Cuando vuelvo al hospital después de cambiarme, Rae parece aburrida. Al menos ha recuperado el color; sus mejillas vuelven a estar un poco sonrosadas.
A las cinco de la tarde, Rae ríe a carcajadas cuando Kaye finge que le roba la nariz, y quiere probar el truco conmigo y con Tom. A las seis menos cuarto, el doctor Khatan le da el alta y me sigue el juego dejándome que le haga decir que quizá Rae tenga que descansar un par de días, aunque está claro que en su opinión la niña está perfectamente. Miro a Tom con una sonrisa de alivio. No ha sido nada grave. Ya nos podemos ir.
Pero Tom no ha terminado: bombardea al médico a preguntas durante dos minutos más, pidiendo que le aclaren a qué síntomas deberíamos estar atentos una vez en casa o, para ser más precisos, a qué síntomas debería estar yo atenta, por si acaso. «Eres una mala madre —dice con su actitud—, ¿te das cuenta?».
Gracias a Dios, cuando volvemos en coche del hospital, Kate y todas sus caras de desaprobación ya han desaparecido; Tom me ha dicho ásperamente que como Rae se encuentra mucho mejor de lo que les había hecho pensar la llamada alarmada de Suzy, han decidido que Kate vuelva a Sri Lanka, y ahora mismo está en el estudio de producción en el Soho, buscando la manera de reprogramar el rodaje de los fondos que correspondía a Tom hasta dentro de un par días, cuando él se haya cerciorado de que Rae está del todo recuperada y pueda regresar.
Rae quiere salir andando del hospital.
—No me duele, mami —grita, cojeando.
—De ninguna manera —gruñe Tom, y hace un alarde llevándola en brazos por el corredor, luego hasta el aparcamiento y metiéndola en mi coche.
«¿Qué supone que hará Rae la semana que viene, cuando él ya no esté?», me pregunto mientras le pongo el cinturón de seguridad a mi hija y miro a Tom mientras sube a su Jeep.
De camino al norte de Londres, me fijo en que Rae va saludando con la mano a Tom, que va detrás de nosotras en el coche. Hoy la he pillado observándonos en la habitación del hospital, lanzando miradas a un lado y a otro, con la cara radiante, iluminada por la fantasía de que volveremos a vivir juntos.
—¿Todo bien, cariño? —digo mientras entramos en Churchill Road.
—Ajá —dice, hundiéndose en el asiento.
Me quedo con el último sitio libre para aparcar, así que Tom tiene que seguir adelante por Churchill Road y girar luego a la derecha hacia la callejuela de detrás de casa. Rae y yo bajamos del coche y nos dirigimos a la esquina.
—¿Dónde fue? —pregunta Tom que sale después de dar la vuelta, con las llaves del coche en la mano. Yo señalo al punto del accidente, en la esquina.
—Rae —digo suavemente—, ¿recuerdas lo que pasó ayer por la tarde cuando te caíste en la calle?
Ya nos ha dicho antes que simplemente se cayó; una escueta respuesta, sospecho, para evitar la bronca por estar corriendo cuando veinticuatro horas antes le había advertido que no lo hiciera.
—¿Pensabas en la cita con Hannah? ¿Estabas enfadada? ¿Es eso lo que pasó?
—Cal —dice Tom—, déjalo. Ahora no es el momento. Ya nos lo contará todo cuando esté preparada.
Me encanta cómo Tom intenta adueñarse de mí y de Rae, como si creyera que mientras él no está vivimos en una especie de limbo, esperando a que vuelva de sus viajes con sus ideas y sus opiniones antes de dar cualquier paso.
Tom coge a Rae en brazos y la lleva hasta la puerta. Oh, las llaves, pienso. Me he dejado el bolso en el coche. Estoy a punto de cruzar la calle para cogerlo, cuando veo que Tom pasa directamente por la puerta delantera.
—¿No cierras la puerta? —pregunta.
—Sí. —Es muy extraño.
Entro detrás de él y luego avanzo hasta ponerme a su altura. La puerta del piso también está abierta. Miro a Tom y frunzo el ceño. Él deja a Rae en el suelo con suavidad y entra protectoramente delante de mí.
—No puede ser que el fontanero aún no se haya ido. —Suspiro.
—Quédate aquí —dice, y se adentra en el apartamento.
Lo sigo y, sin hacer ruido, dibujando las palabras con los labios, le digo a Rae que se quede donde está. Noto un olor raro en todo el piso. Huele como a productos de limpieza, con un rastro desagradable a humedad, como si un hongo apestoso hubiera salido de las grietas de esta vieja casa desvencijada. Tardo un rato en darme cuenta de que hay algo cambiado. Solo veo dos abrigos colgados en las perchas, y los zapatos de debajo han sido puestos en orden.
