Debs estaba detrás del visillo, mirando hacia la calle.
Había visto llegar y entrar en sus casas respectivas a Suzy y Callie, y en ese momento esperaba a ver qué pasaría a continuación. Por hacer algo, se dedicaba a recolocar los libros en orden alfabético: Dickens, arriba; Hardy, más abajo. Era una ayuda. Era relajante. Tocar los libros, sentir el olor de sus cubiertas polvorientas y tranquilizadoras. Imponer cierto orden. Tratar de olvidar lo que el joven agente le había dicho. Era evidente: si los Poplar habían dejado el país, alguno de sus seguidores, gente que había leído la historia en los periódicos, se dedicaba a acosarla. Lo único que sabía es que no eran imaginaciones suyas. ¿Por qué nadie le hacía caso?
Hubo un movimiento que le llamó la atención, justo cuando empezaba a retirarse de la cortina. Callie salía de su casa. Por alguna razón se iba sin cerrar la puerta; simplemente caminaba directamente hacia la cancela. Su pelo estaba oscurecido y liso, como si acabara de lavárselo, y parecía de mal humor.
De repente, se detuvo y miró hacia casa de Debs, que se quedó sin aliento y se agachó. ¿La había visto?
Volvió a asomar la cabeza para echar otro vistazo. Callie estaba cruzando la calle con una mirada furiosa.
«Oh, cielos», dijo Debs. Se agazapó bajo la ventana.
Toc. Toc. Toc. Los golpes resonaron, seguidos de dos timbrazos. Debs retuvo el aliento. Intentó encogerse al máximo. Miró hacia arriba cuidadosamente y se encontró con la silueta de Callie, que miraba hacia el interior por la ventana.
—¿Hola? —llamaba Callie.
La voz fina y nerviosa del otro día había sido sustituida por un tono seguro. Temblorosa, Debs se quedó donde estaba. ¿Qué podía hacer la joven? Aparte de romper la ventana, no tenía forma de entrar. Mientras Debs siguiera allí, estaría segura.
Contó hasta diez, luego oyó el portazo de la cancela, seguido del sonido de un coche. Dejó las gafas en el antepecho de la ventana y volvió a echar un vistazo. El viejo Renault de Callie se alejaba por la calle.
Debs se sentía segura a la altura del rodapié de pino. Estudió a fondo la suciedad de las junturas entre las placas de parquet, haciendo volar la mano sobre ellas para sentir la brisa suave y el olor húmedo que subía del sótano. La tetera estaba allí debajo más o menos, pensó, a un palmo de las narices de Allen, sin que él se diera cuenta.
La puerta de la casa de al lado resonó y el ruido la hizo estremecerse. Se volvió a asomar y vio a la joven americana que salía de casa con bolsas de la compra y se alejaba en coche.
Para acabar de estar segura, Debs esperó diez minutos más en el suelo, ordenando los Whitman y los Yevtushenko del estante de abajo.
Seguramente ya estaría a salvo. Salió a gatas de la sala de estar y cogió el paquete envuelto en papel estampado que había dejado en las escaleras junto a la muñeca machacada de la niña y se puso los zapatos. Era lo mejor que podía hacer por el momento. Salió agachada por la puerta de casa, asomó la cabeza por a la cerca, se cercioró de que no hubiera nadie alrededor y se apresuró a cruzar la calzada. El caminito hasta el portal de Callie era un tanto diferente de lo que ella había esperado. La pintura del portón estaba desconchada y, en lugar de haber un contenedor de basura, había dos. Detrás de uno de ellos había una caja rota y las malas hierbas poblaban el patio delantero. Era extraño. No era como se había imaginado que sería la casa de Callie. Era una joven inteligente y elegante.
Lo mejor, pensó Debs, era dejar el paquete en el escalón de la puerta. Así quedaría oculto por el contenedor, pero a la vista de quien fuera a abrir la puerta.
Estaba a punto de volverse cuando oyó un ruido del interior de la casa, a la vez que vio los dos timbres. Ah, ¿era una casa de dos pisos?
