21
Debs

Toc. Toc. Toc. Después de los tres fuertes aldabonazos, Debs se despertó con un gemido. Se dio la vuelta e intentó sentarse.

Toc. Toc. Toc. Otra vez. Tenía los ojos como pegados con cola y la cabeza inclinada a la izquierda. Al oír que llamaban hizo un esfuerzo para salir de la cama y, tambaleándose, llegó hasta la ventana, descorrió la cortina y miró hacia fuera.

—¿Se puede saber de qué va? —gritó hacia ella la vaga silueta de un hombre.

—¿Cómo? —dijo ella, buscando las gafas a tientas.

—Casi me rompo la espalda, joder —gritó. Levantó el brazo en un gesto de furia y traspuso la verja.

¿Qué?

Se envolvió en la bata y volvió a echar una mirada por la ventana. El camión de recogida de basura iba marcha atrás por la calle con sonoros pitidos de advertencia. Jueves por la mañana. Cierto, el día de recogida de las basuras. El hombre, que todavía meneaba la cabeza con aire malhumorado, vaciaba los contenedores del reciclaje en el remolque del camión con la ayuda de dos compañeros. Miró hacia abajo y vio que habían dejado su contenedor sin recoger, con la tapa mal colocada.

Con una sensación como si se estuviera forzando a correr a través del agua, se calzó las zapatillas y fue al lavabo a remojarse la cara para intentar recobrarse. Tenía que hablar con el médico para cambiar las pastillas. Aunque sus ojos le decían que estaba despierta, su mente aún parecía atrapada en el sueño. Medio mareada, se arrastró escaleras abajo, agarrándose a la pared.

Cuando fue capaz de llegar a la puerta principal y abrirla, sintiendo una ráfaga de aire frío, el camión ya había recorrido todo el trayecto hasta la avenida. Echó un vistazo para cerciorarse de que nadie la veía salir en bata, avanzó sigilosamente hacia su contenedor de reciclaje y levantó la tapa.

Tardó unos instantes en ajustar la vista a la rara visión que encontró.

La caja estaba llena de piedras, rocas grandes, redondas y pesadas. Debía haber un centenar, como en una playa pedregosa. Empujó el contenedor con el pie. Era como intentar menear un muro de piedra.

—Por el amor de Dios —exclamó.

A toda velocidad, se asomó a la calle para intentar encontrar al malhumorado trabajador del reciclaje; pero ya se había ido. Procuró aclarar sus ideas. La noche anterior, ella misma había llenado el contenedor con cartones.

Miró a su alrededor, preguntándose de dónde habrían salido las piedras. Le llamó la atención un pedazo de tierra. Estaba en el jardín delantero de la casa de al lado, en el número 17; no conocía todavía a la dueña. Era una escritora, creyó recordar, que pasaba mucho tiempo en su casa de campo de Suffolk. Le parecía que esa mujer tenía una zona empedrada, entre tres tiestos con bojes, tal vez instalada por un jardinero profesional.

¿Quién podía haber hecho eso?

Debs miró hacia abajo. Qué raro. Por debajo del contenedor asomaban unos trazos de tiza verde.

Por lo visto había algo escrito.

Se inclinó, sacó unos diez pedruscos y los dejó al lado. Entonces, empleando todas sus fuerzas, empujó el contenedor, centímetro a centímetro, hasta apartarlo del empedrado.

Las palabras fueron apareciendo en un orden arbitrario: «cuidado», «dientes», «todos». ¿Qué demonios significaba aquello?

Resollando por el esfuerzo, Debs por fin logró empujar el contenedor a un lado, hasta meterlo unos centímetros en el césped y dejarlo inclinado, de manera que el fondo quedaba levantado sobre el paso empedrado.

Se echó al suelo e intentó reconstruir el resto del mensaje.

Cada palabra había sido escrita firmemente con tiza de color verde oscuro. La pulcritud calculada de la escritura hacía que el mensaje resultara todavía más insidioso de lo que ya era de por sí.

«VETE CON CUIDADO, PUTA, SI NO QUIERES PERDER TODOS LOS DIENTES DE UN PUÑETAZO».