—¿Qué demonios…? —digo—. ¿Todo esto lo ha hecho Suzy?
Tom inspecciona la cocina, sacude la cabeza dirigiéndose a mí y pasa a la sala de estar. Lo adelanto de camino hacia mi cuarto y abro la puerta.
Ahí está Debs, cantando mientras sacude una sábana que ha quitado de la cama.
Es una visión tan extraña, que tengo que sacudir la cabeza y volver a mirar.
—Pero…, ¿qué es todo esto? —pregunto, desconcertada. ¿Ha sido Suzy quien la ha dejado pasar?—. ¿Qué está haciendo aquí, Debs?
Parece muy asustada.
—Ah… —balbucea y se sube las gafas que se le caen a la punta de la nariz.
Tom llega y se pone detrás de mí, muy cerca, para que yo pueda sentir su calor a mi espalda.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta.
Debs le dirige una mirada asustada. Incluso desde aquí veo que le tiemblan las manos.
—Mmm, Tom, ¿puedes llevar a Rae a la sala de estar? —pregunto.
—Debs, ¿esta mujer no es la persona que…? —Me mira enfadado.
—Lleva a Rae a la sala de estar —insisto, empujándolo suavemente—. Ya me encargo yo.
Cierro la puerta en cuanto sale y me vuelvo hacia Debs.
—¿Debs? —repito suavemente—. ¿Se puede saber qué está haciendo en mi habitación? ¿Qué ha hecho en mi casa? ¿Ha sido Suzy…?
Me detengo al darme cuenta de que mi dormitorio está tan limpio y ordenado que me resulta ajeno. Las viejas fotos en las que aparecemos Rae y yo lucen en dos marcos nuevos sobre la cajonera. Uno de los viejos tapetes de encaje de mamá está puesto sobre el tocador. La pila de bufandas, cintas para el pelo y collares ha sido clasificada en montones diferentes dispuestos sobre el tocador. El maquillaje que compré en Brent Cross y que ayer por la mañana cuando salí a toda prisa dejé tirado de cualquier manera aparece ahora cuidadosamente recogido: una barrita roja y otra negra sobresalen.
—Sí, bueno —balbucea Debs—. No sé qué ha pasado. He comprado una muñequita para la niña, para sustituir la que se rompió cuando se cayó. Entonces he visto que la casa estaba un poco desordenada… Y… santo cielo. Lo siento…
—¿Todo esto lo ha hecho usted?
Me mira y asiente.
—Oiga —digo aturdida—. Váyase de aquí, por favor.
—Sí. Sí, claro.
Debs deja la sábana y emprende el camino hacia la puerta.
¡Es todo tan raro! Intento poner orden en mis pensamientos.
—No lo entiendo. No ha venido a verla —digo—. Al hospital.
Debs se detiene. Sacude la cabeza con los ojos clavados en el suelo.
—Le juro que pensaba ir, pero antes de hablar con usted quería recordar lo que pasó ayer. Y la verdad es que no lo sé, por más que me esfuerzo. Iba conmigo y, de repente, ya estaba en la calzada. Estaba también ese muchacho de la bicicleta, ¿sabe?, y…
—¡Pero Suzy le había dicho que la llevara de la mano!
Debs tiene una mirada perdida y confusa que empieza a ponerme nerviosa.
—Bueno, lo siento pero la verdad es que no la oí.
—Pero usted es maestra.
—Sí, pero no soy madre, me temo —replica—. Normalmente tenemos un grupo de niños y no podemos cogerlos de la mano.
Sacudo la cabeza. Puede que sea porque estoy agotada, pero la verdad es que empieza a darme pena. Vista de cerca, su piel es suave y rosada y tiene un brillo como de vaselina, como la de mamá. Debajo de los ojos embotados y de las cejas gruesas y canosas las ojeras le marcan unas gruesas bolsas.
—Debs, todo esto ha sido una pesadilla. Rae ha estado en grave peligro. Ahora se encuentra bien, pero por pura suerte: de la misma forma que fue una bicicleta, pudo haber sido un coche. Mire, ahora estoy muy cansada y de mal humor. Gracias por la muñeca, pero no tenía por qué hacer esto. Me parece todo francamente raro y ahora mismo solo quiero que se vaya.
Su labio inferior se pone a temblar justo en el momento en que entra Tom.
—Eso es, vamos —le dice a Debs—. Todos estamos muy cansados y no queremos comentar nada con usted hasta que no hayamos hablado con la policía. ¿De acuerdo?
