22
Suzy

Suzy puso el coche en punto muerto, echó el freno de mano y apagó el motor. Con un toque del dedo corazón, pulsó el botón que con un suave zumbido accionaba la capota, se soltó el cinturón de seguridad y se reclinó en el asiento. Cinco minutos. El tiempo de poner en orden sus ideas antes de entrar en el hospital. Era difícil juzgar la actitud de Callie el día anterior. La dulce, la pasiva Callie, con destellos de cólera en los ojos, la voz más alta, menos dubitativa que normalmente.

Suzy miró por el retrovisor el hospital victoriano de ladrillo rojo. La noche anterior fue la primera vez que volvía a ese lugar después del nacimiento de los gemelos. Nunca olvidaría lo que sintió cuando la ambulancia se detuvo junto a la puerta principal del viejo y severo edificio, con sus paredes exhaustas de color magnolia, los borrachos agresivos y los suelos salpicados de sangre y vómitos secos, que hacía tanto tiempo habían dejado de existir en las clínicas asépticas de Colorado, y ella, jadeando, preguntó a un médico si no se había equivocado de sitio. Gracias a Dios, Callie, su nueva vecina, estaba a su lado para decirle que todo iría bien, que los médicos y las enfermeras eran magníficos, que también ella había dado a luz allí y que no se separaría de Suzy. Y así fue: reemplazó a Jez durante cinco largas horas en el paritorio hasta que los gemelos nacieron respirando espasmódicamente.

En aquel momento Callie y ella cruzaron una mirada, atónitas, riendo maravilladas al compartir ese momento de afirmación de la vida. Suzy había agarrado la mano de Callie, con lágrimas en los ojos, sabiendo que había encontrado a una verdadera amiga en aquella mujer; que había visto su cuerpo y su alma en el momento de máxima vulnerabilidad, en el más penoso y expuesto, y no la había dejado sola.

Y las amigas de verdad, pensaba mientras se miraba en el retrovisor, saben perdonar.

Callie lo estaba pasando mal y era lógico que culpara a Suzy. Todo lo que Suzy tenía que hacer era estar ahí. Darle el tiempo y el espacio necesarios para que se diera cuenta de que podía seguir confiando en ella.

Una silueta familiar cruzó junto al coche de Suzy, interrumpiendo el curso de sus pensamientos. Volvió la cabeza para mirar: era una mujer de unos setenta y tantos, quizás, o acaso hubiera tenido una vida muy dura. Parecía haber salido del hospital y caminaba cuesta arriba por Northmore Hill. Era de mediana estatura pero muy corpulenta, y llevaba un chubasquero azul claro sobre una falda plisada azul marino. Fueron las piernas lo que llamó la atención de Suzy. No se parecían en nada a las piernas que aparecen en las revistas. Tampoco eran las pantorrillas tendinosas de los niños, con las que trepaban a las barras del parque o corrían tras un balón. Ni eran las pantorrillas esculturales que acostumbraba a ver en la City, como las de un potro, con sandalias de tiras o con botas altas negras y ajustadas.

No, solo una vez en la vida había visto unas piernas como esas.

Las pantorrillas medían casi lo mismo de ancho que de largo y eran grasientas, del color de una salchicha cruda. Algunas venas azules se marcaban sobre la piel reseca y mortecina. Las protuberancias surgían azarosamente, como los muelles de un colchón roto. Sencillamente, carecían de tobillo. En su lugar, el grosor se prolongaba hacia abajo hasta embutirse en unos macizos zapatos marrones, que en ese preciso instante la señora intentaba mover tan deprisa como podía. El esfuerzo era manifiesto. Inclinaba su cuerpo en un ángulo de cuarenta y cinco grados para arrastrar la masa de su cuerpo cuesta arriba, balanceándose, con la espalda ancha y amorfa subiendo y bajando pesadamente.

¿Por qué se apresuraba de esa manera?

Suzy miró alrededor. Un joven y ágil guardia se precipitaba al otro lado de la calle, con unos cincuenta metros de desventaja; sus pies lo llevaban cuesta arriba con increíble celeridad. La señora echó una mirada nerviosa hacia atrás. Él sabe que el tique de aparcamiento acaba de expirar. La persigue: el leopardo y el facóquero.

«Venga, venga, que tú puedes», dijo Suzy para sus adentros.

