ¡Ha llegado papá! —chilla Rae.

Me echo el pelo para atrás y me miro en el espejo. Mis ojos tienen un brillo acuoso de miedo. Oigo que Tom entra en el piso. Intento reponerme. Por lo menos puedo tratar de impedir que se lo cuente a Suzy.

Voy al vestíbulo y veo que Tom cierra la puerta y da un fuerte abrazo a Rae.

—¿Y cómo estás hoy, monstruita?

—Muy bien —murmura ella abrazándose con fuerza a las piernas de Tom y mirando hacia arriba—. Pero mamá me obliga a quedarme todo el rato en casa.

—Rae… —la reprendo. Santo cielo. En este momento no quiero que la opinión de Tom sobre mí se inmiscuya en nada—. Tengo que asegurarme de que estás…

—Mami tiene razón —dice Tom, haciendo cosquillas a Rae debajo de la barbilla—. El lunes volverás al cole con todos tus compañeros. Ahora vete a ver la tele y déjame hablar un momentito con mami.

—No… quiero estar contigo… —lloriquea.

—Te he dicho que te vayas, amiga —dice, fingiendo que le da una patada en el trasero—. Enseguida vuelvo.

Me quedo delante de Tom, sintiéndome también como una niña; indefensa, a expensas de su buena voluntad. Me señala la cocina con un movimiento de ojos; me sigue y cierra la puerta.

Me acerco a la encimera y me vuelvo, con los brazos cruzados, intentando mantener la calma. Tom se sienta a la mesa.

—¿Qué? —dice al cabo de un momento, cuando ve que yo guardo silencio.

—Quiero saber qué vas a hacer.

—¿No vas a ofrecerme primero una taza de té?

Me encojo de hombros y pongo en marcha el hervidor. Me doy cuenta que estoy temblando. ¿Qué se propone?

—Oh, Tom, por el amor de Dios —digo, girando en redondo—. Dímelo. Necesito saberlo.

Menea la cabeza.

—Cal, lo que no entiendo es qué haces con él. Ese tío es un gilipollas. Y no es solo que esté casado (con tu amiga, por cierto); son todos esos trajes que lleva y ese pelo engominado, por Dios, Callie.

Me vuelvo irritada y lo veo sujetándose la cabeza con las manos, formando una especie de cresta. Sus ojos soñolientos tuercen levemente la mirada.

¿Me toma el pelo?

Por un momento, soy capaz de mirarlo a la cara. Hacía mucho que Tom no me tomaba el pelo.

—No tienes derecho a juzgar —digo sentándome a su lado y echándome las manos a la cabeza—. Yo nunca he juzgado a Kate.

—No es la mujer de mi mejor amigo.

—Suzy no es mi mejor amiga —replico a la defensiva.

—¿Ah, no?

—No. Es alguien que me sirve de apoyo, que me hace compañía cuando estoy sola. No tengo muchas más opciones, por si no te habías dado cuenta.

Tom me mira.

—¿Y qué hay de Sophie?

Me encojo de hombros.

Tom suspira.

—Es que no lo entiendo, Cal. Aparte de que ande rondando a Rae, está el hecho de que te use como un trapo. Él sabe que estás sola. Sabe que no se lo puedes contar a su mujer. Puñetas, cuando estabas en Rocket te enfrentabas a los tíos engreídos del Soho que intentaban meterse en tu trabajo. ¿Por qué dejas que te pisotee de esa manera?

Me encojo de hombros sin levantar la vista.

—No me pisotea.

—¿Estás segura?

Suspiro.

—No es fácil.

—No me extraña. Me dijiste que era un tipo con el que te habías acostado una vez, la semana antes de conocerme. Y al poco, descubro que el tío vive en la casa de enfrente y se acuesta contigo.

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamo, dando un manotazo sobre la mesa—. Ya te lo expliqué. Fue una coincidencia. Es porque él conocía a Guy. Y, por si te hace sentir mejor, él no me reconoció.

—¿Y por qué puñetas se lo dijiste?

