7
Debs

Eran las once en punto cuando sonó el timbre de la puerta. Debs, en su dormitorio del piso de arriba, levantó la cabeza sorprendida. ¿Quién llamaba? ¿Quién sería, un sábado por la mañana? ¿Se había desconvocado el partido de críquet de Allen?

A esas horas, el sol entraba en la cocina y proyectaba imágenes láser de las motas de polvo. Una vez Debs había tendido la mano para tocar una de esas imágenes y había visto danzando entre sus dedos partículas de piel y pelo pertenecientes a personas que habían dormido allí en momentos diversos de los últimos cien años.

Al final, una vez que logró conciliar el sueño a las tres, no había dormido del todo mal. Excepcionalmente, el pensamiento de la joven Poplar no la había mantenido en vela. Allen, en su pijama verde de cachemira, había pasado la primera parte de la noche en su lado de la cama, pero después fue rodando hasta invadir el otro lado. Ella había pensado que al mudarse a la nueva casa tal vez abandonaría esa costumbre, pero de momento no había indicios de cambio.

La cadena del retrete de al lado se oyó una vez y ya no volvió a oírse más en toda la noche. Eso sería soportable, pensó Debs. Tendría que esperar y ver. En Hackney, durante tres años no había oído a su vecina de arriba. Hasta que un día la oyó abrir la puerta, oyó sus tacones por las escaleras. Y ya no paró de oírla.

Dándose friegas en el cuello agarrotado y dolorido, Debs hizo un esfuerzo por levantarse y salir de la habitación, recogiendo por el camino la última caja amarilla, con la etiqueta «Allen». Ahora el cajón de los calcetines de Allen estaba lleno de pares de calcetines grises y marrones que seguían desprendiendo cierto olor a pie, o a zapato, a pesar de estar lavados. Esa era una de las cosas más curiosas que descubrió al convivir con un hombre por primera vez: los olores extraños.

La caja vacía que llevaba por delante del cuerpo le reducía el campo visual. ¡Auh!, gritó cuando sintió el impacto de un borde duro contra su rodilla y cayendo a un lado, contra la pared, con tiempo apenas para extender la mano izquierda. Una punzada atroz le recorrió el brazo y atravesó sus hombros hasta el cuello dolorido. «Aauh», gimió. En ese momento, demasiado tarde, recordó las últimas palabras de Allen antes de salir de mañana para Barnet, donde estaba el club de críquet: «Te he dejado otra caja abierta en la puerta del cuarto de baño, cariño».

Mientras bajaba las escaleras iba frotándose la rodilla lastimada con una mano, mientras con la otra se agarraba el cuello, que le había dolido toda la noche. Justo lo que le faltaba, una rodilla herida, también.

El timbre volvió a sonar. ¡Oh, por el amor de Dios!

—Ya voy —gritó Debs al llegar al vestíbulo.

El sol de la mañana rebosaba a través de los vidrios de colores del rosetón de la puerta principal, creando un arco iris de rojos y rosas en el espejo del anticuado perchero legado por la madre de Allen. El mueble estaba primorosamente tallado con trenzas y pliegues, y tenía perchas para paraguas grandes, colgadores para sombreros y estanterías para Dios sabe qué. La madre de Allen había dejado a su hijo montones de cosas que desagradaban e incomodaban a Debs, como el reloj de caja, que ahora colgaba enfrente del perchero, o el aparador chino de la sala de estar, que sobrecargaba la habitación con sus puertas siniestras de caoba y los estantes vacilantes del juego nupcial de porcelana Burleigh de los años treinta, con casi todas las piezas marcadas por una red de grietecillas marrones. Era como tener la presencia de la madre de Allen rondando entre ellos, lanzando reproches a su hijo desde todos los rincones.

Inspiró profundamente.

—¿Sí? —dijo a través del cristal.

—Eh… ¿hola? —dijo una voz desde el otro lado.

Era una mujer joven. Parecía nerviosa.

—¿Qué quiere?… —gritó de nuevo Debs.

—Mmm… Yo solo… solo… mmm…

Debs atisbó por la mirilla. Una mujer de cabello rubio que formaba largos y suaves tirabuzones permanecía en la puerta con una niña que tenía el mismo aspecto que ella, pero con el pelo algo más claro y con los ojos más oscuros. Llevaba un plato cubierto con papel de aluminio y una botella. ¡Oh, no!

Debs abrió la puerta, sintiéndose fatal.

—¿Sí? —dijo débilmente y meneando la cabeza.

—Hola —saludó la mujer. Parecía insegura—. Soy Callie, vivo en la casa de enfrente, al otro lado de la calle.

—Ah. Sí… —dijo Debs.

—Perdón… ¿se encuentra bien? —preguntó la mujer, al ver que Debs se frotaba la rodilla.

—Ah, sí. Es que me he caído y me he hecho un poco de daño —respondió Debs.

—Quizás he venido en mal momento —comentó la desconocida.

Sí, pensó Debs. En efecto, un mal momento.

—Pensé en traerle esta lasaña y un poco de vino para darle la bienvenida a la calle. Vivo en la casa de enfrente, con Rae.

