16
Callie

Maldito metro.

Llego tarde a mi segundo día en el trabajo.

Hoy sí hay una avería, esta vez en King’s Cross. Dejo la línea Victoria y corro hacia la Piccadilly. Miro el reloj. Es desastroso. En la línea Piccadilly tengo cinco paradas, en lugar de tres, y además tendré que bajarme en Piccadilly Circus, que está cinco minutos más lejos del estudio. Para colmo de males, en King’s Cross todo el mundo tiene el mismo plan, y me veo obligada a meterme a presión en un vagón lleno hasta los topes, donde solo encuentro espacio junto a la ventana abierta de la puerta entre vagones. En cuanto el convoy se pone en marcha, empieza a soplar una ráfaga de aire que me empuja el pelo hacia delante dándome el aspecto de un lebrel afgano, para diversión de dos chiquillos que tengo delante.

Cierro los párpados para evitar que el pelo se me meta en los ojos y pienso en Rae.

Llego tarde por su culpa.

—No quiero ir a extraescolares —ha dicho, levantando el mentón con aire desafiante, cuando la he despertado a las siete y media.

Me he quedado mirándola. ¿A qué viene eso?

—Bueno —he balbuceado—. Tienes que ir, Rae. Hoy trabajo.

—No es justo —ha gritado de repente—. Te odio. No pienso levantarme.

Me he quedado tan sorprendida que he tenido que ir a la cocina y hacer los sándwiches para el trabajo. Cuando por fin he conseguido que se levantara tentándola con unas tortitas, ha anunciado que la falda del uniforme, de repente, le aprieta. Luego se ha negado a comer las tortitas y ha decidido que quería gachas de avena. Pero el plato fuerte me lo reservaba para el final. Cuando por fin he conseguido que se metiera en el cuarto de baño para lavarse los dientes, «sin querer» se le ha caído la muñeca de trapo con la cabeza y los brazos de plástico en el retrete y ha tirado de la cadena antes de que yo tuviera tiempo de hacer nada.

—¿Qué haces, Rae? —he gritado mientras el nivel del agua del inodoro subía y se negaba a desaguar.

De la muñeca solo asomaba un dedo rosa, pertinentemente fuera de mi alcance.

Rae se ha encogido de hombros. Yo estaba tan irritada y desconcertada que la he llevado al colegio sin decir ni una palabra, y la he dejado en manos de su profesora, la señora Aldon, intentando no sentirme dolida cuando Rae se ha negado a darme un beso de despedida.

Así que ahora llego tarde al trabajo y estoy preocupada por mi hija. Me he olvidado de decirle a la señora Aldon que Rae no quiere ir a las clases extraescolares y no tengo ni idea de cómo encontraré a un lampista que me arregle el inodoro.

Me bajo en Piccadilly Circus y atajo por las calles de detrás de Regent Street, en el Soho, para evitar a los turistas. Atravieso los sex shops y los tenderetes, esperando que luego sea capaz de recordar el camino hacia Wardour Street.

—¡Vamos, Cal! —me apremia Guy desde su despacho acristalado cuando entro corriendo en Rocket con el pelo revuelto tras el tratamiento al que lo he sometido en el metro y encrespado por la lluvia de la mañana—. Lleva diez minutos esperando. —Los cálidos ojos castaños de Guy se han oscurecido peligrosamente.

Aunque he estado cinco años apartada del trabajo, me conozco el percal. En cualquier estudio de sonido del Soho, el cliente es el rey. Y presentarse diez minutos tarde a una reunión con el rey es simplemente no mostrarle el debido respeto.

—Lo siento, lo siento —susurro mientras entro a toda prisa en el despacho de Guy y busco un colgador donde dejar el abrigo.

—Aquí —dice Megan, que entra y me coge la prenda de las manos—. ¿Café?

Asiento con gratitud.

—Perfecto, empecemos —refunfuña Guy.

Me lleva a la sala de clientes, amueblada con unos lujosos asientos de cine y una enorme pantalla de plasma que suele mostrar alguno de los encargos más prestigiosos realizados recientemente por el estudio: en este caso, el anuncio de un coche japonés.

