33
Suzy

Jez se había pasado toda la mañana arriba trabajando. Suzy sabía que bajaría a eso de la una para tomar un sándwich, así que preparó unos macarrones con champiñones y puso la mesa para que él no pudiera negarse a comer con ella.

Más o menos a la hora prevista, Suzy oyó los pasos de Jez en la escalera.

—Hola —dijo ella tranquilamente y, dándole la espalda, puso ensalada en un bol y llenó la jarra de agua.

—¿Todo bien? —contestó él.

Suzy fue consciente de su mirada, observándola a ella, a la mesa puesta y al fuego, como si intentara descubrir qué estaba cocinando. Al parecer llegó a la conclusión de que no merecía la pena preguntar, porque se sentó a la mesa y abrió el periódico local que Suzy había traído del vestíbulo y había hojeado.

Conscientemente, decidió no sonreír. Eso lo desconcertaría. Por lo general Suzy llenaba los silencios hablando a los niños o haciéndole preguntas sobre las camisas que había que planchar o sobre cómo le había ido el viaje en tren. Ese día no: le haría sufrir. Con el rabillo del ojo, mientras servía la pasta, advirtió que él volvía a mirarla.

—Aquí tienes. —Dejó los dos platos sobre la mesa y volvió luego a por la jarra de agua.

—¿Y esto, por qué? —balbuceó.

Suzy se encogió de hombros y se sentó frente a su marido. Se quedó mirándolo mientras él volvía a concentrarse en el periódico, llevándose el tenedor a la boca sin prestar mucha atención a los macarrones. Suzy no había tocado todavía los cubiertos que estaban junto a su plato.

—¿Qué pasa? —dijo levantando la vista del periódico para ver qué hacía ella.

Suzy se encogió de hombros.

—Estaba pensando en que estaría muy bien tener una niña —dijo, pronunciando todas las palabras con lentitud y firmeza para asegurarse de que él la escuchaba con perfecta claridad.

Jez se mantuvo en silencio mientras se llevaba el tenedor a la boca por segunda vez e iba masticando. Sus ojos regresaron al periódico.

—¿Qué te parece? —dijo Suzy, intentando recuperar su atención.

—¿El qué? —dijo él.

—¿Qué opinas, Jez? ¿Qué te parece la idea de tener una hija? Quiero decir, ¿te gustaría?

Él pinchó un macarrón, luego otro, hasta un total de cinco, y se los llevó a la boca. Mientras masticaba, pinchó otros cinco macarrones, abriendo un hueco en el montón de pasta.

—Me sorprende que me lo preguntes —dijo tranquilamente al terminar. Incluso cuando hablaba tranquilo, su voz resonaba en la habitación—. Las dos primeras veces no lo hiciste.

La insinuación quedó en el aire, mientras masticaba los macarrones de otro tenedor rebosante y bajaba la vista para ver cuántos quedaban. Por fin había formulado la acusación. La artimaña de Suzy había quedado al descubierto.

—Fueron un accidente… —dijo intentando que su voz sonara tranquila—. Son cosas que pasan. Y muy a menudo. Por lo visto, también Rae llegó por sorpresa, según dice Callie.

Jez dejó el tenedor y miró directamente a Suzy.

—No pienso tener más hijos, Suzy. Y no quiero volver a hablar del tema. A lo mejor si tuvieras que ganar el dinero, en lugar de limitarte a gastarlo a diario en Brent Cross (por cierto, los críos no necesitan más zapatos), tú también te lo pensarías dos veces.

—Bueno, y a lo mejor si tú no estuvieras planeando mandar a todos nuestros hijos a ese estúpido internado tuyo, ya tendríamos suficiente.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

Suzy se levantó y poco a poco se irguió en toda su estatura.

—Jez, te lo advierto: no intentes quitarme a mis hijos.

Se miraron fijamente. Ya estaba dicho.

—Creo que te has olvidado de quién soy, Jez —prosiguió—. La chica del lago, la que no tenía miedo a nada.

Él bajó la vista para seguir con el periódico.

—Y yo creo que tú has olvidado que estamos en Inglaterra, Suzy.

—Ahora me voy —dijo Suzy—. Se me ha pasado el hambre. Pero no hemos terminado con esto.

Caminaba a grandes zancadas por las calles empinadas que ascendían hacia Alexandra Palace. A lo largo de la ruta se alineaban elegantes casas victorianas como la suya, con el espacio intermedio ocupado por ampliaciones laterales y garajes, protegidas por verjas de casi dos metros de altura. Por las ventanas veía televisores de plasma, piezas de arte moderno, sofás de piel: los ropajes de la opulencia de la clase media británica. Cada puerta estaba pintada de un color diferente, del rojo intenso al azul metálico; los números de las casas inscritos ya en los tradicionales dígitos de latón, ya con placas modernas de tipografía gruesa. Las jardineras asomaban con geranios rojo sangre, helechos japoneses y flores de lobelia.