El guardia de tráfico daba saltitos entre dos coches y esperaba antes de seguir adelante, bailando sobre sus pies como un atleta en la línea de salida, aguardando la ocasión para salir. Los camiones tronaban bajando Northmore Hill y frustrando sus intentos de cruzar. Suzy se volvió para observar a la señora mayor. Perdía velocidad rápidamente; su pecho tenía que inhalar más oxígeno, sus piernas perdían gas en su dura tarea de propulsar aquel cuerpo pesado por un gradiente inclemente.

La mujer alargó la mano, se inclinó para apoyarse en un Ford Fiesta azul y tomó tres grandes bocanadas de aire. Miró atrás, con los ojos desencajados, y vio que todavía tenía tiempo.

Suzy volvió la vista al guardia para comprobarlo. Hubo un parón de dos segundos en el tráfico, mientras un autobús reducía la velocidad para hacer una parada. Aprovechando la oportunidad, el guardia de tráfico echó a correr hacia el otro lado de la calle. Dio un salto al salir como si el asfalto fuera un trampolín. En cinco zancadas había cruzado la calzada e iba en pos de la señora mayor.

Con un esfuerzo enorme, la señora trataba de pasar por el estrecho margen entre su propio coche y el de delante, haciendo una mueca mientras la masa de su cuerpo chocaba con las dos superficies duras. Suzy vio que llevaba una llave en la mano. La mujer forcejeó para introducir la llave en la cerradura y buscó al guardia con la mirada. Ahora estaba a solo veinte pasos de distancia.

La señora abrió la boca como en un gemido. Consiguió abrir la puerta e introducirse en el coche, arrastrando sus enormes piernas con las manos para meterlas dentro.

El guardia llegó a la parte trasera del coche, con los ojos abiertos y expectantes.

«Ya casi la tiene», pensó Suzy.

En un desesperado esfuerzo final, la mujer cerró la puerta y arrancó justo en el instante en que el joven saltaba de la acera e intentaba ponerse delante del coche para ver el tique. La señora mayor puso el intermitente y empezaba a sacar el morro cuando él alcanzó la altura del parabrisas. Demasiado tarde. Las ruedas ya estaban girando. Mientras una furgoneta blanca le cedía el paso y la señora se incorporaba al tráfico, el guardia levantaba el brazo como para saludar; su boca estaba abierta en una sonrisa radiante: esta vez había perdido; la próxima no se le escaparía.

Suzy suspiró. Era el momento de entrar y enfrentarse a Callie.

La encontró sentada en una silla junto a la cama de Rae, mirando por la ventana. Levantó la vista.

Suzy sonrió esperando que le devolviera el gesto. Definitivamente, había cierto movimiento en los labios de su amiga, aunque la intención no quedaba clara. Pero había algo: mejor que la forma en que había evitado el contacto visual el día antes.

—¿Dónde está Rae? —preguntó en tono amable mientras entraba sigilosamente en la habitación.

—En la sala de juegos, con otro niño.

Suzy se inclinó para besar a Callie en la mejilla. Había algo un poco enfermizo en su olor. Llevaba la misma ropa que el día antes y se le había corrido el rímel. El pelo estaba levantado como si hubiera dormido con la cabeza contra alguna superficie dura.

Suzy suspiró profundamente.

—Bueno, parece buena señal.

—Le han recetado antibióticos para la pierna —dijo Callie—. El corazón está bien, pero prefieren que se quede aquí hasta la hora del té.

—He dejado pasar al fontanero con tus llaves de repuesto, por cierto. Ha dicho que la muñeca se ha atascado no sé dónde y que habrá que cambiar la pieza. Que no tardará mucho.

—Gracias —dijo Callie distraídamente. En su rostro había un gesto que Suzy no acababa de ubicar. Una dureza en la línea de la mandíbula.

—Cielo, ¿qué pasa?

Callie la miró. Suzy captó en los ojos de su amiga la batalla que se desarrollaba en su interior.

—Suze, estoy un poco desconcertada. Acaba de venir un policía para preguntar por el accidente de Rae. Dice que ha interrogado a Debs esta mañana y que según ella tú no le dijiste nada de que tenía que llevar a Rae de la mano… Dice que nadie la informó de que Rae no puede correr.

Suzy abrió los ojos como platos.

—¿Qué? Es absurdo. Hice hincapié en que Rae tiene tendencia a caerse y en que el lunes por la noche se había soltado de ti. Te lo prometo, Cal, se lo dije bien claro. Dios mío. ¿Por qué miente? Pregunta a la señora Buck. Seguramente oyó la conversación.

—Parece que no. Ya se lo han preguntado. En fin, el policía ha ido a la cafetería a por un té: ¿puedes hablar con él?

Suzy le tocó el hombro.

—Sí, claro.

