13
Callie

Corro. Corro tanto que se me corta el aliento.

No he corrido tanto desde hace años. Mis sandalias nuevas golpean la acera de Oxford Street y paso como una centella entre un hombre que aguanta un palo con un cartel, «Zapatillas deportivas, por allí», y un actor al que reconozco de una serie norteamericana, con una gorra de béisbol encasquetada en la cabeza.

Son la cinco y veinte de la tarde del lunes. Acaba de terminar mi primera jornada laboral. Tengo cuarenta minutos para llegar a Alexandra Park y recoger a Rae de las clases extraescolares, que, según me informó la señora Buck, terminan a las seis en punto. El trayecto en tren dura treinta minutos. ¿Cómo he podido ser tan tonta? Olvidar que cualquier trayecto por Londres requiere un margen de seguridad de al menos quince minutos, para embotellamientos y las típicas averías del metro. Sobre todo —ahora, ya demasiado tarde, me doy cuenta— cuando hay una criatura involucrada.

Sigo corriendo, y no dejo de darle vueltas a cómo me ha ido el día en el trabajo.

Al final mis nervios por volver a Rocket estaban justificados.

Esta mañana, en cuanto he entrado en el estudio recién amueblado y he visto el suelo blanco de mármol, el escritorio de recepción —modelado según la idea que tiene un diseñador de interiores de una roca lunar— y las salas de sonido aisladas —cada una de ellas con una mesa de sonido flamante de cincuenta mil libras—, he acusado el impacto de la realidad.

Esto no es un juego. No es ninguna broma. Estoy de nuevo en el mundo real, donde te pagan por un trabajo y te despiden si no lo haces como es debido.

—Callie —exclama Guy con una sonrisa, acercándose a darme un abrazo de bienvenida.

Desde la última vez que lo vi, sus rizos negros y bien definidos se han encrespado y encanecido, haciendo emerger sus ojos marrones y profundos. Con un jersey fino de punto y unos tejanos, parece un airoso modelo de Calvin Klein veterano.

—Me alegro de verte, compañera. ¿Cómo te sienta eso de volver?

Me da un miedo horrible.

—De maravilla. —Sonrío y saludo a la nueva recepcionista, Megan, que bien podría ser la sensual hermana mayor de Alicia en el País de las Maravillas con el añadido de un bonito vestido de gasa blanco, largas piernas bronceadas y una cinta azul en el pelo. Intimidada, me bajo las mangas cortas del vestido plateado, que ahora me parece un poco excesivo.

—Te mostraré las prestaciones nuevas del software; luego, te he dejado un anuncio para que vayas pillándole el tranquillo —dice Guy, yendo directo al grano—. Megan te enseñará dónde está la cocina nueva.

—Ah —digo, recogiendo el bolso y saliendo detrás de él—. Perfecto.

¿Y qué me esperaba? ¿Una larga charla con un café, en la que yo me disculparía por haber sido un lamentable fiasco la última vez que lo vi y le agradecería que me eche una mano; en la que pudiera preguntarle cómo le va con Ankya, la fotógrafa de moda polaca de las piernas largas? No. Aquí manda el reloj, advierto, un poco desconcertada. Cada minuto que paso en este lugar estoy ganando dinero. En el tiempo que he tardado en decir hola a Guy, seguirlo a la sala de sonido donde trabajaré y sentarme en un asiento para clientes con forma de satélite, debo de haber ganado lo suficiente para pagarme el sándwich de la comida.

Siento el peso de la responsabilidad.

Son las 17.25. Ya casi he llegado al metro de Oxford Circus, pero cuando logro que mis piernas desentrenadas me lleven apurando los últimos metros hasta la estación, suena el teléfono.

—¿Sí? —digo, jadeando.

Es penoso. Tengo que hacer más ejercicio.

—¿Cal?

La voz de Suzy suena tan fuera de lugar en esta calle caótica y frenética, que me cuesta reconocerla.

—Ah, hola. Hola —contesto tapándome el otro oído con un dedo para poder oírla—, ¿todo bien?

—Mmm… —vacila.

Me quedo helada.

—¿Qué?

—No te preocupes, cielo. Está bien: bueno, es decir, no está enferma. Pero he pensado que sería mejor avisarte: cuando he pasado a recoger a Henry a las tres y media estaba un poco disgustada por tener que ir a las clases extraescolares.

—¿Ah, sí? ¿Disgustada?