Debs se echó hacia atrás de un salto y la puerta se abrió de golpe. Una joven somalí con un velo retrocedió sorprendida. Debs levantó el paquete para mostrarle lo que estaba haciendo. La mujer le dirigió una amplia sonrisa y la invitó a pasar.
—Oh, no —dijo Debs—. Solo quería dejar una cosa…
La joven volvió a sonreír y a encogerse de hombros para demostrar que no hablaba inglés.
—Por favor, por favor —dijo, indicándole de nuevo que entrara.
Bueno, tal vez el paquete estaría más seguro dentro. Asintió y pasó al interior. La joven cerró la puerta principal y dejó a Debs sola en el vestíbulo.
Olía a humedad. Unas escaleras ascendían al piso superior, alfombradas con una moqueta gris raída.
Y bien, ¿cuál era el sitio idóneo para dejar el paquete? Había un estante con correspondencia. Allí estaría bien.
Cuando estaba colocando el paquete junto a una pila de correo basura, a su lado se abrió la puerta y salió un hombre calvo y robusto con una gran bolsa de herramientas.
—¡Oh! —exclamó Debs sobresaltada.
—Oh, ¿todo bien, guapa? ¿Usted vive en la casa de enfrente?
Debs asintió.
—Precisamente ahora me iba a pasar a dejar esto —gruñó, dejándole en la mano unas llaves de piso—; dígale que todo está en orden y que espero que su hija se encuentre bien. Yo tengo una de la misma edad. Chao.
—Ah… no… —balbuceó Debs, intentando captar su atención mientras él abría la puerta de la calle y la cerraba tras de sí.
Se quedó sola en el vestíbulo silencioso. Oh, cielos. ¿Y ahora qué?
Tenía que evitar hablar con Callie a toda costa, al menos hasta que ella misma hubiera puesto en claro en su propia mente lo que había pasado la tarde anterior. Tal vez si cerraba la puerta del piso de Callie y esperaba en la acera podría entregar las llaves a la chica africana, que a lo mejor solo había salido un momento a la tienda de la esquina.
Tras decidir que eso era lo mejor, Debs se dispuso a cerrar la puerta del piso de Callie, pero justo cuando lo hacía echó un vistazo al interior.
Era extraño. No, no era en absoluto como ella se lo había imaginado. Atisbó de nuevo. Las paredes del vestíbulo estaban revestidas de un papel con relieve, simulando un estucado, que parecía pintado de beige hacía muchos años. Los pequeños gránulos estaban rasgados en varios puntos, quizá por un niño pequeño; en el suelo había un pavimento de vinilo, con baldosas pintadas, y un exceso de abrigos se apelotonaba en los colgadores del vestíbulo. Había un revoltijo de zapatos que se extendía bajo los colgadores, cada uno con la punta encarada hacia un lado distinto, además de varios paraguas —uno de ellos con una varilla rota—, un montón de sombreros y de guantes que asomaban en una bolsa de plástico colgada de un gancho y una cartera de ir al colegio apoyada contra la pared.
A Debs le picó la curiosidad y penetró en el piso. No era ni mucho menos como ella suponía que vivía Callie. El piso estaba desangelado, abandonado.
Avanzó hasta la sala de estar y miró a su alrededor. Había un viejo sofá con una funda mal ajustada. Las librerías a ambos lados de la chimenea estaban prácticamente vacías; solo había un par de filas desaliñadas de libros y montones de dibujos infantiles, dos de los cuales estaban pegados a la pared con Blu-Tack. Una de las estanterías estaba apoyada en un rincón como si se hubiera desprendido de la pared y no la hubieran reparado. Sobre la chimenea estaban expuestas unas cuantas fotos, pero no enmarcadas: una de Callie con Rae y un hombre que debía de ser el padre de Callie, otra de Rae con el disfraz de Halloween en compañía de los niños vecinos, y una tercera foto, casi idéntica, tomada desde un ángulo distinto. Se volviese hacia donde se volviese, Debs descubría señales del abandono de Callie. Un tiesto sin planta; sobre la mesita del café, montones de facturas sin abrir y cartas atrasadas del colegio.