Callie se apartó y se levantó. Se frotó los ojos.

—Lo siento, es que me siento agotada. Y además es este sitio: lo odio. Estoy nerviosa. Quiero decir, ¿por qué no hizo caso de lo que le dijiste?

—No lo sé.

—Es solo que… Oh, no lo sé. Ojalá no le hubieras pedido que llevara a Rae.

La acusación quedó en el aire. Suzy se quedó esperando. Tenía que andar con cuidado. Era evidente que Callie no había dormido.

—Cielo, escucha. Ya sé que estás muy enfadada y preocupada, pero tienes que ser consciente de que yo haría cuanto estuviera en mi mano para proteger a Rae, tanto como por cualquiera de mis hijos. Os quiero a las dos como si fuerais de mi propia familia. ¿No se te ocurre que yo puedo haberme pasado despierta toda la noche deseando no haberle pedido a esa mujer que la trajera? Ni siquiera se me habría ocurrido hacerlo si no hubiera sido maestra. Además, Cal, lo siento, pero tú ya le habías permitido cuidar de Rae en las clases extraescolares. Esa decisión la tomaste tú. Todo fue muy rápido; yo me limité a solucionar el problema lo mejor que pude. Tú no estabas y yo tenía que traer a Rae…

Callie la miró y volvió los ojos, meneando la cabeza.

—Lo sé… —susurró—; es que en ese piso me estoy volviendo loca, Suze. No te imaginas lo mal que me han ido las cosas desde hace mucho. Y cuando por fin intento cambiar algo, resulta que solo tres días después de dejarla, pasa esto. Y ahora volvemos a estar en este maldito sitio.

Suzy se aseguró de que Callie notara que la escuchaba con atención. Era importante.

—No te sientas culpable, cielo. Cúlpame a mi, por confiar en una maestra. Dios mío, esto demuestra que no puedes confiar tus hijos a nadie. Después de lo que ha pasado, incluso estoy pensando en sacar a Peter y a Otto de la guardería.

Esperaba la reacción de Callie, pero el rostro de su amiga había cambiado. Ya no escuchaba a Suzy, sino que miraba detrás de ella, hacia el pasillo.

—Oh, Dios mío, ya estamos —dijo en voz baja.

Suzy se volvió hacia donde su amiga dirigía la mirada.

Un hombre corpulento, con la cara muy morena y unos rizos rubios de vikingo saltando alrededor de su cara al ritmo de sus pasos, avanzaba a toda velocidad por el corredor junto a una chica alta y ancha de espaldas con una larga cabellera negra. Los dos llevaban chaquetas de camuflaje y mochilas a la espalda.

Siempre había creído que Tom tenía una cara generosa y abierta, pero en esos momentos su expresión era lo más distante a esa primera impresión que pudiera imaginarse. Sus ojos azules estaban irritados por la falta de sueño, después de haber volado durante toda la noche, y brillaban amenazadores. A medida que él se acercaba, Callie se encogía físicamente. Suzy se puso a su lado como para protegerla.

—¿Dónde está? —preguntó Tom. De cerca, se le veía sin afeitar y el vello rubio empezaba a aparecer en su mandíbula.

Apretando los dientes, Callie señaló hacia la sala de juegos, al fondo del pabellón. Hacía esfuerzos para no llorar, pensó Suzy. Estaba asustada.

—Quiero hablar con el médico —espetó él, pasando por delante de Callie.

Al oír la voz de Tom, Rae asomó la cabeza desde la sala de juegos, se acercó a él cojeando y le rodeó el cuello con los brazos mientras él se inclinaba hacia delante. Kate le dio una palmada en el brazo.

—Hola, bonita —dijo con su voz tranquila y su excelente dicción.

Callie los miraba malhumorada. Así debe de ser, pensó Suzy, cuando ves a tu marido con otra pareja, con tus hijos. Se puso a temblar y extendió un brazo alrededor de su amiga. La rigidez de hacía un momento se había deshecho. Callie se inclinó hacia Suzy y se dejó abrazar por ella.

Eso estaba mejor, pensó Suzy. Sabía que era cuestión de tiempo. Los amigos saben perdonar.

—No me gusta que te hable así —murmuró—. No te preocupes, me quedaré hasta que se haya ido. Iré a buscar a ese policía y te traeré un té.

Dejó a Callie en el corredor y se dirigió a la cafetería, donde encontró al agente de policía, que buscaba azúcar al lado de la caja.

—Hola —dijo—, soy Suzy Howard. Amiga de Callie Robets: ¿quería hablar conmigo?