Los taxis pasan en estelas de neón negro y amarillo. Dos adolescentes con bolsas de Topshop me empujan al pasar, golpeándome la pierna y soltando una risotada. Me cuesta mucho oír el teléfono.

—Bueno, estaba llorando. Ha dicho que quería irse a casa conmigo y con Henry. Yo la he abrazado, le he dicho que su mami quiere que vaya a las clases extraescolares y que la recogerás tan pronto como puedas. Estoy segura de que al entrar en clase estaba bien, pero igualmente me ha parecido conveniente avisarte.

—Sí, claro, te lo agradezco. Oye, voy muy justa de tiempo. Luego me paso por tu casa, ¿de acuerdo?

Me precipito hacia el metro por las escaleras. Eso ni se me había ocurrido. ¡Pero si Rae parecía encantada de ir a las actividades extraescolares! ¿Y si no quiere volver? Después del día que he tenido, no puedo permitirme pensar en ello ahora.

Esta mañana, en cuanto Guy me ha dejado, todo ha empezado a salir mal. He tocado tres botones y he perdido media hora de trabajo.

—Lo siento, sencillamente ha desaparecido —digo, señalando la pantalla de ordenador vacía mientras Guy vuelve a entrar en la sala.

—¿No has activado el autosave? —murmura.

Gimo interiormente. Un error de novata. Debe de estar preguntándose por qué me ha pedido que volviera. ¿Debería ofrecerme a devolverle el precio de media hora perdida?

Pero para la hora de comer, mis dedos han recuperado una parte de su antigua seguridad. Tengo que poner el sonido de un nuevo programa de cocina digital que promete enseñar habilidades culinarias fabulosas como filetear, cortar en rodajas y deshuesar. Las imágenes, que reproduzco en una pantalla de plasma ubicada sobre la mesa de sonido, muestran a un chef haciendo maravillosas diabluras con diez afilados cuchillos diferentes, cada uno de ellos utilizado con un ingrediente diferente, por toda la cocina, hasta que se queda con uno.

Mientras me muerdo el labio mientras me concentro, recorro la inmensa biblioteca digital de efectos sonoros del software actualizado, selecciono cinco o seis para cada ingrediente, y luego los mezclo para dar el suave chasquido de un tomate al ser troceado con un cuchillo de filetear, o el ruido sordo de un cuchillo de pan al partir el queso.

Para mi sorpresa, no me resulta difícil. No sé por qué, mi oído sabe por instinto qué sonidos hay que mezclar, igual que mucha gente, sin haber abierto en su vida un libro de cocina, sabe qué hierbas y especias combinan bien.

«O se nace con oído, o no hay nada que hacer», me dijo Guy la primera vez que entré en Rocket, con veintitrés años, para trabajar como asistente de sonido. «Seguro que de pequeña te encantaba la música». El comentario me dejó boquiabierta. Ese mismo fin de semana, cuando fui a visitar a papá, había encontrado una foto en la que aparecía yo cuando empezaba a caminar; llevaba puestos unos auriculares de la época y sonreía; debajo, mi madre había escrito: «¡¡Callie no puede dejar de bailar!!».

Sigo pensando en ir a comer, pero antes de darme cuenta, el reloj marca las cuatro de la tarde. Recuerdo que en recepción hay una cesta de pastitas para los clientes. Salgo y Megan levanta la cabeza.

—¿Puedo coger un par? —digo insegura.

—¡Claro! —responde riendo.

Así que cojo una para comer y meto otra en el bolso para Rae. Vuelvo a concentrarme en la pantalla y me sumerjo en mi trabajo. Lo raro es que en realidad no tengo hambre.

Son las 17.31. ¡Ajá! Estoy de suerte. No hay avería en la línea Victoria. Bajo a toda velocidad por las escaleras mecánicas atestadas de Oxford Circus, esquivando a los peatones lentos hacia el abarrotado andén dirección Norte, y me las arreglo para meterme en un vagón que está a punto de cerrar las puertas. En el momento de saltar al interior, me doy cuenta de que no hay espacio y de que solo puedo culparme a mí misma cuando me toca viajar tres estaciones con la cabeza torcida contra el lado redondeado del metro, haciendo equilibrio y preocupándome por Rae. El hecho de que haya un grupo de estudiantes franceses cerca hablando todos al mismo tiempo no contribuye a mejorar el trayecto. Para mis oídos recién sensibilizados, es como si hubiera tres canales de televisor en marcha en la misma habitación.

