17
Suzy

¿Qué demonios estaba haciendo Jez? Suzy estaba trajinando en la cocina, cerrando puertas de armarios y poniendo el lavavajillas.

Era increíble: casi las siete y media de la tarde y Jez aún no había salido del despacho, donde se había recluido después del desayuno, con la puerta bien cerrada. De vuelta de una excursión de compras de cuatro horas a Brent Cross, Suzy había subido las escaleras y se había puesto a escuchar detrás de la puerta, pero no oyó nada. Ningún rumor de su voz al teléfono, o de la música que a veces sonaba al anochecer, o de las pulsaciones de sus dedos sobre el teclado; solo silencio.

Cogió un paño y lo pasó sobre las superficies de la cocina; ya las había limpiado dos veces ese mismo día: una vez después del desayuno y otra después del almuerzo. A los rastros de leche y cereales siguieron los de sopa de verduras y migas de pan; ahora tocaba recoger los restos de patatas hervidas y brécol, que empujó hasta su mano. A las seis en punto, mientras los niños se peleaban, cantaban y chillaban, había subido para preguntar a Jez cuándo quería comer, con la esperanza de que él la ayudara a acostar a los niños. «Más tarde —contestó—, deja la comida en el horno». Desde entonces había pasado una hora y media. Por la mañana, Jez había farfullado algo de que tenía que trabajar en una presentación para el jueves en Birmingham; ella tendría que hacerse cargo de los niños.

Suzy no veía el momento de irrumpir en el despacho y preguntar a Jez qué había querido decir con lo del colegio de Henry, pero sabía instintivamente que eso sería un motivo más de distanciamiento.

No. Tenía que ser paciente. Esperar a que cambiara de humor. Cuando llamó a Vondra desde Brent Cross, por la mañana, esta le había prometido que seguiría la pista de Michael Roachley tan pronto como le fuera posible. Mientras tanto, podía intentar otras cosas.

Echó los restos de patata y brécol al cubo de basura, enjuagó el paño, se dirigió a la sala de estar y entornó la puerta.

Después de cerciorarse de que Jez no bajaba por la escalera, fue hacia el sofá blanco; con cuidado, para no rayar las tablas del piso, desplazó un poco el mueble: en el rincón apareció una bolsa de color verde oscuro. Se inclinó sobre el sofá y la sacó, satisfecha al notar su peso.

—Muy bien —murmuró, sentándose y abriendo la bolsa.

Después de volver a comprobar que no había movimiento en la escalera, volcó el contenido. Una colección de frascos y tubos de maquillaje exclusivo (muchos de ellos todavía tenían la etiqueta del precio) se desparramó por el suelo. Una base de maquillaje de cincuenta y tres libras salió rodando y Suzy la paró con el pie, junto a una crema hidratante de setenta y siete libras.

Recogió las barras relucientes y las cazoletas de brillo metálico. Agarró todo lo que podía llevar, se levantó y fue hacia el espejo de encima de la chimenea. Se retiró el pelo de la cara con una diadema rosa y se limpió el cutis con una toallita extraída de un paquete recién comprado. Luego, con la punta de los dedos, recién pasados por la manicura, se aplicó la crema hidratante, suave y untuosa. Ahora tocaba el maquillaje. Ah, sabía muy bien cómo aplicarlo. Eso era algo que no se olvidaba. Marianne, una chica del trabajo, allá en Denver, le había enseñado. Luego conoció a Jez, que le dijo que no le hacía falta. Pues bien, quizás había llegado el momento de recuperar viejas costumbres.

Se extendió cuidadosamente la base, que disipaba sus pecas pálidas. Le vino a la cabeza la imagen de Sasha, con su maquillaje de ojos ahumados y cara pálida. Tomó un lápiz de ojos marrón claro y fue recubriendo sus pálidas cejas, apretando más hacia el borde, para dejar el contorno bien definido. Luego, en pasadas profundas, llegó el turno de la sombra de ojos, con un lustre plateado y azul. A continuación cogió del suelo una cajita de plástico. Dentro se disponían dos filas de pestañas. Con la habilidad que proporciona la experiencia, distribuyó el adhesivo y se las fijó a los párpados. Finalmente, tras aplicar un lápiz de ojos azul marino y un par de capas de rímel, se echó un poco hacia atrás para comprobar el efecto.

Ella misma se sorprendió de la transformación. Tras las abundantes pestañas, sus ojos azul turquesa fulguraban. Se puso un poco de colorete en las mejillas y se pintó los labios de un tono pálido.

Se irguió, echó los hombros hacia atrás, estiró el cuello y esbozó una pequeña mueca. En un impulso se desabrochó algunos botones de la camisa a cuadros y se la bajó por los hombros, de forma que quedó colgando de la cintura, sujeta a los tejanos, y dejó al descubierto un négligé de seda rosa que se había comprado esa misma tarde y que se había probado en el cuarto de baño.

Era lo que él quería y se lo daría.

—¿Suze?

La llamada la pilló por sorpresa.

—Maldita sea —musitó.

Alarmada, intentó volver a meter a toda prisa parte del maquillaje de encima de la chimenea en la bolsa verde. En ese momento no le beneficiaría en nada que Jez descubriera el precio de su excursión a Brent Cross. Se le había ido la mano. ¡El día se le había hecho tan largo sin Callie!

Cuando arrastraba todas las cosas a la bolsa, un frasco abierto de maquillaje plateado cayó sobre la cortina blanca, espolvoreándola de polvo reluciente. Se arrodilló para recuperar el envase.

—¿Estás ahí? —dijo Jez, abriendo la puerta de repente.

Ella apareció a la vista, con la bolsa verde apretada contra el estómago, vuelta de espaldas a Jez y con la camisa colgando de la cintura.

Sentía los ojos de su marido perforándola, preguntándose qué demonios hacía.

—La cena está en el horno, cariño —dijo con jovialidad—. Ahora voy: es que se me ha caído una aguja en la moqueta.

—De acuerdo, no te preocupes, ya voy yo: hoy me acostaré tarde —dijo alejándose.

Tarde.

Suzy se quedó donde estaba sacudiendo levemente la cabeza. Se levantó con un suspiro y caminó hasta la pared. Volvió a meter la bolsa verde detrás del sofá y se sentó sobre los cojines rígidos. Volvió a ponerse la camisa sobre los hombros y esperó a oír el ruido de la puerta del horno, a que el entrechocar de cubiertos en el cajón diera paso al golpeteo pesado de los pasos de Jez sobre los peldaños de vuelta al despacho y el ruido de la puerta al volver a cerrarse.

Se abrochó los botones, abrió la puerta de la sala de estar y se deslizó suavemente escaleras arriba siguiendo la estela de Jez. Cuando llegó arriba, se sentó en el sitio habitual en el espacio y el silencio, y agarró las puntas de las pestañas postizas: tirón. Tiró de ellas tan bruscamente que se rompieron sobre sus párpados.

Suzy lanzó un gemido y se acarició la superficie irritada de la piel.

Eso ayudaba, pero no era suficiente.

Así que deslizó una mano por debajo de la manga de la camisa, donde no se veía, y hundió sus uñas con la manicura recién hecha en la carne del brazo. Las mantuvo clavadas, como garfios.