Debs no se resiste mientras él la va empujando por el pasillo hacia la puerta. Cuando pasa por delante de la sala de estar, veo que echa un vistazo rápido y sonríe a Rae. Mi hija le devuelve la mirada con los ojos bien abiertos.
—Tranquila, Rae —le digo, acariciándole el pelo—. Mamá vuelve enseguida.
Me siento desmadejada sobre la cama sin hacer y dejo caer la cabeza. Después de oírse el golpe de la puerta principal, Tom regresa con pasos enérgicos y extiende los brazos expresando su exasperación: «¿Qué demonios?», dice el gesto.
—Déjame en paz, Tom —le suelto—. Lo sé. Lo sé. Ya sé que todo esto es patético. Mi vida es un asco, sí. No valgo para nada. Una madre horrible que deja que gente estrambótica se ocupe de su hija. Tienes razón. Soy un desastre.
Da media vuelta y sale de la habitación. Suspiro y espero volver a oír el ruido de la puerta del piso.
En lugar de eso, lo oigo hablando con Rae y poniéndole un DVD. Recojo la sábana que Debs ha dejado caer y la pongo en la cama, para poder tumbarme. Cuando estoy metiendo las esquinas por debajo del colchón oigo el ruido de la puerta y lo veo entrar en la habitación con dos copas de vino en la mano. Me ofrece una y se sienta en la silla. Se frota la cara con su mano robusta y extiende sus largas piernas.
—¿Ya has hecho arreglar el inodoro? —pregunta.
—Sí —digo dubitativa, y me siento en la cama.
Asiente.
Intento no mirarlo. Me resulta demasiado doloroso recordar que antes tenía derecho a deslizarme a ocupar ese lugar tras un mal día, sentarme en sus rodillas y coger esos brazos grandes y seguros —esos brazos de granjero que me recuerdan a los de papá— y ponerlos en torno a mí como el arnés de las montañas rusas.
Toma un trago de vino, y luego otro al cabo de un rato.
—Ya sé que me detestas, Tom; pero… —Le miro a la cara y me pregunto si puedo continuar con lo que quería decir—. A veces resulta muy duro. Ya ves, ni siquiera estaba segura de que pudiera ser una buena madre en circunstancias normales. Entonces resultó que tuve una hija enferma y todo se esfumó. Y ya sabes que lo intento. Lo intento con todas mis fuerzas. Pero estar siempre aquí…, en este atolladero en el que yo misma me he metido…, siempre corta de dinero…, sin ver nunca a nadie. —No puedo evitarlo. De repente me saltan las lágrimas y se deslizan por mi cara—. Solo intento cambiar este desastre.
Hay un momento de silencio. Espero que me diga que es culpa mía, pero no lo hace. Evita mi mirada, se levanta y apura el resto del vino.
—¿Quieres que acueste a Rae?
Asiento agradecida, secándome las lágrimas. Trae a Rae para que me dé las buenas noches y yo hago un esfuerzo para sonreír y besarla en los labios, en las mejillas y en el pelo. Sus ojos brillan ilusionados por vernos a mí y a Tom juntos a la hora de ir a la cama.
—La casa huele muy bien —dice animada—. Y mis peluches están ordenados.
Solo quería sentarme en la cama un momento, pero resulta que no puedo moverme. Es agradable descansar un rato y simplemente dejar que mis brazos caigan pesados y quietos mientras Tom se encarga de Rae. Aparte de las pisadas suaves de la pareja del piso de arriba, reina el silencio; solo se oye el murmullo de Tom leyendo al Doctor Seuss en la habitación de Rae. «Un ratito más —pienso—. Luego me levantaré».
—Mañana volveré a ver cómo te encuentras, tesoro —oigo que dice Tom veinte minutos más tarde.
Me levanto de un salto, consciente de que casi me he dormido. Voy a la habitación de Rae y lo encuentro inclinado sobre la cama de nuestra hija dándole un beso de buenas noches, como un gigante en una habitación de miniatura. Un gigante que antes nos protegía, pero que ya no está con nosotras. Ahora protege a Kate.
Se da la vuelta para mirarme y a la suave luz de la lamparilla de colores evoco la primera vez que lo vi, cuando, en la penumbra, entró en la fiesta de cumpleaños de Sophie en el patio de la casa de Islington con uno de sus antiguos amigos de la universidad. Recuerdo que se puso en el círculo en torno a la hoguera que habíamos encendido en un bidón de basura y se puso a charlar con la madre de Sophie, que estaba de visita, y a la que nadie más hacía caso. También me acuerdo de que yo había tenido una mala semana y que a medida que avanzaba la velada sus ojos se clavaban en mí cada vez con más frecuencia; me hacía muecas tontas desde el otro extremo del patio y con eso me alegraba un poco. En un momento dado me siguió a la cocina y me pilló gateando para alcanzar el teléfono móvil que se me había caído detrás del radiador.
