El martes a primera hora sonó el teléfono, alzando un aullido alarmado en la habitación. Debs se despertó como envuelta en una nube. Meneó la cabeza de lado a lado, gimiendo por el esfuerzo de volver en sí; se obligó a estirar el brazo para recoger las gafas de la mesita y se las puso. Todavía aturdida, intentó enfocar la mirada. El reloj marcaba las 9.05. Se había dormido. «Duerme un par de horas más, cariño», recordó que había dicho Allen. Él sabía que había pasado mala noche. A las once, el espectro de Daisy Poplar había vuelto a visitarla, justo cuando estaba a punto de dormirse. A la una de la madrugada se había rendido a la evidencia y se había tomado un somnífero para liberarse de la chica.
Parpadeó y paseó la vista por la habitación. ¿Quién llamaba? Con un nuevo esfuerzo logró movilizar los miembros, sentarse y echarse sobre los hombros la bata que Allen le había regalado por Navidad, diciéndole que no podía seguir llevando su viejo vestido de andar por casa.
El teléfono dejó de sonar. No pasaba nada; si era importante, llamarían otra vez.
Hora de levantarse. Haciendo un esfuerzo, sacó las piernas de la cama y se inclinó para descorrer la cortina y ver qué tal estaba el día. El tiempo había cambiado en el transcurso de la noche: el cielo parecía una manta gris mojada. Oyó un portazo. Callie salía de la casa de enfrente a toda velocidad, vestida elegantemente. Debs frunció el ceño. Apenas había reconocido a la joven cuando el día anterior fue a recoger a su hija al colegio. Cuando se había presentado con aquella lasaña rara, parecía nerviosa. En cambio en ese momento tenía el aspecto de cualquiera de las mujeres con estilo con las que Debs se cruzaba cabizbaja en sus esporádicas visitas al centro de Londres.
Un momento, pensó: son las nueve. Deben de estar llegando tarde a la escuela. Callie llamaba a su hija desde la acera, pero la niña se demoraba al otro lado de la verja. Desde arriba, Debs vio que Rae se inclinaba detrás del muro y con un movimiento rápido cogía algo de un tiesto que había junto a la verja. Algo amarillo brilló en su mano justo el tiempo necesario para metérselo en el bolsillo y echar a correr hacia la madre.
Debs observaba. Luego, en las clases extraescolares, descubriría de qué se trataba, cuando la niña estuviera sola.
Justo empezaba a bajar la escalera cuando volvió a sonar el teléfono. Debs bajó los peldaños cojeando, tratando de no dañar la rodilla.
Cuando alcanzó el último escalón el teléfono dejó de sonar.
Qué molesto.
Lo descolgó y marcó el 1471: llamada oculta. Seguramente alguien que vendía algo.
Como ya estaba abajo, se preparó una taza de té. Desde el sábado ella se había ocupado de hacer el té, de manera que Allen todavía no había descubierto la desaparición de la tetera. Mientras hervía el agua, buscó un tazón por la cocina. ¿Dónde estaban?
El lavavajillas que los Henderson habían dejado pareció responder a su mirada.
Al abrirlo encontró los seis tazones, lavados la noche anterior. Qué curioso. Durante muchos años solo estuvieron su plato, su taza y sus cubiertos, pulcramente dispuestos en el escurreplatos. No sabía cuándo empezar a meter sus cosas y las de Allen en esa máquina cavernosa: ¿no se quedarían sin vajilla antes de llenarlo?
Se subió el té arriba, al dormitorio principal, y se dedicó otra vez a las cajas de ropa. Mientras colgaba una falda azul marino, el teléfono volvió a sonar.
Francamente… Se irguió, enderezó la pierna herida y andando con cautela se dispuso a bajar la escalera. De repente, se le ocurrió una idea horrible: ¿y si los que le habían comprado el piso habían conseguido su número de teléfono y llamaban para quejarse, después de haber pasado la primera noche soportando los ruidos de la vecina de arriba?
Mientras iba llegando al teléfono, decidió que lo cogería de todos modos: podría ser Allen. Pero cuando ya alargaba la mano para descolgar, el teléfono dejó de sonar otra vez.
Meneó la cabeza. Era muy raro. Verificó la conexión para asegurarse de que no estuviera pisando algún cable y frunció el cejo. Todo parecía en su sitio. Esperó un ratito, por si volvían a llamar. Como no fue así, se volvió para arriba, acordándose en el último momento de aprovechar el viaje para subir otra caja del vestíbulo. Estaba a mitad de camino cuando el teléfono empezó a sonar de nuevo.
Se le tensaron los músculos del pecho. ¿Qué demonios…?
Dejó la caja en el suelo, corrió escalera abajo y esta vez saltó el último peldaño para llegar al teléfono.
El aparato enmudeció.
A Debs le entró un sudor frío.
Cuando el teléfono sonó nuevamente, descolgó el auricular.
—¿Diga? —contestó, elevando el volumen de voz hasta que la respuesta se convirtió en un grito.
Silencio sepulcral. No se oía nada al aparato.
—Oh, no —murmuró—. Oh, no.
Agarrando el teléfono con dedos temblorosos, marcó rápidamente un número de teléfono.
—Allen —dijo, preocupada—. El teléfono ha estado sonando y cortándose. Creo que son ellos: los Poplar.
Se produjo una pausa prolongada.
—Estoy en una reunión —respondió Allen en tono inexpresivo—. ¿Podemos hablarlo a la hora de comer?
—Sí, cariño, disculpa.
—¿Y si me paso por casa para comer?
Sí. Sí.
No lo oyó entrar por la puerta principal. Al final, el cielo se había despejado un poco y dejaba al descubierto retazos azules, así que, para mantener la mente ocupada, Debs estaba desbrozando el parterre de peonias rosas y lirios azules que habían dejado los Henderson.