—¡Tenía que hacerlo! ¿Y si los gemelos también tuvieran problemas cardíacos?

—Muy bien, ¿y qué hacía aquí a las tantas de la noche? ¿Eso no significaba nada?

Hago una pausa.

—No tengo por qué darte explicaciones.

—Sí, resulta que sí. Porque mi hija duerme en la habitación de al lado y porque su mujer vive al otro lado de la calle.

Sus palabras quedan suspendidas en el aire. El ruido agudo del hervidor rompe el silencio.

—¿Qué pasa? ¿Crees que estoy rompiendo alguna especie de regla? —suelto. Me levanto y empiezo a deambular por la cocina—. Por si no lo sabes, estás hablando con una persona que vio cómo su madre pillaba una gripe y de la noche a la mañana estaba muerta; con una persona que a cada momento del día teme que a su hija le pueda pasar lo mismo. —Cojo dos tazones y los dejo bruscamente sobre la encimera embaldosada. Tiro de malas maneras las bolsitas de té en los tazones y me pongo a verter el agua con tanta furia que salpica y las gotitas me queman la mano con pequeñas punzadas calientes—. A ver, ¿qué reglas son esas, Tom? —pregunto, agarrando una cucharilla y apretando las bolsitas una y otra vez—. Veo a todo el mundo alrededor decidiendo adónde ir de vacaciones, en qué colegio inscribirán a sus hijos para la secundaria, a qué grupo de lectura irán, qué coche comprarán; y cuando estoy entre ellos, soy como una alimaña. No tengo nada. Un piso horrible. Sin trabajo. Sin futuro. Y ellos lo notan. Este curso ni siquiera me invitaron a la fiesta de los padres de la clase. ¿Sabes lo que es eso? Todos hacen como si yo no existiera.

Saco las bolsas aplastadas y las tiro al fregadero con tanta fuerza que se pegan al acero inmaculado y revientan dejando a la vista miles de hojitas. Luego, saco la leche de la nevera y la vierto con tanto ímpetu que el líquido termina rebosando por el borde. Sin limpiar el charco, vuelvo a la mesa, dejo los tazones y un poco de té beige se derrama sobre la mesa. Me quedo de pie contemplando a Tom.

—Así que, ya ves, no creo que esté rompiendo ninguna regla; porque no hay reglas en esta especie de pesadilla en la que vivo. Simplemente doy vueltas por ahí, pidiendo dinero a papá; pidiéndote dinero a ti, para reparar el coche; o a Jez, para reparar el inodoro; siendo amiga de cualquiera que se muestre remotamente amable conmigo (y créeme no hay muchas personas que lo hagan). Y en medio de todo este lío, él es lo único que me hace sentir bien. Aunque sea solo un momento.

—¿De verdad te sientes bien con él?

—Sí.

Sigo de pie. Furiosa. Mirándolo.

Tom sorbe el té. Luego se produce una pausa larga. Tiene aspecto de estar determinando si va a decir algo o no.

—¿Qué? —estallo.

Tuerce el labio, pensativo.

—Mmm.

—¿Qué?

—Me parece que la leche está agria.

—¿Qué? —Bajo la mirada y veo unos grumos repugnantes flotando en mi taza—. Oh, por Dios —me lamento, volviéndome hacia la puerta—. Sí, de acuerdo, tienes razón: soy un desastre. Ni siquiera soy capaz de preparar una taza de té como Dios manda. Así que vete a la porra.

Y me pongo a caminar hacia la puerta. Pero antes de llegar siento que Tom me tira de la manga.

—Cal, basta ya. Ven aquí. No importa. Mira, siéntate —dice. Me quedo donde estoy, tercamente, desconcertada por el rastro de sonrisa que detecto en su voz.

Me giro a mirar. Vuelve a tirar de mi brazo y me dirige hacia mi silla. Pongo los ojos en blanco y me siento, mordiéndome los labios.

Suspira y se frota la cara.

—Mira, Cal, yo no te juzgo. Yo…

—Pues esa es la impresión que tengo yo.

—No. Es que me saca de quicio. Creo que se aprovecha.