Eso no estaba bien. Debs se metió en la cocina.
Tenía el mismo aspecto gastado y agotado, con un mantel de hule sobre la mesa, lleno de bolígrafos y montones de papel. En una pizarrilla había una lista antigua, con «compras de Navidad» escrito en tinta azul descolorida.
Debs siguió inspeccionando. Junto al fregadero había una taza sucia, seguramente dejada por el fontanero. Buscó un lavavajillas con la mirada. No lo había; solo localizó una lavadora vetusta con la puerta rayada junto a una secadora. Sin ser consciente de lo que hacía, encontró el detergente y un estropajo, limpió la taza y la dejó en la rejilla de secado. El escurreplatos estaba recubierto de esa fina película de cal que el agua dura de Londres deja por todas partes. No era sucio; solo algo descuidado.
Confusa, preguntándose por qué la casa de Callie se veía tan revuelta, miró debajo del fregadero y encontró lejía y un cepillo.
Ah, ¿pero qué estaba haciendo?
Se detuvo. Bueno: ¿qué daño podía hacer eso?
Extendió la lejía por el fregadero, los grifos y el escurridor y se puso a frotar.
Frotar, frotar, frotar.
En cinco minutos, el fregadero quedó reluciente. Bien, pensó.
Cuando fue a devolver las cosas, se dio cuenta de que un detergente se había derramado en el armario y se había secado, dejando una línea verde que serpenteaba entre las botellas de productos de limpieza y por debajo de algunas bolsas húmedas de plástico amontonadas al fondo del armario. «Tendré que hacer esto también», pensó.
De rodillas, mientras fregaba el armario, limpiaba las otras botellas y sacaba algunas piezas viejas de ropa, reparó en el suelo de vinilo de la cocina. En apariencia estaba limpio, como si lo fregaran apresuradamente cada varios días, pero eso no bastaba para eliminar el cerco marrón de suciedad que rodeaba los módulos de la cocina.
Debs se levantó: solo sería cuestión de un minuto. Pero ¿dónde guardaba Callie la fregona?
No se dio cuenta de cómo pasaba el tiempo. Eran las dos de la tarde y de repente se habían hecho las seis.
El piso olía húmedo y fresco, como si alguien hubiera volcado un cubo de agua. Se echó hacia atrás, satisfecha. Solo había tardado un momento en pasarse por casa y coger algunas cosas. Todas las superficies del pequeño piso de dos habitaciones de Callie estaban pulidas y fregadas; las ventanas relucían; el inodoro había sido esmeradamente limpiado y ahora arrojaba agua azul. Debs había pasado la aspiradora por la sala de estar, que relucía impecable. Una segunda colada estaba en marcha, la primera ya se encontraba en la secadora. Los tubos de dentífrico gastados y los envases vacíos de jabón habían sido retirados del lavabo. Un montón de correo basura y de cajas vacías estaba junto a la puerta del edificio, preparado para ir al contenedor del reciclaje. El resto estaba clasificado en carpetas marcadas con las etiquetas de colores de Allen. Las cartas urgentes, pegadas al viejo panel con chinchetas rojas traídas de su casa. Había recogido los zapatos más pequeños o desaparejados y los había puesto en una bolsa con un par de abrigos pequeños, para niño de tres años, y un montón de revistas y periódicos locales viejos que había encontrado junto al sofá.
Ya solo quedaba una cosa por hacer.
Estaba en una silla de la sala de estar a punto de cerrar las ventanas que había abierto para airear la estancia. Entonces fue cuando la vio. La americana había vuelto a casa. La ventana de encima de la puerta de entrada de la casa de Suzy tenía un panel transparente nuevo, como si hubieran cambiado el cristal ahumado original. A través de él vio a Suzy sentada en las escaleras de su casa, entre dos plantas, con el auricular del teléfono pegado al oído.
Debs se quedó mirándola. Había estado pensando en ella durante todo el día. ¿De verdad le había dicho que llevara a Rae de la mano?
