—Aquí está.
Entro corriendo por la puerta, paso por delante de Suzy y llego hasta Rae, que se encuentra sentada en la sección de urgencias pediátricas del Northmore mirando una tele que hay colgada en la pared. He estado aquí tantas veces que ya me lo conozco: aire denso, fluorescentes que deslumbran, juguetes sobados extendidos por el suelo con olor a lejía. Un empleado limpiando vómitos.
—Mami —murmura, señalando hacia la televisión—. A Henry le han comprado esta película.
—Hola, cariño mío —digo tomando su cabeza entre mis manos y palpando cada centímetro de su cuerpo. Mentalmente empiezo a repasar la lista. Labios: rosados, aunque algo pálidos. Piel: pálida, demasiado, pero nada fuera de lo habitual. Ojos… correcto. Con un brillo extraño, de hecho. Respiración: normal—. ¿La han atendido? —le pregunto a Suzy, prescindiendo de las miradas de curiosidad de los demás padres de la sala de espera.
—Sí, cielo, le han mirado la pierna y han comprobado la presión sanguínea y el pulso. El cardiólogo vendrá en cuanto pueda.
—A ver la pierna, Rae —digo, apartando la sábana. Suzy ya le ha puesto una gran tirita de Winnie the Pooh. Rae levanta las manos y me deja ver la piel cubierta de arañazos ensangrentados.
La inocencia de la tirita infantil me irrita. En lo que se refiere a Rae, para mí no existen los rasguños.
—¿Cómo estás? —inquiero.
«Llévala de la mano —le dije a Suzy no hará ni veinticuatro horas—. Agárrala fuerte al cruzar la calle».
Rae retrocede un poco ante el insólito tono de mi voz. Levanta la vista hacia Suzy y luego hacia mí.
—¿Bien? —Rae tantea el terreno.
—¿No tienes problemas para respirar? ¿No te duele nada?
—¡No! —exclama con un deje de frustración en la voz—. La señora ya me ha preguntado todo eso.
Miro a Suzy, que esboza una mueca de compasión.
—¿Quieres que vaya a buscar a la enfermera?
Doy media vuelta. Suzy espera un momento.
—¿Quieres que vaya? —insiste.
—No.
Duda un poco y vuelve a intentarlo.
—¿Seguro?
—Ya hablaré con ella cuando esté preparada.
Por un momento se produce un silencio tenso. Rae nos mira, primero a mí y luego a Suzy. Empieza a sonreír, pero enseguida se pone nerviosa y cambia de expresión.
—Bueno, como quieras. —Suzy se encamina a la puerta—. Creo que voy a dejaros solas un momento.
Asiento aturdida y quiero rodear a Rae con el brazo. Pero antes de que me dé tiempo a hacerlo, Rae se levanta y, cojeando, se sienta al lado de un niño que lleva un parche en el ojo y se pone a mirar la televisión. Un niño de dos años pasa aporreando una pandereta. Cada golpe se me mete en la cabeza y me retumba.
—¿Rae? —la llamo suavemente.
Ella sigue mirando a la pantalla.
¿Cuántas veces le habré dicho a Suzy que Rae no coordina muy bien los movimientos?
Me muerdo el pulgar. Tendría que haberla llevado de la mano.
Con el rabillo del ojo veo que la puerta se abre otra vez y distingo el contorno de una persona alta que lleva dos tazas de café.
Suzy se queda parada un momento delante de mí. Como si probara la temperatura del agua, adelanta un pie junto a la silla de plástico contigua a la mía. Luego otro. Se sienta con precaución y me pasa un café. El olor áspero me revuelve el estómago. Deja el suyo en el suelo con la mano derecha y me acaricia suavemente el dedo meñique, que reposa sobre mi rodilla. Deja la mano sobre la mía y me mira.
—Suze —susurro, retirando la mano antes de poder contenerme—. Perdona, pero ¿qué ha pasado?
Vuelve a tomarme la mano y se inclina suavemente hacia mí.
—¿Cielo? —Su voz suena dolorida—. ¿Estás bien?
—Creía que habías entendido que Rae puede caerse. ¿No te lo he dicho cien veces? Lo siento, sé que me echabas una mano y que yo no estaba allí, pero…
—Lo sé.
—Entonces, ¿qué ha pasado?