En la parada de King’s Cross el vagón se queda medio vacío y puedo ocupar un mugriento asiento de lona. En el reflejo de la ventana a través del túnel oscuro mi cara parece enrojecida. Me paso la mano por la mejilla. Noto el cutis rugoso, como si estuviera ligeramente quemado por todas las luces artificiales y la radiación que emanan los monitores del estudio. Diría que las células muertas han sido eliminadas y la sangre afluye hacia la capa más superficial de la piel.

Mientras el tren ruge de estación en estación, me doy cuenta de que estoy sentada en la punta del asiento, en vez de apoyarme en el respaldo. La tensión me hace estar rígida, alerta para cumplir mi cometido. Hoy ya he terminado una tarea, pero me queda otra por delante. Recoger a Rae.

Dos misiones, pienso. Madre e ingeniera de sonido. Cada una de ellas claramente definida. Esquinas y bordes.

Y de pronto me asalta el cansancio. Mientras el tren viaja estrepitosamente por túneles oscuros, la adrenalina que me ha mantenido alerta todo el día se esfuma de repente. Miro a mi alrededor. En el vagón van desperdigadas unas cuantas mujeres como yo; algunas se apoyan levemente en el borde del asiento; otras, desmoronadas. Unas pocas muestran rastros de rímel debajo de los ojos, otras llevan la ropa arrugada.

Entro a formar parte de una tribu, pienso. Mujeres que trabajan durante todo el día en Londres y que luego regresan a casa para cuidar de algún hijo. Mujeres que han decidido hacer eso en una gran ciudad —a pesar de que probablemente vivan lejos de sus familias extensas, que están en lugares como Lincolnshire—, en calles londinenses donde (si no son muy distintas de la mía) no conocen a sus vecinos.

Y consiguen hacerlo, más o menos. Con algunos ajustes, quizá yo también pueda conseguirlo.

Entonces recuerdo la llamada de Suzy. ¿Y si Rae se niega a volver a las actividades extraescolares? ¿A quién podría pedirle que cuide de ella?

Cuando me bajo en Highbury & Islington y vuelo por el andén hacia el tren de Alexandra Park, me asalta el recuerdo del día en que oí que alguien aporreaba mi puerta, abrí y me encontré a una mujer jadeante, con la cara empapada en sudor. Llevaba un amplio vestido negro y un niño en pañales dormido en un carrito.

—Perdone —jadeó—. ¿Puede ayudarme? Creo que estoy a punto de ponerme de parto. Como he visto el asiento infantil en su coche…

El reguero húmedo de sus piernas indicaba que decía la verdad. Había roto aguas.

—Oh, Dios, claro —exclamé, invitándola a entrar—. ¿De cuánto está?

—Treinta y tres semanas —jadeó.

—No se preocupe —dije, corriendo hacia el teléfono—. Llamaré a una ambulancia.

Agitada, corrí a por una silla de la sala de estar y llamé a urgencias.

Ella hizo un gesto de agradecimiento y se arrodilló, apoyando cuidadosamente la cabeza y las manos sobre la silla antes de gemir con otra contracción.

—Oh, Dios, creo que ya llegan.

¿Llegan?

—Gemelos.

Santo cielo.

—Dese prisa, por favor. —Colgué el teléfono—. Son gemelos.

Fui corriendo a la cocina, agarré un trapo mojado y regresé deprisa para enjugar la frente de la mujer. Tiene un olor extraño y un poco sucio. Le doy un suave masaje en la espalda, recordando lo bien que me iba cuando Tom me lo hacía a mí.

—Gracias —murmura tragando saliva y tratando de tomar aire—. Lo siento, mi marido no está y acabamos de mudarnos.

—No se preocupe —repito, afanándome por encontrar más palabras para reconfortarla—. He ayudado a mi padre en el parto de un montón de ovejas.

Mis palabras quedan flotando en el aire por un instante, hasta que las dos nos percatamos de que ella está a cuatro patas con el trasero dirigido hacia mí y nos entra la risa.

—Suzy —se presenta, antes de tomar una bocanada de aire.

—Callie —contesto.

Miro al reloj por centésima vez: las 17.47. Una inquietud empieza a corroerme. ¿Y si ser una madre trabajadora me hace todavía más dependiente de Suzy, en lugar de aflojar el vínculo?

El problema es que tras el día de hoy en el estudio Rocket, no creo que pueda dejar de trabajar nunca más.

