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Debs

A la mañana siguiente, a las diez menos cuarto, cuando los hijos de la americana se fueron de casa, Debs empezó a oír ruidos.

Todo empezó con un golpeteo en la pared. Un sonido suave que la siguió escaleras arriba y luego al baño.

«No es nada —se dijo Debs susurrando, recordando las palabras de Alison—. Estás nerviosa. Es fruto de tu imaginación».

Luego se añadió la aspiradora. Apoyada contra la pared en el piso de arriba, con su gimoteo torturado vibrando a través del tabique de ladrillo. En la cocina, la licuadora; a cada minuto, durante un minuto, con un chillido agudo histérico. Una radio empezó a sonar en el vestíbulo de abajo, a tal volumen que las consonantes claras que emitía el presentador de Radio 4 desaparecían en una vibración estrepitosa.

«Tranquila —se repetía Debs mientras limpiaba las persianas del lavabo pieza a pieza con un trapo húmedo, haciendo una y otra pasada—. Son ruidos normales. Ese es el tipo de ruidos que hacen todas las familias».

Pero a la una y media ya no había descanso entre ruido y ruido. El televisor voceaba junto al secador en un fragor conjunto. Sonaban al unísono con un zumbido permanente y desagradable, como una pieza creada por un joven compositor de vanguardia; la percusión la aportaba una explosión constante de portazos.

Luego, a las dos, más ruidos. Al principio Debs no sabía qué era lo que oía. Mientras estaba tumbada en la cama, intentando leer un libro, resonó al otro lado de la pared con ímpetu salvaje. Horrorizada, dejó a un lado el volumen. Imposible equivocarse.

—No —gimió, embutiendo los tapones en el fondo de sus oídos hasta sentir presión en el cartílago y envolviendo con más fuerza la cabeza en la almohada.

Eso no podía ser fruto de su imaginación. Imposible.