En cada casa una variedad distinta, pero en todas la misma especie, pensó. Esas personas habían dejado atrás a su familia para recalar en la ciudad en busca de dinero o metas individuales, y estaban dispuestos a vivir unos junto a otros en espacios estrechos e insufribles para alcanzarlas. A Suzy le pasó por la cabeza la imagen de unas mariposas clavadas en una vitrina.

¿Qué le pasaba a toda esa gente, pensó mientras miraba fieramente a través de las ventanas? No se le hace eso a la familia. No se escapa así de las madres, los padres, los abuelos y los primos. Son sangre de tu sangre. Y si uno no se ocupa de los suyos, ¿quién lo hará? Y sobre todo uno no manda a sus propios hijos por ahí, como si no tuvieran ningún valor. Los niños no son algo sin ningún valor. Son el bien más preciado.

Suzy se acercó a una alacena vieja abandonada en la acera y le atizó una patada con tanta fuerza que las tablas de los lados cayeron.

Dios, qué difícil le resultaba mover las piernas como es debido. En cinco minutos llegó a la entrada del parque del palacio, giró y emprendió la escarpada subida cuesta arriba. Eso siempre la calmaba. En Londres no había sitio para ejercitar los músculos, para estirar los tendones y oxigenar la piel; faltaba aire puro para reanimar los pulmones con bocanadas renovadas. No había grandes extensiones de cielo donde reposar la mirada, solo una mancha gris abrumadora. Era imposible encontrar un camino libre que no quedara bloqueado en un minuto por cochecitos de niños, bicicletas y perros; por trabajadores que cavaban zanjas incesantemente; por todoterrenos que se metían por los estrechos pasillos que dejaban los peones.

Se impulsó con más energía por la empinada cuesta para sentir el esfuerzo.

Luego se detuvo.

El ejercicio físico evocó a Suzy el recuerdo de la vieja que subía la cuesta del Northmore. Sacudió la cabeza vigorosamente tratando de expulsar la imagen.

Aquellas piernas. Aquellas piernas. Aquella piernas gruesas, mastodónticas. Y ahora la carta de su hermana.

No era raro que se hubiera despertado por la noche con sensación de ahogo.

Intentaba desembarazarse de esas imágenes obligándose a seguir la marcha, a través de la zona de los ciervos y el estanque de los patos, hacia donde dos jóvenes practicaban con sus monopatines en las rampas y carriles del área de skate, bajo las paredes brillantes del palacio.

Se detuvo un instante para tomar aliento. Agradecidos por la presencia de una espectadora, los muchachos se apartaron muy serios el flequillo y se esforzaron aún con más ahínco en levantar al máximo sus huesudas rodillas en sus saltos acrobáticos y en trazar tirabuzones. El del pelo moreno le recordaba a Henry. Su hijo mayor tendría su misma edad antes de que ella se diera cuenta. Pero ese muchacho seguía viviendo con su familia; pronto regresaría del parque y abriría la puerta de casa con un «hola» gruñón y un beso cauto en la mejilla de su madre, antes de subir a una habitación con olor a pies y tazas mohosas que escondía sus secretos de adolescente. Una habitación donde se sentiría seguro. A su edad, ya haría mucho que Henry estaría fuera de casa, convertido en un pequeño Jez, después de haber ocultado sus lágrimas de anhelo por los besos de su madre en mitad de la noche en la almohada de un dormitorio común.

—No —gimió en un susurro.

Todo era en vano. El recuerdo de aquellas piernas no desaparecería.

—Mamá, ¿adónde vamos? —había preguntado ella aquella calurosa tarde.

Notaba el ardiente contacto del maltrecho asiento de cuero en las piernas, justo detrás de las rodillas. Bajo el resplandor de la tarde de verano en Colorado, en el interior de ese Buick sucio y desvencijado cada vez olía más a gasolina, y notó que se mareaba. Suzy apartó el montón de ropa manchada de pintura y manuales de mecánica con rayas negras que estaban tirados por el asiento de atrás, e intentó sentarse más derecha.

Como su madre no contestaba, miró al hombre. Él le devolvió la mirada por el retrovisor. Aquellos ojos le recordaron los de los bandidos en las películas de vaqueros.

—¿Adónde vamos? —repitió, mientras miraba por las ventanillas sucias un paisaje que no reconocía.