Tardo un rato en comprenderlo: en realidad lo que percibo en Tom es preocupación. Lo miro, pasmada, viendo cómo hincha las ventanas de su nariz de esa manera que hacía reír a todo el mundo en el pub, porque sabían que estaba a punto de soltar una broma.

—No te dije nada, pero el otro día estaba muy enfadada conmigo, cuando la metía en la cama…

—¿Rae?

—Sí… Me dijo que la había sacado del hospital como si fuera una niña pequeña. Y que odia ser pequeña, porque todo el mundo la trata como a un bebé. Y dijo que…

—¿Ajá…?

—Que le gustaba cuando ibas a trabajar y que estaba muy enfadada conmigo por decirte que no lo hicieras.

—¿Ah, sí?

Por fin aparece la sonrisa irónica de Tom. No puedo contenerme: le devuelvo el gesto. Incómoda, me tapo la boca con la mano. Hace mucho que no nos reímos juntos de las ocurrencias de Rae. Me dirijo a la silla, algo azorada.

—¿Tom? —digo—. Si vas a ser amable conmigo, tengo que advertirte que no pienso ponerme a llorar. Ahora mismo me siento como una de las peores personas del mundo.

Tuerce el labio como si estuviera decidiendo si decir algo o no.

—De acuerdo. Vale, Cal, mira. Te haré una propuesta, pero con condiciones.

—¿Qué?

—Bueno, anoche estuve hablando con Kate por teléfono…

—¿Sí?

—Y… me dijo que parecías agotada…

—Muy amable de su parte.

—Y que le parecía que tenías demasiadas preocupaciones encima. Y dijo que ella se enfadaría mucho si tuviera que dejar de trabajar.

Oh.

—En realidad, a veces me recuerda a ti —prosigue—. Es buena persona, ¿sabes? Y tiene muchas ganas de salir adelante. Ya sé que es mi pareja, pero tendrías que haber visto su cara cuando supo que iba a hacer alguna de mis tomas en Sri Lanka.

Eso estuvo bien por parte de Kate.

—En fin… —continúa—. He pensado…

—¿Qué?

—Que cuando hayamos terminado el contrato de Sri Lanka, buscaré un trabajo de estudio. Aquí.

Me quedo mirándolo.

—¿En Londres?

Asiente.

—Pero tú te dedicas a la naturaleza. Esa es tu especialidad.

—Sí, bueno, pero ya lo tengo decidido. Y he pensado que si estoy más tiempo por aquí, tú podrías volver a trabajar. Ya no ganaría tanto, así que seguramente tendrías que hacerlo.

No puedo creer lo que me está proponiendo. Una avalancha de posibilidades cae sobre mí. Podríamos volver a ser una familia. No viviríamos en la misma casa, evidentemente, pero seríamos una familia que se reúne los domingos para ir a pasear, y en Navidades, y en los cumpleaños de Rae. Y si Tom me ayudara con la niña, podría conseguir otro contrato con Guy. Podría salir de este pozo. Empezar a arreglar las cosas.

Casi se me saltan las lágrimas.

—Todo el mundo me pregunta si vuelves a trabajar, ¿sabes? Te valoran mucho. Llama a Guy y a ver qué dice. Si quieres, me tomaré unas semanas y me quedaré con Rae en verano, para que tú puedas dedicarte al trabajo: luego ya pensaremos algo para setiembre.

Apenas puedo contener las lágrimas. Me llevo la mano a los ojos para disimular que estoy llorando.

—No hace falta…

—Sí, bueno, todavía es pequeña.

Mantengo las manos delante de la cara porque sé perfectamente que si lo mirara ahora, vería el dolor en sus ojos, recordando el daño que le he hecho.

Es una fría tarde de invierno. Rae tiene tres años. Estoy en el lavabo cepillándome los dientes cuando se abre la puerta y entra Tom. Se quita el abrigo, tiene la cara enrojecida por la caminata desde el metro.

