9
Callie

—Si hago así, es como si fuera en avión.

Rae está sobre un bolardo del aparcamiento de la pista de hielo, con los brazos extendidos y la cara al viento.

Desde aquí hay una vista como desde el borde de un precipicio. Londres se extiende a nuestros pies, a nueve kilómetros de distancia; el Ojo de Londres y el Pepinillo son solo pequeñas miniaturas en la distancia.

Fue idea de Rae venir esta tarde a Alexandra Palace. Es su sitio favorito. Va casi chillando de satisfacción mientras marca concienzudamente los pasos de trote que le he enseñado por la explanada empedrada de delante del palacio. Me preocupa que se esté haciendo un poco tarde para andar por aquí. Los sábados por la noche, cuando se marchan las familias que vienen a la pista de hielo y al estanque de los patos, ocupan su lugar en el aparcamiento desierto grupos de muchachos que se instalan con sus perros en las escaleras de incendios del lateral del palacio, con la música saliendo a toda máquina de los altavoces de sus coches destartalados, y miran amenazadores a todo el que pasa por allí… Pero todavía hay luz suficiente, todavía me siento segura. Sobre nosotras, un bello cielo con reflejos plateados.

Camino detrás de Rae, vigilándola, como siempre. Corretea zigzagueando entre las farolas victorianas ante la fachada de ladrillo del palacio, contando los leones de las gárgolas de sus muros. Al llegar a unas puertas azules, de la altura de un gigante, me pide que la aúpe para atisbar por los cristales hacia el Gran Vestíbulo vacío. En algunos sitios no hay nada detrás. Los grandes arcos de las ventanas se levantan solitarios, como un escenario de película, y los pájaros revolotean a través de ellos; las entrañas del palacio fueron pasto de las llamas hace mucho tiempo. Es solo fachada, sin nada detrás. El interior quedó totalmente destruido por una catástrofe.

—¿Puedo mirar por ese, mamá? —dice, señalando un telescopio.

Normalmente, sabe que no podemos permitirnos gastar cincuenta peniques en caprichos así; pero hoy es un día especial. Me siento en el muro junto a ella y miro alrededor.

Hay niños en patinete que pasan gritando, seguidos de sus padres. Un cuervo negro arranca el vuelo desde los peldaños y se eleva sobre el parque.

Mi muro. El muro donde nos hemos sentado centenares de veces.

Mientras Rae gira el telescopio hacia un lado y otro, me viene a la mente aquel mes en que nos mudamos aquí desde Tufnell Park.

Es curioso. Entonces yo ni siquiera sabía de la existencia del palacio. La primera vez lo encontré por casualidad, no me daba cuenta, claro, de que había un edificio, y de que no era solo un parque. Después de pasar una tarde subiendo cuestas empinadas con el carrito de Rae, intentando escapar al dolor de la separación con Tom, llegué jadeando hasta la cima de la colina, y allí estaba. Esa vieja y hermosa carcasa de palacio, dominando la ciudad. Desde aquel día, aguantaba lo que podía en casa, hasta que las paredes se me caían encima, y entonces salía a la calle bruscamente, como un buzo que emergiera para respirar, arrastraba el carrito hasta aquí arriba y me quedaba sentada durante una hora, con Rae bien tapadita. No es que lograra escapar de la soledad. Incluso, cuando hacia donde yo estaba subían atletas a toda velocidad por las cuestas casi verticales, resoplando con las mejillas encendidas, o cuando paseaban ante mí nutridos grupos de personas con velos y turbantes que mostraban estas vistas de la ciudad a los familiares que habían ido a visitarlos, me sentía más sola que nunca en mi vida, aquí. Miraba hacia los edificios emblemáticos, que me parecían tan alejados como si volviera a estar en casa, en el campo de Lincolnshire, soñando con venir a Londres.

—Mamá…

Miro a Rae, que lucha con el peso del telescopio y parpadea constantemente tratando de enfocar.