Parker se levanta cuando entro y, para mi gran alivio, me dirige una sonrisa radiante. Lo reconozco por un programa de arte de la BBC. Es alto y delgado, con la piel color café, unos sorprendentes ojos azul oscuro y el pelo a lo afro peinado en finas trenzas. Lleva un elegante traje de raya diplomática y una camisa blanca con el cuello abierto.

—Encantado de conocerte —dice, con un suave acento escandinavo—. He oído hablar muy bien de ti.

Me falta poco para soltar una carcajada. La idea de que Loll Parker haya oído hablar de mí me resulta sumamente graciosa. Está claro que solo lo dice por amabilidad.

Guy me dirige una mirada. «Tienes suerte, es un buen tío», parece decirme.

Convenientemente aleccionada, me siento.

—Bien —dice—. ¿Qué, empezamos?

Parker asiente y Guy apaga las luces. En la pantalla de plasma empieza a reproducirse una película, sin más sonido que las voces de los actores.

El corto de Parker tienen una duración de diez minutos, arranca en un lago remoto de Suecia, rodeado de bosques de coníferas. En la orilla desierta hay una cabaña solitaria. Empieza la historia. La cabaña pertenece a un abogado de Estocolmo retirado y con exceso de peso, que va allí todos los fines de semana, se cocina un opíparo desayuno de queso y arenques, se sienta en el porche de la cabaña a contemplar las apacibles aguas del lago con su sombrero de paja y su periódico, y suspira satisfecho.

Pero ese fin de semana en concreto lo despierta un estrépito. Se asoma y ve a un tipo gigantesco echando los cimientos de una cabaña justo delante de la suya.

—¿Quién eres? —vocifera el abogado desde el balcón.

—Tu hermano pequeño —retruena a su vez el matón.

En efecto, se trata de su hermano, que ha pasado más de treinta años en prisión por asesinato y que ha heredado los mismos derechos que el abogado sobre las tierras junto al lago.

—Siempre fuiste el favorito de papá —ruge el matón—. Por su culpa caí en las drogas y en el crimen.

—Pero me robas la vista —protesta el hermano mayor, consciente de la amenaza de su hermano.

—Durante treinta años no he disfrutado de ninguna vista. Ahora me toca a mí —suelta el otro.

La película sigue al hermano menor mientras va serrando, martilleando y construyendo su cabaña, robando a cada instante la tranquilidad del mayor, y acaba mostrando la evolución del abogado, que recupera su aire bravucón y planta una silla en el tejado. En la escena final el matón erige un asiento todavía más alto en su tejado.

Guy y yo aplaudimos al terminar el filme. Parker está radiante.

—Exploro algunas ideas relacionadas con las migraciones en el planeta —explica con su leve deje escandinavo—. ¿Sabéis?, actualmente doscientos millones de personas en el mundo no viven en su país de origen. Al mismo tiempo, más personas que nunca hemos decidido instalarnos en ciudades, apiñándonos, en busca de una identidad cultural y de espacio.

Lo miro fascinada. Parker no debe de ser mayor que yo. Pero mientras que yo me he pasado cinco años en casa, él ha estado haciendo esto. Desarrollando ideas, aprendiendo cosas, en contacto con el mundo.

Las posibilidades se agolpan. Los médicos insisten en que Rae se encuentra bien, que tendrá una vida normal, solo que con algunos peligros añadidos. Si de verdad esa es la situación, por fin las dos podremos empezar a vivir un poco. Si realmente puedo permitirme creerlo: bueno, cuántas cosas podría conseguir…

Es una película artística, visualmente sensacional. Parker expone sus requisitos sobre el sonido: quiere que capture la paz, el silencio, del lago y del bosque, y que esa paz contraste con los ruidos de la construcción de la forma más violenta posible.

El reto, me doy cuenta, es tremendo. Apabullante. Crear la banda sonora del silencio. Mis oídos ya han empezado a mezclar sonidos: las alas de los gorriones sobre la corriente, la brisa en el carrizo, insectos que se arrastran por el subsuelo. Siento la emoción por primera vez en años, que recuerde; pero mientras el cliente me dirige una amplia y confiada sonrisa, también me siento como una impostora: espera de mí algo que no estoy segura de poder ofrecer todavía.

