El parque estaba en calma. Se parecía al parque que se extendía bajo Ally Pally, por el que había estado paseando el día antes, con un camino que serpenteaba entre helechos y ortigas. Un lugar casi en plena ciudad y, a la vez, desierto y tranquilo.
Seguía el camino intentando recordar adónde se dirigía.
De golpe, desde atrás le llegó un ruido. Un chillido estridente. Parecía de una chica. No era un grito de dolor; más bien parecía una risa. Debs se volvió rápidamente y miró a sus espaldas, a los robles y los sicomoros que acababa de pasar; pero allí no había nada, solo cortezas, espacios oscuros y cortinas de verde. Luego, un rugido se elevó sobre el silencio del parque. De nuevo se volvió de un salto. ¿Qué era eso? Parecía un vehículo. Pero seguramente los coches tenían prohibido el paso por ese camino…
Giró en redondo escudriñando por entre los árboles que rodeaban el claro donde estaba hacia el punto de donde provenía el ruido. Parecía venir de todas partes, moviéndose entre los árboles. Había un pulso vibrante y rugiente que, por un momento, creyó reconocer.
Un momento… Una moto, no podía ser otra cosa: una motocicleta.
Mientras Debs volvía a girar sobre sí misma, dos motos de trial emergieron bruscamente de entre los árboles, delante de Debs, y empezaron a dar botes por el prado accidentado hacia ella. Las conducían dos adolescentes sin casco. Una jovencita sonriente con una coleta lisa iba de paquete en una de las motos.
Debs dio un respingo y miró alrededor. El descampado estaba vacío; ni una persona paseando al perro, nadie haciendo jogging estaba a la vista.
—Eh, guapa, ¿tienes hora? —gritó uno de los chicos desde la moto de trial, y estalló un coro de risas burlonas.
—Oh, cielos —murmuró Debs intentando apartarse del camino, consciente de que los muchachos no estaban allí solo para preguntar la hora.
Reconoció aquel agudo graznido de jungla. El ruido que oyó el día que entró en el aula y se encontró con una fila de espaldas de niños que miraban a una pantalla de ordenador. Había sido maestra el tiempo suficiente para saber que ese ruido normalmente indicaba que alguna broma había ido demasiado lejos: la responsabilidad individual se había diluido en algún lugar del aula y a partir de entonces podía pasar cualquier cosa.
Debs echó a andar a toda prisa, con la esperanza de que un corredor o alguien con un perro emergiera entre los árboles; entonces ella estaría salvada. El rugido se detuvo a sus espaldas. Por favor, Dios, pensó por un instante. ¿Se han ido? Echó un vistazo y vio a los adolescentes que lanzaban sus motos al camino y se acercaban a ella dando saltos, con una amplia sonrisa en el rostro.
Oh, no. No pensaban irse. Estaban allí para hacerle daño. Debs se puso a correr ahora ciegamente, apartándose del camino hacia los árboles.
—Venga, guapa, solo queremos saber qué hora es —chilló la chica, y lanzó una carcajada. Podía oír sus pasos pesados acercándose a ella, rompiendo ramas y saltando sobre las piedras.
—Oh —Debs jadeaba, intentando impulsar su cuerpo entre el ramaje, que parecía cada vez más espeso y le cerraba el paso.
Echó la vista atrás, aterrorizada, y vio lo que parecía el brillo plateado en la penumbra.
Santo Dios. El chico llevaba un cuchillo.
Sobreponiéndose a la horrible parálisis que parecía apoderarse de sus piernas, Debs siguió corriendo, avanzó entre los árboles y sintió las ramas y las espinas que le azotaban la cara y le arañaban las manos.
De repente, delante, apareció una alambrada. Estaba atrapada.
No había nada que hacer. Todo se confabulaba contra ella.
Despacio, se volvió y vio a los adolescentes acercándose con sus caras lascivas. Por un momento, pensó en rendirse. Pero entonces su cuerpo pareció tomar el control. Experimentó de súbito el instinto que había visto actuar en un zorro o un gato acorralado que se retorcían violentamente para escapar de una trampa. Su cuerpo no estaba dispuesto a dejar que se rindiera. Desesperada, levantó el pie hasta la rama baja más cercana de un viejo roble y alcanzó la siguiente rama para izarse por el árbol. Los adolescentes se quedaron estupefactos.
—¡Se está subiendo al puto árbol! —chilló la chica con una carcajada.