—Aquí —digo, levantándome para ayudarla—. ¿Ves ese edificio que parece una gran caña de pescar? —digo, dirigiendo el telescopio hacia el oeste y sujetándoselo—. Esa es la torre del edificio de Correos.

—Mmm…

—Cerca de donde estaré yo el lunes, o sea, no muy lejos, en realidad.

Lo digo para darle tranquilidad; pero la verdad es que yo apenas me lo creo: que el lunes volveré al centro de Londres.

Rae se encoge de hombros. Salta al suelo y nos sentamos las dos en el muro.

—En el cole, Hannah y yo jugamos a que tomamos el sol. Nos tumbamos en el suelo e hicimos como que nos poníamos unas gafas de sol.

—¿Ah, sí? —Sonrío—. ¿Cuándo? ¿Ayer, cuando hacía sol?

—No, el día después de ayer —dice.

Suelto una carcajada. Es como Tom, con sus líneas de tiempo patas arriba. Desconcertada, Rae levanta la vista hacia mí. Se suma a la risa, satisfecha, de todos modos, por haber dicho algo gracioso. La miro. Es una lástima que no mucha gente vea reír a Rae. Tiene una risa nasal y apagada, como la del perro Risitas: empuja el aire a través de los dientes con un ruido de «ssssh, ssssh, ssssh». Le paso el brazo por detrás y la atraigo hacia mí.

—¿Y dónde estaba Henry?

—En el despacho del señor McGregor, por pegar a Luke.

—¿Ah, sí? —Me alegro mucho de que Rae quiera hacer amigos. Ahora, ella y yo estamos igual. Pero es curioso que Suzy no me haya contado lo de Henry.

—¿Y a ti, te pega?

—No. Henry dice que se casará conmigo.

De camino a casa, cogemos nuestra bolsa de patatas fritas del sábado por la noche y la compartimos caminando por las avenidas silenciosas. De noche por aquí todo se queda desierto. Las cortinas están echadas. Los niños dejan de chillar. Los perros ya no ladran. La oscuridad de los atardeceres de verano se ilumina con el reguero de las farolas que la gente suele tener en la puerta de casa, para ver mejor las llaves al entrar y dar la bienvenida a los visitantes.

Cuando nosotras llegamos a casa, no hay luz de bienvenida. Nuestro casero no la instaló y yo no tengo derecho a hacerlo. De todas maneras, tampoco es que tengamos muchos visitantes a quienes dar la bienvenida. Hago que Rae entre en casa deprisa e intento no darle más vueltas.

Sin encomendarse a nadie, Rae echa a correr hacia su cuarto. Parece que cada semana es capaz de hacer algo nuevo y más complicado; cosas de las que Tom y yo creíamos que nunca sería capaz. Ahora, ella misma se ciñe el cinturón del coche. Por la mañana ha cogido los productos de los estantes del supermercado y los ha metido en el carrito. Esta noche, quiere dedicarse a algo que últimamente le encanta: prepararse para acostarse; mientras, me sirvo una copa de vino de la segunda de las magníficas botellas que he comprado de oferta, una para la vecina de enfrente y otra para Suzy, que pasará por casa más tarde.

—¡Mami, ya está! —grita Rae desde su habitación.

Voy a su dormitorio y la encuentro sentada en la cama, con las luces de colores todavía encendidas y su libro favorito del Doctor Seuss preparado para mí sobre la colcha bordada con princesas que Suzy le compró por Navidades. Rae me mira con aire desafiante. Ha vuelto a ponerse una camiseta de Tom, sobre la que se derraman sus rizos. Tiene un cajón lleno de pijamas y camisones, pero se empeña en desvalijar los armarios de Tom cada vez que va a su casa en Tufnell Park. Hoy luce una vieja camiseta roja de los Clash que le cuelga de los hombros. La imagen de Paul Simonon machacando un bajo sobre el cuerpecillo de Rae me estremece. Me viene a la memoria el recuerdo de Tom con esa camiseta en una canoa de Camden; de su cuerpo en ella, húmedo y acalorado después de bailar entre la gente; de cómo me miró con sus ojos soñolientos y tranquilos, y me atrajo entre sus brazos; de cómo me quedé quieta, con los labios sobre el vello de su piel quemada por el sol, a salvo de los empujones del gentío.

