14
Suzy

Suzy recorrió el jardín, cerró la puerta de su casa y regresó a la cocina mordiéndose los labios. Sin decir ni una palabra, recogió de la mesa los platos, los vasos y los cubiertos que había puesto para Callie y Rae.

Consultó el reloj del horno. ¿Dónde demonios estaba Jez?

Corrió al piso de arriba a abrir los grifos para el baño de los gemelos, vertió algo de champú para bebés y echó unos cuantos patos y camiones de plástico; luego bajó al vestíbulo y descolgó el teléfono por cuarta vez desde las cinco en punto.

—Jez, cielo, ¿dónde estás? Creía que a estas horas ya habrías vuelto y estoy preocupada. Henry tiene que cenar. Son las seis y media. Llámame.

Justo cuando colgaba el auricular, sonó el teléfono.

—Eh —dijo—, ¿dónde estáis?

Se produjo una pausa.

—Soy James —dijo una voz atildada hasta el límite.

—Ah. Hola, James —contestó Suzy, y su expresión adquirió automáticamente un tono más refinado. Detestaba profundamente el efecto que siempre causaba en ella esa forma de hablar.

—¿Está Jeremy en casa?

Para ser una persona tan refinada, sus modales dejaban mucho que desear, pensó Suzy, y no por primera vez.

—No, no está, James. Ha llevado a Henry a la piscina. De hecho, a estas horas ya debería haber vuelto…

Su suegro profirió un ruido extraño, ese peculiar carraspeo que tan raro le había resultado a Suzy al principio: una mezcla entre relincho y gruñido.

—¿Podrías darle un recado? He reservado mesa para el día veintinueve en el club, a la una en punto, para nuestro encuentro.

¿Qué encuentro? ¿Por qué no decía «para comer», a secas? Suzy intentaba pensar con rapidez. ¿Hasta qué punto podía hacerle preguntas a su suegro, sin dar impresión de desconfianza?

—¿Estaréis vosotros dos solos? —dijo, como sin darle la menor importancia.

Su suegro volvió a hacer aquel extraño ruido, esa especie de carraspeo característico. James Howard no estaba acostumbrado a que le hicieran preguntas, y menos una jovencita norteamericana, por muy nuera suya que fuese.

—Jeremy ya sabe de qué va —contestó—. Dile que Michael Roachley ha confirmado su asistencia. ¿Querrás transmitirle el mensaje, por favor? Adiós —dijo bruscamente, y colgó el teléfono sin más.

—Sí, James, a los gemelos les gustaría decir hola al abuelito. Ahora los llamo —dijo Suzy al auricular con marcado sarcasmo—. ¿Y cómo está Diana? Estaréis impacientes por que empiecen vuestras vacaciones en Sudáfrica, ¿verdad?

Colgó el teléfono y se sentó en las escaleras, mordiéndose la uña del pulgar. ¿Quién era Michael Roachley? ¿Un abogado especializado en divorcios, amigo de James?

—Vamos, muchachos —dijo, entrando en la cocina—: hora del baño.

Cogió los cuerpecillos regordetes, uno debajo de cada brazo, y subió las escaleras a paso ligero. Les quitó la ropa con delicadeza, los metió a los dos en la bañera y los dejó embadurnándose mutuamente las orejas con jabón entre risas. Dejó la puerta abierta, corrió a la oficina de Jez y se puso delante de su ordenador. Su marido lo había dejado todo bien colocado, como siempre; sobre el teclado, los papeles amarillos adhesivos con notas escritas con letras mayúsculas, pequeñas, firmemente trazadas, que seguramente estaban allí para recordarle que tenía algunas tareas pendientes. En ninguno de ellos, advirtió, aparecía Sasha o sus iniciales, SW.

Movió el ratón y apareció una pantalla azul. Nerviosa, porque sabía que a él no le gustaba nada que usara su ordenador, acudió al buscador y escribió en el campo vacío: «Michael Roachley»; antes de saltar de la silla hacia la puerta abierta para comprobar que todo estaba bajo control, todavía llegó a oír a los gemelos gritando y chapoteando en el piso de abajo.