Y, en efecto, para su propia sorpresa, Debs estaba trepando al árbol. Ya no notaba la menor molestia en la pierna ni en el cuello. Su cuerpo ascendía con facilidad; las manos y los pies se coordinaban para impulsarla más y más arriba. La adrenalina, pensó: debe de ser eso. Los adolescentes se reunieron al pie del árbol, saltando como monos, riendo histéricamente y burlándose de ella con el cuchillo.
—¡Con eso solo consigues retrasar lo inevitable! —gritó uno de ellos.
Quizás, pensó Debs; pero al menos, no podrían llegar hasta donde estaba ella sin arriesgarse a una caída. Allí dispondría de unos cuantos segundos más.
Entonces volvió a oír el ruido. El rugido agudo de la moto de trial.
¿Cómo demonios? ¿Estaban llegando más miembros de la cuadrilla? Desesperada, Debs miró hacia abajo.
La chica abría una gran bolsa negra y sacaba algo de su interior.
Era aquel objeto lo que producía el ruido zumbante.
—¡No! —gritó Debs—. ¡Por favor!
«Quiero vivir —pensó, mirando la motosierra—. Quiero vivir».
De repente abrió los ojos: estaba en su dormitorio, tan confusa que no conseguía enfocar la mirada.
«¡Uf!», gimió. Estaba ardiendo y sentía una insoportable presión en la cabeza, como si estuviera atrapada en un cepo.
Una pesadilla. Había sido una pesadilla. Entonces, ¿por qué seguía oyendo ese ruido estruendoso?
—Oh, santo Dios —gimió, tratando de sentarse.
¿Era uno de esos trastornos del sueño de los que había oído hablar? ¿Como la gente que sigue soñando incluso cuando ya se ha despertado? Al parecer, esas personas acababan tan enfermas que al final no podían dormir.
Intentaba sentarse, sobreponiéndose a la parálisis de sus miembros. ¿Y si ya no podía despertarse del todo nunca más? ¿Y si se quedaba atrapada en ese terror de duermevela para siempre?
Hizo un esfuerzo para abrir los ojos y enfocar la mirada. Poco a poco, el mundo fue cobrando nitidez. Estiró el brazo y encontró las gafas. Si movía la cabeza de lado a lado le dolía, como si los fluidos del interior se desplazaran embotando sus nervios.
—Ay —gimió, esforzándose aún por sentarse.
Entonces percibió la pálida luz de la habitación. Distinguió una silla con su ropa en el respaldo. El reloj, que marcaba las diez menos veinte. El frasco de somníferos. La noche anterior se había tomado dos: para mantener cerradas las cajas oscuras, para dejar descansar a Allen, sin removerse y sacudirse.
Meneó la cabeza. Era absurdo. Tenía que pedirle al médico que le cambiara esas pastillas. Haciendo un esfuerzo colosal, retiró las mantas con las manos temblorosas y empujó las piernas fuera de la cama. Aferrándose a la silla, logró levantarse, tambaleándose. Estaba como borracha.
Debs tardó un minuto en darse cuenta de que todavía se oía ese gimoteo agudo. Era algo real. Era un ruido real y provenía de la pared que compartía con la americana.
Agarrándose a la cama y al armario, cruzó con paso vacilante el dormitorio y se dejó caer suavemente de rodillas junto a la pared, esbozando un gesto de dolor al notar el impacto sobre la articulación. Apoyó la cabeza ardiente en el papel de la pared.
El lloriqueo se intensificó a través del tabique. ¿Qué era eso? ¿Una ducha? ¿Una ducha eléctrica?
No. No, ya sabía qué era: una aspiradora. Ah, el alivio hizo que se dejara caer hacia delante hasta tocar el suelo con la cabeza. Estaba a salvo. No era más que una aspiradora. Solo había sido una pesadilla. Estaba a salvo en su propia casa, la casa que compartía con Allen. Al menos allí los Poplar no podrían encontrarla.
El viejo reloj de la madre de Allen seguía con su sonoro tictac en el rincón, casi mandando a Debs de vuelta al sueño con su latido hipnótico. Tendría que desembarazarse de ese trasto. Podía tragar con la madre de Allen en la mayoría de las habitaciones de la casa, si no había más remedio, pero no en su propio dormitorio. Era imposible resolver las cosas entre Allen y ella con la presencia de esa mujer por todas partes.
Sobreponiéndose a la fatiga de sus huesos, se levantó despacio y se puso la bata. Su estómago retronó. Comida. Le convenía tomar algo de comida y una taza de té, pensó.