He intentado convencer a Rae de que se ponga algo que abrigue por la noche pero me he dado cuenta, por su cara, de que no piensa hacerme caso. Así que no puedo evitarlo. Me inclino sobre ella y hundo mi cabeza en la camiseta por un instante, solo para avivar el recuerdo. Rae me besa la cabeza y me abraza.

—Te quiero —digo, le devuelvo el beso y cierro la luz de la habitación.

Se gira y, antes de que yo salga de la habitación, ya está dormida.

Las noches de sábado son las peores. Antes, antes de Rae, las esperaba ansiosamente después de pasarme el día durmiendo para recuperarme de la larga semana de trabajo. Tom y yo, como vampiros, emergíamos al anochecer de un revoltijo de sábanas, periódicos y piernas, para empezar la noche por Islington, el Soho o Camden, según adonde iban los diferentes amigos. A él le bastaba con unas pocas horas de sueño. Entonces esos extraordinarios niveles de energía que desplegaba en los trances más tortuosos de la semana volvían a ponerse a tope. Tom nos arrastraba a mí y a todos los demás durante las largas horas de una noche que podía acabar en un club de Camberwell o en la playa de Brighton. Con él nunca se sabía. Solo sabías que la semana había finalizado, por lo que a él respectaba. Una etapa terminada, celebrada, bebida, bromeada, gritada, reída y finalmente dejada atrás; todo dispuesto para un nuevo amanecer el lunes.

Ahora temo la noche del sábado. La temo.

Miro por mi ventana. Nada en Churchill Road indica diferencia alguna con la noche del viernes o la del lunes. Pero yo sé que es diferente. Sé que tras esas cortinas hay parejas sentadas en el sofá, hombro con hombro, pierna con pierna, viendo una película en DVD; otros ya se han ido a pasar una noche con los amigos en esta ciudad que siempre he querido, pero que ya no conozco.

Una vez que Rae pasaba el fin de semana con Tom, por desesperación, propuse a Suzy que fuéramos al Soho el sábado a tomar algo. Pero ella dijo que no podía dejar a Jez solo con los niños y que tampoco se fiaba de dejarlos con un extraño que los cuidara. Así que nada de ir al Soho con Suzy.

Doy vueltas por la casa ansiosamente.

¿Dónde demonios está Suzy? Tenía que haber llegado a las nueve, y ya son las diez menos veinte.

Ya voy por la segunda copa de vino. Vuelvo a tomar un trago, demasiado rápido.

La reacción de Suzy a la noticia es lo que más me ha preocupado durante toda la semana. Porque las dos sabemos que la dejaré sola. Nunca le pedí que se mantuviera al margen de los padres del colegio que me han vuelto la espalda tan descaradamente, pero ella lo ha hecho igualmente. Así que ahora, por mi culpa, no tendrá a nadie con quien patinar o nadar o tomar un café y charlar en este rincón solitario de la ciudad durante esos días laborables que se alargan hasta el infinito.

Recuerdo muy bien cómo es eso.

Suzy me dijo una vez, poco después de llegar, que Jez pensaba que quizá se había equivocado al abrir la asesoría de comunicaciones en Londres. Entonces, Rae y yo íbamos al Northmore cada pocas semanas para que le hicieran todos los análisis y reconocimientos necesarios para la segunda operación, la principal, antes de empezar a ir al colegio. La idea de tener que volver del olor áspero del hospital sin contar con los brazos recién encontrados pero acogedores de Suzy, que me esperaba al otro lado de la calle, me lanzó a una noche de sueños angustiosos, en los que mi nueva amiga, cuya amistad agradecía como agua bendita, ya se había ido y en su casa habían instalado un fish-and-chips.

