Miro en la nevera vacía y me pregunto si no tendría que pedirle a Tom que nos traiga algo a Rae y a mí para la comida.
¿De qué humor estará Tom esta tarde?
Suena el timbre y oigo a Rae levantarse de un salto y asomarse a la ventana.
—Tía Suzy —grita, y vuelve a sentarse en el sofá.
Abro la puerta. Por primera vez desde que conozco a Suzy, ha perdido la sonrisa. Tiene el rostro demacrado y los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
—Dios mío, ¿qué te pasa? —digo, asustada.
Menea la cabeza.
—No, no es nada.
Hace un esfuerzo por controlar las emociones, pero es en vano, porque enseguida se echa a llorar. Con el corazón desbocado, la invito a pasar.
En dos años y medio, jamás la había visto así.
—Suzy. ¿Qué tienes?
Ella se seca los ojos.
—Perdona, solo es un problema con Jez.
—¿Con Jez?
—Y su padre.
—Ah. Ah, vale —suelto tranquilizada.
Me mira inquisitivamente.
—Es que pensaba que era por mí. Ayer estuve un poco seca.
Dice que no con la cabeza, llorosa, y me acaricia el brazo. Fascinada, no puedo dejar de mirar a esta Suzy desconocida. Abierta. Vulnerable. No tan asquerosamente práctica. Cómo habrían cambiado las cosas si hubiera sido así desde el principio. Tal vez, si me hubiera mostrado su fragilidad, sus imperfecciones, habría conectado emocionalmente con ella. Quizás entonces habríamos sido verdaderas amigas. Acaso podría haber sido sincera desde el principio con ella sobre cómo soy en realidad.
—Eh, Rae, mira lo que te manda Henry —dice Suzy, asomándose a la puerta de la sala de estar.
Saca el DVD de Disney que mi hija veía en el hospital y ella se acerca cojeando con una sonrisa para cogerlo. Suzy se inclina hacia delante y coge la cara de Rae entre las manos.
—Tienes mejor aspecto, cielo. Vuelves a tener las mejillas rosadas. Buena chica.
—Gracias, tía Suzy —exclama Rae, y va cojeando hasta el reproductor de DVD.
Le toco el brazo a Suzy y la llevo a la cocina.
—¿Qué pasa?
Frunce el ceño, menea la cabeza; luego saca una silla y se sienta. Parece que está a punto de decirme algo, pero enseguida cambia de opinión y guarda silencio. Luego echa un vistazo a toda la cocina.
—Vaya, realmente hizo una buena limpieza, ¿eh?
—Pues sí. —Sonrío—. Suze, dime, ¿qué te pasa? Nunca te había visto así.
Se inclina para coger papel de cocina y se suena la nariz.
—Creo que Jez quiere mandar a Henry a un internado.
—¿Qué?
—Sí. Y luego probablemente hará lo mismo con Otto y Peter.
—Es absurdo. ¿Te lo ha dicho él?
—No: dentro de pocas semanas, en el club de su padre, se entrevistará con el director del colegio donde él estudió y, hace poco, Jez dijo que Henry no seguiría mucho tiempo en el Palace Gates.
—Qué barbaridad. Pero si el colegio de Jez parecía terrorífico. Se convertirán en unos reprimidos…
Mis palabras quedan flotando en el aire.
—¿Como Jez? —contesta.
—No. Perdona. Mira, que él quiera enviarlos allí no significa que pueda hacerlo sin más; también son hijos tuyos.
—¿Has visto alguna vez a su padre? —dice Suzy tristemente—. Creo que él tiene algo que ver. Seguro que se ha ofrecido a pagar los gastos. Jez siempre finge que no le hace caso, pero su padre tiene mucha influencia sobre él. Nunca le ha perdonado que se casara conmigo. A veces me parece que Jez me eligió a mí solo para irritarlo.
Me quedo mirándola. Suzy nunca me ha hablado de Jez en estos términos. Desde que la conozco, no solo parecía ciega a sus faltas, sino que más bien se ha dedicado a cantar las bondades de su relación, haciendo que me odiara a mí misma por el aguijonazo de envidia que me provocaba.
Se reclina con un suspiro prolongado y me dirige una mirada tan intensa con esos ojos de jade increíbles que me veo forzada a apartar la vista, con la excusa de comprobar si he encendido el hervidor.
—Es que parece que me quedo sin nadie…
—No, claro que no —digo, confusa, haciendo un esfuerzo para encontrar la palabra adecuada.
