Suzy abrió la puerta y entró en casa. Nada más cerrar, sus hombros se encorvaron y se ciñó la chaqueta.
Así que no era ninguna equivocación. Sintió que una bola de ansiedad se sacudía en su estómago como si estuviera en un ascensor ultrarrápido. Contuvo el aliento por un momento, tratando de contenerla. No se oía nada.
Al subir las escaleras sigilosamente para no despertar a los niños pasó junto a la foto ampliada de sus tres hijos colgada en la pared. Sintiéndose culpable, se volvió. Precisamente el otro día, Clara, la nueva mujer de la limpieza, le había comentado lo bonita que era esa foto. Suzy había asentido, guardando celosamente el secreto de la instantánea: la sonrisa de Henry era producto del Photoshop aplicado sobre la última de una serie de cincuenta fotos, la única en la que el pequeño no había salido llorando porque su padre no se había presentado en el estudio. El tráfico, se excusó Jez. Suzy no se lo acabó de creer. Sabía que, de todos modos, a su marido no le gustaba la idea. «Un poco hortera, ¿no?», rezongó cuando Suzy le dijo que había reservado hora para la sesión. Así que, en vez de salir la familia al completo, solo aparecían los tres niños. Por supuesto, ella también podría haber estado en la foto, pero le pareció que la imagen de una madre sola con sus tres vástagos tentaba demasiado al destino. Si se observaba más detenidamente, sobre la sonrisa —premiada por el fotógrafo, claramente al límite de la paciencia, con una chocolatina que, sin encomendarse a Suzy, extrajo de un cajón—, destacaban las mejillas enrojecidas.
Suzy terminó de subir las escaleras, recogió el teléfono inalámbrico que había dejado encendido junto a las puertas abiertas de los cuartos de los niños y pulsó la tecla para colgar la llamada a su móvil. Colgó también el móvil e inspeccionó rápidamente el sueño de sus hijos. El grito ahogado que había oído por el móvil en casa de Callie lo debía de haber hecho uno de ellos gritando en sueños. Se sentó con las manos en la cintura y meciéndose adelante y atrás. Callie. Oh, no. Callie.
La idea de los días y las tardes vacías que la aguardaban era más de lo que podía soportar en aquellos momentos. Para su vergüenza, solo para evitar quedarse sola había tenido a Henry despierto hasta las nueve, arriesgándose a provocar la rabieta que le cogía cuando estaba demasiado cansado.
¿Cuánto tiempo llevaba Callie planeándolo? Repasó mentalmente los últimos meses. Claro, ya se había dado cuenta de que su amiga se iba inquietando cada vez más, incluso antes de que Rae empezara el curso en septiembre. Por eso había planeado hacer tantas cosas juntas. Y cuando a Callie se la veía preocupada o desgraciada, Suzy había hecho todo lo que estaba en su mano para ser una buena amiga: la había escuchado, la había abrazado, la había hecho reír. Una vez, solo una vez, después de que llamara Sasha y dejara un mensaje insinuante en el teléfono de trabajo de Jez, mientras Suzy buscaba un bolígrafo en su escritorio, estuvo a punto de hablar a Callie de los problemas de su matrimonio, pero por la mirada de su amiga había entendido que no estaba en disposición de resistir mucha más tensión. Sabía instintivamente que Callie la necesitaba para ser fuerte. ¿En qué le había fallado?
Gimió quedamente. Ahora también tendría que lidiar con eso, además de soportar lo que pasaba con Jez.
Su marido, el enigma. Otra vez fuera, por cuarta noche.
El teléfono emitió un campanilleo. Lo cogió. Era un mensaje de texto de Vondra, que decía que había recibido su recado y que volvería a llamarla a las diez de la noche.
Suspiró. O sea, que ya era el momento.
Últimamente Vondra le había hecho muchas preguntas sobre sus relaciones con Jez. Eso la había alertado.