Vuelvo a mirar el reloj: las 21.41. ¿Dónde se habrá metido? Dejo el vino y voy a mi cuarto para darle vueltas al guardarropa, con la vana esperanza de encontrar algo que ponerme para ir el lunes al trabajo. Recuerdo con pesadumbre cómo hace unos años, cuando supe que Guy no estaba dispuesto a seguir prorrogando mi eterna baja de maternidad, hice limpieza en los armarios: autocastigo indumentario, por así decir. Después de amontonar con tristeza sobre la cama la ropa de trabajo cuidadosamente elegida, para venderla en eBay, solo me quedaron en el armario unas cuantas pilas de ropa, camisetas, tejanos, blusas y un abrigo acolchado: nada apto para un estudio de diseño del Soho, donde la imagen lo es todo; ropa adecuada para el parque infantil.

Echo rápidamente el cálculo de cuánto me manda papá para las clases de natación de Rae. Me lo puedo gastar mañana en Brent Cross para comprar algo que ponerme; luego ya lo repondré con el dinero del primer sueldo. No creo que sea nada malo.

Cuando pienso que el lunes volveré al estudio de Guy, siento el estómago como si estuviera montada en una montaña rusa. Tocan el timbre del interfono. Suzy. Gracias a Dios. Expulso ese pensamiento de mi mente y abro la puerta.

—Hola, cielo. No puedo quedarme mucho tiempo —proclama, entrando a toda velocidad—. Resulta que Jez ha metido a Peter en la cama sin ponerle la pomada para los eccemas.

—Oh, no: avisa a la policía —digo siguiéndola hasta la cocina.

Me da un puñetazo de broma en el brazo.

—Calla.

—¿Una copa de vino?

Asiente y me indica la medida de media copa mientras le sirvo. Al moverme por la cocina, siento que mi cuerpo está rígido y tenso, anticipando su difícil cometido.

—¿Y bien…? —dice, mirando distraídamente el teléfono móvil—. ¿Qué pasa?

—Suze —digo, alargándole la copa—, hay algo que quiero decirte desde hace días…

Me mira asustada.

Tomo aire.

—Vuelvo a trabajar, el lunes. En el estudio de siempre.

Se encoge un poco de hombros y se tapa la boca con la mano. Luego desliza la mano hacia arriba, hasta taparse los ojos.

—Lo siento… —digo frunciendo el ceño—. Lo necesito.

De repente, la oigo aspirar por la nariz.

¿Qué hace?

Vuelve a aspirar.

—¡Suze! —exclamo—. Solo será un proyecto de tres semanas, para ver si todavía soy capaz, y el fin de semana estaré libre y…

Levanta la cabeza. Tardo un momento angustioso en darme cuenta de que sonríe.

—Ya lo sabía, cabrona —dice, dándome otro golpe juguetón—. Me lo dijo la vecina de al lado.

Hace un mohín acusador, para recalcar lo horrible que es eso.

Yo ya me doy cuenta.

—Oh, Dios, lo siento. No tengo ni idea de por qué se lo conté.

—Eh —dice—, no pasa nada. Me alegro mucho.

—¿De verdad?

—Por supuesto. Me parecía que andabas un poquito baja de ánimos. Pero ¿y Rae?

—Hará actividades extraescolares.

—¿Ah, sí? ¿Qué ha dicho Tom?

Esbozo una mueca.

—Imagínatelo.

—¿Quieres que cuide yo de ella? —dice.

Ella sabe mejor que nadie lo duro que me resulta dejar a Rae.

—Te lo agradezco —digo, dejo la copa y le doy un abrazo—. No sé qué haría sin ti —añado, intentando obviar la hipocresía de mis palabras.

—Oh, no hay de qué.