Menea la cabeza.
—Uf. Debería cerrar la boca.
La culpa se apodera de mí; pienso en la parte que me corresponde en todo esto y en el daño que puedo haberle causado. No puedo evitarlo. Quiero saberlo.
—Suze —digo, tomándole la mano—. ¿Es algo que tenga que ver conmigo, también?
—¿En qué sentido?
Vacilo.
—Oh, Dios. No lo sé.
Hay un silencio.
—Vale… —digo al azar—. Mmm, porque quizás últimamente me he distanciado algo…
Suzy mira al suelo.
—La cuestión es que en casa me sentía atrapada y… —Le veo la cara. No, no es justo. No le estoy diciendo la verdad.
Ella me observa con curiosidad. Cruzamos una mirada y me doy cuenta de que si no voy con cuidado me verá las mentiras pintadas en la cara.
Se abre la puerta y entra Rae cojeando.
—Eh —dice Suzy, haciendo un esfuerzo para volver a parecer alegre—. Te he traído otra cosa. La mamá de Hannah os ha invitado mañana a ti y a Henry a una fiesta en la pista de patinaje.
—¿En serio? —chilla Rae regocijada, cogiendo la invitación de manos de Suzy—. ¡Me encanta patinar sobre hielo!
Hago una mueca a Suzy. ¿Qué está haciendo?
—Rae —empiezo a decir—, cariño, lo siento, pero me parece que todavía no puedes hacer esas cosas. El médico ha dicho que tienes que descansar, por lo menos hasta el lunes.
—¡Mami! Lo has dicho tú, no el médico. Él ha dicho que ya estoy bien.
La miro y me siento sin palabras, atrapada en mi propia mentira.
—Por favor, mami… —lloriquea—. Porfa, porfa, porfa…
Suzy no me mira. Refunfuño interiormente. Me ha puesto en un compromiso. Debería haberme consultado antes. Intento justificarla diciéndome que está disgustada con el comportamiento de Jez y que no piensa bien lo que hace. Ahora me será muy difícil decirle a Rae que no puede ir.
—Bueno, ¿y si vas a la fiesta pero no patinas? —sugiere Suzy, mirando fijamente a Rae, y no a mí—. Podrías abrigarte bien, sentarte con mamá y por esta vez mirar cómo patinan los otros niños, así luego irías a la merienda de cumpleaños de después. La mamá de Hannah me ha dicho que te esperaba con mucha ilusión.
La contemplo boquiabierta.
—Ya veremos cómo estás mañana —murmuro, evitando cruzar la mirada con Suzy.
—En realidad, seguramente yo estaré allí; si quieres puedes volver conmigo y con Henry para que mientras tanto mami descanse en casa. Aún debe de estar cansada del hospital.
Aquí mismo, en mi propia cocina, está pasando algo que escapa a mi control y parece que no soy capaz de pararlo. No puedo dejar ir a Rae; es demasiado precipitado. Y Tom me mataría.
—Hum… —empiezo, y me callo, porque no querría disgustar más a Suzy.
—De acuerdo, pues; hecho. Vendré mañana y me la llevaré —anuncia Suzy, tocándome el hombro.
Sonríe y me hace un guiño, luego sale y me deja con Rae en pleno arrebato de júbilo.
Es hora de comer. Estoy tan ansiosa por salir del piso, que le digo a Rae que se abrigue bien y me la llevo a dar un paseo de diez minutos por una calle tranquila hasta la tienda de la esquina.
Todo está desierto. «La gente ha ido a trabajar: hacen vida fuera de casa», parece que digan las aceras vacías. Las puertas están cerradas con llave durante toda la jornada, los contenedores de basura bien tapados, las cortinas medio echadas. Los gatos merodean por la calle con aspecto de estar más ocupados que yo.
Al principio no me doy cuenta de los tres andamios. Solo percibo un ruido del acero junto con la conversación informal y animada de unos hombres que cae como un eco en el vacío, y luego el silencio que se produce mientras pasamos junto a la estructura. Bajo la cabeza y mantengo los ojos fijos en una goma roja y en los restos de chicle sobre el pavimento sucio y agrietado, pero ya sé qué pasará ahora. Con el rabillo del ojo percibo las muecas, mientras uno de ellos hace un gesto grosero con las manos, y luego oigo las risitas.
¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo volverme y preguntarles si no se han dado cuenta de que voy con una niña pequeña? Imposible. Ahora mismo no soy nada. Sin finalidad, sin objeto, sin utilidad. La víctima ideal para los corazones despiadados.
