Paso las últimas horas de la tarde del viernes en estado de terror. Hablo con Rae, le preparo su cena favorita: pasta con salsa de tomate y pepino. Le leo un cuento, le cambio las vendas de la pierna y estoy un rato con ella, hablando de la fiesta de mañana. Me doy cuenta de que me observa todo el rato, pero no hago caso a sus miradas. Porque el simple hecho de respirar me supone un esfuerzo. Tom lo ha hecho. Ha descubierto el peor de los secretos, la hórrida verdad que oculto en oscuros rincones. La que consigue robarme el sueño.
Son las nueve de la noche cuando por fin cierro la habitación de Rae y echo mano del móvil.
—Soy yo —digo—. Tenemos que hablar.
Por su forma de gruñir me doy cuenta de que no es un buen momento.
—Veré qué puedo hacer.
Voy por el piso arreglando cosas y los dedos parecen negarse a obedecerme. Dejo un tazón en un estantería; sé que no está bien asentado pero lo suelto de todos modos. Cae pesadamente y se estrella contra el suelo. Recojo los restos y salgo a tirarlos en el cubo del patio trasero; antes de volver a la cocina, descorro el cerrojo de la verja de atrás.
Estoy de pie, esperando, con las manos en la encimera, y entonces llaman a la puerta trasera.
Abro. Ahí está. El padre de mi hija. Como anoche, llenando con su corpachón el hueco de la puerta. Pero ahora la expresión de su cara es tensa y seria.
—Pasa —susurro, e inspecciono el patio detrás de él para cerciorarme de que esta vez no hay nadie mirando.
Y Jez entra en casa.
Lo guío a través del vestíbulo donde estuve anoche, en albornoz, habiéndomelas con Suzy, mientras Jez se escondía en la cocina. Pasamos a la sala de estar.
—¿Qué ocurre?
Cierro la puerta para que Rae no oiga nada y me vuelvo a mirarlo. El envaramiento ha vuelto, tan rápido como se esfumó ayer noche. Cuando Jez se pone distante como ahora tiene esta manera de erguirse en toda su estatura, alzándose por encima de mí. Su cuerpo se convierte en un risco escarpado, imposible de escalar.
—Jez, ¿puedes sentarte un momento? —le pregunto, deseando que no necesite volver a la comedia de restablecer los límites constantemente.
Sé dónde están los límites. Sé quién soy: la traidora que finge ser la mejor amiga de su mujer.
Jez arquea las cejas, luego se sienta en el sofá haciendo que los cojines se eleven levemente a los lados. Abre las rodillas y se coge las manos; las manos que anoche me agarraron las muñecas con tanta firmeza vuelven a estar ahora fuera de mi alcance, me dice su actitud. Hoy están ceñidas por lujosos gemelos. Los mechones negros que rozaban rítmicamente mi piel ardiente vuelven a estar bien colocados, apartados de su cara. Sus botas sobre la vieja moqueta verde de mi sala de estar lucen un brillo desdeñoso. Y por si con todo eso no me ha quedado claro, Jez se quita ostensiblemente la pelusilla que se le ha pegado en la pernera.
—Bueno —suspira pesadamente—. ¿Cómo está Rae?
—Bien.
—¿No hay complicaciones?
Digo que no con la cabeza.
—Me alegro. ¿Necesitas algo?
De nuevo niego en silencio.
—Esta mañana he ingresado doscientas libras en la cuenta corriente por si acaso.
Asiento para agradecérselo.
—¿Qué querías?
Me quedo callada; él arquea sus pobladas cejas con impaciencia y se rasca una de sus impecables patillas negras. «No lo hagas —me comunica sin hablar—. No me presiones».
—Tengo que decirte una cosa —empiezo, intentando dar firmeza a mi voz.
—¿Qué?
—Tom te vio entrar.
Hay un estremecimiento imperceptible en su rostro.
—¿Anoche? Pude haber venido a pedir café. Vivo al otro lado de la calle.
Parpadeo.
—Jez, no es idiota. Le enfurece que vuelva a pasar esto. Sobre todo por el hecho de que vinieras nada más volver Rae del hospital.
—Bueno —murmura.
Se tira de los puños de la camisa, inspira profundamente y luego lanza un suspiro tan fuerte que el movimiento de su cuerpo hace crujir mi sofá. Intento captar su atención, pero no lo consigo; eso no va con él. Jez te mira un segundo con esos ojos tan oscuros y misteriosos como un bosque a media noche y, cuando ya crees que lo tienes, cierra los párpados pesados, te desactiva, te quedas mirando sus largas pestañas y el trecho de la mejilla hasta la curva del labio superior, irritada contigo misma por querer más. Más de lo que sea.
—¿Y qué hará ahora?
—No lo sé. Nada, con suerte, pero no lo sé. Está rabioso. Cuando ha venido esta tarde, Suzy estaba aquí. He pensado que Tom entraría y se lo contaría todo. Se ha ido sin ver a Rae.
Jez menea la cabeza, mirando al suelo, como si regañara a un perro que se ha portado mal.
—No dejes que lo haga, Callie. Los chicos…
—¡Jez! —exclamo—. Tampoco es fácil para ninguno de nosotros, ¿no? Además, yo no tengo control sobre sus actos. Así que he preferido advertirte, para que estés al corriente.
Jez se levanta.
—¿Qué? ¿Eso es todo? —exclamo—. ¿Adónde vas?
—A ningún sitio. Quiero beber algo.
De repente me doy cuenta de lo nervioso que está. Se acerca a la cortina y tira de ella para cerrarla todavía más. Voy a la cocina y regreso con la última copa de vino. La toma, sin dar siquiera las gracias; bebe un buen trago y me mira.