Bajó las escaleras cuidadosamente; sentía una especie de vértigo que se concentraba entre los ojos y la nariz. Se agarró a la barandilla hasta llegar al vestíbulo y luego fue apoyándose en la pared con una mano hasta la cocina, en la parte de atrás de la casa.
Allí la esperaba un tazón que Allen había dejado para ella sobre la mesa, con una cuchara y una nota con su escritura grande y clara.
«No he podido encontrar la tetera de mamá. ¿Sabes algo?».
Estaba ya bien sentada, con las gachas de avena que se había hecho, cuando el zumbido volvió a empezar; esta vez se oía a través de la pared del comedor.
Suspiró. Otra vez la aspiradora. Ahora estaba abajo. Empezaba a estar harta de esas paredes. Quizás eran adecuadas cien años atrás, antes de que se inventaran los aparatos eléctricos domésticos ruidosos, cuando los niños sabían hacer algo más que enrabietarse, pero ahora parecía que vivía en una caja de cartón, a juzgar por todos los ruidos que llegaban de la casa de al lado. Y sobre todo esa mujer. Esa mujer que la observaba, que la escuchaba, y que se negaba a reconocerlo.
Debs sorbió el té, intentando hacer caso omiso del ruido. Pero el ruido continuaba. Continuaba. Continuaba. Era como si quien usaba la aspiradora estuviera aspirando la pared, pasándola arriba y abajo por el rodapié, arriba y abajo.
Debs gimió. No estaba en condiciones de soportarlo; necesitaba paz y tranquilidad.
Tomó otra taza de té, luego se arrastró escaleras arriba hasta el dormitorio y se tumbó en la cama poniendo la almohada de Allen bajo su cabeza y las mantas por encima. La bata se ceñía perfecta y delicadamente a su cuerpo, la bata que le había dado Allen. Todavía le parecía raro que alguien se preocupara por si ella pasaba frío o por cuánto dormía. Una vez, antes de conocer a Allen, había visto un programa sobre un chico de dieciséis años que había crecido en un orfanato y al que habían llevado al hospital con una apendicitis. «Lo más duro —había dicho el muchacho— es que todos los que vienen a verme al hospital solo lo hacen porque les pagan por ello». Debs vio aquella emisión sentada en su piso de Weir Close, con una taza de té que le calentaba las manos, derramando lágrimas mientras los camiones retumbaban al pasar por la calle. Entendió perfectamente a qué se refería aquel adolescente.
Se sentó reclinada en las almohadas, se llevó la taza de té a la boca, y…
¡Zuuuum!
El zumbido surgió de la nada. La aspiradora. Otra vez en el dormitorio de la casa de al lado. La reaparición del ruido la asustó de tal manera que se le derramó el té sobre la bata.
¿Qué estaba pasando? Se sentó un momento y usó el tapete de la mesilla para secarse la frente. El ruido no paraba. Como había pasado abajo, se movía adelante y atrás. Durante un minuto y otro y otro.
—Oh, no —dijo Debs, jadeando.
No eran imaginaciones suyas; la vecina de al lado la acosaba: como toda aquella gente que había leído en el periódico la noticia sobre lo que había hecho y le metía excrementos de perro por el buzón en Hackney, obligándola a fregar aquella hedionda inmundicia del suelo.
Salió de la cama tan rápido como pudo y golpeó la pared: el ruido continuó.
—¡Basta ya! —gritó Debs.
Al darse cuenta de que todo seguía igual, bajó cojeando las escaleras hasta el teléfono y marcó un número.
—¡Allen! —clamó—. La vecina. Se dedica a pasar la aspiradora por toda la casa. Escucha a través de la pared, para saber en qué habitación estoy, y luego se pone a aspirar para molestarme.
Hubo un silencio.
—Estoy en una reunión —dijo él. Nunca antes había oído ese tono en su voz: inexpresivo, casi aburrido.
—Ah, ¿por qué nadie me cree? —gritó y colgó el teléfono bruscamente.
Sabía que era ella quien se había dedicado a llamarla, aunque el día anterior por la tarde hubiese sido la compañía del gas. Ya estaba harta.
De haber querido detenerse, no habría sido capaz. Como impulsada por la fuerza de un meteorito a punto de colisionar con la Tierra, se puso la bata, abrió la puerta principal y cruzó la verja de su casa y la de casa de Suzy.
Llegó a la puerta de entrada y dio tres golpes fuertes y agresivos.
Suzy abrió la puerta y dirigió su mirada furiosa a Debs.