Debs las miró de arriba abajo. ¿Habría alguna posibilidad de limitarse a coger la comida y cerrar la puerta?

¿Qué es lo que Allen esperaría que hiciera? Consideró la situación.

—¡Oh, qué amable! —dijo haciendo un esfuerzo—. ¿Quiere pasar?

La cara de la joven se iluminó.

—Gracias, me encantaría. Será solo un momento.

Debs las invitó a pasar, sonriendo a la niña. La mujer, Callie, estaba muy delgada, advirtió; llevaba tejanos, un blusón bordado y sandalias. Se parecía a esas niñas naturalmente delgadas y de huesos pequeños que a Debs le daban tanta rabia cuando iba al colegio. Cohibida, se bajó el suéter largo del ejército sobre las caderas generosas. La niñita llevaba un vestido de verano muy ligero que revelaba una piel color masa de pan.

—Por cierto, me llamo Debs. Bueno —dijo Debs, intentando contener el temblor de manos al tomar los presentes de Callie—, ¿quiere una taza de té?

—Bueno… gracias, si no es molestia… —dijo Callie echando un vistazo a los montones de cajas.

—Claro que no —dijo Debs, guiándolas hacia el interior de la casa—. Pero permítame un momento para buscar las cosas. Todavía está todo patas arriba. ¿Hace mucho que vive aquí, Callie? —preguntó, mientras ponía a hervir el agua y bajaba la tetera de una estantería.

Esa táctica solía funcionar. Si hacía preguntas a la gente, normalmente se ponían a hablar de sí mismos y la dejaban en paz.

—Unos dos años y medio —respondió Callie con una sonrisa.

—¿Y es usted de por aquí?

Callie meneó la cabeza.

—No del todo. O sea, no. Antes vivíamos en Tufnell Park. Pero, eh… —Miró a Rae y se encogió de hombros—. Bueno, aquí hay muchas zonas verdes. ¿Y vosotros? ¿De dónde venís?

—De Hackney, querida —contestó Debs mientras ponía las bolsitas de té en la tetera—. En realidad, Allen y yo acabamos de casarnos… —Miró a Rae y parpadeó al ver que la niña prestaba atención. Debs se dio cuenta de que la cría la miraba como preguntándose con cierto desagrado cómo le sentaría el traje de novia a esa señora mayor.

—Ah, ¡felicidades! —exclamó Callie—. ¡Qué bien!

—Gracias —dijo Debs, acercando la tetera al hervidor. Oh, no: ahora le haría preguntas sobre la boda, algo de lo que Debs no hablaba con nadie—. ¿Y usted, querida? ¿A qué se dedica?

Callie la miró sorprendida y de repente soltó una carcajada.

—De hecho, es gracioso que me lo pregunte. Hace unos años trabajaba como ingeniera de sonido; me encargaba de los efectos sonoros de anuncios y películas. Pues resulta que el lunes volveré al trabajo después de varios años y…

No había forma de evitarlo. Debs advirtió que el temblor de sus manos se incrementaba. Intentó dejar la tetera sobre la encimera al sentir que se le escurría entre los dedos; pero fue demasiado tarde.

La tetera golpeó el suelo con estrépito y los fragmentos salieron despedidos en todas direcciones.

Se produjo un silencio lleno de aturdimiento.

—Lo siento mucho —dijo Debs mirando la cara de susto de Rae—. Cielos, qué estúpida. ¿Qué dirá Allen? Era la tetera de su madre.

Debs sonrió, sentándose a la mesa. Callie parecía apurada.

—Lo siento, ha sido culpa mía, por distraerla. Deje que la ayude.

—¡No! —dijo Debs en voz más alta de lo que se había propuesto. Y añadió, haciendo lo posible para no dejar la sensación de un grito—. Por favor, déjelo. Disculpe. Es que estoy muy cansada por la mudanza.

—Claro, hemos sido inoportunas, lo siento —se disculpó la joven, azorada—. Si acaso, ya vendremos en otro momento, cuando estén bien instalados.

—Por supuesto —dijo Debs—. Si no le importa volver en un par de días, cuando ya esté todo desempaquetado, tomaremos una taza de té como es debido.

Solo que entonces estaría alerta. Y no respondería al timbre.

—Bueno —dijo la joven con un leve temblor de voz—. Disculpe la impertinencia, pero he observado que tiene muchos libros…

—Ah, sí —contestó Debs, recelosa—: demasiados. Allen siempre me dice que me deshaga de algunos, pero yo les tengo mucho apego.

—Es que hace años que no leo un libro. Tengo que recuperar el hábito. Me preguntaba… —la joven hizo un gesto de nerviosismo— si alguna vez podría echarles un vistazo.

¡Santo Dios! ¿En qué se estaba metiendo Debs?

—Mamá…

Llegó un gimoteo desde el vestíbulo. Fueron a mirar y vieron a la niña ante la puerta principal.

—Quiero ir a casa.

—Lo siento —dijo Callie—. Será mejor que nos marchemos. Hoy Rae está un poco cansada.

