Cuando se marcha, aún tardo unas cuantas horas en ser capaz de meterme en la cama.
El reloj del horno hace tictac contra el zumbido de la nevera.
Recorro el piso, despacio, sin un objetivo concreto, lamiendo los rasguños de mis labios y odiando estas paredes, que alguien pintó antes de que yo llegara. Recuerdo vagamente que alguna vez hubo algo agradable en este piso. Algo que tenía que ver con la luz. Y entonces Suzy me pidió que le acercara algunas cosas de su casa mientras estaba en el hospital, después de dar a luz a los gemelos. Así que entré en su casa con Henry y Rae a remolque y me tropecé con Jez, que vagaba desnudo por ahí, con jet lag, recién llegado de Australia en avión. Jez, el hombre al que pensaba que no volvería a ver. Y de pronto el piso se convirtió en un lugar sin luz. Un lugar de secretos. Un lugar con mentiras guardadas bajo llave por la noche.
Inspecciono cada habitación, recogiendo mentalmente todas mis pertenencias y las de Rae. No es demasiado. Tanto esfuerzo para apenas nada.
Así que esto es todo. Es el final. ¿Cómo terminar algo que nunca ha empezado?
Entro en la habitación de Rae, me siento y apoyo la cabeza en el edredón para mirarla mientras duerme.
Veo la curva del labio superior levemente fruncida hacia arriba, empujada por la almohada, y me adormezco en la oscuridad, evocando la primera vez que vi esa línea.
El Soho, viernes por la noche. Estoy en el Ellroy’s con Guy, Sophie y todos los del estudio, tan borracha que las calles son solo un montón de flashes veteados con el rojo de los coches que recorren la noche y el neón azul del club nocturno de enfrente.
—Oh-weyo-wey. Oh-weyo-wey —canta Sophie mientras me agarra la mano para que le muestre la placa, el galardón al mejor diseño de sonido que me han dado esta noche en los premios de publicidad.
—¡Shh! —la reprendo, notando la mirada de Guy, que estrecha la mano de un hombre que acaba de llegar, con una cálida sonrisa, mientras me lanza miradas severas. Por más que esté contento conmigo, por más champán que nos haya pagado para celebrarlo, sé que espera que represente a Rocket en todo momento, y eso no incluye que yo o la incapaz de mi compañera de piso nos pongamos a vomitar en el suelo de su exclusivo club.
—Perfecto, muchachos, los taxis esperan afuera —dice Rob elevando la voz desde detrás de la barra para que nosotros, medio borrachos, nos distribuyamos en grupos para volver a casa.
—Un momento, Soph —digo—, tengo que ir a por el abrigo.
Cuando vuelvo me doy cuenta de que todo el mundo se ha marchado.
—Sophie, ¿serás imbécil? —mascullo, consciente de que pensará que me he metido en el otro taxi para ir al norte de Londres con Guy, y hasta que no llegue a casa ni siquiera se dará cuenta de que no estoy. Y además, ha dejado mi premio sobre la mesa.
El bar todavía está medio lleno, así que me acerco a la barra, le pido a Rob que me llame a otro taxi y pido un agua con gas para que se me vaya pasando la melopea mientras espero.
Me siento con la placa plateada, contemplándola por fin. Apenas logro contener las lágrimas, sé que cuando llegue a casa podré tirarme en la cama y dejar que caigan, lejos de la vista de mis compañeros, que creen que debería alegrarme de que mi trabajo haya sido reconocido públicamente; cuando en realidad lo único que pienso es que mamá no lo verá. Y sin mamá, que me impulsaba a aprovechar todas las oportunidades de las que ella nunca disfrutó, yo no habría conseguido este objeto estúpido.
Mientras lo contemplo, advierto que un hombre alto se sienta cerca de mí, se quita el abrigo y pide un bourbon.
—¿Es tuyo? —dice al cabo de un rato, observando el trofeo.
Asiento.
—Felicidades —dice.
—Hum —mascullo, bebiendo un trago de agua—. ¿Estabas en la entrega de premios?
—¿Yo? No. Estoy aquí —dice apuntando hacia arriba con la cabeza—, por negocios. Vengo de Estados Unidos.
Me vuelvo para mirarlo, intentando enfocar la mirada en lo posible. Lleva un traje de corte bien definido y desde donde estoy solo aprecio una patilla y la tez bronceada bajo un mechón de pelo.
—¡Qué curioso! Pareces inglés —murmuro dirigiéndome a mi vaso de agua y preguntándome si estaría bien apoyar la cabeza en la barra mientras va llegando el taxi.
—Es que soy de Londres —sonríe, asintiendo al tomar el whisky que le sirve Rob—; pero vivo en Denver.
—Denver. ¿Ah, sí? Vaya. Y qué tiene de malo Londres, ¿eh? —mascullo en un ebrio intento de ser graciosa. Decido apoyar la barbilla en la mano en lugar de directamente en la barra.
—No, si Londres me gusta mucho, pero trabajo allí.
—Bien, me encanta Londres —farfullo—. Me encanta.
Y nada más decir esto, la cabeza me resbala de la mano. Él sonríe y señala a mi vaso vacío.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Hum… —mascullo intentando reponerme y ser capaz de enfocar por fin su cara.
Cuando lo consigo, lo primero que pienso es que lo conozco de algo, pero luego me doy cuenta de que no. Lo que pasa es que estaba predestinada a encontrar esa cara. Hay una combinación familiar de piel y facciones que desde siempre estaba destinada a este momento. Y por un instante, solo por un instante, esa certidumbre elimina el dolor por mamá.
—Lo siento, Callie —dice Rob—: el taxi tardará todavía cuarenta minutos.
Asiento, como disgustada. Pero lo único que pienso es que me gustaría que la pena desapareciera un tiempo más.