—Bueno, ¿te acuerdas de que me has llamado desde el trabajo para que fuera a buscarla? Yo tenía que salir de casa a las seis menos diez, más o menos, para recogerla en el colegio. Bueno, he puesto a los gemelos en el carrito y cuando salía por la puerta, Peter se ha puesto a vomitar. No te lo he dicho cuando me has llamado, pero tenía fiebre y le había salido un sarpullido en el brazo. El caso es que se ha puesto a vomitar por todas partes. Ha dejado a Otto hecho un desastre, me ha manchado a mí. La verdad, tenía miedo de que estuviera muy enfermo, ¿sabes?, podría haber sido… —comprueba qué cara pongo antes de pronunciar la palabra—: meningitis.
Mi enfado remite un tanto.
—¿Por qué no me lo has dicho cuando te he llamado?
Suelta un profundo suspiro.
—Cielo, parecías tan nerviosa cuando te llamé ayer, que tenía miedo de volver a llamarte por si te interrumpía en un momento importante y te creaba problemas. No sabía qué hacer. Los gemelos estaban cubiertos de porquería. No podía salir de casa, de forma que he llamado al colegio. He hablado con la responsable de extraescolares (¿la señora Buck?) y le he dicho que iba a llegar veinte minutos tarde a recoger a Rae, como mínimo. Parecía irritada. Entonces he recordado que la vecina de al lado trabajaba allí, así que hemos quedado en que ella traería a Rae de vuelta, al acabar las clases de extraescolares, y que la dejaría conmigo hasta que tú llegaras.
Tardo un momento en caer en la cuenta de lo que me dice.
—¿O sea, que no estaba contigo cuando ha pasado?
No era culpa de Suzy.
Ella sacude la cabeza y me abraza. En mi cara se dibuja una sonrisa tonta y aturdida.
—No: oh, boba. ¿Eso creías? Oh, por Dios, cielo. Sabes el cuidado que tengo con ella. No me extraña que estuvieras enfadada. No: Rae estaba con ella. ¡Si supieras lo culpable que me siento por haberle pedido que trajera a Rae a casa! Ni siquiera me lo planteé: es su maestra, por el amor de Dios. Estaba preocupada por Peter, y en el teléfono parecías tan irritada que he tomado esa decisión.
—Pero ¿cómo ha pasado?
—La verdad es que no lo sé. Estaba cambiando a Peter y entonces he oído un ruido al otro extremo de la calle. No le he dado mucha importancia, pero enseguida me he acordado de que Rae estaba de camino a casa. Así que he corrido al portal y he visto a toda ese gente en la calle. He corrido hacia allí y me he dado cuenta de que Rae estaba en el suelo, y al lado había un adolescente con una bicicleta.
—¿Una bicicleta?
—Sí, intentaba levantarse: le gritaba algo a Debs, luego se ha levantado, se ha montado en la bici y se ha ido.
Hace una pausa y me mira.
—Suze. ¿Quieres decir que una bicicleta ha golpeado a Rae? —pregunto entre balbuceos.
—Sí…, bueno, no; no lo sé, Cal, tendrías que preguntárselo a la policía.
—¿La policía? —Los otros padres levantan la mirada ante mi exclamación.
—Cielo, intenta no perder la calma. Sí: alguien la ha avisado, me parece que una vecina de la calle ha creído que habían atropellado a Rae. Mira, en realidad no sé qué ha pasado exactamente, supongo que Rae ha dado un traspié en la acera y ha ido a caer en la calle justo cuando el chico doblaba la esquina. Seguramente no la golpeó. Lo más probable es que el chico perdiera el equilibrio al intentar esquivarla. No sé si la brecha se la ha hecho con la bicicleta o en el asfalto. Ella no lo sabía.
Cada detalle se me ilumina en la mente como con una luz estroboscópica, mientras intento hacerme a la idea.
—¿Se ha hecho un corte con la bicicleta?
—Sí, puede; pero, cielo, escucha: ya la han visitado y la han reconocido, y no parecen nada preocupados.
—¿Y el chico se ha ido?
—Creo que sí.
Miro a Rae. La ha atropellado una bicicleta. Y ha sido culpa mía. Suzy no se ha atrevido a llamarme porque yo me comporté como una arpía egoísta al teléfono, pidiéndole que fuera a recoger a mi hija cuando su hijo estaba enfermo, al mismo tiempo que hacía planes para distanciarme de ella. Me lo tengo merecido.
De repente me asalta un pensamiento. Me vuelvo hacia Suzy.
—¿Y ella? ¿Dónde está?
—¿Quién?
—Debs.