Después de más de dos años aquí, Suzy no ha dejado de contestar al estilo americano a cada uno de los «gracias» que recibe; a veces me entran ganas de decirle que deje de hacerlo, pero al final siempre me callo.

—Sé que tú harías lo mismo por mí.

Por algún motivo no me quedo tranquila. Tengo la impresión de que le debo algo a Suzy. Tengo que meterme donde no me llaman.

—¿Nunca has pensado en hacer algo ahora que los niños van a la guardería: trabajar, estudiar o algo así?

Me doy cuenta de que no recuerdo a qué se dedicaba Suzy antes de tener hijos. Creo que conoció a su marido cuando tenía un contrato temporal en la empresa en la que trabajaba Jez.

Le cambia la cara.

—No —contesta—. Oh, Dios, no. En serio. Quiero estar en casa con los niños, Cal. Para mí es importante.

Me acude a la cabeza la imagen de Rae saliendo de clase el próximo lunes, no para saltar a mis brazos, sino para meterse en una cola de niños agotados que marcha detrás del profesor de extraescolares y meterse en otra clase llena de ruido caótico y bacterias infantiles, donde aguardarán a que los padres salgan del metro para recogerlos a las seis de la tarde.

—Bueno, no te preocupes por mí y vamos a celebrarlo —dice Suzy, alzando la copa—. Buena suerte, y ya sabes que te echaré de menos.

De repente ya no me apetece el vino. Suzy me mira burlonamente.

—¿Qué te pasa? Estás nerviosa por la vuelta.

—Muchísimo.

De hecho, me siento herida, aunque no sé muy bien por qué.

Vuelve a mirar la pantalla de su teléfono móvil.

—Ay, Señor, seguro que Jez no encuentra los pañales. —Cuatro minutos, calculo. Todo un récord. La botella de vino sigue en la encimera, a más de la mitad—. Tengo que irme. Escucha, llámame si necesitas hablar con alguien. Y, oye, nada de estar nerviosa, sé que lo harás de maravilla.

No, no lo crees. No tienes ni idea de si lo haré de maravilla o no, porque en realidad nunca hemos hablado de mi trabajo. Ni siquiera estoy segura de que sepas qué es un ingeniero de sonido y no te imaginas lo que me costó llegar a serlo, porque nunca me lo has preguntado.

Pero la abrazo de todos modos, porque soy consciente de que he de estar agradecida de que le importe lo suficiente como para decirlo.

De camino a la salida, se vuelve.

—¿Y ella? ¿Cómo es?

—¿Quién?

—La vecina de al lado.

—Muy amable, de hecho. Cuando nos íbamos le dio un juguete a Rae, ya te lo contaré. Y voy a pedirle que me preste algún libro; tiene centenares.

—Supongo que debería invitarla a tomar café —murmura Suzy.

—Ya veo: apenas falto cinco minutos, y ya me sustituyes —digo intentando sonar graciosa.

—¿Crees que le gustarán los spa? —me pregunta con un guiño burlesco. Si yo hiciera eso, parecería tonta; cuando lo hace Suzy, parece una modelo en un reportaje de Vogue, con su media melena rubia de hada, sus pestañas largas y pálidas, y sus labios carnosos y sexys.

Me quedo mirándola desde el umbral.

Me asalta una extraña sensación. Como el sentimiento que describe la gente cuando presiente que su relación de pareja está a punto de romperse. Mientras Suzy cruza hacia su acera, tengo ganas de gritarle que no, que no iré a trabajar, que la semana que viene estaremos en The Sanctuary, boca abajo, con aceite de sándalo y de loto en la piel.

Pero no. Tengo que dejar que se vaya, solo por un tiempo. Ha llegado el momento.

Me quedo mirándola fijamente mientras cruza la verja. Se abre la puerta de su casa y desaparece.

Miro hacia arriba. El cielo plateado se ha ennegrecido. La brisa me hace tiritar. El pronóstico meteorológico anunciaba lluvias.