Parker se va a ver a su agente y me deja dedicada a lo mío; trabajo en un par de ideas y procuro no bajar la guardia ni siquiera cuando mi estómago se resiente a consecuencia de los nervios y tengo que reprimir el impulso de echarme a la calle de golpe y bajar por Wardour Street. Solamente cuando voy al baño me acuerdo del inodoro estropeado en casa, y me las arreglo para llamar al casero, pedirle el teléfono de un fontanero y concertar una visita con la mujer del operario para alguna hora del jueves; todo esto susurrando dentro del cubículo del retrete. Me da la impresión de que a Guy no le gustaría que los dramas domésticos interfirieran en nuestra jornada laboral. Al salir del lavabo, apago el móvil por si acaso el fontanero decide llamarme para confirmar en persona la hora de la cita y vuelvo a la tarea.

—¿Preparada para nosotros? —pregunta Guy asomándose a la puerta poco antes de la hora de comer.

—Pues… —contesto, con el corazón desbocado—, creo que sí.

Él y Parker entran y toman asiento en las butacas de cine. Me acerco con calma, asegurándome de no hacer ninguna tontería, repasando la secuencia en mi cabeza. Pero cuando estoy a punto de pulsar el play, entra Megan con el teléfono inalámbrico.

—Callie, una tal Suzy al teléfono.

Guy me mira: ¿tienes que cogerlo?

—Mmm… —¿Qué hago?—. ¿Os importa? Quizás sea urgente.

—Venga, pues —replica con cara de palo.

—Lo siento.

¿Cómo habrá conseguido Suzy este número? Estoy segura de no habérselo dado, precisamente por esto.

—Suze…, ¿pasa algo? —digo volviendo la cabeza para aislarme de ellos en lo posible.

—Hola, guapísima —dice—. Todo en orden. Llamaba solo para hablar; en tu móvil salta el contestador directamente.

¿Hablar? Miro a Guy. Está bromeando con el nominado al premio Turner, Loll Parker, mientras este tamborilea sobre la mesa.

—Sí, bueno… esto…

—Siento haber estado un poco rara anoche: me preocupaban Jez y Henry. Quería saber cómo se encontraba Rae esta mañana.

Me quedo mirando la moqueta.

—Te lo agradezco, pero en estos momentos tengo una reunión…

—¿No puedes hablar?

—Es una reunión importante.

—Oh, de acuerdo. Ya te dejo. Pero escucha, antes tengo que contarte una cosa. Esta mañana… ¿Sabes que Rae y Henry hacen ese montaje de historia? Fue de lo más gracioso. Henry me dijo que tenía que vestirse como un «faisano». —Se echa a reír.

Yo no digo nada, solo esbozo una sonrisa boba y asiento, bajo la mirada de Guy. ¿Qué hace?

—¡Se refería a un paisano!

—Entiendo —digo—, muy bueno. Oye, tengo que dejarte, perdona. Te llamo más tarde. Hasta luego.

—Vale, guapa, hasta luego…

Corto la comunicación apretando bien la tecla off.

Evitando la mirada de Guy, regreso para volver otra vez con la banda sonora.

—¿Algún problema? —pregunta Guy.

Pues sí, la verdad.

—No, no pasa nada. En fin, lo que he intentado es…

A Loll Parker le gustan mis ideas para el concepto de quietud. Cruzo una mirada con Guy, que me hace un guiño.

—Bien. Venga, que es hora de comer. Será mejor que vayamos saliendo —dice consultando el reloj de la pared—: tenemos mesa para la una y media.

Suelto un suspiro silencioso de alivio y me ocupo en mi escritorio mientras ellos se levantan y empiezan a desfilar. Con media hora para sentarme y recuperar la calma me valdría.

Guy se detiene en la puerta.

—¿Cal? ¿Estás lista? —me pregunta.

Parker sujeta la puerta a la espera.

—Para… —digo tímidamente.

—¿Comer?

—Ah, yo también voy, ¿no?

La mirada de Guy es sutil, pero admonitoria. «Estamos en público: tranquilízate», dice.

—Te esperamos en recepción —suelta Guy, indicando a Parker que pase delante.

