Los niños llevaban ya una hora chillando.
Debs echó un vistazo al viejo reloj del vestíbulo. Casi las siete. ¿A qué hora se iban a dormir esos niños en domingo? ¿No tenían que ir al colegio al día siguiente?
—¡No quiero que me laves el pelo! —oyó gritar al mayor, y siguió un alarido largo y angustioso como si lo estuvieran torturando.
—¡Aguanta un poco, cielo! —replicó la americana a pleno pulmón—. Ya casi está.
Por los ruidos que oía, les estaban lavando el pelo a todos. Si no gritaba uno, era el otro.
Estuvo caminando por toda la casa para huir de todo el alboroto. Allen ni siquiera parecía notarlo, sentado en el salón, haciendo su crucigrama.
—Caray, diría que a esos niños no les gusta que les laven el pelo, ¿no? —dijo alegremente, y observó cuidadosamente la reacción de Allen.
—Hum —dijo él—. ¿Perdona, cómo dices?
—Los pequeños de al lado. Oye cómo gritan porque no quieren que les laven el pelo…
—¿De veras? —respondió él volviendo al periódico—. Cariño, ya sabes que estoy un poquito sordo.
Suzy se alejó frustrada. ¿Cómo podía no oírlo? Los aullidos angustiados brotaban por las paredes, como si arriba hubiera un niño y uno o dos más en el piso de abajo. Subió las escaleras para ver si podía evitar los ruidos y lo intentó en el lavabo de la parte delantera de la casa. No había diferencia. Al parecer, había un niño en el cuarto de baño de los vecinos y se oía el rugido de un secador de pelo.
Probó en la habitación libre. Parecía una buena idea. No compartía ninguna pared con la americana, y estaba lo más lejos posible del cuarto de baño.
No había pasado mucho tiempo en esa habitación. Era larga y estrecha, con una ventana de guillotina que daba al jardín, con su pequeño césped y su cobertizo. Una simple bombilla colgaba del techo. Daba la sensación de que aquella estancia no había sido muy utilizada. Los hijos de los Henderson se habían casado y se habían ido hacía mucho tiempo, según le habían contado, por tanto, para ellos esa también debió de ser una habitación libre.
Se sentó en la vieja cama de roble que habían rescatado de casa de la madre de Allen, y que tenía enfrente un armario de roble a juego. El colchón nuevo, recubierto con un plástico, crujió bajo su peso. Era una de las cosas de su suegra que se había negado a quedarse: el colchón donde aquella mujer estuvo durante veinte años, llamando a su hijo sumiso para que fuera arriba y abajo por ella.
Allen no discutió en absoluto los planes de Debs para el colchón.
Él mismo lo llevó al vertedero en su coche, apartando la vista de las manchas oscuras que se extendían entre las rayas descoloridas.
Debs hizo oscilar las piernas, golpeando los lados de una caja púrpura: «Miscelánea». Desde allí apenas percibía los gritos de los niños de al lado. Eso estaba bien. Permanecería allí hasta que pararan. Volviendo la cabeza, se puso a mirar el papel verde de la pared. A lo mejor podrían decorarla a tiempo para que Alison la ocupara en Navidades. Si es que su hermana aceptaba la invitación.
O tal vez Allen podría terminar mudándose a esa habitación definitivamente. Debs examinó esa idea: la comedia de Allen de acostarse con ella todas las noches como si fueran una pareja normal había de terminar algún día. Una noche, lo sabía, aparecería en el dormitorio con su pijama, como siempre, y diría «Buenas noches, cariño»; pero en lugar de meterse en la cama y volverse tranquilamente de espaldas, se marcharía gentilmente para refugiarse en ese cuarto.
Mientras pensaba en ello, el fogonazo familiar de un recuerdo irrumpió en su mente.
—Oh, no —gimió, meneando la cabeza para expulsarlo.
Pero era en vano. Ya estaba allí. Ella y Allen subiendo las escaleras del hotel, ella un poco achispada por el vino, Allen nervioso y envarado, y luego…
Debs levantó la cabeza al captar un ruido repentino.
Se levantó y miró alrededor por la pequeña habitación. Era un rugido áspero que se intensificaba por segundos, como un monopatín deslizándose por un pavimento rugoso.
El rugido adquirió volumen rápidamente, rompiendo en un gran estruendo sobre su cabeza.
—¿Qué demonios? —murmuró acercándose a la ventana. Parecía un avión, rugiendo y resollando sobre ella. Era como si hubiera surgido de ninguna parte y prácticamente hubiera aterrizado en su tejado.
Mirando a lo lejos por la ventana, en la parte de atrás de la casa, por encima de los tejados de los edificios alineados, en dirección a la gran antena de Alexandra Palace, no pudo creer lo que veía: un segundo aeroplano avanzaba hacia su casa, desde dos kilómetros de distancia aproximadamente.
Mientras miraba, el ruido volvió a empezar: un largo rugido que se fue haciendo más intenso a medida que el avión bajaba hacia la casa. Crepitando como un trueno, se acercó por Churchill Road y retumbó pesadamente sobre su cabeza.
—Allen —gritó, corriendo escaleras abajo y entrando en la sala de estar—. Hay aviones sobrevolando la casa: ¿los has oído?
Allen miró por encima de las gafas y frunció el ceño.