La primera búsqueda no arrojó nada interesante, solo unos cuantos sitios de genealogía donde mencionaban a un sir Michael Roachleys, del siglo XIX.

Frunciendo el ceño, Suzy volvió a intentarlo, añadiendo la palabra «abogado» detrás del nombre, pero no halló nada interesante. Volvió a probar incorporando esta vez el nombre de «James» a la búsqueda.

Quizás estuviera escribiéndolo mal. Comprobó rápidamente que los gemelos estuvieran bien y volvió a la carga: «Rochley», «Rokesley», «Roshley», «Roachleigh». Tampoco así apareció nada significativo.

Cuando ya era demasiado tarde, oyó los ruidosos pasos en la escalera. Se volvió, mientras hacía intentos denodados de agarrar el ratón, y vio a Jez en la puerta del despacho. Su marido lanzó la mirada sobre la página de búsqueda, que Suzy logró cerrar antes de que él alcanzara a verla.

—Oye, ¿por qué están esos dos solos en la bañera?

—No pasa nada, a cada momento voy vigilando que se encuentren bien —replicó, azorándose por haber sido sorprendida con las manos en la masa—. Peter tiene un sarpullido y estaba consultando los síntomas en Internet. ¿Dónde os habíais metido? Estaba preocupada.

—¿Y dónde íbamos a estar? Ya te lo he dicho. Me he llevado a Henry a la piscina y luego hemos ido a comer algo —contestó Jez mientras volvía a mirar hacia la pantalla del ordenador, por encima del hombro de Suzy.

Abajo hubo un chillido coincidiendo con la entrada de Henry en el cuarto de baño.

—¡Henry! —exclamó Suzy, que pasó corriendo por delante de Jez, contenta de tener una excusa para escapar.

Oyó la voz eufórica de su hijo mayor mientras enredaba con sus hermanos. No podía culparle. Una salida solo con Jez era algo tan poco habitual que debía de estar sobreexcitado. Le costaría horas lograr que se durmiera esa noche.

Entró y pilló a Henry, con los ojos lanzando destellos de alegría, salpicando a Otto con una pistola de agua.

—Henry —gritó al tiempo que le arrebataba el juguete, mientras Otto al fin encontraba aliento suficiente para soltar con la boca desencajada un largo y penetrante alarido.

Suzy comprobó la temperatura del agua y luego dejó la pistola a un lado. Estaba helada. Seguro que Henry había abierto el grifo de agua fría.

—¿Cómo has podido hacerle eso a tu hermano? —reprendió a Henry.

Para su horror, Henry pasó corriendo, agarró la pistola y lanzó un chorro a Peter antes de salir corriendo entre risas.

Jez lo atrapó en la puerta, lo balanceó en alto y volvió a depositarlo en el suelo.

—¿Qué demonios haces? —inquirió.

La risa del niño se esfumó para transformarse en un berrido.

—Mami —lloriqueó alargando las manos hacia Suzy. Automáticamente, ella abrió los brazos.

—Ven aquí, tontaina.

—No —espetó Jez, mirando a Suzy con irritación—. Mírame, Henry. Escúchame bien. Pide perdón ahora mismo y vete inmediatamente a tu habitación.

—Mami —se puso a gritar Henry, intentando escabullirse.

—Te he dicho que no —soltó el padre, zarandeándolo con fuerza.

—Jez, déjamelo a mí —gritó Suzy, consciente de que Henry estaba a punto de alcanzar el punto de no retorno.

—Tiene que aprender a obedecer, Suze. No me contradigas. Este tipo de cosas lo están convirtiendo en un niño mimado. Ahora vete a tu cuarto y no salgas.

Suzy apretó los dientes mientras Jez se llevaba a Henry, que no paraba de chillar, a su habitación. Tapándose los oídos con las manos, se arrodilló junto a la bañera con los gemelos. La pataleta de Henry continuó en una serie de explosiones angustiadas, mientras Jez le impedía repetidamente escapar de la habitación y volvía a meterlo dentro.

«Para ya, para ya», susurraba Suzy una y otra vez.