—¿Qué tal? —pregunto, esperando que haga lo de siempre: que mueva sus manos heladas sobre mi camiseta para hacerme reír o que me bese la cabeza para agradecerme que le dejara esta noche de sábado con sus compañeros de trabajo—. ¿Cómo estaba la gente?

—Bien —masculla.

Pero no se acerca a mí. En vez de eso, se pasea por el cuarto de baño como si anduviera buscando algo.

Lo miro por el espejo mientras sigo cepillándome. No sonríe, sus hombros están rígidos, como si soportara una carga pesada.

—¿Estás bien? —mascullo entre la espuma del dentífrico—. ¿Qué pasa?

Tom rehuye mi mirada. Se vuelve una y otra vez, sin parar, como un perro que busca un rincón adecuado, antes de sentarse por fin en el borde de la bañera. Se inclina con la cabeza entre las manos.

—¡Tom! —exclamo, girando en redondo—. ¿Qué te pasa?

Menea la cabeza con la mirada perdida en el suelo.

—Tom… ¿qué?

Endereza la espalda, pero sigue sin levantar la vista.

—Es por una cosa que ha dicho Gordon.

—¿Qué Gordon? —digo desconcertada—. ¿Vet Gordon se presentó sin avisar?

Asiente.

—¿Qué ha dicho?

Tom suspira pesadamente y se queda inmóvil. Nunca antes lo había visto así.

Entonces abre la boca.

Y mi vida sufre un cambio radical.

—Gordon ha venido al bar… —murmura.

—Ajá…

—Estando él allí, Jamie nos ha enseñado una foto de su hijo. Todos le tomábamos el pelo, porque el niño tiene los ojos azules y Jamie y su pareja los tienen castaños…

La sangre se me hiela en las venas.

No, por favor.

Vuelvo a encararme al espejo y sigo cepillándome los dientes. Si me cepillo los dientes todo volverá a la normalidad, pienso.

—Todos hacíamos bromas diciendo que evidentemente el lechero se había pasado por su casa mientras Jamie andaba filmando por ahí…

Tom hace una pausa. Sus mejillas se tensan por lo mucho que le cuesta decir lo que quiere decir.

—Y entonces Jamie se vuelve hacia mí y me suelta: «Tú ya sabes qué es eso, tío…».

Con la mano libre cojo el hilo dental.

—Entonces Gordon vuelve de la barra con una ronda para todos y oye que Jamie suelta a los cuatro vientos que Rae tiene los ojos castaños, mientras que tú y yo…

Se le quiebra la voz.

Yo me cepillo los dientes con tanta fuerza que me sangran las encías.

—Y Gordon, que cree que Jamie simplemente está hablando de genética, en general, dice: «No, eso es altamente improbable. El color de los ojos es un gen recesivo. Una pareja de ojos castaños puede tener un hijo de ojos azules, pero lo contrario sería muy raro. Un niño de ojos castaños, ha de tener al menos un progenitor con los ojos del mismo color».

Por fin nuestras miradas se encuentran en el espejo.

Las miradas de nuestros ojos azules.

Tom se levanta en la cocina para ir a ver a Rae.

—Tom —digo—. Ya sé que no te lo creerás, pero yo no estaba segura.

Mira la foto de Rae en la nevera.

—Sí que lo estabas, Cal.

No puedo contenerme. Lo alcanzo y le toco el brazo. Y por un segundo, él me lo permite.

—Siempre serás su padre.

Él aparta el brazo.

—No necesito que tú me lo digas.

—De acuerdo, pero, por favor, no se lo cuentes a Suzy —susurro.

Pone la mano sobre la mesa y tamborilea.

—No quiero que ese tipo vuelva a acercarse a Rae: esa es la condición —declara mientras se dirige a la puerta de la cocina.

Me muerdo el labio magullado.

Tardo un poco en comprender que me está diciendo algo más. Y añade, ahora con la voz entrecortada:

—Ni a ti, Cal. No quiero que se acerque a ti.

Sorprendida, levanto la vista, pero él ya ha salido hacia el vestíbulo.

—¿Tom…?

—Ya me has oído.