—¡Ay!

Debs se quedó boquiabierta, ofendida. Miró ansiosamente a su alrededor y, más allá del seto, hacia la calle.

El chico de la bicicleta debió de seguirla. ¿Estaría espiándola en ese preciso instante?

Desesperada, se echó las manos a la cabeza y la sacudió. Era eso, lo que se había temido. Los Poplar la habían encontrado.

No la dejaban en paz.

Diez minutos más tarde todavía le temblaban las manos. Se movía por la cocina como sonámbula, intentando extraer el significado de las imágenes de la víspera que le venían a la cabeza. ¿Qué aspecto tenía el muchacho? ¿Era el hermano?

Los recuerdos acudían a su mente aleatoriamente. Un clic metálico: el cambio de marchas quizás. Y luego la pátina de goma sobre el asfalto húmedo, y esa sensación de una presencia amenazadora por detrás, acercándose pero sin llegar a pasar.

Ella se había vuelto. Lo había hecho. Pero ahí es donde todo se hacía confuso. Lo único que le venía a la cabeza era la figura de un muchacho, con una niebla gris allí donde debería estar el rostro. Y luego la urgencia incontrolable de soltar la mano de Rae.

Y la niña allí tirada en medio de la calle.

Santo Dios. ¿Qué había pasado?

Asiendo su tazón de té, Debs se sentó a la mesa. ¿Cómo habían conseguido encontrarla los Poplar?

Sintió un frío fuera de lo normal y se ciñó la bata todavía más. Después de explicarle lo sucedido, Allen le hizo tomarse un somnífero. Fue él quien se acercó a casa de los vecinos y habló con Jez en el portal.

—Tiene una herida en la pierna; pero está bien —dijo al regresar, y se sentó a su lado dejando reposar su mano sobre el hombro de Debs—. Por lo que parece no coordina bien sus movimientos. Pasará la noche ingresada, por precaución. Así que intenta no preocuparte demasiado, querida. A ver qué pasa mañana.

—Hum —murmuró ella por toda respuesta.

La voz de Allen era tranquila, pero Debs sabía que estaba llegando al límite de su paciencia. Y no lo culpaba.

Ese día, aunque tenía muchas ganas de llamarlo, no lo hizo. En lugar de eso marcó otro número, casi arrepintiéndose en el momento mismo de haberlo hecho.

—Departamento de nóminas —respondió una voz decidida.

—Alison, soy yo —dijo, sabiendo que el tono de voz de su hermana cambiaría inmediatamente.

—Ah, hola. ¿Cómo te va?

—Hum…

—Tengo que reunirme con el director financiero dentro de un momento, o sea que no dispongo de mucho tiempo.

Alison siempre estaba a punto de hacer algo importante.

—Me están volviendo a acosar —declaró Debs.

Hubo un silencio.

—¿Qué te han hecho?

—Creo que uno de ellos intentó asustarme ayer por la noche en la calle. El hermano, en una bicicleta. Y creo que llenó de piedras nuestro contenedor de reciclaje. Y ha hecho una pintada muy desagradable.

Por un momento Alison no dijo nada.

—¿Qué ha dicho Allen? —contestó finalmente.

Debs apretó los dientes. Su hermana no tardaba nada en irritarla.

—No se lo he contado.

Hubo una pausa por parte de Alison, que enseguida había encontrado el punto débil que andaba buscando.

—¡Ah, claro! —exclamó—. Así que decidiste llamar a la pobre tontita.

Debs se mordió la lengua.

—Oye, yo solo quería contártelo. No te preocupes. Ya… Ya llamaré a la policía si hace falta.

—Tienes que hacer que ese marido tuyo tenga una charla con ellos —replicó Alison en tono admonitorio.

—Tengo que cortar —dijo Debs. No podía controlarse—. Estoy haciendo la cena de esta noche para Allen. Celebramos los seis meses de casados.

Alison hizo una pausa.

—Pues ve, no te entretengas.

Lo irónico del caso era que, de no haber sido por Alison, nunca habría conocido a Allen. Y tampoco habría tenido ninguno de todos esos problemas.