A las cinco en punto, Guy ha entrado para ver la banda sonora del anuncio ya acabada. Por si no estaba ya suficientemente nerviosa, llamó a Megan y a tres ingenieros de sonido más, incluyendo a un joven extremado de unos veinticinco años llamado Jerome, con unas gafas de pasta negras y unos tejanos Nudie, de diseño, de quien Guy me había hablado ya como de un hallazgo: «El nuevo tú», dijo sin ironía.

—Vale, vamos a ver qué tal —dice Guy, levantando la cabeza hacia la pantalla de plasma.

Noto el corazón en un puño. Pulso play y me siento bien recta, calibrando la reacción de Guy con el rabillo del ojo. Los cuchillos dejan en el aire sus cortes de sonido silbante, metálico y afilado, antes de incidir sobre cada uno de los alimentos produciendo un efecto sutilmente distinto. Solo los ingenieros de sonido saben cuánto trabajo hay detrás de cada sonido imperceptible que no interrumpe el mensaje del anuncio.

Se produce un momento de silencio.

Luego Guy da una palmada.

—Magnífico trabajo, Cal. —Ríe mirando alrededor—. ¿Qué os dije? ¡Así es como se hace, señores!

Me quedo con la boca abierta en una sonrisa repentina e incontrolable.

—Gracias. Oye, Guy, ¿podría irme ya? Tengo que ir a recoger a Rae.

—Claro. —Guy sonríe, me pone la mano en el hombro un momento y se levanta para irse—. Buen trabajo, Cal. Recuerda, mañana a las diez, Loll Parker estará aquí. Está deseando encontrarse contigo.

Son las 17.54. Una parada para Alexandra Park. Eso es lo que queda para escapar a las averías por hoy. A estas alturas, la consabida alarma de pasajeros me pilla por sorpresa.

El conductor del tren nos informa alegremente de que en el tren de delante han activado la alarma y que estaremos parados mientras ayudan a salir del tren a una mujer mayor que está indispuesta. Tengo once minutos para llegar a recoger a Rae. Estoy sentada en la punta del asiento, corro peligro de caer si el tren gira demasiado rápido. Me llama la atención una mujer en el asiento de enfrente, que hace una mueca. Sorprendida, asiento en respuesta.

Mi teléfono no tiene cobertura. ¿Qué harán si no consigo llegar a las seis?

Por suerte, sacan a la mujer mayor del vagón bastante rápidamente, yo me levanto y me sujeto a la barra el resto del trayecto, salto fuera del vagón en cuanto se abre el hueco suficiente entre las puertas y subo los escalones hacia el exterior a zancadas nada femeninas.

Vuelvo a consultar el reloj: las 17.59. No llegaré a tiempo. Además, empieza a llover. Aflojo el paso por la avenida mojada para no resbalar con mis sandalias. Una mujer con vestido y tacones corretea por delante de mí, con el mismo aspecto apresurado que yo. Lleva un móvil pegado al oído y grita: «¡Está sobre la mesa, Ian, mira bien!».

Son las 18.04. Me falta el aliento. Me duelen los pulmones. Subo la última cuesta, giro a la izquierda y allí, delante de mí, aparece la escuela. Paso a toda velocidad por delante de la verja de hierro del edificio victoriano de ladrillos rojos de al lado, que antes había sido una piscina.

La mujer que va delante de mí, y que claramente está más en forma que yo, ya ha llegado y ha pulsado el interfono de la gran puerta de madera, así que llego a tiempo de colarme antes de que se cierre.

Me acoge un olor tibio e infantil. En este momento el gran vestíbulo de recepción está vacío, pero todavía se percibe en el ambiente la perturbación causada por los veintiocho niños que se han ido hace poco. La mujer de delante ya ha recogido a un niño de aspecto quejumbroso y va de camino de la salida sin dejar de hablar por el móvil: «Pues mira en la impresora, Ian, a lo mejor lo dejé ahí». Me dirijo corriendo a la encargada de las actividades extraescolares, la señora Buck, que está colocando las mesas, e intento parecer convincente pidiendo disculpas.

—Lo siento…, es el primer día…, alguien accionó la alarma en el tren…, no volverá a suceder —balbuceo.

—No se preocupe —dice, mirándome tranquilizadoramente—. Rae está allí con la señora Ribwell, en la zona de dibujo.