—Pasa algo que tú no sabes, con Suzy.
—¿Qué? ¿Lo del internado?
Me mira sorprendido y menea la cabeza.
—No. Sí. Otra cosa. La cuestión es que si ella lo descubriera ahora, sería…
Se termina el vino de un segundo trago y, por fin, me mira a los ojos.
—Para ti ha sido solo un accidente, ¿verdad, Jez? —digo con amargura.
—No. Pero tiene que acabar.
—¿Cómo? ¿Como la última vez? —mascullo. Se encoje de hombros y vuelve los ojos hacia la ventana—. Y la vez anterior.
Deja la copa y frunce el ceño. Un leve suspiro le hace abrir la boca y yo solo alcanzo a no acercarme a él y besar esos labios separados, para después odiar mi debilidad.
—No, en serio, todo esto tiene que parar, del todo. Todo esto que hay entre tú y yo. Además, siendo amigas tú y Suzy, es demasiado peligroso.
Se me corta la respiración.
—¿Qué quieres decir?
Jez suelta un gruñido.
—No estoy seguro, pero alguien anda fisgando en mis cuentas bancarias. Preguntando. Y tengo que pensar en los niños.
—¿Qué es eso de que alguien intenta fisgar en tus cuentas?
—Suzy ha contratado a alguien. O quizá no. No lo sé. Pero tengo que cortar esto de raíz. Vender la casa. Mudarnos. Antes de que Suzy ate cabos.
Esas palabras son para mí como un puñetazo en plena cara.
—Pero ¿qué puede saber ella? —protesto débilmente—. El nombre que figura en el certificado de nacimiento de Rae es el de Tom. Y si él le cuenta a Suzy que nos acostamos juntos, basta con negarlo diciendo que Tom está resentido. Suzy ya cree que él se porta fatal conmigo.
Las palabras se deslizan de mi boca con facilidad. Al fin y al cabo, a conclusiones así he llegado cientos de veces en el transcurso de noches y noches en blanco durante los últimos dos años y medio.
—Es demasiado peligroso —masculla, meneando la cabeza.
Jez se levanta y avanza hacia mí. A la luz brillante de la sala de estar, me doy cuenta de que su rostro está hinchado. Tiene ojeras. Un mechón de pelo se ha soltado y le cae delicadamente sobre la frente.
Yo prosigo, intentando superar la desesperación.
—Escucha, déjame hacer lo que me había propuesto: vuelvo al trabajo, consigo dinero, dejo de depender tanto de ella, me mudo a otra calle, voy distanciándome de ella gradualmente y vuelvo a tomar control de la situación. Entonces… —bajo la mirada— a ver qué pasa.
Jez suspira.
—Ya sé que crees que la conoces, Cal, pero te lo advierto: si ella lo descubre, tal y como está actuando últimamente, no sé qué será capaz de hacer.
—¿Quieres decir que podría llevarse a los niños?
Mientras Jez se dispone a contestarme, su móvil suelta un pitido, reclamando su atención.
—Es ella. Le he dicho que iba a comprar vino a la tienda de la esquina.
Se pone a caminar por el vestíbulo.
—No. Por favor —digo, y meneo la cabeza asustada—. No te vayas así. Yo… Yo…
Con cuidado, echo un vistazo a través de las cortinas. Veo que las luces de casa de Suzy brillan al otro lado de la calle.
Por un momento imagino esa luz extinguida. Veo un futuro en el que Suzy ya no está, y tampoco Jez; en el que no hay nadie hacia quien correr cuando necesito hablar con quien sea después de un día vacío y nadie que me toque cuando estoy tan sola que creo que voy a morir de abandono. El aire sale de mis pulmones mientras siento una opresión en el pecho.
—Jez —susurro, siguiéndolo a la cocina—. Jez.
Se para. Ya conoce ese tono de voz. Ese dolor en mi voz.
Da media vuelta.
—Por favor, para. Quédate solo un rato. No digas eso, no todavía…
Me coge la mano y su contacto provoca en mí la misma reacción de siempre, por más que me odie a mí misma.
Inhalo profundamente y dejo salir el aire lentamente.
Se inclina y me mira a la cara, por fin. Es consciente del poder de su mirada sobre mí. Es lo que pasa a la hora de las brujas: los bosques oscuros se abren para mostrar aguas ocultas.
Sus labios se acercan a los míos. Rozan mi piel. Están calientes y saben a vino, y hacen que mi cuerpo se estremezca sin que yo pueda controlarlo. Acerco mi cara a él, incapaz de ocultarlo, aunque a estas alturas ya debería saber que pedir algo a Jez no es una buena idea. Ve mi gesto y se detiene. Con una mano me agarra la mía y sin previo aviso la pega a mi espalda y me acorrala contra la pared.
Me quedo ahí, sin moverme. Entonces Jez acerca sus pies a los míos. Empuja su pesado cuerpo contra mí. Nada de la dulzura de Tom, de su peso reconfortante y sus rincones seguros donde refugiarse. El cuerpo de Jez es como una coraza.
Baja la cabeza hasta mi oído y respira pesadamente.
—Callie, soy yo quien decide cuándo y cómo —masculla.
Sin soltarme el brazo, con la otra mano recorre mi cuerpo: la parte derecha, arriba y abajo desde el pecho a la cadera. Lo recorre, arriba y abajo, arriba y abajo.
Aguardo, ceñuda, a ver qué ha decidido hacer ahora mismo. Sus facciones se relajan, vigilante y pausado. Me odio. Me odio por lo que me hace. Me odio porque de momento él decide cuándo y cómo, y soy tan débil que no tengo control.
Entonces, sin previo aviso, me sube la camiseta y me besa con fuerza en la boca. Sus dientes me arañan la piel.