—¿Ya era así cuando te casaste con él? —le había preguntado delicadamente, mirando a Suzy por encima de una taza de té con los ojos llenos de comprensión, en un café Workers’ de King’s Cross.
—Sí —tuvo que admitir Suzy.
Todos los indicios estaban ya ahí de forma tan manifiesta que ahora le resultaba imposible negárselo siquiera a sí misma. Los padres de su marido, diplomáticos británicos que se desplazaban cada pocos años de Siria a Malawi o a Taiwán, habían dejado a Jez en un internado desde los siete años. Recordaba los relatos de las violentas aventuras vividas en esa escuela, escuchadas entre los brazos de Jez durante aquellos primeros meses en Colorado. Los fuegos en los bosques del internado en plena noche; ser colgado por las piernas de la ventana del dormitorio, y colgar a los compañeros. Meter a otros niños en cajas y dejarlos en un estante por ser «una nenaza». El ritual de cantar himnos antes de practicar extraños deportes de equipo de los que ella ni siquiera había oído hablar hasta la fecha. Todo se le antojaba sumamente estrafalario y exóticamente inglés.
Al trasladarse a Inglaterra, le dijo a Vondra, se dio cuenta de su error. Lo primero que la alertó fue la forma tan cortés y distante en que Jez hablaba con sus padres, que recibieron los intentos de acercamiento de la reciente esposa americana con una displicencia apenas disimulada e insinuaciones de que Suzy había arrebatado su hijo a alguna chica bien londinense llamada Arabella o Belinda. Y luego fueron los amigos del colegio y de la universidad, que hablaban con Jez utilizando un código secreto, elegante y mascullado, repleto de crueles bromas privadas. Suzy no tardó en comprender que su marido en realidad no tenía confianza con nadie. ¿De qué otra forma podía vivir durante tres meses en Hong Kong, y luego en Denver y luego en Melbourne? No. No había otra forma de verlo. Estuvo ahí, a la vista, desde el principio. Solo que ella había cerrado los ojos.
Ahora la bola de ansiedad se extendía tan rápido en su interior que tuvo que levantarse para tomar aire. Antes de poder detenerse, ya estaba corriendo hacia el cuarto de baño y abriendo la puerta del armarito. El paquete de maquinillas de afeitar que Jez guardaba en el estante, lejos del alcance de los niños, seguía allí inocentemente, en su cajetilla de cartón. Si cerraba los ojos, podía imaginar el corte agudo en la piel de los muslos y sentir el alivio de la bola de presión saliendo por la herida.
—Maldita sea —masculló.
Un pitido agudo llenó el silencio del cuarto de baño. Suzy notó la vibración de su móvil en el bolsillo de los tejanos y lo sacó. En la pantalla ponía «privado».
—Sí —contestó en voz baja.
—¿Suzy? Soy Vondra —dijo una voz femenina de timbre alegre con un leve acento jamaicano.
—Hola, cielo —contestó Suzy.
Se sentó en el inodoro. Bueno, lo había pedido y ahora iba a tenerlo.
—¿Estás preparada, bonita? —preguntó Vondra.
—Mmm —contestó Suzy, poniendo el brazo libre entre las piernas e inclinándose hacia delante.
—De acuerdo, me temo que no pinta muy bien. Lo esperé a la salida de Churchill Road. Suponía que giraría hacia la derecha, hacia la A10 en dirección Hertfordshire. Pero dobló a la izquierda en dirección al centro…
Suzy suspiró quedamente.
—¿Estás bien, querida? Escucha, lo seguí. Se dirigió al Soho. Dejó el coche en un aparcamiento NCP de Wardour Street y caminó hasta el Ellroy’s. ¿Lo conoces?
—No —dijo Suzy débilmente.
—Es un club privado de Frith Street. Ha entrado hace casi una hora y todavía no ha salido. ¿Qué más quieres que te diga?