—Mierda.

Saco un pintalabios del bolso, me lo aplico rápidamente guiándome por el reflejo de la pantalla del ordenador y luego froto los labios para obtener un tono más o menos regular. Me echo hacia atrás la cabellera de lebrel afgano y corro hacia la zona de recepción a reunirme con ellos. Guy ya está abriendo la puerta e invitando a Parker a salir a Wardour Street.

—¿Sabes adónde vamos? —susurro a Megan mientras hurgo en mi bolso desesperadamente para ver si llevo suficiente para un sándwich.

—Ese chef de la tele acaba de abrir un restaurante en Wardour Street, creo —dice poniéndose el pintalabios con una polvera pequeña.

¡Una polvera! Claro, Megan usa una polvera.

—¿Ah, sí…? —Palidezco mientras echo un vistazo desesperado a la tarjeta de débito agotada.

—Callie: paga Guy. Es un almuerzo de trabajo.

—¿Ah, sí? —digo alzando la voz más de lo que pretendía. Claro que sí.

Megan suelta una risilla de cascabel.

—Siempre me haces reír —comenta—. Tendrías que salir una noche con nosotros.

—Ah —digo desconcertada—, estaría muy bien.

—Hay una fiesta de inauguración el jueves en la Universal: mi compañera de piso trabaja ahí. Iremos unos cuantos, ¿por qué no te apuntas?

—¿De verdad? —Mi mente empieza a dar vueltas. ¿Qué haría con Rae? Tendría que pedirle a Suzy…

—¿Cal? —grita Guy asomando la cabeza por la puerta.

—Vamos: ya sabes cómo es Guy —dice Megan con aire burlón, mientras me apresuro hacia la salida.

No se equivoca. Sé cómo es Guy. Lo recuerdo a cada momento. Te exige, te aprieta, te obliga a pensar rápido y estar siempre alerta. Te anima a hacer cosas de las que jamás te habrías creído capaz. Estimulante.

Guy y Parker ya van seis metros por delante, absortos en la conversación. Los sigo al trote con mis sandalias recién compradas. Oigo la voz de Guy que resuena incluso a esa distancia, mientras camina seguro entre mensajeros en bicicleta y mesas de terraza pasando ante las empresas de publicidad, música y cine. Lo miro. En estas calles del Soho, donde se hacen los negocios, se encuentra como pez en el agua. En su elemento.

El restaurante está a solo dos minutos de Rocket. Mientras Guy y Parker se paran a la puerta a esperarme, veo a dos mujeres de unos sesenta años que pasan por delante de una fachada de madera y cristal donde pone «fusión asiática» y levantan la mirada. A juzgar por los vestidos en tonos pastel, las bufandas a juego y el peinado reciente de peluquería, es evidente que están pasando un día en Londres para ver alguna exposición, hacer algunas compras y asistir a un musical, como hacían mamá y tía Jean una vez al año.

Cuando van a cruzarse conmigo, una de ellas cuchichea en voz alta hacia la otra.

—¿Quién? —dice la más alta con excitación.

—Aquella exposición que vimos en la Tate.

—Oooh —contesta la más alta, volviendo la vista atrás—. Sí. Tienes razón. ¿Parker, o algo así? ¿Loll Parker, quizás?

Estoy tan sorprendida que termino cruzando la mirada con ellas sin querer. Se dan cuenta de que las han oído.

—Loll Parker —me susurra una de ellas como si conspirara, disimulando un gesto teatral de la mano y un movimiento de los ojos indicando al restaurante.

—Ah —asiento, antes de seguir mi camino.

—¿Vamos, Cal? —dice Guy gritando mientras llego a la puerta.

En el reflejo de la ventana veo que las dos señoras vuelven la cabeza y me miran. Advierto que Parker me pone delicadamente la mano en la espalda y me conduce a través de la puerta mientras Guy la sujeta. Las señoras dan media vuelta con los ojos como platos y se llevan la mano a la boca, avergonzadas. Si se parecen aunque solo sea mínimamente a mamá y tía Jean, sé que en el tren de vuelta empezarán a reírse a carcajadas, un poco histéricas, y se repetirán la historia una y otra vez.