No parecía el camino a la tienda donde vendían helados. Entraron en una calle ancha y tranquila. Delante de las plantas bajas crecían ortigas. La calzada, de un gris claro, parecía reseca y agrietada por el sol. En el patio delantero de una de las casas había coches y motocicletas oxidados, y se fijó en una bandera de Estados Unidos. En la ventanilla había el dibujo difuminado de una pistola. «¡Cuidado con el propietario!», ponía debajo. Cuando el hombre aparcó a la entrada de una pequeña casa con el porche de madera semiderruido y la pintura desconchada, se sintió hundida.

—Ven —dijo su madre, abriendo la puerta y cogiéndola de la mano.

Al mirar afuera, Suzy vio que el hombre llevaba una mochila que había sacado del coche. El largo brazo de su Pantera Rosa colgaba de una abertura. Hipnotizada, se dejó conducir a la puerta. No vio cómo se abría. Se limitó a mirar hacia arriba para ver al monstruo. Era desmesuradamente gorda, con el pelo corto como un hombre y unos ojos que parecían hincharse tras unas gafas sucias. El monstruo tenía unos pechos que le colgaban hasta la cintura, apretujados bajo la sucia cobertura del vestido. La boca se movía de una forma que a Suzy le recordó a su hermanita pequeña cuando tomaba el pecho. Una boca húmeda, con un movimiento repetitivo de succión.

—No… —Cuando su madre la empujó hacia la mujer y hacia el hedor como de comida para perros que reinaba en la casa, Suzy se echó a llorar.

—Solo es hasta que nazca el bebé, cariño —dijo su madre, y se marchó.

—¡Nooo! —chilló Suzy, intentando ir tras ella.

Pero antes de darse cuenta, el monstruo la había metido dentro de la casa, la había forzado a sentarse y aquellas piernas descomunales y apestosas se acercaron a ella desde atrás. Alguien le pellizcó las mejillas hasta hacerle daño, le estrujó la cara hasta que ya no pudo soltar las lágrimas.

—¡A callar! —ladró el monstruo—. Cállate.

Oh, ahora Suzy ya podía llorar. Desde luego que podía. Podía acercarse a esos muchachos flacos y gritar y berrear allí mismo, en sus caras. Pero si había algo que el monstruo le había enseñado era precisamente eso. No merecía la pena gritar.

Ella lo intentó, por supuesto. Había chillado y gritado a pleno pulmón reclamando a su madre y había sacudido con sus puñitos el estómago blando del monstruo. Pero entonces esa mole la abofeteó con sus húmedas zarpas y la metió en una alacena con arañas y cucarachas. Estuvo allí encerrada durante horas; tuvo que orinar en un rincón y quedarse sin comer nada más que los caramelos que llevaba en el bolsillo, robados en el colegio donde la mitad eran niños de los que nadie parecía preocuparse. También intentó chillar cuando el monstruo le metió la cabeza debajo del grifo, con la esperanza de que un agente de policía acudiera, la devolviera a su madre y reprendiera a esa bestia. Pero el agente de policía jamás se presentó por aquella calle: los monstruos, como pronto aprendería Suzy, sabían cómo salirse con la suya; como el de las piernas mastodónticas del día anterior, resoplando por la cuesta a la salida del hospital. Ella había rezado para que el guardia atrapara a esa mujer repugnante, pero en el fondo ya sabía que no la alcanzaría. Los monstruos siempre triunfan. Por tanto, pensaba Suzy, mientras pasaba a toda velocidad y daba una patada a una piedra, chillar era inútil. Apretando los dientes, giró a la derecha y empezó a descender por un camino.

No. Había una forma mucho más adecuada para tratar a la gente como su madre, que traicionaba a quien supuestamente amaba.

Rodeando el palacio por detrás, entró en el aparcamiento de la pista de hielo y lo atravesó. Llegó delante del palacio y bajó por los peldaños de piedra que descendían abruptamente hasta la carretera. Esperó que pasara un autobús, cruzó y entró en el parque. Siguió hacia abajo entre los árboles antes de girar a la izquierda para adentrarse en la zona agreste del parque. Había por allí un camino escondido; Suzy lo recordaba de un día de primavera en que habían ido con Callie y los niños para ver las flores silvestres. Entre los árboles, sin tener una buena perspectiva, se habían desorientado y habían ido a parar a un estrecho sendero. Una vez allí habían tenido que caminar por el centro en fila india para evitar las zarzas y las ortigas. Se detuvo. ¿Dónde estaba? Probó por varios caminos, intentando encontrar el sitio exacto. Un acebo le llamó la atención. Junto a él se abría un hueco.

Allí estaba. Magnífico.