—Bueno, ha sido muy amable al traer la lasaña —dijo Debs aliviada, siguiéndola por el vestíbulo—. A Allen le gustará probarla, cuando vuelva del partido de críquet.

Debs se detuvo junto a la puerta y miró a una caja que había a sus pies, marcada con el verde de «desván». Se le ocurrió una idea.

—Rae, ¿verdad? ¿Te gustan los muñecos, querida?

La niña asintió.

—¿Quieres este? —Debs sacó de una caja un muñeco horrible que figuraba un reno de Navidad con los cuernos caídos y una borla color rojo carmín por nariz—. Era de la mamá de Allen. Lo hizo ella.

Rae tomó el muñeco sin decir una palabra. Lo colocó sobre su mano con una sonrisa y levantó los ojos hacia Debs. Sin previo aviso, hizo subir el muñeco por los brazos de Debs y lo estampó contra su nariz.

—¡Rae! —la reprendió Callie.

Debs inspiró profundamente.

—¡Oh, Dios! —murmuró.

—Lo siento muchísimo —se disculpó Callie—. Rae, ¿qué has hecho? Tú no eres así. Normalmente se porta bien. Rae, pide perdón.

—No —dijo Rae, mirando a Debs con hosquedad.

—No sé qué decir —dijo Callie—. Lo lamento mucho.

—Oh, no se preocupe. Seguro que ha sido sin querer.

—Bueno, lo siento —repitió Callie cogiéndole el muñeco a Rae y devolviéndolo a la caja—. Cuando lleguemos a casa hablaremos de esto. Y gracias otra vez.

Debs se despidió con un gesto y cerró la puerta.

—Oh —gimió, dejándose caer al suelo con la espalda pegada a la pared. Sentía los muslos lastrados por una pesada carga. Volvió a frotarse la rodilla lastimada, el cuello lastimado, la nariz lastimada. El horrible muñeco volvía a estar en la caja, burlándose de ella con sus ojos de botón.

Lo que había pasado no era grave. No era la primera vez que conocía niñas como esa y sabía cómo tratarlas.

Para cuando Allen regresó del partido de críquet, a las tres de la tarde, ella ya se había repuesto. La mayor parte de las cajas verdes estaban arriba, para que Allen las guardara en el desván mientras ella iba clasificando más libros.

—Cariño, ¿tienes un momento? —gritó él desde el jardín.

«¿Qué querrá ahora?», pensó Debs.

Salió y lo encontró hablando con la americana de la casa de al lado y con un hombre de cabello oscuro y ondulado peinado hacia atrás. El hombre se alzaba con su altura imponente junto a Allen; tenía la mandíbula angulosa y los ojos semicerrados y cansados. Se le humedecieron las palmas de las manos.

—Cariño, estos son Suzy y Jez, los vecinos de al lado —dijo Allen—. Ahora me explicaban que el jueves es el día de recogida de la basura y el reciclaje.

—¡Ya nos hemos visto antes! —dijo Suzy saludando a Debs—. Eh, ¿cómo va todo?

—Muy bien, gracias.

—Debs, te presento a Jez. —Suzy señaló a su marido.

Era tan guapo que a Debs le costaba mirarlo. Nunca miraba directamente a la cara a los hombres como él, por si acaso, por un segundo fatídico, se les ocurría pensar que pretendía coquetear con ellos; la idea de su desprecio le resultaba más insoportable que la ceguera total hacia su presencia.

—Hola —saludó el hombre.

Era inglés, con una voz recia, nítida y profunda. Jez le dirigió una sonrisa cortés, sin apenas reparar en ella.

—Tienen que venir un día a casa a tomar el té —dijo la vecina—. Invitaré también a Callie: vive enfrente, al otro lado de la calle.

—Ah, sí —dijo Debs—. La joven que se dedica a los efectos de sonido.

—¿Efectos de sonido? —se sorprendió Suzy—. Ah, no. Antes sí…

—Sí, bueno…, creo que dijo que volvería a trabajar la semana que viene —dijo Debs. ¿Por qué no la dejaba en paz toda esa gente? ¿Otra vez volvía a sentirse incómoda?

La cara de la mujer cambió levemente.

—No creo.

Debs la miró.

—Vamos, cariño —dijo Allen—. Ha sido un placer conocerles —añadió dirigiéndose a Suzy.

Al llegar a la verja de su casa, la pareja se volvió hacia ellos y el marido saludó cortésmente con la cabeza.

—¿Todo bien, amor mío? —preguntó Allen.

Debs le dio un beso en la mejilla.

—No ha ido mal. Me he caído y me he hecho un poco de daño en la rodilla, pero ahora ya no me duele mucho.

—Oh, querida. —Allen le acarició el brazo.

Mientras Allen se inclinaba para dejar la bolsa de críquet en el suelo, Debs divisó un pequeño fragmento de la tetera Burleigh, también en el suelo, junto a la puerta del sótano. ¡Santo Dios! Debió de caerse por un agujero de la bolsa de plástico que había bajado al sótano para esconderla bajo las tablas del piso. Caminó apresuradamente, antes de que él se levantara, recogió el pedacito de porcelana y se lo guardó en el bolsillo del pantalón.