A través de un arco de ladrillo, veo a mi hija en una zona decorada con dibujos infantiles. Una profesora está de rodillas delante de ella, hablándole atentamente.

—Hola, preciosa —la llamo.

Rae me mira sin sonreír. De hecho, parece de mal humor. Me abate el desaliento.

La señora Ribwell se da la vuelta. Estoy tan preocupada por la mirada de Rae, que al principio no la reconozco.

—Ah, hola. Qué agradable sorpresa.

—Ah, es que trabajo aquí. —Sonríe.

—¿Ah, sí? ¡Qué bien! —digo—. Rae estará contenta. Espero que se haya portado como una niña buena.

—Ah, sí. Nos hemos divertido mucho, ¿verdad, Rae?

Rae mira al suelo.

—Quiero irme —lloriquea, y empieza a dirigirse a la puerta.

—Lo siento —me disculpo.

—Adiós —dice la mujer.

Pero Rae ya ha salido, así que tengo que despedirme en su lugar.

—Y bien, ¿cómo ha ido? —pregunto cuando la atrapo fuera, salimos ya por la verja de hierro y caminamos por el lado de Alexandra Palace.

—Hannah se ha ido pronto —murmura—. Había quedado para ir a jugar a casa de Grace.

Se me encoge el corazón.

—Bueno, estas cosas pasan a veces —digo intentando que no se me note la compasión—. Tendrás que jugar con alguien más. Esa es la gracia de las actividades extraescolares: que coincides con muchos niños de otros grupos.

Cuando yo tenía cinco años, eso no me habría convencido, pero de momento no se me ocurre nada más que decirle.

—¿Cuando podré ir yo a casa de alguien? —pregunta en voz baja.

—Muy pronto, cariño, ya verás como sí —digo pasándole el brazo alrededor y odiándome por mi mentira—. Oye, ¿cómo se llamaba la señora con la que estabas hablando hace un momento? Ahora no me acuerdo… Me ha sorprendido tanto encontrarla…

—Señora Ribwell —contesta Rae—. Pero dice que cuando no haya cerca nadie más puedo llamarla Debs.

La cojo de la mano y recorremos la avenida que conduce a Churchill Road.

Los coches pasan rápidamente a nuestro lado. Hay mucho tránsito, pienso. Normal, son las seis en punto, la hora de más tráfico en esta calle. Alguna vez, cuando Rae y yo hemos intentado cruzarla volviendo del parque, nos hemos tenido que esperar tres o cuatro minutos.

Arrecia la lluvia, el asfalto mojado se vuelve resbaladizo. El tráfico es estruendoso, los coches pasan salpicando entre chirridos.

Y entonces, sin previo aviso, Rae se suelta de mi mano.

—¿Pero qué haces?

De pronto echa a correr. Me acude a la mente la imagen de los caballos de carreras que tenía una familia en uno de los campos de mi padre. Al final de la jornada, los miraba desde la ventana de mi cuarto en el momento de soltarles las bridas y dejarlos sueltos: brincando y levantando las patas, retando a cualquiera a volver a sujetarlos hasta el día siguiente.

—¿Rae? —la llamo—. Pero ¿qué haces?

No es que vaya trotando tranquilamente, como suele hacer. De hecho, está intentando correr, con sus pequeñas sandalias proyectadas hacia arriba.

—¡Rae! —la llamo levantando la voz. Acelero y la agarro por detrás, por la chaqueta—. Va en serio.

Los coches se deslizan a toda velocidad, haciendo caso omiso de la limitación de cincuenta kilómetros por hora; como yo, van locos por llegar a casa.

Rae se tambalea un poco al volverse.

—Eso está muy mal —la riño—. Es muy peligroso. Sabes que podrías caerte, y luego, ¿qué?

—¡No es justo! —se lamenta, apartándose un poco de mí—. Nunca puedo hacer nada.

Parece tan enfadada como desconcertada, y sus ojos echan chispas. Le pongo la mano en el hombro y me pongo de rodillas a su altura.

—Tienes razón, cariño, no es justo; pero no quiero tener que volver al hospital, y supongo que tú tampoco quieres, ¿verdad? Así que siempre, siempre, tienes que darme la mano por la calle, ¿vale?

Se encoje de hombros. Abro el bolso y saco el pastelito que me he llevado de Rocket.

—Lo he cogido para ti en el trabajo.

Rae abren los ojos como platos; lo agarra y le da un mordisco.