—No lo sé. —Suzy baja la mirada.
—¿Qué quieres decir?
—No, no lo sé, Cal. Estaba muy rara, la verdad. Miraba a Rae como si se hubiera quedado paralizada o algo así. No sé ni si nos ha seguido calle arriba. Yo estaba demasiado preocupada por la niña.
—Pero, Suze: ¿ya le has dicho que tenía que coger fuerte a Rae por la calle?
—Claro que se lo he dicho. Se lo he dicho expresamente cuando hemos quedado por teléfono; pero… pero lo siento. Me siento como si fuera culpa mía. No sabía qué hacer. Estaba preocupada por Peter, que no paraba de vomitar…
—No. No es culpa tuya. Es culpa mía por haberme retrasado y por ponerte en ese compromiso.
Suzy se me queda mirando y se muerde el labio.
—¿Qué? —pregunto al ver su gesto.
—Bueno, me alegro de oírlo, pero en cuanto te cuente lo que he de decirte seguro que empiezas a odiarme.
—¿Qué?
—Mmm… Tom.
—¿Qué quieres decir?
—Le he llamado.
—Oh, Suze. ¿Por qué?
—Lo sé. Lo siento. Es que ha habido ese momento en que no podía contactar contigo y me he puesto nerviosa. Y sé cómo os preocupáis los dos por Rae.
—Entonces, ¿él sabe lo que ha pasado?
Asiente con los labios apretados en un gesto de arrepentimiento.
La puerta de urgencias se abre con estrépito y la figura de un hombre corpulento llena el umbral. Por un momento pienso que es Tom, pero es imposible que pueda haber llegado tan deprisa desde Sri Lanka. Enfoco la vista. Es Jez.
Una sensación de incomodidad se apodera de mí. Ahí está Jez, con los gemelos durmiendo en el cochecito y Henry, con aspecto cansado, agarrado a él. Lleva un traje espléndido y se le ve totalmente fuera de lugar entre bebés que chillan y padres agotados que se han puesto lo primero que han pillado justo antes de salir corriendo para el hospital.
—Eh, nene —dice Suzy—. Eh, cielo.
—Quiero pipi —lloriquea Henry, que avanza y le estira del brazo.
—Pues vamos al lavabo, tontaina —dice Suzy, que se levanta y lleva a Henry a un baño que hay al fondo de la sala de espera.
Jez aparca el cochecito y se acerca a mí un poco incómodo, las cejas bajas, el labio vuelto hacia arriba, como intentando mostrar su pesar.
Me pica la curiosidad. Me había preguntando cómo reaccionaría Jez si una mujer entrara en crisis en su presencia. Si su rígido exterior se ablandaría y pasaría un brazo alrededor de ella, o no lo haría.
Me siento erguida e intento sonreír.
¿Qué hago?
Qué curioso. Siempre pasa lo mismo. Estoy actuando justo como él quiere que lo haga. Con corrección, conteniendo las emociones.
—¿Qué tal está? —dice mirando a Rae. Me pregunto qué estará pensando en este momento.
—Dicen que se encuentra bien. Esperamos a un especialista. —No añado nada más. ¿Cómo seguirá la conversación?
Jez carraspea.
—Mi padre conoce al director del hospital. Le pediré que hable con él.
—Gracias —le digo y levanto la vista al tiempo que Suzy y Henry salen del lavabo.
Jez sigue mi mirada. Es absurdo. Casi me entran ganas de reír. En lugar de abrazarme o hacer algo práctico, me ofrece uno de sus contactos.
—Siento mucho que hayáis tenido que salir tan tarde con los niños —digo. Y vuelvo a morderme la lengua. ¿A qué viene esto? ¿Por qué pido disculpas?
—Cal, ¿quieres que me quede contigo? —pregunta Suzy, que regresa llevando a Henry medio dormido. Las dos sabemos que lo dice solo por cumplir. Seguramente Jez no podría soportar tener que acostar a tres niños él solo.
—No, vete. De verdad, puede que nos toque pasar horas aquí.
—De acuerdo, te llamo luego.
Me abraza. Jez esboza una media sonrisa y desaparecen por la gran puerta blanca. Y se liberan de este sitio.
Odio este hospital. Todos los hospitales; odio estas absurdas sillas de plástico que te torturan la espalda, los olores, la sensación de estar sentenciada, el café con regusto a cloro.