—Déjame a mí. —Sonrió y se estiró para alcanzarlo.
—¡Gracias! —dije con timidez, alargando el brazo para cogerlo.
—Sí, perfecto —dijo; sostuvo el teléfono por encima de su cabeza y salió de la cocina, dejándome perpleja.
—Eh, ¿puedes devolverme el teléfono, por favor? —pregunté luego, cuando lo encontré tumbado en el césped y fumándose un porro bajo las estrellas.
—Primero tendrás que contarme a qué viene esa cara tan triste —murmuró, volviendo a sostenerlo en alto mientras exhalaba una bocanada de humo blanco en la oscuridad del aire, con sus rebeldes rizos rubísimos y sus penetrantes ojos azules. Y al momento ya estaba tocando la calidez de su piel con olor a jabón y sintiendo el aliento de su risa en mi oído.
—Me casaré con ese John —le dije a Sophie poco después, tumbada borracha en su cama.
—Tom —replicó suavemente mientras se quitaba el maquillaje.
Y seis meses más tarde, en aquel maravilloso viaje a Nueva York, en el City Hall, con una mano sobre el bulto de mi barriga que era ya Rae, eso es precisamente lo que hice.
—Tenemos que hablar con la policía sobre esa mujer —dice Tom, siguiéndome afuera de la habitación de Rae. El sentimiento de aquella noche en Islington hace tiempo que ha desaparecido—. ¿Qué han hecho al respecto?
—Mañana lo investigaré —digo—. ¿Sabes?, he estado dándole vueltas al asunto y a lo mejor solo ha sido un accidente. Rae debía de estar bastante disgustada por la cancelación de su cita. Podría haber sucedido lo mismo aunque hubiera estado yo con ella. Tendríamos que hablar con ella.
Él menea la cabeza.
—Cuando esté preparada; pero hay algo raro en esa mujer. Quiero esclarecerlo.
Se vuelve para despedirse y a la luz clara del vestíbulo tiene cara de estar dolorido, afectado y exhausto. Me doy cuenta de que en realidad es así como se siente. Se culpa por lo de Rae. Ni siquiera estaba allí.
Abro la puerta de atrás y dejo que Tom salga por el patio trasero, plagado de malas hierbas, que da al callejón donde ha aparcado. Cierro la puerta y me quedo en la cocina esperando oír el motor de su coche.
Aguardo un rato.
De pronto me acuerdo de que tengo que correr el cerrojo de la cancela después de que salga, pero antes incluso de que empiece a andar, alguien llama a la puerta de atrás.
La abro. Mi cara me delata.
A veces, esto pasa. A veces, durante meses las cosas entre nosotros son a la vez normales y rutinarias, prácticas y funcionales, como debe ser. Y de repente, de vez en cuando, hay una mirada especial.
Está en el umbral, llenando el hueco con su corpulencia. Sin decir nada, avanza hacia mí y cierra la puerta a sus espaldas.
Soy consciente de lo que está pasando. Camino delante de él hacia el vestíbulo, por si me equivoco, pero me agarra de la mano y me hace girar en redondo. Tomo una bocanada de aire, larga y pesada, luego otra. Me mira con los párpados entornados, me empuja hacia la pared y me levanta la falda. Desliza la mano hacia el muslo y estira con el dedo la goma de mis bragas mientras me mira fijamente.
—Quítatelas.
Los dos sabemos que será rápido. Para nosotros, nada de suaves luces rosadas ni romanticismo al hacer el amor. Esto va de otra cosa.
Me las quito.
—Esto también… —musita pasando al sujetador.
Me llevo las manos detrás de la espalda, desengancho el cierre y siento el peso de mis pechos moviéndose hacia delante cuando él me sube la blusa y me quita el sujetador con un dedo. Mi respiración está tan acelerada que me parece que estoy a punto de desmayarme. Él suspira y frota todo mi cuerpo con la palma de la mano hasta hacerme gemir, luego me sube a la mesa. Utiliza las rodillas para separarme las piernas.
A partir de ese momento mis labios emiten un rumor que solo él oye.
Sé que ella lo está esperando, pero es el padre de mi hija. Sé que es horrible, pero a veces, cuando todo se desboca, cuando ya no puedo con el peso de mis responsabilidades, de todo el cúmulo de errores que he cometido, de toda mi culpa, necesito que alguien se ocupe de todo, solo por un momento.