—Lo siento, mami —dice mientras vuelve a cogerme la mano.

—Yo también siento haber llegado tarde —contesto, y esperamos a un lado de la avenida a que se pueda cruzar.

Al llegar a la altura de la casa de Suzy, nos detenemos. Oigo a un niño que grita detrás de la puerta.

—Ah, eres tú —dice Suzy al abrir la puerta.

Nos abraza a las dos y nos invita a pasar. Rae se encamina directamente a la cocina para encontrarse con los niños.

—¿Cómo está? —susurra Suzy.

—Un poco cansada. Le costará unos días acostumbrarse. Ah, por cierto, no te lo creerás. Tu vecina de al lado, Debs, trabaja allí.

Suzy se vuelve, sorprendida.

—¿Ah, sí? No sabía que fuera profesora.

—Pues ya ves. ¿No te parece magnífico? Así Rae tendrá a alguien conocido en las extraescolares. Y espero que Debs la vigile especialmente, por el hecho de conocerla.

Suzy parece pensativa y asiente.

—Bueno, en realidad no es que la conozca.

—No… En fin, ya sabes a qué me refiero. Es vecina.

Suzy parece distraída y consulta el reloj.

—Bueno, ¿cómo ha ido el día? —pregunto—. ¿Bien?

—Sí —contesta distraídamente—. No he llevado a los gemelos a la guardería. Hemos hecho brownies.

—¿Te encuentras bien? —pregunto. Parece más apagada de lo normal. Algo baja.

—Ah, sí… No. Pensaba que a estas horas Jez ya habría vuelto. Se ha llevado a Henry a la piscina.

La miro.

—¿Ah, sí?

—Bueno, dice que a su edad Henry ya debería saber nadar.

Si Jez se hubiese molestado en ocuparse del asunto, a lo mejor el niño ya sabría, pienso.

—¿Qué? ¿Has decidido ya si irás al spa esta semana? —pregunto con pies de plomo, intentando calibrar su humor.

—Ah, no estoy segura. Jez va a pasar la semana por aquí: quizá vayamos a comer a Hampstead Heath, o algo así.

Asiento y espero.

Espero.

No me pregunta.

—En fin… —susurro—, Suze…

—¿Qué? —dice.

—El trabajo. Me ha ido genial.

—¿Ah…, sí? —Se vuelve para echar un vistazo a los gemelos, que están en la cocina.

—El estudio es increíble. Ojalá pudieras venir a verlo. Lo han decorado como una nave espacial, y hay unos lavabos…, he tardado cinco minutos en encontrar el jabón: estaba escondido debajo de un estante metálico impoluto… —Suelto una risa, pero no estoy segura de que Suzy me esté escuchando—. Y estaba hecha un flan. Pero a Guy le ha gustado mi trabajo. Y además, esto de volver al Soho… Oye, ¿cuál es el actor americano ese que…?

Se inclina y me toca el hombro.

—Qué bien, cielo. Ya te dije que lo harías de maravilla. Oye, tengo que preparar a los niños para acostarse. ¿Quieres quedarte y comer algo? Tengo unos restos de pollo en la nevera.

En ese momento me doy cuenta de que llevo rato oliendo algo. Era eso. Por debajo del aroma de comida de la cocina hay otro efluvio. Lo inhalo silenciosamente: orina. El tufo familiar de un pañal vaga por el vestíbulo, en el aire enrarecido por la respiración y el olor corporal de gente que ha estado encerrada todo el día en el mismo sitio. Suzy lleva otra vez la camiseta manchada de salsa. Tiene las mejillas sonrosadas y brillantes por haber estado cocinando y justo en el nacimiento del cabello advierto un leve rastro de sudor que le oscurece las raíces. Tras ella, al otro lado del vestíbulo, distingo un montón de juguetes desperdigados por la cocina. Ceras y bolígrafos sin tapa están tirados sobre las baldosas blancas de porcelana. Y la cocina… La cocina que ayer me parecía como sacada directamente de una revista de interiorismo, ahora me parece un poco ordinaria, después de la estética industrial a la última del estudio de Guy. La perspectiva varía como un calidoscopio ante mis ojos.

Peter viene hasta la puerta de la cocina y lo saludo con un gesto. Un hilillo de moco le cuelga de la nariz y él se lo limpia con la mano manchada de tinta.

No. No, quiero quedarme a comer nada.

—Suze, no sabes cuánto te lo agradezco, pero creo que Rae necesita un rato de tranquilidad —digo.