Asegurándose de que nadie la seguía, giró a la derecha junto al acebo y se internó en el camino. Sí, era un lugar recóndito. Los que salían a pasear al perro o a correr solían buscar veredas más anchas. Esa senda, sin embargo, apenas era un atajo hacia el club de críquet. Solo el personal de mantenimiento del parque y los jóvenes con razones para ocultarse debían de utilizarlo.

Y había un viejo banco por allí, bajo un roble de ramas gruesas y bajas. Perfecto.

Era el lugar ideal; allí lo haría.

A las tres de la tarde estaba ya en la guardería para recoger a Otto, Peter y el cochecito; y luego fue a buscar a Henry al colegio. Los gemelos se distraían parloteando animadamente el uno con el otro, así que Suzy tuvo tiempo para trazar sus planes.

Cuando llegó a la escuela, casi todas las madres ya estaban junto a la puerta, abrigando a los niños. Suzy pasó de largo y se encaminó directamente al aula.

La señora Aldon la esperaba. En circunstancias normales, al ver llegar a Suzy habría llamado a Henry. Pero ese día no.

—Señora Howard, ¿tiene un momento?

Suzy se preparó para algo malo. Esa frase no presagiaba nada bueno.

—Desde luego —asintió.

Desde ese punto, junto a la puerta del aula, veía a Henry sentado solo al fondo de la clase, con la espalda encorvada y los ojos bajos.

—Lamento decirle que hemos vuelto a tener un incidente —le comunicó la señora Aldon en voz baja. En su voz se percibía al mismo tiempo la irritación y una disculpa—. A la hora del patio, Henry ha tirado del pelo a Luke con mucha agresividad. La hoja de ruta de la que estuvimos hablando no parece que dé resultado, así que tendremos que concertar una reunión con el director para ver qué hacemos. Por ejemplo, disculpe la pregunta, pero ¿pasa algo en casa de lo que debiéramos estar al corriente?

Suzy se la quedó mirando.

—¿Cómo se atreve? —musitó.

La señora Aldon palideció.

—Lo siento, pero es necesario…

—Para que lo sepa, no. En casa no pasa nada, nada que a usted le importe. Supongo que ya habrá tenido en cuenta que está alterado porque Rae no ha venido —dijo—. Para Henry es duro que Rae no esté con él.

—Bueno, de eso también quería hablar con usted —dijo la señora Aldon, que cada vez parecía más incómoda. Sus ojos lanzaban miradas por detrás de Suzy como si trataran de encontrar una escapatoria—. Según me informan los encargados del patio, Henry se dedica a meterse con los demás amigos de Rae. Por lo visto considera que Rae tiene que jugar solo con él. No sé si eso es algo que de alguna manera usted fomenta en casa… Cuando Rae juega con otros niños, con Hannah, por ejemplo, Henry se pone muy nervioso. No lo puedo confirmar, pero Hannah le dijo al maestro de guardia en el patio que Henry había amenazado con escupirle si no se apartaba de Rae.

Suzy se mordió el labio.

—Lo siento, señora Aldon, pero no estoy dispuesta a seguir escuchando acusaciones. Si Henry se porta mal, quizá también tendríamos que mirar cómo se portan con él los otros niños de la clase. Los demás niños siempre lo marginan. Y a Rae también, por cierto. No le dejan jugar a fútbol con ellos ni lo invitan a ninguna fiesta. Así que si quiere tomarla con mi hijo, le sugiero que se dedique a observar a todos los alumnos en el patio. Mientras tanto, yo misma concertaré una reunión con el director para hablar de lo que empiezo a considerar una negligencia en el cuidado de mi hijo. Y no es que me parezca el mejor momento, ahora que están investigando a una de las profesoras de las clases extraescolares por lo que le pasó a Rae estando a su cargo.

Y con estas palabras, hizo salir a Henry, lo cogió de la mano y se fue.

De camino a casa nadie dijo una palabra. Henry caminaba en silencio junto a ella, alicaído y ausente. Incluso los gemelos parecían percibir que no era el mejor momento para ponerse pesados y permanecían tranquilos, recostados en el cochecito con cara de sueño.

Suzy entró en casa, quitó la ropa de abrigo a los gemelos y los dejó acomodados en el sofá junto a Henry con vasos de zumo, encendió el televisor y se dirigió a las escaleras.

—¿Jez?

No hubo respuesta, así que lo llamó un par de veces más, hasta que apareció en el piso de arriba.

—¿Qué?

—Voy a salir: tendrás que encargarte de los niños.

—¿Estás de broma? —gruñó—. Estoy esperando una llamada importante.

—Pues sí que lo siento.

—Suze, ni siquiera…

Pero ella ya había salido de casa, dando un portazo.