—Hum, no estoy seguro, cariño. En Londres hay aviones por todas partes.
—Ya lo sé, cariño; pero estos dos han… —Mientras lo decía el rugido volvió a empezar, y un tercer avión empezó a acercarse—. ¡Tres! —exclamó fuera de sí.
No era posible que estuviera tan sordo como para no oír eso, ¿verdad? Pero Allen se limitó a encogerse de hombros.
—No es peor que en King’s Cross. Me parece que esta noche estás que saltas.
Ah, era absurdo. Se fue de la sala de estar para encaminarse a la puerta principal, y en el último momento se acordó de recoger las cajas de cartón que habían dejado plegadas en el vestíbulo y que debía llevar al contenedor del reciclaje. Haciendo fuerza para cerrar la tapa negra, se irguió y levantó la cabeza. Un jumbo pasó por encima de su cabeza, sonando como si el piloto acelerara los motores en su honor.
¿De dónde habían salido? Desde que se mudaron el jueves no había oído un solo avión.
Cerró la puerta, penetró enérgicamente en la cocina y hurgó en el aparador de pino que habían dejado los Henderson hasta que dio con la guía telefónica. Volvió al vestíbulo y descolgó el auricular del teléfono.
—Esto no es normal, Allen. En serio, algo ha pasado —dijo gritando en dirección a la puerta abierta de la sala de estar.
Tardó un minuto en encontrar el número, luego estuvo esperando otros cinco minutos durante una larga sucesión de contestadores automáticos con menús sobre llegadas de vuelos y aparcamientos. Al parecer su consulta no encajaba en ninguna de las categorías preestablecidas, así que fue pulsando una y otra vez la opción «otras consultas», hasta que al fin consiguió que la atendiera una persona.
—Aeropuerto de Heathrow, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo una voz.
—Hola. Perdone, llamo para hacer una consulta sobre tráfico aéreo —expuso atropelladamente Debs—. Acabo de mudarme a Alexandra Park, en el norte de Londres, y de repente han empezado a venir aviones hacia mi casa haciendo un ruido totalmente desmesurado.
Al otro lado del teléfono se produjo una pausa.
—Señora, el norte de Londres está en el itinerario de los vuelos que aterrizan en Heathrow. Según el viento dominante, a veces los aviones pasan por Alexandra Palace.
—¿Cómo? Pero vinimos aquí muchas veces antes de mudarnos, y nunca antes había oído un avión; y ahora el ruido es terrorífico. Es como si pasara una autopista sobre mi cabeza.
—Bueno, muy de vez en cuando puede pasar por encima de su casa.
Mientras el hombre hablaba, otro avión rugió por encima de su cabeza.
—¿Oye eso? —exclamó—. ¿Lo oye?
—¿Que si puedo oír qué?
—¡Ese avión!
—Señora, trabajo en Heathrow.
—Muy bien, de acuerdo; pero quiero presentar una queja.
Se produjo un silencio.
—¿De qué quiere quejarse?
—De los aviones que pasan sobre mi casa.
—Eh…
Al final, el hombre dio a Debs una dirección y ella pegó la nota escrita con un imán en la nevera. Sería lo primero que haría al día siguiente.
Por lo menos, todo aquello la había distraído de los niños de los vecinos, pensó. Ahora hacían menos ruido; solo uno parecía todavía despierto, con su berrinche reducido a un quejido distante. Regresó a la habitación libre y se instaló, preparándose mentalmente para el siguiente avión.
Allen asomó la cabeza por la puerta al cabo de cinco minutos y la encontró con la cabeza envuelta en la almohada.
—¿Quieres una taza de té?
Ella lo miró y bajó la almohada.
—Allen, me da la sensación de que hemos cometido un error terrible. ¿No oyes esos aviones? Llevan media hora dale que te pego, sin parar, volando sobre nosotros a cada momento. Y eso no es todo: los críos de los vecinos se han pasado una hora chillando. Y eso teniendo en cuenta que la del otro lado todavía no ha llegado: imagínate cuando llegue y empiece a dar golpes por toda la casa y a tirar de la cadena y…
Allen entró en la habitación y se sentó junto a ella en la cama. Estuvo unos momentos sin decir nada y, en ese silencio, Debs fue consciente de sus propias palabras. Inmediatamente deseó haber mantenido la boca cerrada, poder tragarse sus protestas.
Finalmente, Allen le dio unas palmaditas en la pierna.
—Venga, amor mío, es que estás cansada por la mudanza. Baja y tómate una taza de té. A lo mejor hoy te convendría acostarte temprano.
Para él era fácil decirlo, estando medio sordo. ¿Cómo demonios podría dormir con ese cadena desaguando al otro lado de la pared? Y ahora, además, los aviones. «No me digas que no es real —habría querido gritar—. Los oigo».
—De acuerdo, cariño, buena idea —dijo, levantándose y siguiéndolo fuera de la habitación.
Mientras bajaba las escaleras se detuvo un instante.
En la casa de al lado reinaba un silencio total. Maravilloso, profundo silencio. Los críos debían de haberse dormido por fin.
En realidad no eran los niños, iba meditando mientras seguía a Allen escaleras abajo. El ruido de los críos no le importaba demasiado. Lo que no podía sufrir era que los niños gritaran y las madres no hicieran nada para pararlos. Al fin y al cabo, no era tan difícil.