23
Callie

Quiero hablar con Debs. Quiero hablar con ella con una urgencia que no sentía desde la mañana en que llamó papá tartamudeando y con voz ronca, y dijo que la noche antes, al volver de su clase de poesía, mamá se notó un poco griposa y que cuando él se despertó a media noche, la encontró cubierta de sarpullido, con meningitis. Unas horas más tarde murió en el hospital mientras le administraban antibióticos desesperadamente.

En el viaje en tren desde Londres yo fui contando los minutos que me quedaban para llegar y ver con mis propios ojos que era verdad; para caminar por la casa aturdida y ver sus gafas en la repisa de la cocina pero no a la persona a la que pertenecían; sus botas de agua en el porche sin los pies que las llevaban; sin tener a quién dar las zanahorias para la cena; para gritar «¡Mamá!» mientras papá estaba fuera con el oficiante del funeral. «¡Mamá!, ¿puedes mover el coche?». «¡Mamá!, ¿qué hay para cenar?». «¡Mamá!, ¿has visto mi blusa azul?». Porque durante el milisegundo de retraso entre mi llamada y la respuesta del silencio de la casa, del vacío resonante, una parte de mi cerebro seguía pensando que respondería.

Suzy me lleva hasta Churchill Road. Nadie diría que ayer por la tarde pasó algo aquí. Por un momento detesto Londres, donde pueden acuchillar a una persona en un parque y el hecho ni siquiera se menciona en las noticias de la televisión local. Cuando murió mamá, nuestros vecinos del pueblo todavía hablaban de ello cuando había pasado un año, y acudían a papá con comida y flores y le ofrecían ayuda mucho tiempo después.

Suzy aparca delante de su casa y salimos a la acera. Hoy brilla un sol deslumbrante que me hiere la vista, después de casi veinticuatro horas bajo la luz mortecina del hospital.

—Vamos a echar un vistazo —propone Suzy.

Enlaza su brazo con el mío y bajamos hasta el final de Churchill Road, cruzándonos con una pareja de cincuenta y tantos que vive, lo sé, un poco más arriba de la calle. Intento cruzar la mirada con ellos. Seguramente han oído algo de lo que le ocurrió a Rae. Toda la calle debe de saber que una niña tuvo ayer un accidente aquí…

Cruzan la calzada charlando.

—Sí, gracias: se encuentra bien —murmuro para mis adentros, triste por Rae. Suzy me lanza una mirada de complicidad.

—¿Qué esperabas, en este sitio? —dice.

Nos detenemos al final de la calle y Suzy señala la acera.

—Creo que ella corría por aquí y se cayó o resbaló, más o menos ahí. —Su dedo se desplaza hacia el bordillo—. El niño giró ahí.

Ahí no hay nada. No sé muy bien qué esperaba encontrar. Tal vez una loseta de la acera rota o una tapa de desagüe mal ajustada que indicara que ese accidente podría haberle pasado a cualquier niño, no solo a mi hija. Algo entonces me llama la atención. Una pequeña pieza de plástico amarillo. Me agacho y la recojo. Parece el pelo de la coleta de la muñequita que siempre lleva en el bolsillo. Busco, pero el resto de la muñeca ha desaparecido; probablemente la arrastraron las ruedas de la bicicleta.

—Hum. Me voy a casa —digo, arrancando cuidadosamente mi brazo del suyo.

—¿Te encuentras bien, cariño? ¿Qué te pasa?

Doy un respingo. La palabra «cariño» me irrita.

—No pasa nada. Solo que quiero ir a casa y darme una ducha.

Ella me mira detenidamente.

—Está bien —dice, y parece ofendida.

Frunzo el ceño.

—Tranquila, Suze. Estoy cansada, y harta. Nos vemos luego.

Sonríe, aunque no parece nada convencida.

—¿Quieres que hable con esa mujer?

—No, ya lo haré yo. Gracias por llevarme —digo, y cruzo la calle hacia mi piso, antes de que intente volver a abrazarme.

No puedo evitarlo. Necesito estar lejos de ella.

Cuando abro la puerta me encuentro con un hombre en el vestíbulo. Lleva un mono blanco y tiene el pelo gris y afeitado, mostrando una frente alta atravesada por una arruga.

—Hola. El fontanero, ¿verdad? —pregunto.

—¿Todo bien, guapa? Sí. Adelante. Ya casi he terminado, pero he tenido que cambiar el sifón; aún hay que arreglar alguna cosilla. He tenido que quitar un par de azulejos de atrás, así que he de preparar un poco de masilla y ya estaremos.

—Perfecto —digo, siguiéndolo al interior del piso, sin prestar mucha atención.

Mi casa huele a productos químicos y a él. Olor a casillero de gimnasio, olor a desodorante barato. Tom siempre olía a jabón y a piel cálida.

—En realidad, ahora que me acuerdo: ¿puedo ducharme o no hay agua? Lo siento, es que me he pasado toda la noche en el hospital.

—Claro, guapa, ya hay agua. Creo que voy a irme media horita para tomar algo y así te dejo tiempo.

Asiento agradecida.

—¿Cómo está la niña, por cierto? Tu amiga me ha dicho que tuvo un accidente.