—¡Ya basta! —chilló la mujer—. Sé que es usted. Sé que está jugando conmigo. Déjeme en paz.
Mientras lo estaba diciendo, una mujer con un moño moreno empezó a bajar las escaleras por detrás de Suzy, llevando una aspiradora.
—Ya he hecho los rodapiés como me dijo, señora Howard: ¿qué hago ahora?
Debs vaciló. Le daba vueltas la cabeza.
Suzy avanzó dando un paso largo hacia ella. Sus grandes ojos azul verdoso parecían esculpidos en hielo. Se abalanzó hacia Debs, le agarró la bata por las solapas y se acercó todavía a ella, hasta echarle encima su aliento con olor a café.
—De acuerdo, señora, escúcheme. Está usted enloquecida. No sé qué es lo que le pasa, pero se lo advierto: si vuelve a acercarse a mi casa, llamaré a la policía. Y lo mismo vale para Callie: vuelva a acercarse a su piso y las dos llamaremos a la policía. Sabemos algunas cosas sobre usted, ¿entiende? Y lo contaremos todo en el colegio. Así que, por favor, salga del portal de mi casa y márchese ahora mismo.
Dicho eso, cerró de un portazo.
Totalmente desconcertada, Debs cruzó la cancela y regresó.
Qué extraño, pensó: por alguna razón la amenaza la había calmado.
Por primera vez en meses estaba tranquila, como cuando su madre le gritaba y le daba una bofetada cuando había hecho algo malo. Después de eso, sabía dónde estaba. Sabía dónde estaban los límites, sabía cuáles eran las reglas. Con las reglas de su madre se sentía segura. Si rayaba la mesa, mamá la reñía y la encerraba en el lavabo. Si no se acostaba a la hora, mamá le chillaba y le daba una zurra. Si se peleaba con Alison por una muñeca, mamá las dejaba a las dos fuera, bajo la lluvia, y les decía que «se aguantaran». Sencillo: de esa manera todos sabían bien cuál era su sitio.
Era extrañamente tranquilizador recibir una buena regañina, volver a tener las normas claras.
Aquella mujer le decía que estaba loca: no lo descartaba.
Su mente estaba en un estado deplorable de agitación, con cajas abriéndose y con sus contenidos volando por todas partes, con lagunas y mareos tales que ya no podía estar segura de nada. Bueno. Descolgó el teléfono y marcó un número.
—¿Alison?
—¿Qué? —dijo su hermana con voz ronca—. Tengo una sesión de formación dentro de dos minutos. No te entretengas mucho.
—Alison —murmuró Debs—, tengo un problema.
Hubo un silencio.
—Creo que he empezado a comportarme de forma extraña. No sé qué hacer, porque a mí no me parece que haga cosas raras, pero todo el mundo me dice que sí. Y creo que a Allen se le está acabando la paciencia. No sé qué hacer.
Se produjo un silencio todavía más largo.
—¿Ya no vas a ese terapeuta? —dijo Alison; su tono delataba abiertamente su desdén por los psiquiatras.
Debs meneó la cabeza.
—No, no podía seguir. Costaba cincuenta libras la sesión. Y de todas formas —añadió—, esperaba poder charlar contigo. El hecho es… —Su voz se deshizo en un chillido desvaído—. No puedo confiar en nadie más. Y me gustaría hablar con alguien sin saber que me escuchan porque pago…
La insinuación quedó en el aire.
—Tengo que cortar. Te llamaré después de la reunión —dijo Alison—. Aunque puede ser tarde, porque el presidente quiere consultarme sobre el nuevo curso de formación.
—Gracias —respondió Debs, sacando un pañuelo de la bata para ahogar el sollozo inminente—. Escucha, Alison, bravo, bien hecho. Me alegro de que las cosas te vayan muy bien en el trabajo.
—Hum —dijo Alison, insegura y suspicaz—, gracias.
—Creo… Creo que mamá estaría muy orgullosa de ti —prosiguió Debs. Lo extraño de esas palabras dejó en su boca un regusto a comida picante.
—Hum —repitió Alison.
Las dos sabían que no era verdad, pero quizás eso ya fuera algo.
Alison llamó al cabo de una hora y estuvieron hablando durante veinte minutos.
—Entonces, según tú, el hijo de los Poplar te acosa para vengarse por lo de su hermana; y, de alguna manera, ha hecho que tu vecina de al lado se una a él.