Miro tristemente hacia la puerta y me pregunto cuántas veces habremos entrado aquí Tom y yo con Rae, a cualquier hora del día o de la noche, preocupados por la posibilidad de que cualquier pequeña tos o resuello significara algo malo. Este tenía que ser simplemente el sitio donde Rae iba a nacer, donde pasaríamos un par de días antes de volver a Tufnell Park y enfrentarnos al reto de ser padres por accidente.
De hecho, Rae era tan normal que nuestra única preocupación era aprender a hacer las cosas más simples con el bebé. Aprender a lavar los pequeños pliegues de sus rodillas y a limpiarle la boquita con trocitos de algodón.
¿Cuánto duró eso? ¿Dos semanas? Cuando la llevamos a un café cercano, desesperados por salir del piso de Tom en Tufnell Park, de repente a la luz del día reparamos en lo pálida y frágil que parecía y caímos en la cuenta de que hacía horas que no comía. En el café, una mujer que tenía tres niños nos dijo que fuéramos corriendo a urgencias.
«Es el corazón —diagnosticó el médico, sin tiempo para andarse con remilgos—. Tiene una constricción de aorta: un estrechamiento en la arteria».
Fue todo tan rápido que no sé en qué momento me enamoré de Rae. Todo lo que sentía era una necesidad primaria, irresistible, de mantenerla viva, combinada con momentos de pena por lo que quizá nunca llegaría a suceder. Tal vez yo no llegaría a ver si algún día ella conseguiría disciplinar los indómitos rizos que había heredado de mí, o mi hija no llegaría a sentarse junto a mí en su habitación cuando fuera adolescente, como yo hice con mi madre, para hablarme largamente de chicos mientras yo doblaba la ropa. No sé por qué, pero me apenaba especialmente que nunca llegara a conocer el sexo.
«La medicación no está dando resultado; tendremos que operar —dijo el médico—. Entraremos por la ingle y avanzaremos por la arteria femoral para introducir un tubito con un globo que luego hincharemos».
«De acuerdo», respondimos los dos maquinalmente. Ni él ni yo habíamos firmado una hipoteca, ni habíamos hecho testamento. Y de pronto nos hallábamos en la situación de tener que dar nuestro consentimiento a un cardiólogo.
«Aunque intervengamos, no será fácil —expuso con franqueza—. Tendrá que someterse a revisiones periódicas y habrá que realizar otra operación para arreglar la arteria antes de que empiece a ir a la escuela».
«¿Alguna buena noticia?», preguntó Tom con un nudo en la garganta.
Recuerdo que cerré los ojos y, por un momento, deseé que nada de todo eso hubiera sucedido; deseé estar sentada en mi viejo piso de Islington viendo la tele y decidiendo si salía con Sophie a tomar algo en el pub; no haber conocido a Tom.
Entonces abrí los ojos y vi cómo miraba Tom a Rae, que estaba en la incubadora, con un tubo en la nariz; la criatura milagrosa que él creía que nunca podría engendrar. El latido de su corazón se oía en la habitación de hospital, no con aquel batir profundo de mi sueño, sino con un pitido leve y frágil. Avancé y abracé a Tom con fuerza.
Finalmente, dos horas más tarde se presentó el doctor Khatam y se dispuso a examinar a Rae. Al cabo de los años he aprendido a interpretar el lenguaje corporal de este médico: la manera en que se tensan sus mejillas, justo debajo de los ojos, cuando ha de comunicar malas noticias, como la primera vez que lo vimos; o el frufrú de su bata cuando se acerca a toda prisa porque solo tiene tiempo de soltar la información importante, no de tranquilizar a nadie. Pero hoy la bata pende suavemente alrededor de sus rodillas. Se aparta un paso de Rae y me dedica una extraña sonrisa, enseñando sus dientecillos de niño detrás del bigote espeso. Es una visión tan inesperada que he de obligarme a apartar la mirada de esos dientes.
—Parece que está bien —dice—. Por si acaso, le haremos un electro y una resonancia y podrá irse a casa.
Al mirarlo descubro la contracción involuntaria de su rostro. El doctor Khatam y yo nos conocemos desde hace tiempo. Sabe qué pasará ahora.
—Mmm. Es que me preocupa que…
Pone cara de fastidio. «Ya estamos», dice su gesto. El doctor Khatam ha de dedicar mucho tiempo a tranquilizar a padres de niños que padecen una constricción aórtica y asegurarles que, en la mayoría de los casos, la criatura podrá llevar una vida normal.
Asiente.
