34
Callie

Rae está tan ansiosa por la fiesta de Hannah de mañana que no puede estarse quieta. Se ha cambiado de ropa tres veces antes de decidirse, con mi visto bueno, por el disfraz de hada plateado que le compró Kate por Navidades, unos tejanos, unos calcetines de abrigo, unas zapatillas deportivas y una chaqueta polar. La observo mientras se quita cuidadosamente la ropa para mañana, e intento no pensar en ello. Supongo que en el fondo espero que cancelen la fiesta. O que seré capaz de dar con una buena razón para no prohibir a Rae que vaya sin dejarla hundida de pena ni disgustar a Suzy más de lo que a todas luces la he disgustado ya. Estoy paralizada. Ojalá estuviera aquí Tom para ayudarme a decidir. Ya pasan veinte minutos de la hora a la que tenía que llegar.

Cuando suena el timbre me sobresalto. Abro la puerta hecha un manojo de nervios y encuentro a Suzy. Tiene las mejillas encendidas.

—Gracias a Dios que eres tú —digo en un susurro—. Tenía miedo de que fuera Debs.

—¿Por qué?

—Oh, ahora te lo cuento —digo, volviendo la cabeza hacia Rae.

Suze me hace un gesto de complicidad frunciendo el ceño y me acaricia el brazo.

—Cielo, pareces agotada. Oye, voy a bajar a Brent Cross, estaré una hora por allí: ¿quieres algo?

Una figura se mueve detrás de ella en el portal. Tom cruza la verja, ve a Suzy y vacila. «Quiero hablar contigo a solas», me transmite su expresión.

Suzy sigue hablando, pero apenas oigo lo que dice.

—¿Suze?

—¿Qué?

Señalo a su espalda. Ella deja de hablar, se vuelve y ve a Tom. Se miran mutuamente, inexpresivos.

—Hum, Suze —me atrevo a decir finalmente—. ¿Te importaría quedarte con Rae cinco minutos mientras él y yo, ejem…?

—Claro, cielo —dice alegremente, sin hacer caso de Tom.

Salgo al pequeño vestíbulo del edificio, cierro la puerta de casa detrás de Suzy y salgo del edificio ajustando la puerta de la calle con delicadeza.

—Te veo muy serio —comento con cautela.

Tom me fulmina con la mirada.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué iba yo a estar tan serio, Cal?

—Ejem, pues no lo sé, Tom… —respondo en tono liviano, intentando recuperar la compenetración que teníamos ayer.

—¿Por lo de anoche, tal vez? —dice secamente.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído.

¿De qué está hablando?

—Sigo sin saber a qué te refieres.

—Piensas seguir así todo el rato, ¿no?

—De verdad, Tom —balbuceo, desconcertada—, no tengo ni idea de qué me hablas.

—Vale. Bien, ¿y si te digo que al salir de aquí me quedé cinco minutos sentado en el coche, hablando por teléfono?

—¿Y?

Me fulmina con la mirada. Entonces lo entiendo. Mil piezas de un rompecabezas son lanzadas al aire. Vuelan, giran, se elevan hasta volver a caer al suelo esparcidas al azar por lugares fuera de mi alcance.

—Ya sabes lo que vi.

—¿Qué? —murmuro, consciente de que es inútil.

—Lo sabes perfectamente.