Quizás era culpa suya, por haber roto el statu quo entre ellas. Su hermana siempre había mantenido una posición privilegiada, con su trabajo mejor remunerado en la empresa de contabilidad y sus apasionantes aficiones. El coro femenino era lo más a lo que Debs pudo llegar. Alison, en cambio, había aprendido a pilotar un barco y había ido a pasar unas vacaciones en yate a Turquía. Le había enseñado a Debs fotos de su ligue de vacaciones, Graham, que según ella, «la adoraba». El hombre tenía la cara colorada y llevaba la camisa abierta mostrando su pecho bronceado y recubierto de vello tan gris como el cabello; con una mano sujetaba una botella de cerveza mientras la otra reposaba en el muslo de su amada. Alison se pasó una semana torturando a Debs con los detalles sobre la inminente llegada de Graham desde Peterborough. Llegó el día del encuentro y luego Alison no volvió a mencionarlo nunca más. Debs no pensaba preguntar. Curiosamente, fue eso lo que la llevó a consultar la sección de contactos de The Guardian.

«Es más bajito que tú», le susurró Alison la primera vez que Debs llevó a Allen a su flamante casa de Palmers Green, mientras él iba al lavabo. Los había recibido en la puerta con esa actitud atropellada y nerviosa tan típica en ella cuando se sentía amenazada. «Todavía se te ve cansada, Debs: ¿ese es el mismo herpes labial que tenías o es otro?», exclamó agarrando la botella de chianti que le tendía Allen con un asentimiento, aunque sin dar las gracias. Cuando Debs anunció que se casaban, Alison se pasó dos meses sin hablar con ella.

Debs se preguntaba a veces si Alison no se había alegrado de lo sucedido en la boda.

Finalmente, eran tantos los pensamientos oscuros que rondaban por la cabeza de Debs que tuvo que salir de casa y subir la cuesta hacia Alexandra Palace, girándose de vez en cuando para cerciorarse de que el muchacho de la bicicleta no la estaba siguiendo otra vez.

Todo estaba tranquilo. Todavía era demasiado temprano para las manadas de adolescentes que se reunían allí a mediodía y hacían ostentación a voz en cuello de todas las palabrotas que conocían; demasiado tarde para las madres, que ya se habían ido de las áreas de juego con sus pequeños que apenas empezaban a caminar, y se los habían llevado a casa para la siesta matutina.

Debs se puso en marcha y circundó tres veces a paso vivo el estanque de las barcas, con la esperanza de que la suave brisa le despejara la cabeza. Para distraerse, observó cómo los gansos y las palomas competían con los patos por el pan que les arrojaba un jubilado. Cuando ya era demasiado tarde, se dio cuenta de que la mujer que le sonreía desde una mesa del bar intentando llamar su atención era la madre de un alumno. Bajó la vista y fingió no verla. ¿Qué andarían diciendo en el colegio? Por la mañana, Lisa Buck le pareció indecisa al teléfono. «No, Debs, no pasa nada. Ya nos avisarás cuando te encuentres mejor. Creo que el director quiere hablar contigo de lo que pasó con Rae, pero no hay prisa». Debs sabía qué significaba eso. Tómate una semana y mientras tanto yo y todo el personal nos reuniremos y hablaremos de lo que pasó y empezaremos a escarbar en tu pasado para averiguar si hay algo que tenga que preocuparnos. La idea de que descubrieran su incidente con Daisy Poplar era tan aterradora que empezó a canturrear para ahuyentar las imágenes que acudían a su mente.

Pero hasta que no estuvo de vuelta en casa, ya colocando los últimos libros en las estanterías, no fue capaz de encerrar todos los malos pensamientos en la caja.

Los libros. Gracias a Dios que existían los libros. Siempre la tranquilizaban. Miró los que tenía en el suelo, preguntándose cuáles expurgar de los que ya había puesto en las baldas, para dejar sitio a esos últimos volúmenes. Extrajo un par de candidatos y los sostuvo en sus manos, sopesando el significado que tenía para ella cada uno de los títulos. A los once años, gracias a la señora Shaw, que en la escuela le confió un ejemplar encuadernado en cuero de Oliver Twist, le encantaban los libros. Tanto por la belleza de su peso y de su forma como porque su contenido le proporcionaba una forma de evadirse del pequeño piso de su madre en Walthamstow, con sus figurillas industriales de bailarines de ballet y sus guías de televisión.