Su pregunta me pilla por sorpresa. Suzy debe de habérselo contado.

—No la han atropellado ni nada —empiezo, y paro enseguida porque no es cuestión de extenderme en explicaciones—. Está bien, creo, gracias; la están observando y esta tarde la mandan para casa.

—Yo tengo una hija de la misma edad —dice—. Hay que estar siempre vigilándolos, ¿verdad?

Sí, hay que hacerlo, pienso, un poco a regañadientes, y siempre lo hago. ¿Y quién está vigilando a tu hija ahora mismo?

Coge la chaqueta y se dirige hacia la puerta, diciendo algo al móvil de que estaría «allí a las cinco en punto, amigo». Cierro la puerta, por fin sola.

La ducha me sienta bien. Me quito de encima el olor del hospital y mi piel agradece la ráfaga caliente. Me quedo un rato bajo el chorro y dejo caer el agua, que me empapa el pelo y me cae sobre los hombros y por encima de los ojos en una cortina pesada.

El hecho es que ya sé qué va a pasar ahora; pero de momento, aquí, puedo imaginar que no será nada, que todo sigue en orden.

El teléfono ha estado vibrando toda la mañana en mi bolsillo. Ha empezado a las diez en punto, y sé perfectamente quién era. No es papá, porque le he llamado esta mañana, después de que me dijeran que Rae estaba bien, para que no insistiera en venir a Londres. Tampoco es Tom.

Solo puede ser una persona.

Me envuelvo en la única toalla limpia que encuentro y voy a mi cuarto; me siento en la cama y me cepillo el pelo húmedo. El vestido con el que fui a trabajar el lunes está tirado en un rincón; la potencia de sus lentejuelas de plata queda ahora reducida a un vulgar amasijo gris. Me pongo una falda limpia y una camiseta que saco de la cesta de ropa para planchar y, con un hondo suspiro, me levanto.

Sobre la cómoda está el teléfono, que emite un pitido intermitente. Descuelgo y pulso «mensajes de voz».

«Hola, Callie —suena la voz de Guy—. Dios. Siento mucho lo que ha pasado; espero que esté bien. Llama y dinos cómo va».

Luego hay un silencio. Sabía que habría ese silencio.

«Dios, bueno. Escucha. Creo que ya sabes cómo son las cosas. Por desgracia, Loll no puede cambiar su viaje a Nueva York, así que tendremos que seguir adelante. Seguramente, de momento, pasaré el trabajo a Jerome, porque vamos muy justos de tiempo. Es una pena, evidentemente: a Loll le gustaban tus ideas. Pero, oye… tómate el tiempo que necesites para lo que tienes que hacer; luego llámanos cuando las cosas se hayan arreglado. Y hablamos…».

—No —murmuro.

Oh, no. Le ha dado mi trabajo a Jerome. Jerome, veintitantos, sin hijos. Jerome, que no tendrá que salir corriendo a casa cuando sus hijos se pongan enfermos o tomarse unos días durante las vacaciones de verano.

¿Qué me pensaba? Se acabó.

La decepción me hace abrir la boca.

—Aaaaaaaaugh —grito. Un fuerte, un potente, un airado grito que vibra en mi interior con tanta intensidad que emerge como un rugido. ¡Mierda! ¡Lo tenía tan cerca!

Suena el timbre y levanto la cabeza de golpe. Respiro un momento y me dirijo a la puerta.

El fontanero está en el umbral, con una mirada inquisitiva.

—¿Algún problema?

—Todo suyo —digo mientras tomo el bolso.

—Muy bien. Antes de irte, guapa, ¿puedes darme los datos para la factura?

¿La factura? Intento centrarme.

—Tienes que… de hecho, ¿puedes hacerla a nombre del padre de mi hija? —pregunto, cogiéndole el bolígrafo.

—Bien hecho, guapa —dice—. No dejes que se te escape sin hacer su parte. El ex de mi hermana se escurre como un puto pez. Pase lo que pase, nunca paga, y perdona que sea tan fino.

Anoto los datos, sintiendo una punzada de dolor con cada letra de cada una de las palabras que escribo. El mensaje de Guy me va golpeando en oleadas. Se sobreentienden en él muchas cosas. He echado a perder el trabajo de Loll Parker. Guy debe de pensar que ya no soy de fiar. Al final, no podré ganarme la vida con mi propio trabajo. Miro la factura. Ni siquiera puedo pagar al fontanero. Si descuento el coste de la ropa que compré en Brent Cross, no quedará apenas nada de mi paga de tres días.

—Si vuelve a tiempo, la vecina de enfrente te cogerá las llaves de repuesto; si no, tíralas dentro por el buzón —digo mientras salgo de casa.

No es mi intención, él no tiene la culpa de nada, pero doy un portazo antes de salir a la calle. Echo una mirada enfrente, a casa de Debs.

Un día, pienso. Ha pasado un día entero desde el accidente y ni siquiera me ha dejado una nota ni me ha llamado para disculparse. Mi hija está en el hospital y ahora he perdido la única cosa que me hacía feliz, aparte de Rae; todo por culpa del descuido de esa mujer.

El mal genio de mamá hace acto de presencia y me sorprendo a mí misma cruzando la calzada.