A la mañana siguiente, al despertar junto a ese hombre en un cuarto en la planta de encima del Ellroy’s, descubro el anillo en la mano que yace sobre la almohada.
El dedo con el anillo apunta a la boca, que se ha quedado abierta mientras duerme. Hay una curva indolente sobre el labio superior, que ya he empezado a amar por la forma de moverse ávidamente entre los míos y, al darme cuenta de que a pesar de haber visto la alianza no puedo dejar de desear que vuelva a hacerlo otra vez, me digo que no a mí misma moviendo la cabeza.
Así que me marcho antes de que se despierte. Antes de que descubra mi apellido o mi número de móvil. Porque así, si la idea alocada de volver a besar a ese hombre vuelve a apoderarse de mí, no podré encontrarlo por más que quiera.
Y me deslizo lejos, sin ser consciente de la huella que ha dejado en mí.
Rae mueve la cabeza y se da la vuelta. Entonces me levanto y voy a echarme en mi cama, sin quitarme la ropa.
Estoy en el lecho mirando hacia el techo. Me quedo un rato ahí tumbada, pensando en que hace ya dos años y medio que vi este rosetón victoriano por primera vez y pensé que era espléndido. Contemplo la intrincada decoración del yeso y mi mente viaja cuatro años atrás, después de esa velada fatídica en el Ellroy’s.
Es una noche lluviosa en Greek Street. Bajo a la calle hecha un mar de lágrimas, busco en vano a Sophie en el Coach and Horses, porque su número de móvil ya no funciona. Y de repente, ahí está él, en mitad de la calle: Guy.
—Santo cielo, tía, pero ¿qué te pasa?
—Tom quiere que me vaya —le digo en un susurro, mientras me mete en un bar lleno de humo, donde dos chicas con el pelo crepado y los labios pintados de rojo toman el té—. Me ha dado una semana para encontrar un sitio donde alojarme.
—Oh, colega —dice entre dientes, sin poder evitar mirar el reloj, ya con la cabeza de vuelta en el estudio—. Debe de haber una epidemia. ¿Sabías que Claire y yo también nos hemos separado?
Le digo que lo siento, sorbiendo mi té y asintiendo a su pregunta. Tom y yo habíamos oído algún rumor sobre una fotógrafa polaca de piernas largas, Ankya.
Saca el móvil.
—Oye, el tipo de enfrente en Ally Pally alquila un piso barato. El sitio está un poco hecho polvo, pero para un par de meses puede servirte.
Asiento tristemente mientras empieza a hacer llamadas a los vecinos para intentar obtener el número del casero.
—Ya lo tengo. —Guy sonríe satisfecho y me anota un número de teléfono. Acto seguido se levanta, con el deber cumplido.
—Qué lástima. ¡Acabo de venderle mi casa a un tipo con el que iba al colegio, si no, seríamos vecinos!
Fue un mes más tarde, cuando volví a mi nuevo piso de Churchill Road, tambaleándome de la impresión después de haber topado con Jez desnudo en casa de Suzy, cuando por fin una imagen enfocada con nitidez llegó a mi mente.
La noche en que celebrábamos mi galardón en el Ellroy’s: Guy dando la mano a un hombre que llegaba, con una sonrisa cordial, mezcla de sorpresa y familiaridad, justo antes de que todo el mundo se marchara a casa.
Un hombre alto con un abrigo negro, que cinco minutos después se quitaría y querría invitarme a una copa.
El tipo que, cuatro años antes, se había encontrado con su viejo compañero de colegio, Guy, en el Ellroy’s, y le había mencionado que estaba a punto de volver a Londres desde Estados Unidos, con la familia.
Por lo visto, según dijo Guy, en la venta se ahorró dos mil libras en impuestos, así que Jez también pudo comprar más barato.
Un negocio redondo.
Hace frío esta noche, ¿o es que estoy destemplada? Me meto debajo del edredón por un lado de la cama, apago la lamparilla e intento expulsar las imágenes de este desastre en que he convertido mi vida.
Pero hay una imagen que no logro exorcizar. La de la cara de estupor de Tom, cuando nos encontramos para tomar algo junto al Ojo de Londres en una noche fría y oscura, dos meses después de que empezáramos a vernos tras la fiesta de Sophie, y le expliqué sintiéndome fatal que de la manera más tonta e increíble estaba embarazada.
—Pero yo de pequeño tuve unas paperas muy graves —dijo sin dar crédito a lo que oía—: el médico dice que no podré tener hijos.
Quería contarle lo de mi rollo de una noche con Jez, de verdad que quería. Pero entonces Tom sonrió asombrado. Su sonrisa fue ampliándose llena de sorpresa y fascinación. Junto a nosotros, pelotones de viajeros se dirigían a Waterloo. El Támesis bramaba a nuestro lado, rielando con las reverberaciones doradas de las luces de las márgenes del río. Todo se hace confuso entre luces cegadoras, oscuridad y ruido. Tom creyó que mis lágrimas se debían a que no estaba segura de sus intenciones. Me llevó hacia la barandilla, lejos de la gente, y me susurró al oído que pasara lo que pasara, él cuidaría de mí y del bebé hasta el fin de sus días.
Me refugié entre sus brazos y me abandoné a sus palabras de consuelo. Todo iría bien.
Así que cuando quise abrir la boca para contarle la verdad, vacilé. Y en ese momento de vacilación, contemplé cómo la verdad, silenciosa, escapaba de mis labios flotando en una nube de vaho y desaparecía en el cielo sombrío.
Ese instante de vacilación se convirtió en una sentencia de cadena perpetua, para mí, para Rae y para Tom.
Sorbo todavía una pequeña gota de sangre de mis labios. A Jez le gusta dejar huella. No es la primera vez; y duele.