Tardó un momento en darse cuenta de que podía oír algo por la ventana abierta. Era un sonido familiar. Un teléfono sonaba a lo lejos. El mundo pareció detenerse un instante, mientras el cerebro de Debs intentaba comprenderlo. No podía ser el teléfono de Suzy, porque la americana estaba al aparato. Por tanto, debía de ser… el suyo.
Volvió a centrarse en Suzy, sus ojos y sus oídos intentaban desesperadamente interpretar la información que recibían y darle un sentido.
Esto es lo que vieron los ojos de Debs:
Suzy colgaba el auricular.
Esto es lo que oyeron los oídos de Debs:
El teléfono dejaba de sonar en su casa.
Qué raro. ¿Por qué la llamaba esa mujer?
Una silueta se movió hacia la derecha. Debs se volvió y vio una figura que avanzaba por la calle. Era Allen, que llevaba el elegante chubasquero que ella le había comprado en Navidades. Cielos. ¿Tan tarde se había hecho? Miró el reloj. Tenía que acabar rápido en casa de Callie y preparar la cena.
Cuando estaba a punto de alejarse de la ventana, Debs vio que su marido disminuía el paso a medida que se acercaba a casa. Los ojos quedaban escondidos detrás de las gafas. ¡Ojalá se las cambiara pronto por unas lentillas! ¡Tenía los ojos tan bonitos! Con las pupilas color avellana moteadas de amarillo y el contorno marcado por unas pestañas largas y rubias. Pero tras esa montura anticuada con sus cristales de culo de botella tenían un aspecto vagamente bulboso. El pelo rígido de las cejas —desordenadas, cada pelo a su aire— quedaba subrayado y exagerado por la montura negra. Ella era la única persona en el mundo que había visto cómo eran sus ojos en realidad. La primera vez que se había quitado las gafas quedó tan sorprendida por la intensidad que emanaba de sus pupilas desnudas que enrojeció y apartó la vista; se había sentido en una extraña intimidad con él.
Un pequeño arrebato de amor afloró en ella, por la forma en que su marido no prestaba mucha atención a su apariencia física; era lo que su madre le había enseñado, demasiado asustada ante la posibilidad de perderlo, sospechaba Debs. Bueno, allí estaba ella para ayudarlo.
Debs vio que Allen abría la puerta y advirtió el gesto de abatimiento ante el probable drama que lo esperaba al otro lado de la puerta. Esta noche no, cariño, le prometió silenciosamente. Esta noche, sonreiría, se mostraría optimista y no mencionaría a los Poplar, los aviones o los hijos de los vecinos. Le preguntaría cómo le había ido el día y le dedicaría la atención que merecía. Al menos por esa vez tendrían un buen día.
Debs estaba apunto de volverse, pero un ruido le llamó la atención. Volvía a ser su teléfono, que ahora se oía con más nitidez porque Allen acababa de abrir la puerta. Vio que su marido dejaba en el suelo el maletín que ella le había comprado en las rebajas de Debenhams y a continuación observó distraídamente que Suzy salía de casa empujando el cochecito doble y con el hijo mayor de la mano.
Qué raro. La americana volvía a llevar un teléfono en la mano.
Debs observaba hipnotizada mientras Allen se erguía, avanzaba por el parqué del vestíbulo y alargaba el brazo para coger el teléfono. Debs supo con una certeza repentina lo que estaba a punto de suceder: sus ojos saltaron a Suzy, que apartó el aparato del oído y pulsó abruptamente un botón.
Inmediatamente, el teléfono guardó silencio delante de Allen.
Debs se quedó de una pieza. Allí parada, vio que su marido se volvía hacia la entrada con cara de confusión. Ajeno a la presencia de Suzy a pocos metros de distancia, cerró la puerta suavemente.
Suzy volvió a dejar el teléfono inalámbrico en su casa, cerró con llave y caminó hacia la verja con los tres niños.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Debs. Durante toda la semana había oído a los niños de la vecina al otro lado de la pared, aporreando el suelo por el pasillo, y arriba y abajo de las escaleras.
¿Y si Suzy también oía sus pisadas? ¿Y si sabía en qué momento estaba a punto de descolgar el teléfono?