Debs intentó ignorar el tono de burla en la voz de su hermana. Nunca lo había podido evitar.
—Quizá leyó algo sobre el asunto en los periódicos, Alison. Acuérdate de aquella primera semana, cuando la gente me insultaba por la calle. —Debs controló el llanto que le subía por la garganta. Hacía mucho que sabía que las lágrimas no afectaban a Alison.
—Mira, a mí me parece de lo más improbable. Nadie se acuerda ya de todo aquello. Estás tan nerviosa que te imaginas cosas. A lo mejor podrías tener razón con lo del chico; aunque, en mi opinión, esto es lo que deberías hacer…
Cuando diez minutos más tarde Debs colgó el teléfono, disponía de una lista. ¡Menuda mente organizada, la de su hermana! No era extraño que estuviera tan bien valorada en el mundo laboral.
Las palabras de Allison resonaban en su cabeza. Tenía que hacer una lista con todo lo que la inquietaba y elaborar un razonamiento o una solución para ello.
Esto era lo que tenía que hacer:
Llamar al departamento de asedios de la compañía de teléfonos y pedirles que hicieran un seguimiento de las llamadas entrantes. Así averiguaría quién se dedicaba a llamarla.
Si resultaba que no era la vecina de al lado, tendría que presentarse en su casa con un ramo de flores y pedir disculpas, explicarle que había padecido un fuerte estrés y hacer lo que estuviera en su mano para arreglar las cosas. «Quizá seas vecina suya durante unos cuantos años», dijo Alison, elevando el tono de voz para subrayar la gravedad del consejo. «Tienes que aclarar la situación».
Según quien fuera el autor de las llamadas, tenía que ponerse en contacto con la policía y presentar una queja oficial por acoso, por si los responsables eran seguidores de la familia Poplar.
Tenía que ir a ver a su médico para explicarle cómo se encontraba y pedirle que le cambiara la medicación. Así le sería más fácil controlar la ansiedad y no reaccionaría exageradamente a los ruidos normales de los vecinos y los aviones.
Tenía que ser franca con Allen y explicarle pausadamente cómo se sentía.
Debía pensar detenidamente en lo que había pasado el martes por la tarde con aquella niña en la calle y luego ir a hablar con la madre y con la señora Buck.
Debs colgó el teléfono mucho más animada. En efecto, todos los consejos de Alison eran sensatos. Llamó inmediatamente a la compañía de teléfonos y prometieron volver a ponerse en contacto con ella. Ahora sabía qué era lo siguiente que tenía que hacer.
Abrió la puerta del sótano, bajó las escaleras e inclinó la cabeza para pasar por debajo de las placas hacia la bolsa de plástico que había escondido allí. Tiró de un extremo de la bolsa y la hizo caer con el peso de la porcelana china. Lo confesaría esa misma noche. Y mientras lo hacía, también podría exponer la importancia que tenía para ella el hecho de que esa era su nueva casa, su primer hogar compartido en pareja, y que las cosas de su madre le hacían sentirse incómoda.
Y ahora se iría y compraría una tetera nueva y reflexionaría sobre lo que había pasado esa tarde en la calle, de camino a casa desde el colegio.
Mientras volvía desde el sótano y se dirigía al hervidor de la cocina, evocó una imagen de las clases extraescolares.
Sí. Ese martes. ¿Qué pasó?
El aula estaba llena: había treinta niños, le parecía recordar, más cansados y alterados que de costumbre, porque había llovido a la hora del recreo y no habían podido salir al aire libre. El patio también estaba mojado a la hora de las clases extraescolares, lo cual significaba que tuvieron que pasar dos horas y media más encerrados entre cuatro paredes. Como consecuencia, el ambiente en el aula había sido algo más movido de lo habitual. Ella y Anne, la otra maestra, habían preparado treinta platos de pasta para los niños; luego habían dispuesto una mesa de dibujo, otra de trabajos manuales y una tercera para hacer los deberes; se habían asegurado de que los niños siguieran turnos en el futbolín y habían puesto un DVD para los que querían sentarse sobre los cojines.