Me dan ganas de decirles: «No, tranquilas, en serio; esta situación es tan insólita para mí como para vosotras».

Pero me doy cuenta de que me ven como yo veo a Guy: una persona que se siente en su ambiente.

En total, el almuerzo dura un par de horas, durante las cuales Parker nos habla de su infancia en Estocolmo, con una madre sueca y un padre nigeriano, y de la sensación de desarraigo que experimentó cuando se mudaron a Lagos y luego volvieron.

—Bueno, a lo mejor suena un poco aventurado —me arriesgo a decir después de vaciar la segunda botella de vino. Siento que Guy me taladra con la mirada. Cuidado, dicen sus ojos—. Bueno, me parece que pretendes mostrar la idea de un ambiente que cambia y se transmuta.

Parker me mira atentamente. Me escucha, lo percibo. Me toma en serio.

—Así que… —prosigo, rezando para que Guy se ponga de mi parte— ya sé que quieres usar el sonido real de la construcción, pero ¿y si en lugar de eso utilizamos sonidos de la naturaleza? Sonidos que extraeríamos del fragmento de «silencio», mezclados y distorsionados de forma que se cree una alteración de la armonía. Para la sierra, por ejemplo, podríamos poner un zumbido de moscas amplificado hasta un grado abrumador e inesperado. O el canto estridente de algún pájaro para el taladro.

Parker se lo piensa un momento.

—Interesante —comenta, tamborileando con los dedos sobre la mesa y mirando hacia Guy.

Entonces él asiente.

¡Asiente!

—Me gusta. ¿Podrías hacer otro borrador de eso, Callie?

¿Va en serio?

Me arden las mejillas.

—Claro. Me encantaría.

—Bien, probémoslo —dice Guy, levantando las cejas hacia mí al tiempo que pide la cuenta con un simple gesto.

No sé si será por el alcohol o el entusiasmo, pero la cuestión es que me siento incandescente. En mi interior, se iluminan las habitaciones oscuras.

—Gracias, Cal —dice—. Oye, sin que sirva de precedente: hoy hemos hecho bastante. Puedes ponerte a ello mañana.

—¿De verdad?

—Pero en punto, compañera: tenemos mucho trabajo.

Estoy que floto.

Cuando, una hora más tarde, mis piernas suben sin esfuerzo la cuesta que hay entre la parada de Alexandra Park y el colegio de Rae, es como si me las hubiera estirado hasta hacerlas el doble de largas. El suelo está inundado de la alegre luz de junio. Me cuesta reprimir la sonrisa. A Parker le han gustado mis ideas. Le han gustado.

Y además, está la invitación de Megan para salir por el Soho el jueves.

¡Esto es el trabajo! No puedo creerlo: funciona. Ya siento que me separo mentalmente de Suzy.

Me dirijo hacia las clases de extraescolares, preguntándome cómo estará Rae después de la rabieta de esta mañana. Miro el reloj y me doy cuenta de que tengo mucho tiempo para hablar con la señora Buck de cómo lo lleva.

Pero, para mi sorpresa, en cuanto entro Rae me recibe con una amplia sonrisa.

—Mamá —chilla—. ¿Puedo ir a casa de Hannah?

—¿Qué?

—¿Puede? —grita Hannah saliendo del lavabo y cogiendo la mano de Rae. Las dos se ponen a dar saltitos entre risas.

—Pues no lo sé, Rae, bueno, ¿qué…?

Aturdida, levanto la cabeza y veo a la madre de Hannah, Caroline, que sale del baño llevando la mochila de su hija.

¿Caroline ha invitado a casa a Rae? Esto sí que es nuevo. Caroline siempre me ha parecido algo más amable que las otras madres, una vez incluso me preguntó si quería ir con ella y su marido a la encuesta de padres a principio de curso, en septiembre. Pero resultó que esa noche Suzy me necesitaba, porque Jez no estaba y uno de los niños estaba enfermo. Y después de eso fue como si Caroline y sus amigas se hubieran puesto de acuerdo para no volver a hablarme.

—Hola, Caroline —saludo—, Rae acaba de decirme…

Por un instante parece que se le crispe la cara; es la nariz: la frunce de forma casi imperceptible.

