Al principio no reparó en el sobre azul. Había llegado el día anterior; había caído en la caja del buzón que colgaba por detrás de la puerta y se había quedado allí. Normalmente Jez recogía el correo y lo clasificaba, separaba la correspondencia del trabajo y se la subía al despacho, pero la noche antes había llegado tarde de Birmingham, tal y como esperaba Suzy, echando la culpa a los trenes. En ese momento, Vondra estaba haciendo la comprobación en la compañía ferroviaria, además de buscar información sobre Michael Roachley. Suzy andaba por la casa con un nudo en el estómago, esperando volver a tener noticias de ella.
En realidad no se habría fijado en esa carta azul de no ser por el sobre blanco que había caído encima después de que pasara el cartero por la mañana. Un sobre blanco con un sello estadounidense. La dirección estaba escrita a mano y en el sello se veía una montaña blanca y un esquiador que saltaba desde una ladera.
La simple visión de la montaña hizo que su estómago se retorciera de nostalgia por los espacios abiertos de Colorado. El vestíbulo largo y estrecho de su casa adosada victoriana le cayó encima, las entrañas apretadas y exiguas de la casa la sofocaban. Era la letra de su hermana. Suzy abrió el sobre, ceñuda. ¿Por qué no la dejaba en paz? Las noticias de siempre sobre los niños y Denver, seguramente escritas con su estilo alegre y familiar con un sinfín de exclamaciones. No, definitivamente no echaba de menos a Faye.
Suzy sacó la carta de su hermana, despegó cuidadosamente el sello y tiró la carta sin leer a la caja del reciclaje. A tomar viento su hermana.
Pensaba pegar el sello en el frigorífico para enseñárselo a los niños.
Abrió el cierre del buzón y cayeron seis o siete cartas, además de un montón de folletos publicitarios y un periódico local. Les dio un vistazo. Había los típicos sobres grises dirigidos a Jez, dos facturas, un catálogo de productos infantiles que había pedido para encargar ropa de verano para los niños, una petición de beneficencia y una carta en un sobre azul.
La miró por encima para determinar si era personal o de trabajo.
Al leer el nombre del remitente sintió un escalofrío.
Estiró el cuello para mirar hacia lo alto de las escaleras y comprobar que Jez estaba parapetado en el despacho, con la puerta bien cerrada; dejó el resto del correo apilado, cogió el sobre azul y se sentó en el escalón de abajo. Volvió a mirarlo. ¿Debería? ¿Él echaría en falta la carta? Nerviosa, utilizó una uña para despegar delicadamente la solapa del sobre. En el interior había una carta escrita también en un papel azul.
La sacó y la desplegó.
Oyó a través de la pared un reloj anticuado que empezaba a dar las doce con golpes pesados y resonantes.
Hacia el cuarto repique pensaba que habían enviado esa carta por equivocación. Hacia el noveno, ya se había dado cuenta de que no se trataba de ningún error.
Con el decimosegundo, miró arriba, y todo encajó con un nauseabundo golpe sordo.
Dobló el papel cuidadosamente, se lo guardó en el bolsillo de los tejanos y, temblorosa, se metió en la cocina con el teléfono y marcó un número.
—¿Vondra? —susurró.
—¿Suze? Hola, precisamente estaba a punto de llamarte, bonita.
La voz cálida y empalagosa de la mujer había adquirido un tono triunfal.
—Acabo de descubrir quién es Michael Roshlé. Y prepárate para el resto.