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Callie

¿Qué le ha hecho esa mujer a mi casa?

Ahora, a la luz del día, siguen emergiendo nuevas revelaciones. Ayer por la noche estaba demasiado ocupada en la cocina para inspeccionar detalladamente todas las habitaciones; lo único que noté es que mis sábanas tenían un olor diferente cuando me dejé caer sobre la almohada y que he dormido como es debido, por primera vez en semanas. Pero en este momento todo se hace evidente.

Casi me caigo de espaldas cuando al entrar en la cocina veo una foto de Rae en la puerta de la nevera, que, por otra parte, luce un blanco reluciente. Es una foto que siempre he evitado mirar. Tom la tomó cuando Rae tenía unas pocas semanas, justo después de su primera operación, y había perdido mucho peso. Es muy menuda, como una cría de rata, con la piel arrugada y rosada. Su pecho es tan delgado que es casi cóncavo. Debs ha colgado otras fotos al lado con imanes de nevera que debe de haber traído ella. Una es del año pasado, de papá y Rae en la playa, en Skegness, con el pelo volando hacia un lado, riendo, con los molinos de viento al fondo. En otra aparece Tom en un tobogán del parque sosteniendo a Rae, que tendría unos dos años, arropada con bufandas y sombreros. También hay una del Halloween del año pasado: Rae y Henry vestidos de calabaza, y yo y Suzy disfrazadas de brujas intentando dar miedo.

Las contemplo distraída por un momento. Es curioso. Cuando miro todas las fotos, así juntas, mi vida y la de Rae casi parecen normales. No se advierte que ella ha sufrido dos operaciones cardíacas. Pensativa, abro la nevera para coger un poco de leche que añadir al café.

Cielos, ¿qué es esto?

Ha quitado los frascos viejos de mermelada acumulados al fondo; los nuevos están ahora en el estante de arriba en una fila ordenada, con las etiquetas hacia delante. Ha eliminado las verduras mustias del cajón, que ha sido fregado y puesto otra vez en su sitio.

Cierro la nevera, meneando la cabeza. Esa foto de Rae me inquieta. ¿Dónde la ha encontrado Debs? Reflexiono un poco y cruzo la cocina hasta llegar a los cajones donde suelo meter las cosas que amontono para ordenar más tarde. Abro uno de ellos: lo ha limpiado todo. Debs ha recorrido toda la casa, ha recolectado todas las fotografías sueltas y las ha clasificado. A algunas les ha puesto un marco, o las ha colgado en la nevera; otras las ha metido en álbumes y las ha guardado cuidadosamente en el cajón. Examino el primer álbum. «Rae, de bebé», lleva por rótulo. Empiezo a sentirme mal.

Me paseo por la cocina rápidamente revisando todos los cajones, armarios y superficies. Es increíble. Ha utilizado platillos y gomas para guardar los clips, las cintas de pelo y los lápices. Las facturas actuales están bien puestas en un soporte para cartas que dejó en la pared el anterior inquilino, encima del teléfono. Las comunicaciones del colegio apiladas en la encimera, las ha colgado meticulosamente en el tablón, en lugar de los papeles antiguos del hospital, que yo no había tirado todavía y que ahora están cuidadosamente guardados en un clasificador con el rótulo «Médico». ¿Médico?, pienso: estuvo leyendo nuestras cosas.

—Santo Dios. ¡Es absurdo! —exclamo para mí misma.

Voy a inspeccionar la sala de estar. Sobre la mesa de café, que reluce de tan pulida como está, solo hay un frasco de mermelada vacío y limpio, lleno de peonias; nada de los montones que tienden a acumularse por todo el piso. Incluso los rodapiés parece que brillan como si los hubiera fregado. Por detrás de la puerta están dispuestos los mejores dibujos de Rae, colocados en vistosos marcos de papel de color.

—Increíble —exclamo—. ¿Cómo se atreve?

Lo digo porque así es como tengo que sentirme. Debería sentirme agredida, furiosa, ultrajada; pero, en realidad, estoy conmovida.

—Mi almohada huele a fresas —dice Rae, que entra sonriente en la habitación—. ¿Puede oler siempre a fresas?

—Mmm. No lo sé —murmuro. Nuestras sábanas recién lavadas nunca huelen a nada, salvo a radiadores calientes—. Es como si la abuela hubiera bajado del cielo y lo hubiera ordenado todo.

Giro en redondo. Rae me mira atentamente, calibrando mi reacción.