¿Había visto a Rae durante la tarde? Rae, sí, en efecto; Debs había reparado en ella; se había fijado en que la niña parecía más pequeña que el resto de los niños, con su uniforme escolar azul que le venía un poco grande. Y se había portado bastante bien. Debs la había observado con curiosidad: el incidente del muñeco en el vestíbulo de su casa le había dejado la impresión de que la niña era bastante movida; pero mientras algunos de los mayores corrían por ahí dando gritos y metiéndose los unos con los otros hasta hacerse llorar, Rae y la otra niña pequeña, Hannah, se habían quedado susurrando, soltando risitas juntas y cogiéndose de la mano. Fueron a la mesa de trabajos manuales que Debs había preparado y allí hicieron unos cuadros de flores para sus mamás. Debs la había ayudado a pegar trocitos de papel charol. Luego llegó la madre de Hannah, más temprano de lo esperado, y le dijo a Rae que ya iría a jugar a su casa en otra ocasión, porque ese día su amiguita tenía Debs colgó el teléfono mucho más animada. En efecto, todos los consejos de Alison eran sensatos. Llamó inmediatamente a la compañía de teléfonos y prometieron volver a ponerse en contacto con ella. Ahora sabía qué era lo siguiente que tenía que hacer.
Abrió la puerta del sótano, bajó las escaleras e inclinó la cabeza para pasar por debajo de las placas hacia la bolsa de plástico que había escondido allí. Tiró de un extremo de la bolsa y la hizo caer con el peso de la porcelana china. Lo confesaría esa misma noche. Y mientras lo hacía, también podría exponer la importancia que tenía para ella el hecho de que esa era su nueva casa, su primer hogar compartido en pareja, y que las cosas de su madre le hacían sentirse incómoda.
Y ahora se iría y compraría una tetera nueva y reflexionaría sobre lo que había pasado esa tarde en la calle, de camino a casa desde el colegio.
Mientras volvía desde el sótano y se dirigía al hervidor de la cocina, evocó una imagen de las clases extraescolares.
Sí. Ese martes. ¿Qué pasó?
El aula estaba llena: había treinta niños, le parecía recordar, más cansados y alterados que de costumbre, porque había llovido a la hora del recreo y no habían podido salir al aire libre. El patio también estaba mojado a la hora de las clases extraescolares, lo cual significaba que tuvieron que pasar dos horas y media más encerrados entre cuatro paredes. Como consecuencia, el ambiente en el aula había sido algo más movido de lo habitual. Ella y Anne, la otra maestra, habían preparado treinta platos de pasta para los niños; luego habían dispuesto una mesa de dibujo, otra de trabajos manuales y una tercera para hacer los deberes; se habían asegurado de que los niños siguieran turnos en el futbolín y habían puesto un DVD para los que querían sentarse sobre los cojines.
¿Había visto a Rae durante la tarde? Rae, sí, en efecto; Debs había reparado en ella; se había fijado en que la niña parecía más pequeña que el resto de los niños, con su uniforme escolar azul que le venía un poco grande. Y se había portado bastante bien. Debs la había observado con curiosidad: el incidente del muñeco en el vestíbulo de su casa le había dejado la impresión de que la niña era bastante movida; pero mientras algunos de los mayores corrían por ahí dando gritos y metiéndose los unos con los otros hasta hacerse llorar, Rae y la otra niña pequeña, Hannah, se habían quedado susurrando, soltando risitas juntas y cogiéndose de la mano. Fueron a la mesa de trabajos manuales que Debs había preparado y allí hicieron unos cuadros de flores para sus mamás. Debs la había ayudado a pegar trocitos de papel charol. Luego llegó la madre de Hannah, más temprano de lo esperado, y le dijo a Rae que ya iría a jugar a su casa en otra ocasión, porque ese día su amiguita tenía clase de piano. Pero la que cogió una rabieta al enterarse fue Hannah, no Rae. Esta solo parecía un poco triste, mientras Caroline se llevaba a su hija.
¿Y qué pasó después? Tomó una taza de té: sí, la tarde había sido agotadora, y ella y Anne se miraron de reojo cuando vieron que la mayoría de los niños ya se habían marchado y fueron a poner el hervidor. Estaban en la cocina tomándose un merecido descanso, cuando la señora Buck se acercó con el teléfono y Suzy le pidió que llevara a Rae a casa. Le había abrochado bien el abrigo para protegerla de la lluvia. La niña parecía bastante dócil mientras caminaban por la acera mojada.
Y entonces apareció ese muchacho en bicicleta y… y… no, todavía seguía teniendo una laguna en ese punto. Debs se sentó en la cocina con su taza de té, buscando algo que viniera a su recuerdo, pero nada.
Fue al levantarse para ir a por un poco de leche cuando un pensamiento resonó en su mente con un estruendo aparatoso, como caído desde las alturas: por fin recordó algo más, algo que, ahora que lo pensaba, era bastante raro.