—Vamos, cariño —digo empujando a Rae con delicadeza.
Sus dedos protestan. Llevan protestando desde que le he cogido la mano al salir de casa. La noto tensa, negándose a asirse. «Déjame. No soy un bebé», dice sin palabras. Yo la agarro con más fuerza y aprieto los huesecillos un poco demasiado. Para demostrarme que no he ganado todavía, saca el labio inferior y arrastra los pies.
—No, Rae —digo—. Sabes por qué.
Pero ella sigue enfurruñada durante todo el camino a la tienda, luego por el pasillo de las verduras y hasta la caja. Solo cuando el propietario turco le da una piruleta se anima.
—Hosça kal! —dice como él le ha enseñado, algo insegura y saludando con la mano.
—Güle, güle, guapa. —El tendero ríe, saludándola mientras salimos de su establecimiento.
Le devuelvo la sonrisa como si estuviera agradecida, aunque en realidad me fastidia que le haya dado una golosina justo cuando se estaba portando tan mal. Pero él ya mira para otro lado. Le da igual lo que yo piense.
En días así, sé que por más culpable que me sienta con Suzy no puedo romper con ella. Al menos de momento. Porque a veces ansío su ternura como un bálsamo sobre la piel irritada.
Llegamos a casa con pan y verduras para hacer una sopa.
—Mira, mami, una nota —dice Rae, recogiendo un sobre azul de la alfombrilla—: C-A-L-L-E-E.
Pone cara de satisfacción cuando sonrío admirando su competencia lectora y se va corriendo a mirar por segunda vez el DVD de Henry. Yo me quedo en la cocina desempaquetando las zanahorias y las cebollas.
¿De quién es esta nota? No conozco la letra: redondeada y bien perfilada, como si estuviera escrita para un niño.
Abro el sobre y saco el papel del interior. Sigue siendo una caligrafía perfecta.
Querida Callie:
Sé que en estos momentos está usted disgustada y siento que debo pedirle disculpas una vez más por la parte que me corresponde en el accidente de Rae…
Miro el nombre al final de la carta: «Debs».
¿Qué demonios es esto?
Pero tengo que alegar mi inocencia. Estoy segura de que su amiga no me advirtió de que cogiera a la niña de la mano. Y todavía hay algo más.
Sigo leyendo, sin dar crédito a lo que ha escrito.
Estaba preocupada por un comentario que me hizo su hija el martes al salir del colegio. Dijo: «Cuando vea a mami, ¿tengo que fingir otra vez que odio las clases extraescolares?».
Yo me quedé sorprendida, porque era evidente que lo había pasado bien con su amiga Hannah. Le pregunté por qué tenía que fingir lo contrario. Y me contestó: «Porque la tía Suzy me lo dice».
—Pero… ¡será imbécil! —murmuro. Lo que Suzy le habrá dicho a Rae es que NO estuviera disgustada delante de mí.
Le ruego que entienda que no pretendo eludir la responsabilidad por el hecho de que la niña se hiciera daño estando conmigo; simplemente quería exponerle este hecho por si desea comprobar que todo va bien con su amiga.
DEBS
Pero ¿qué le pasa a esta mujer? ¿Ha perdido la chaveta?
Echo un vistazo al periódico que está en la mesa de la cocina. Recuerdo haber leído una noticia sobre un hombre que fue asesinado por un vecino perturbado, que había dejado de tomar la medicación. ¿Y si es el caso de Debs? ¿Será peligrosa? Mordiéndome el labio marco el número de teléfono que cuelga en mi panel de anuncios.
Marco el número del agente de policía y de inmediato salta el contestador.
—Hola, soy Callie Roberts otra vez —espeto—. Disculpe, pero esa mujer, Debs, empieza a asustarme. Me ha dejado una nota demencial bajo la puerta en la que básicamente acusa a mi amiga Suzy, la vecina de enfrente, de mentirme. Además, ayer noche no se lo dije, pero esa mujer se puso a chillarle a Suzy por el buzón, delante de sus hijos. Tengo que saber qué está pasando. Ya sabe que vive justo enfrente, y además trabaja en el colegio. Por favor, llámeme.
Me acerco a la ventana y echo un vistazo. Debs está en el jardín, mirando desconcertada desde la verja. Vuelve la cabeza a izquierda y derecha, luego se acerca al contenedor de reciclaje y observa el interior.
—Está loca —susurro, y me doy por satisfecha.