¡Oh, Dios! Mi aliento. Seguro que se nota el vino que he tomado durante el almuerzo.

—Es que Rae me ha preguntado si… Mmm…

—Sí —contesta Caroline. Su entonación no es hostil. Es simplemente neutra—. Estaría bien.

¿Estaría bien?

—Pero hoy no puede ser. Hannah tiene piano.

—¿Entonces, mañana, mami? —lloriquea la niña.

—¿Sí, mañana? —insiste Rae.

Observo la reacción de Caroline, que sonríe sin despegar los labios. ¿Qué está pasando aquí?

De pronto lo comprendo todo. Me doy cuenta de que no han invitado a Rae; ha sido mi hija quien le ha preguntado a Caroline si podía ir a su casa a jugar con Hannah. Y ahora Caroline está en un compromiso. No tiene forma de negarse.

Me quedo helada.

Caroline asiente, mirándome.

—Sí. Bueno, pues mañana. Recogeré temprano a Rae y a Hannah de las clases extraescolares. ¿Puedes pasar a buscarla a eso de las seis y media?

La boca de Rae se abre de ilusión y corre a abrazarse a mis piernas.

Yo también la abrazo a ella y la expresión «estaría bien» sigue reverberando en mi cabeza. Sea por mi incomodidad, o por la resaca temprana de la comida, siento que me enervo. «¿“Estaría bien”? —tengo ganas de decir—. Perdona, Caroline, pero con eso no basta: mi hija no se merece un “estaría bien”; es bonita, graciosa y una niña estupenda; tiene una risa encantadora, si le das la oportunidad de que te permita oírla; ha sobrevivido a más de lo que tú puedes imaginar y le corresponde algo más que un “estaría bien”». Entonces veo por un instante la cara de Rae, radiante de alegría. Oh, pobre Rae. Si ella supiera… No es ella, soy yo la que tiene mala fama entre las madres del colegio, por algún motivo que ya ni intento entender. Soy yo quien ha arruinado cualquier posibilidad de que la inviten a jugar a casa de alguien. Y presentarme aquí a las cinco de la tarde oliendo a alcohol no contribuye a mejorar la situación. Así que me muerdo la lengua. Para Rae, en este momento, una invitación a regañadientes es mejor que nada.

—Estará encantada de ir, gracias.

Caroline abre la puerta para que salga Hannah. Las seguimos a distancia hasta llegar a la acera, al otro lado de la verja.

—Nuestra dirección está en la lista de clase —grita volviéndose hacia atrás.

—Perfecto —asiento.

Caroline conduce a Hannah calle abajo por Driveway, con los ojos fijos en la cara de su hija, en lo que da la sensación de ser el intento de transmisión de un mensaje cifrado. Hannah mantiene la mirada fija en el suelo prudentemente.

—¡Me han invitado! —chilla Rae, agarrándome la mano con fuerza y dando saltitos hasta hacerme daño.

Para nosotras hoy ha sido el mejor día en mucho tiempo. No merece la pena, concluyo, regañar a Rae por el comportamiento de esta mañana, o por atosigar a Caroline.

Mientras nos encaminamos a Churchill Road pienso en el piso vacío con su inodoro estropeado y en Suzy, que aguarda al otro lado de la calle, como siempre. Pero hoy no. No, no puedo.

Me paro y saco las monedas que he encontrado en el fondo del bolso a la hora de comer.

—Rae. Suzy me ha dicho que hay un sitio donde hacen batidos cerca de la rotonda de Muswell Hill —digo contando seis libras y treinta peniques—. ¿Vamos a probar qué tal?

Los brincos de Rae se hacen más entusiastas, con el añadido de un «¡yupi!». La cojo de la mano mientras ella no para de dar saltitos y subimos la cuesta emprendiendo la marcha de cincuenta minutos hacia Broadway.

Cuando ya es demasiado tarde, caigo en la cuenta de que no me he acordado de pedirle a Caroline que mañana lleve a Rae de la mano y que se cerciore de que tiene mi número de teléfono por si surge alguna emergencia médica.

Me vuelvo, pero Caroline ya ha desaparecido por la bocacalle; no es grave, la llamaré mañana desde el trabajo.