—Mire, ¿por qué no esperamos al resultado de los escáneres?
—Pero… —empiezo. Odio esto; odio que la angustia me supere, perder el control—. Perdone. ¿Podríamos quedarnos? ¿Hasta mañana, por si acaso? Es que me da tanto miedo que…
Por un momento se queda callado, luego me palmea el hombro suavemente.
—Vamos a buscarle una cama.
Asiento avergonzada, reprimiendo el impulso de abrazarlo.
Rae está tan soñolienta después de las exploraciones que enseguida se queda dormida en la habitación que le han encontrado las enfermeras en la sección de pediatría. Resopla con fuerza en su almohada, mientras yo, tendida en la cama auxiliar, le acaricio la mejilla con un dedo. El radiador está encendido a pesar de la calidez de la noche. Podría parecer una habitación de hotel. Una habitación de hotel pequeña y acogedora. Si no fuera por los tubos y las mascarillas que cuelgan de la pared, a punto para la próxima urgencia; el llanto arrebatador de dos bebés más abajo del pasillo; una televisión atronadora en la habitación de enfrente, donde veo a una mamá llorosa, ya acostada, con aspecto de necesitar ayuda.
Entra una enfermera con una manta.
—Hola —susurra saludando con la mano alegremente—. ¿Cómo está la niña? ¿Se acuerda de mí? Soy Kaye.
Asiento y sonrío. Intento parecer contenta de ver una cara conocida. No es que no agradezca todo el esfuerzo que hicieron las enfermeras cuando la operación de Rae para subirnos el ánimo a Rae, a Tom y a mí, pero me molesta volver a tratar con ella, estar familiarizada con su nombre y con su cara. Ahora pertenecemos al mundo exterior.
—¿Cómo le va? —dice amablemente, tocándome el hombro.
Muevo la cabeza. De repente, me abruma el cansancio. Siento un escalofrío.
—¿Ha venido su marido? —pregunta mirando a su alrededor en la habitación. Tom caía bien a las enfermeras porque siempre recordaba sus nombres y las trataba con agradecimiento y delicadeza.
—No estamos casados.
—Oh, querida, pues será mejor que le eche el lazo antes de que lo intente cualquiera de nosotras.
Sé que solo pretende hacerme sonreír, pero es un alivio cuando sale de la habitación y desaparece por el pasillo para ir a buscarnos agua.
Miro a Rae un momento y, sin hacer ruido, me levanto y salgo de la habitación. No lo soporto más. Me deslizo hasta el mostrador de enfermería y pido que me dejen un teléfono.
Para demorar el momento de hacer lo que tanto miedo me da hacer, contemplo por un instante la posibilidad de llamar a papá, aunque luego decido no hacerlo: solo conseguiría asustarlo y que se ofreciera a venir, y eso no estaría bien. Como sabe todo el que se ha criado en la región de Lincolnshire, bajo los campos no hay una base de roca; si papá no recolecta las patatas esta semana, la tierra podría empaparse tanto por estas lluvias de principio de verano que el tractor se hundiría en ella.
En lugar de eso, tengo que dejarle un mensaje a Tom, decirle que no vuelva, que Rae se encuentra bien. Solo faltaría que Tom regresara y se pusiera a regañarme.
Y, por último, la llamada que he estado posponiendo.
—Guy —digo cuando salta el contestador del móvil—. Espero que recibas este mensaje hoy. Soy Callie. Lo siento mucho, pero mi hija ha sufrido un accidente. Creo que está bien, pero mañana no podré ir a trabajar. Con suerte, estaré a punto para volver el viernes. En cualquier caso, te llamo mañana para confirmártelo. —Hago una pausa—. Esto…, Guy, sé que supone un problema, pero te ruego que tengas paciencia conmigo. Intentaré buscar la manera de recuperar las horas durante el fin de semana. Y, por favor, discúlpame ante Loll. De verdad que tengo muchas ganas de hacer esta película. Esta semana ha sido maravillosa. Así que…
¿Así que qué? Como no quiero ponerme a suplicar, decido interrumpir el mensaje.
Regreso a la habitación de Rae y me tiendo en mi cama sin hacer ruido. Por mi cabeza pasa la imagen de la cara que pondrán Tom y Guy cuando oigan mis mensajes. Gimo.
Cuando ya casi lo había conseguido… Y ahora todo se ha echado a perder.
¿Cómo es posible que esa Debs ni siquiera se haya dignado llamar?