Sintió que la manita mojada de Peter emergía del baño para posarse en su brazo y la tomó con fuerza entre sus manos.

Aquello era inaguantable. No soportaba oír a su pequeño tan alterado. Luchó denodadamente contra sus impulsos de salir corriendo al rellano, arrancar a Henry de brazos de Jez y darle el achuchón que sabía que necesitaba. Cada vez que oía a su marido decir: «¡No! ¡Vuelve a tu cuarto!», era como si le propinaran un puñetazo en el estómago. «¡Deja en paz a mi niño!», habría querido gritar. Pero se contuvo.

Cuando la cosa hubo pasado y los alaridos de Henry ya se habían convertido en dilatados lamentos tras aceptar el «tiempo de meditación» en su habitación, Jez volvió al cuarto de baño y se quedó en la puerta con el niño arrepentido.

—Pide perdón a tus hermanos —exigió Jez.

—Lo siento —gimió el niño.

—Muy bien, ahora vete y ordena tu cuarto hasta que el baño quede libre.

Suzy no quiso mirar a Jez, así que se sentó, lavó a los gemelos y los sacó de la bañera. Luego, más tarde, abrazaría a Henry en su cuarto, cuando Jez se hubiera refugiado en el despacho o se hubiera ido. Le llevaría una galleta.

Le diría en un susurro lo mucho que lo quería y que sentía que papá le hubiera gritado.

—¿Cómo está el sarpullido? —dijo Jez al cabo de un rato, mientras ella envolvía a Peter en una toalla.

—¿Qué?

—El sarpullido de Peter. ¿Cómo está?

Suzy apretó más la toalla y tragó saliva.

—Seguramente es solo un eccema.

Finalmente Suzy y Jez se sentaron a cenar a las ocho y media en un silencio tenso.

—¿Qué tal le ha ido a Henry en la piscina? —preguntó Suzy, que fue a abrir una botella de vino tinto y se dio cuenta de que Jez ya la había abierto.

—Es inútil —murmuró Jez alargando su copa para que se la rellenara—. A estas alturas ya debería saber nadar. Ni siquiera conseguí que metiera la cabeza debajo del agua.

—Bueno, cariño, es que no puedo ir yo sola con los tres.

—Pues que haga un cursillo. A su edad yo nadaba varias piscinas, y a los ocho estaba en el equipo de la escuela.

Dios, a veces hablaba como su padre. Casi esperaba que empezara a carraspear de un momento a otro.

—No creo que haya un equipo de natación de la Escuela Infantil Palace Gates —dijo en broma mientras Jez se llevaba la copa a los labios.

¿Cuántas se habría tomado? Normalmente su boca se soltaba un poco después de la tercera. No era cuestión de tirar la toalla todavía. No, mientras siguiera habiendo posibilidades de quedarse embarazada. Él llevaba el botón superior de la camisa desabrochado y Suzy ardió en deseos de besar el triángulo de piel cálida que quedaba al descubierto, de volver a sentir el peso de su cuerpo sobre ella.

—Bueno, de todos modos, no creo que siga en ese colegio cuando cumpla los ocho —replicó Jez con sarcasmo mientras se levantaba para coger la sal.

—No. Ya habrá cambiado de ciclo —admitió Suzy con prevención.

Él negó con la cabeza. Aunque estaba de espaldas a ella, Suzy sabía que su rostro expresaba irritación.

—No me refiero a eso.

—¿Entonces a qué? —susurró ella.

—Quiero decir que no va a seguir en ese colegio. En absoluto.

—¿Cómo? ¿Vamos a volver a Estados Unidos?

—No.

—Entonces, ¿a qué te referías?

Jez hizo un mohín.

—Nada. No tiene importancia. No te preocupes. —Se dirigió hacia la puerta—. En fin, tengo trabajo que hacer.

—¡Jez! —dijo ella—. ¿De qué me estás hablando?

Él se encogió de hombros mientras salía de la cocina con el plato y la copa y se dirigía a las escaleras.

—Ahora no es el momento. Ya te he dicho que no te preocupes por eso.

Ella apartó su plato, asustada.