Había dos ejemplares de Tess la de los d’Urbervilles: por ahí podía empezar. Uno lo había comprado en una vieja librería de segunda mano que olía a polvo y a sol, en una excursión solitaria a Oxford, un sábado, antes de conocer a Allen, y tenía la cubierta verde con letras doradas. El otro era una edición barata y sobada que al abrirse reveló su nombre y el de la facultad de magisterio donde había estudiado hacía veinte años. Al verlo, de repente se encontró de vuelta en la pequeña habitación de una residencia universitaria en compañía de Bruno, un estudiante alemán de intercambio a quien Debs permitió que le arrebatara la virginidad, tras una fiesta dada por un profesor de la facultad en la que el vino corrió en abundancia. Tardó dos días llenos de esperanza en comprender que Bruno nunca le pediría que saliera con él y que, de hecho, ni siquiera pensaba volver a hablar con ella.

Dejó el ejemplar en rústica en el montón de cosas para Oxfam.

Los Poplar no podían ganar. No podía perder a Allen. No podía.

Allen la había llamado para decirle que volvería antes a casa, para ver cómo estaba, así que empezó a preparar un sándwich. Atún con maíz, su favorito. Debs se había esforzado en conocer todos sus gustos. Nada de suavizante sintético en las camisas. «No quiero oler a flores en el despacho, cariño», había dicho, haciéndola reír inesperadamente. Una buena cerveza oscura, también. Y su crucigrama.

Cuando Allen abrió la puerta, Debs tardó un momento en entender que iba hablando con alguien.

Salió al vestíbulo y vio a un policía joven detrás de él.

—Cariño —dijo Allen al ver su cara bajo el efecto de un pánico repentino—, no pasa nada; este agente solo quiere hacerte unas cuantas preguntas sobre la pequeña de enfrente. No te alarmes.

—Ah, claro —murmuró Debs, guiándolos a la sala de estar.

Era joven: seguramente no había cumplido los treinta, pero se comportaba con un aplomo sorprendente.

—Ayer recibimos una llamada en la que nos informaron de que una niña de unos cinco años que iba con usted cayó en la calzada de Churchill Road delante de una bicicleta. Me preguntaba si podría explicarme lo que pasó. Según tengo entendido, usted es su profesora.

La insinuación subyacente quedó flotando en el aire.

—Agente, creo que la niña cayó en la calzada ella sola, seguramente a causa de sus problemas de coordinación —intervino Allen en tono tajante—. ¿Podemos empezar con la declaración, por favor? Mi mujer no desempeñaba su trabajo cuando ocurrió el accidente. Ayudaba a una vecina que tenía una emergencia médica. Lamenta mucho lo que ha pasado y no tiene nada que ocultar, pero como usted comprenderá, está muy afectada por el incidente.

Debs se quedó mirándolo. Era la primera vez que veía a Allen en este plan. Seguramente era así como conseguía que pusieran paradas de autobús en sitios incómodos, donde eran necesarias para la gente mayor.

—Muy bien —asintió el joven agente de policía—. ¿Podría explicarme con sus propias palabras qué sucedió?

—Sí —dijo Debs, intentando desesperadamente hallar las palabras—. Aunque para serle sincera, no sé muy bien lo que pasó. La niña iba caminando a mi lado y una bicicleta venía por detrás. De pronto ella se puso delante y cayó en la calzada.

El policía la observaba detenidamente, como si le examinara los lunares del rostro.

Debs bajó la mirada.

—¿Le vio la cara al ciclista?

—No… No estoy segura.

—¿Y usted llevaba a la niña de la mano? —preguntó.

—No lo recuerdo… No, creo que no —respondió Debs—. Iba bien, no hacía falta cogerla.

