19
Debs

Tenía una hora para quitarse la ropa de trabajo y hacer la cena para Allen. Daba vueltas por la cocina, concentrándose, luchando con los malos pensamientos. Dejarlos guardados en una caja, habría dicho su terapeuta. Pon los malos pensamientos en una caja y luego imagina que cierras el pestillo y los dejas allí metidos. Luego llena tu mente con otros pensamientos, distintos, inofensivos.

Por ejemplo, el horno nuevo. El horno nuevo parecía muy caliente para estar a solo ciento ochenta grados. La fuente del cordero parecía reseca y humeante. Pinchó las patatas con un tenedor: todavía duras. Sacó leche del frigorífico, la echó en la cazuela y volvió a ponerla al fuego. Revuélvelo bien, pensó. Allen no soporta los grumos. Revuélvelo bien. Más, más. No deben quedar grumos.

Cuando diez minutos más tarde oyó el ruido seco de una llave en la cerradura, las patatas habían quedado batidas en un puré aguado.

Allen entró con su maletín y lo dejó en el suelo.

—Hola —gritó, tratando de evitar que le temblara la voz—. La cena está casi lista.

—De acuerdo, cariño.

Debs puso los cubiertos en la mesa y entró en el vestíbulo.

—Deja que te ayude. —Debs le quitó el abrigo de los hombros.

—Gracias —dijo él, inclinándose para que su mujer le besara la mejilla. Ella quería llevar la mano a la mejilla de Allen y acariciarla, pero esos momentos de intimidad le resultaban cada vez más difíciles ahora, porque temía su reacción. En el último momento perdió el aplomo y aprovechó el movimiento de la mano para quitarle algo invisible de la solapa. Él le acarició el brazo en señal de agradecimiento.

—¿Qué hay para cenar?

—Estofado.

—Espléndido.

Allen subió al piso de arriba para ponerse los pantalones y la camisa de estar por casa, que ella le había dejado preparados sobre la cama; mientras tanto, Debs tuvo tiempo de llevar la cena a la mesa. Concéntrate, pensaba, mientras apilaba el estofado. No dejes que tu mente se escape. Mete lo malo en una caja. El problema era que algo presionaba desde el interior de la caja para abrir el cerrojo.

No cedas; tú empuja, empuja fuerte, pensaba. Echa bien el cerrojo.

Allen regresó a la habitación y dejó el periódico a un lado, para más tarde.

—¿Qué tal ha ido el día? —preguntó mientras servía los platos. El puré de patatas se deslizó por la salsa y se esfumó en una masa de color marronáceo.

—Pues bastante bien —contestó Allen con aspecto satisfecho—. Parece que la idea de la parada de autobús saldrá adelante.

—Oh, felicidades, cariño.

Allen sonrió y se dispuso a cenar con un suspiro de satisfacción.

—Mmm, magnífico.

Debs se sentó y lo miró mientras él cogía los cubiertos, sin tocar todavía los suyos. Quería verlo disfrutar de la comida que le había preparado. Por un momento Debs se permitió fantasear, imaginar que volvía a ser la noche antes. Que ya casi habían terminado la cena y que le esperaba una noche junto a él en el sofá viendo Coronation Street primero y luego las noticias de las diez; que Allen haría su crucigrama y ella le ayudaría con las últimas palabras. Fantaseaba porque nada de todo eso ocurriría esa noche.

—¿Y cómo te ha ido a ti? —preguntó él finalmente.

Ella bajó la vista hacia la mesa.

—Me temo que no muy bien, cariño. Ha pasado algo horrible.

Allen la miró con aire de preocupación, masticando el mismo trozo de carne una y otra vez.