Suzy hizo acopio de coraje.
—Ya sabes lo que quiero saber, Vondra.
—¿Sasha? Piensa que solo tengo la foto del sitio web de la empresa de tu marido. Pero hasta donde yo puedo ver, y ya llevo una hora aquí, está claro que no ha venido. Lo que no puedo asegurarte es que no estuviera ya dentro antes de que yo llegara.
Suzy recapituló los hechos. Solo había coincidido con Sasha en una ocasión, en una fiesta para los clientes a la que había insistido en asistir, pero la cara de la joven se quedó grabada en su memoria: largas pestañas; ojos de gacela que se quedaban demasiado fijos en Jez mientras hablaba, sin molestarse en volverse hacia Suzy; una coleta tersa y lustrosa que, juguetona, hacía girar suavemente alrededor del hombro bronceado mientras él hablaba; la boca redondeada casi en un puchero al sorber la copa de vino.
Eso Suzy ya lo había visto antes, en Denver. La clase de mujeres a quienes Jez gustaba (y había muchas de ellas) normalmente no se molestaban en disimularlo.
El muslo palpitó reclamando su atención. No, pensó. No desde la noche que descubrió que estaba embarazada de Henry, y nunca más desde entonces. Jez no la llevaría a eso.
—Bueno, querida, puedo quedarme aquí el tiempo que quieras. ¿Qué hago?
Suzy se quedó pensando.
—¿Hay habitaciones en el club? ¿Podrían pasar la noche allí?
—Creo que sí, querida —dijo Vondra.
La delicadeza de su voz conmovía a Suzy hasta las lágrimas. Sabía que Vondra había roto con un marido infiel y que su profesión era algo más que un simple medio de vida. La primera vez que Suzy la llamó, cautelosa y nerviosa, Vondra la escuchó durante media hora. En su cita en el café, Suzy habló durante dos horas, sintiéndose reconfortada por la amabilidad de su voz y su expresión preocupada.
—Suzy, ya sabes que estoy aquí por ti. Y me quedaré hasta que descubramos lo que queríamos saber.
Reflexionó por un segundo.
—De acuerdo, dale una hora más. A ver si ella aparece.
—De acuerdo. Suzy, una cosa más. He hecho comprobaciones en las cuentas corrientes, como me pediste… ¿Sabes algo de Flock Ventures?
—Eh… —dijo Suzy buscando en su memoria—. Me suena vagamente, pero… no, no lo conozco. Él no me cuenta nada sobre el negocio. ¿Por qué? ¿Es importante?
—Es posible, aún no lo sé con certeza —dijo Vondra—. De momento no hace falta preocuparse. Escucha, guapísima. Ahora tómate un buen baño de agua caliente y quédate tranquila. Llegaremos al fondo de todo esto y ya verás como todo va bien. Acuérdate de lo que te dije. Pase lo que pase, tú controlas la situación. —Elevó la voz rítmicamente, modulando la frase como un pastor en el púlpito—. ¡Y eso, querida, es justo lo que nos corresponde a las mujeres!
Cinco minutos más tarde, Suzy fue a cepillarse los dientes, con las palabras de Vondra resonando todavía en la cabeza. Alzó la vista hacia las cuchillas, luego escupió la pasta dentífrica en el lavabo, cerró la puerta del armarito y se acostó.
Encogió las rodillas e intentó cerrar los ojos. Pero la imagen de dónde estaba Jez, de lo que hacía en ese momento, le obligó a abrirlos otra vez de golpe, y un gemido involuntario surgió de sus labios.
Se sentó en la cama, se levantó y fue a mirar por la ventana de la habitación. Una luz tenue iluminaba la habitación de Callie.
Jez la abandonaba y Callie volvía al trabajo.
Avanzó a tientas por el corredor, se metió sigilosamente en la cama de Henry y acercó su pequeño cuerpo soñoliento al suyo en busca de calor.