—Sí —contestó mirándola sorprendido y guiándola hacia una mesa vacía—. Dejaré esto aquí y tomaré algunas notas.

Ella contestó a sus preguntas y explicó su conversación telefónica con Lisa Buck y Debs.

—¿Así que está usted segura de haber especificado a la señora Ribwell que era preciso vigilar a Rae especialmente, a causa de su enfermedad? —dijo con el lápiz suspendido sobre el cuaderno.

—Segura del todo.

—¿Y se le ocurre algún motivo por el que ella quiera negarlo?

Suzy se mordía los labios como si intentara tomar una decisión difícil.

—La verdad, entre usted y yo, esa mujer me parece un poco rara, como confusa, perturbada. Quizá sea eso. Quizás eso sea lo único que pasó.

—Muy bien —asintió el policía cerrando el bloc—. Gracias por su colaboración. Estaremos en contacto, por si necesitamos algo más.

—No hay de qué —dijo levantándose y tomando el té de Callie de las manos de él. En el momento de cogerlo su dedo tocó casualmente el del policía.

Él sonrió a Suzy de la forma que solían hacerlo los hombres que se dirigían a ella. Una sonrisa un poco más amplia de la cuenta; los ojos un poco demasiado inquisitivos.

«Sí, tío —pensó ella—. Tú a lo tuyo».

Le devolvió la sonrisa, asintió y se dirigió al pasillo. De vuelta a la habitación de Rae, oyó la voz de Tom, antes de verlo.

Al doblar la esquina se encontró a Callie recostada contra la pared. Tom estaba en el corredor censurando a Callie, mientras Kate, a su lado, guardaba silencio. La joven tenía una expresión sombría. Permanecía allí en un silencio acusatorio, como aliada de Tom, demostrando que sabía todas las cosas desagradables que había que saber sobre Callie; que, por la noche, en Dios sabe qué refugio de montaña o qué tienda en mitad de la jungla donde hubieran estado, Tom había criticado su forma de ser y su forma de ejercer de madre.

«¿Dos contra uno? —pensó Suzy, dejando la taza de té—. Ni hablar».

—¿Qué te crees? —oyó que decía Tom mientras ella se acercaba—. Todavía no se la puede dejar con otra gente. Aún es demasiado pronto. ¡El hecho de que tú quieras volver a trabajar no significa que sea posible! Que a ti no te guste cómo son las cosas no significa que dejen de ser así.

Callie tenía la cabeza gacha. Se volvió al notar que Suzy se acercaba. Tenía una mirada amedrentada.

—Oye, no le hables así —dijo Suzy, poniéndose delante de Callie y plantando cara a Tom. Él echó la cara atrás sorprendido y con los ojos todavía inflamados.

—Esto no es asunto tuyo. Es algo entre Callie y yo.

—¿Ah, sí? ¿Y tu amiguita? —dijo indicando a Kate—. En realidad sí que es asunto mío. Es mi amiga, está preocupada y exhausta. Y, para que lo sepas, paso mucho más tiempo con Rae del que pasas tú, así que sé perfectamente que todo el trabajo recae sobre Callie. Es una madre espléndida, siempre, sin descanso. Tú estás fuera…, ¿cuánto? ¿Ocho, nueve meses al año? Incluso cuando estás aquí la llamas todos los fines de semana con preguntas estúpidas. Si Rae dice que tiene sueño, tú estás en el teléfono. Y luego te largas otra vez de ruta con tu chica, a tumbarte en una playa por ahí con tus jodidos mandriles o lo que sea, y se lo cargas todo a ella, como siempre. Mira, si le quitaras algún peso de encima, quizá no necesitaría ir a trabajar para sentirse viva.

Tom se calló. Luego en su cara apareció una sonrisa burlona.

—Es así, ¿verdad?

Callie seguía mirando al suelo. Él se volvió hacia Suzy.

—No pienso insultarte ni rebatir lo que has dicho, porque me parece que tú misma crees que es verdad. —Volvió a lanzar una mirada sobre Callie—. Felicidades, Cal, buen trabajo.

Ella no reaccionó. Sacudiendo la cabeza con irritación, Tom volvió a meterse en la habitación de Rae con Kate. Suzy alcanzó a Callie y la atrajo hacia si.

—Venga. Vamos una horita a casa y así podrás cambiarte de ropa.

Callie no dijo nada; se limitó a seguirla, aturdida.

—Cielo, te conviene salir. Su manera de hablarte es inadmisible.

—¿En serio? —dijo Callie tranquilamente.

Suzy la rodeó protectoramente con el brazo y la atrajo hacia sí.