Más que nada, estoy sorprendida. Nunca se lo he dicho a nadie, pero a veces cuando Rae y yo entramos al anochecer en nuestro piso, frío y oscuro, me imagino que encontraré a mamá ahí. Ella lo habría ordenado todo y nos habría preparado una de sus sabrosas cenas; la mesa estaría puesta y mamá nos abrazaría a las dos; yo me hundiría en su abrazo sabedora de que ella me liberaría de responsabilidades durante unas horas, de que ella acostaría a Rae y le leería un cuento tranquilamente en lugar de hacerlo todo deprisa y como para cubrir el expediente; luego me daría la cena; se sentaría y me escucharía cuando le contara cuánto me asusta la posibilidad de perder a mi hija. Me dejaría hablar y luego me preguntaría qué creo que debería hacer, y dejaría que yo misma encontrara la respuesta, como hizo cuando, en la escuela, Kieran Black me dejó por Jane Silvering. En esa ocasión se me ocurrió montar una banda con un par de muchachos del colegio y descubrí que cantar canciones de Blondie en el granero las tardes de sábado era mucho más divertido que los insípidos besos de Kieran en la parada de autobús del pueblo. O cuando suspendí las matemáticas en secundaria y me propuso que trabajara durante una semana en un estudio de grabación de Lincoln, y yo volví a casa deseando volver a hacer el examen de matemáticas e ir a la escuela de sonido tan pronto como fuera posible.

Sí, tal vez si mamá estuviera aquí, yo misma encontraría la manera de salir adelante. Hallaría la forma de mirar las cosas con perspectiva. Tal vez no habría perdido a Tom.

—Rae —digo acordándome de algo—, ¿sabes que nosotras celebramos el festín nocturno del viernes como hacíamos la abuela y yo?

Asiente.

—Hay otra cosa que hacíamos la abuela y yo.

—¿Qué? —pregunta, animada.

Hoy sus ojos están brillantes, chispeantes.

Voy al cajón, saco los paquetes de fotos que Debs ha almacenado minuciosamente y los dejo en el suelo. Luego voy a mi habitación en busca de un par de viejos álbumes de fotos que me regalaron cuando tuvimos a Rae, pero que todavía no había usado.

—Esto es lo que hacíamos muchas veces la abuela y yo: recogíamos las fotos de la familia y escribíamos historias divertidas al lado de cada imagen para construir la historia de nuestra familia.

—Las he visto en casa del abuelo —grita contenta.

—Bien.

Comenzamos con sus primeras fotos. Ahora que están tan bien colocadas, me sorprendo de cuántas hay en realidad. Era Tom quien las sacaba. Yo intentaba disuadirlo, pero él decía que teníamos que hacerlas, por si perdíamos a Rae, o si no, para poder darnos cuenta de lo lejos que había llegado con el tiempo.

Coge una foto de cuando tenía unos tres años, después de someterse, por fin, a la operación definitiva para remediar el estrechamiento de la arteria. Kaye está en una cama con ella; sostiene un bol y sonríe.

—Mmm, ¿qué podríamos escribir aquí? —pregunto.

—Podríamos poner que en el hospital la comida que más me gustaba era el helado y la gelatina —dice Rae.

—Es verdad —exclamo, sorprendida—. Ya no me acordaba. Y Kaye te trajo un helado extra y te pusiste muy contenta, ¿verdad? Eso pondremos.

—Mamá —dice Rae—, cuando murió la abuelita, ¿quién cuidó del abuelo?

Miro las fotos que hay en el suelo.

—Hum. La hermana de la abuelita, la tía Jean, supongo, y algunas de las amigas de la abuela y los vecinos.

No dice nada. Me doy cuenta de que vacila, no está segura de si debe continuar.

—¿Y tú no?

Dejo las fotos en el suelo.

—No. No mucho.

Me toca la mano y levanta la mirada.

—Verás, Rae, la abuelita murió cuando ya hacía una semana que había empezado a trabajar en Londres. Y acababa de trasladarme a un piso aquí con Sophie. A lo mejor tendría que haber regresado para cuidar del abuelo, pero no supe qué hacer. Esperé a que él me lo pidiera; pero no lo hizo. Y por eso no fui.

—¿El abuelo estaba muy triste?

Los recuerdos de aquel año oscuro y frío, sobre el que nunca hablamos papá y yo, vuelven flotando hacia mí.

—Seguramente estaba triste, y ahora me doy cuenta de que quizá tendría que haber vuelto a casa para estar con él; pero no se lo propuse. Yo también me sentía muy triste, y estar en Londres y tener un trabajo nuevo me aliviaba.

—Y entonces fue cuando yo nací enferma y tuviste que ocuparte de mí.

Me quedo mirándola, porque entiendo lo que insinúa.

—¡Desde luego que no! —exclamo, y la estrecho contra mí, hasta que su pelo se mezcla con el mío, como cuando nos abrazábamos mamá y yo—. ¡Oh, Dios! ¿Eso piensas, Rae? Pues no, cariño, te equivocas. No hay nada que me haya hecho tan feliz como cuidar de ti y ayudar a que te pongas mejor. Ni siquiera mi trabajo. Nada.

La mezo como si volviera a ser un bebé y me pregunto qué estará pensando. Los rayos del sol brillan azulados a través de las ventanas impolutas que ha dejado Debs.