Y es verdad. Pero no menos cierto es que esta noche no quiero quedarme. Ya estuve aquí ayer noche, y anteayer, y también el día antes. Quiero ir a casa. Me apetece preparar un baño de espuma para mí y para Rae, y tener una charla con ella para acabar de convencerla de que vaya a las actividades extraescolares. Y luego pienso redactar algunas notas para mi encuentro de mañana con Loll Parker, y quizás tomar una copa de vino y depilarme las cejas.

Al pensar en las cejas, no puedo dejar de sonreírme.

Justo antes de la hora de salir, he abierto la pesada puerta metálica del lavabo de Rocket, con su V negra de granito en la puerta —de «Venus», hay una M de «Marte» en el de hombres—, y me he encontrado a Megan mirándose en el espejo.

—Magnífica promo —me felicita—. Guy está entusiasmado con tu vuelta. Hemos oído hablar mucho de ti, ¿sabes?

—¿Ah, sí? —Frunzo el ceño sin saber qué responder.

En lugar de decir algo, me quedo mirando cómo se aplica el lápiz de labios rojo, seguramente preparándose para una noche en el Soho.

—Tus cejas son fantásticas —comento, señalando la curva que enfatiza la mirada de sus grandes ojos azules.

—Gracias —dice alegremente—. La de la lavandería donde voy me las depila. Dice que el arco perfila mejor los ojos.

—¿Ah, sí? —murmuro sintiéndome culpable, y me paso el dedo por el pequeño ejército de pelos que ha avanzado por debajo de mis cejas—. Sí, bueno, las mías más que encuadrarme los ojos, creo que me los abriga.

Y eso es lo que me hace sonreír ahora en casa de Suzy.

Megan se ha reído.

No con la risilla pulcra que emite Suzy cuando hago una broma, seguida del comentario: «Muy bueno», como si se diera cuenta de que estoy bromeando pero no encontrara la gracia. Era la risa adecuada. Al principio hizo sonar el aire a través de la nariz; luego echó la cabeza hacia atrás para liberar su risa alegre y cálida y me tocó el brazo en un gesto afectuoso.

—Será magnífico tener otra chica aquí —ha dicho alegremente saliendo por la puerta—. Hasta mañana, Callie.

—¿Qué? —dice Suzy—. ¿Qué te hace gracia?

—Oh, nada, solo una cosa del trabajo; pero, oye, ahora que me acuerdo: Rae ha intentado salir corriendo por la acera esta tarde. Si alguna vez vas con ella, por favor, asegúrate de que la llevas bien cogida de la mano. Ha estado a punto de caerse.

—Siempre lo hago, cielo.

—Lo sé, gracias. —Le toco el brazo—. Y gracias por estar aquí mientras trabajo. La próxima vez que Rae vaya a casa de Tom, te haré de canguro para agradecértelo.

—Vale —dice, con aire todavía ausente.

¿Qué ha pasado con «genial», su expresión favorita? La miro. ¿Qué le pasa? No estará molesta por lo del spa, ¿verdad? Suzy y yo no nos hemos peleado en dos años. No hemos tenido esas discusiones ebrias y despreocupadas que yo y Sophie manteníamos sobre quién había dejado a quién fuera del piso la noche anterior sin querer, resueltas sonoramente por la mañana ante un tazón de cereales y con abrazos en pijama, sin habernos quitado siquiera el maquillaje antes de ir a dormir. No puedo arriesgarme a eso con Suzy. ¿Quién sabe lo que podría resultar de ello?

—En fin… —digo, procurando recordar que lo único que quiero es separarme un poco de Suzy ahora, no perderla definitivamente.

—En fin —contesta—, hasta mañana. Nos abraza a mí y a Rae, y cruzamos la calle hacia el portal de casa. Saco la llave, temerosa ya del lío de pijamas tirados de cualquier manera y tazones de desayuno que aguarda tras la puerta.

Me invade el cansancio. Rae también suspira, apoyándose en mí. Al menos le brillan las mejillas. Está claro que han cobrado un nuevo tono sonrosado. Le apoyo el brazo en el hombro y la hago entrar en casa. Mientras cierro la puerta a nuestras espaldas, miro la calle y veo a Suzy en la cancela de su casa, mirando ansiosamente hacia la avenida.

No. Eso no tiene nada que ver conmigo, me tranquilizo. Esta vez no. Y cierro la puerta.