—Pero según su madre, le habían advertido que tenía que coger la mano de la niña por la calle.

¿Qué estaba diciendo? Debs miró a Allen meneando la cabeza.

—¿Ah, sí? Sé que su madre se preocupa por su salud y que todos los maestros le prestan una atención especial, pero no recuerdo que me hayan dicho que la llevara de la mano por la calle. —Sintió una opresión en el pecho y tuvo que removerse para librarse de ella.

—A veces se olvidan cosas.

El policía miraba sus apuntes.

—¿Su nombre de soltera es Deborah Jurdon, y vivía en Weir Close, Hackney?

Oh, no. Ya sabía lo que vendría a continuación.

—Sí —contestó débilmente.

—¿Estuvo usted involucrada en el ataque a una niña en la Queenstock Academy?

Debs bajó nuevamente la mirada. Sus manos temblaban de tal manera que apenas podía levantarlas para ajustarse las gafas.

Allen se levantó de un salto.

—Escuche, agente, esto no tiene absolutamente nada que ver con ese incidente —dijo con irritación—. Haga el favor de dejar tranquila a mi mujer; como usted puede ver, se encuentra bastante afectada.

«Corre un tupido velo —se dijo a sí misma—. Corre un tupido velo. Pero no pudo. Los velos volaron por los aires».

En un ataque de pánico, barbotó:

—En realidad, agente, ya que está aquí y me habla del incidente de Daisy Poplar, creo que su familia me está acosando. Allen, ya sé que no quieres que hable de ello, pero ayer por la tarde… En la bicicleta… Creo que era el chico de los Poplar: el hermano. Vino por detrás de mí en la calle e intentó asustarme. Por eso no recuerdo lo que pasó con la niña. Estaba asustada. Y creo que ahora me llaman todo el día por teléfono. Y… y… esta mañana alguien había llenado de piedras nuestro contenedor de reciclaje y me había dejado una pintada al suelo. Con tiza. Una pintada horrible.

Allen meneó la cabeza.

—Debs, no. Déjalo, cariño.

—Pero, Allen, es verdad. Escúchame. No quiero preocuparte con todo esto, pero está volviendo a pasar, Allen. Creo que me han encontrado…

Allen parecía nervioso. Incómodo.

—Cariño, por favor, no molestes a la policía con todo eso. Desde lo que ocurrió en esa escuela, lo ha pasado muy mal, con mucha ansiedad —dijo, volviéndose hacia el joven agente—. Ha tenido que ver a un psicoterapeuta.

Debs miró a su marido. ¿Cómo era capaz?

—No son imaginaciones mías, Allen —soltó—. Por favor, deja de decir eso. Si no me crees, ven y compruébalo tú mismo.

—Señora Ribwell —dijo el policía con aire reflexivo—, debo decirle que me parece poco probable que la familia Poplar la esté acosando. Según nuestro registro de notas, se han mudado a España después de toda la desagradable atención que recibieron por parte de la prensa. Ahora, según creo, la señora Poplar trabaja allí en un bar propiedad de su hermano.

Ella lo miraba furiosa. ¿Por qué nadie la creía?

—Entonces, ¿cómo explica usted esto? —soltó.

Salió de la habitación y se dirigió a la puerta principal. Allen y el agente de policía la siguieron. Cuando se disponía a abrir el contenedor de reciclaje, se dio cuenta de que algo había cambiado. Habían dejado la tapa bien puesta, no mal colocada como recordaba haberla dejado antes.

Allen y el policía miraron por encima de su hombro mientras ella levantaba la tapa.

Lo que apareció fue un espacio vacío, salpicado de manchas de polvo negro y trocitos de cartón. Debs señaló al interior del cubo.

—Las piedras estaban aquí; y las habían sacado de ahí —dijo, moviendo el dedo en dirección al jardín vecino. Pero en lugar de la tierra negra de antes, vio las rocas otra vez bien colocadas en su sitio.

Entonces supo, incluso antes de mirar, que la pintada también habría desaparecido, que habrían borrado el polvo verde oscuro de la tiza.

—Estaban aquí… —dijo—, creo.