—Hola —saludó Allen entrando en la cocina y dejando el maletín.
Llevaba uno de los dos trajes grises que ella le había ayudado a elegir en Marks & Spencer. Debs intentó convencerlo para que se comprara uno a rayas, pero él prefirió la versión lisa. «No quiero dar la nota», había dicho.
—Hola —respondió Debs, tratando de evitar que le temblara la voz—. La sopa está lista.
—De acuerdo, cariño —contestó Allen.
La palabra «cariño» la relajó al instante. Quizá no había para tanto.
—¿Todo bien en el trabajo? —preguntó ella con ligereza, besando la mejilla de Allen de paso que iba a lavarse las manos.
—Sí, creo que sí —contestó mientras salía al jardín con aire complacido—. He planteado mi idea de poner una parada de autobús junto a la biblioteca; creo que al urbanista le ha gustado.
—Mmm —murmuró Debs, que en realidad no estaba escuchando, mientras servía el caldo de pollo que ya tenía hecho y sacaba el plato en una bandeja con una cuchara, pan con mantequilla, una servilleta y un vaso de agua—. Ajá.
—Claro que Ali dijo que él ya lo había planteado el año pasado y que le habían dicho que no, así que… —prosiguió él mientras se sentaba en una silla del jardín y tomaba la bandeja—. Pero yo he pensado…
—Estoy muy preocupada por esas llamadas de teléfono —exclamó Debs de repente.
—Hum —dijo él, bajando la vista al suelo.
—Bueno, Allen, perdona, pero es raro, ¿no? Quiero decir, ¿por qué tendría que estar sonando el teléfono de esa manera…?
Allen se llevó una cucharada de sopa a la boca. Ella esperaba que dijera algo, pero como no lo hizo, continuó aguardando agónicamente alguna reacción. Sabía lo que Allen estaba pensando. Solo necesitaba que la tranquilizaran un poco. Un poco de comprensión. Algo.
—Porque entonces me pregunto: ¿cómo han descubierto mi número de teléfono? ¿Y no significará eso que también saben dónde vivo?
Allen torció el gesto y cerró los ojos por un momento.
—Debs, cariño. —Esta vez la palabra «cariño» tenía un tono diferente. Allen respiró hondo—. No lo sé. No hay ninguna razón para creer que hayan llamado. Ya no tenemos nada que ver con ellos. Seguramente es una de esas empresas que te llaman automáticamente, para decirte que participas en un sorteo o algo así.
Debs lo miró.
—¿Tú crees? ¿De verdad? ¿Crees que es posible?
—Claro que sí —dijo asintiendo—. De verdad, cariño, tienes que dejar de obsesionarte por este tipo de cosas. Todo eso de los aviones, por ejemplo…
Aviones. Debs miró hacia arriba para controlar el cielo antes de servirse. ¿Por qué se lo había recordado? No los había oído desde la noche anterior: ahora volverían a incordiarla todo el rato.
—Se me ha ocurrido una idea, cariño —continuó Allen—. Quizá deberías hacer alguna actividad durante la jornada. Algún trabajo de voluntariado, tal vez, para no estar todo el día en casa.
—Quizá sea una buena idea —asintió Debs, intentando mostrar lo mucho que agradecía sus esfuerzos por calmarla.
—A lo mejor unas horas en una tienda de beneficencia —sugirió.
—Hum —dijo ella, intentando parecer más interesada de lo que en realidad estaba.
La idea de hablar con adultos desconocidos todo el día era más de lo que sus nervios podían tolerar en ese momento.
—Mi madre lo hacía —añadió, metiéndose un trozo de pan en la boca—. Así estaba fuera de casa los martes y los jueves.
Ella lo miró horrorizada. ¿Su madre? ¿En eso se había convertido ella? ¿Una mujer opresiva sustituida por otra?
—Mmm, buena idea, cariño —contestó—; pero ya sabes que las actividades extraescolares me exigen mucho. De acuerdo, son solo dos horas y media, pero los niños están cansados después de clase y resulta bastante complicado. Quiero estar descansada para eso.
Él la miró. La miró como si quisiera decir algo que le resultaba complicado enunciar.
—Cariño, la cuestión es… cómo estás tú últimamente… —dijo, enfatizando la palabra «tú» como si encerrara centenares de significados—. Después de lo que pasó, no me parece buena idea que vuelvas a trabajar con niños…
Detrás de ellos se produjo un alboroto. De repente, una extraña bestia saltó la verja, cruzó el jardín como un relámpago, trepó con estrépito por el otro lado y desapareció.
—Aaah —chilló Debs—. ¿Qué ha sido eso? Allen, ¿qué ha sido eso?
—Santo cielo, qué cosa más rara —comentó Allen—. Debía de ser un zorro.
—No —protestó Debs con los ojos desorbitados—. Allen, eso no era un zorro. De ninguna manera. Era más grande.
Miró a su alrededor, temblando, como si aquel ser estuviera a punto de saltar la cerca de nuevo para atacarla. Allen carraspeó. Debs se volvió y vio que su marido se frotaba las cejas, con los ojos perdidos en la lejanía, como buscando una vía de escape.
Oh, no. Rápidamente, Debs alargó el brazo y sus dedos se detuvieron un momento mientras absorbían la suavidad carnosa y ya casi olvidada del brazo de Allen bajo el algodón.
—No. No. Seguramente tienes razón, cariño —dijo, retirando la mano para evitar el dolor de que él la apartara delicadamente—. Veo cosas raras. Seguro que era un zorro.
Pero no lo era, pensó, forzándose a sonreír. La bestia tenía un aspecto maligno. Extraño. Como un sabueso diabólico.