6
Suzy

Suzy se despertó sobresaltada.

Algo iba mal.

—Mami… —musitaba Henry.

Se dio la vuelta y atrajo el cuerpo de su hijo hacia sí.

—Tranquilo, cariño, no pasa nada —dijo, aunque ella misma no estaba del todo segura al respecto.

Levantó la cabeza de la camita de madera de Henry, donde había estado acostada con sus largas piernas encogidas, y miró al reloj del conejito que colgaba en la pared: las orejas estaban puestas para sonar a las siete de la mañana. La cara indicaba las tres menos veinte de la madrugada.

Se dio la vuelta y se incorporó en el lecho.

—¿Jez? —gritó en la oscuridad de la noche.

Nada.

Poco a poco, se despegó de Henry hasta poder salir de su cálida camita. Se puso una chaqueta de lana sobre el pijama y, procurando no hacer ruido, bajó las escaleras hasta el vestíbulo, donde una lámpara continuaba cumpliendo su cometido de esperar a que Jez regresara: nada, sus zapatos y su abrigo no estaban. Todavía andaba por ahí, pasando la noche del viernes con Don Berry. Era la tercera noche que pasaba en la ciudad desde su llegada de Vancouver el lunes.

Volvió a subir sigilosamente y se sentó en el rellano. Si miraba hacia arriba, hacia el techo del segundo piso, y luego hacia abajo, ese era el lugar donde disponía de más espacio. ¡Dios, cómo necesitaba espacio!

Cerró los ojos y evocó una imagen de su tierra: marchando por la pradera, a través de los abedules y los enebros, cuyas ramas se alzaban como cepillos hacia unas nubes prístinas que se deslizaban a toda velocidad sobre el azul profundo del cielo; buscando un lugar donde acampar contra una roca, donde sentarse a observar el rastro de los ciervos; los crujidos de sus pies sobre el hielo, el único sonido audible aparte de los aviones que de vez en cuando aterrizaban en Denver a treinta kilómetros de distancia. Si lo intentaba con todas sus fuerzas, incluso podía evocar aquel suave atardecer y la forma en que la luz bañaba su piel de polvo dorado, antes de serpentear en espléndidos remolinos de color violeta y carmesí a través de la atmósfera. Y, oh, las estrellas. Por millones: no en un brillo de motas dispersas como se veían en el mísero pedazo de cielo que se abría sobre Londres como una tapa que no encajaba.

Se le hizo un nudo de añoranza en el estómago. No podía olvidar Colorado. ¿Quién era ella?

Otro recuerdo emergió en su mente. Jez, que había aparecido un viernes en el trabajo y la había encandilado con su sonrisa. De su mano, colgaba una llave.

—Bob me ha dejado la cabaña para el fin de semana —dijo con esa voz profunda y ese acento británico que arrancaba reverberaciones juguetonas por todo su cuerpo. Arqueó las cejas y deslizó el brazo por la espalda de Suzy.

—Genial —dijo ella con una sonrisa. Al sentir la suave presión de los dedos de Jez, deseó desesperadamente algo más.

Ese fin de semana, ella lo llevó a su primera marcha por la naturaleza. Descendieron a un cañón que el agua había labrado en la roca a lo largo de millones de años y caminaron durante horas junto al río iluminado por el sol hasta llegar a uno de los lagos favoritos de Suzy. El lugar estaba desierto, así que extendieron una manta en la orilla y nadaron desnudos hasta el centro del lago; los brazos de Suzy rodearon el cuello de Jez; lo sentía cada vez más cerca. La conciencia de que él no sería capaz de regresar sin su ayuda le resultaba extrañamente excitante. Jez le pertenecía.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Sí. —Él sonrió, acariciando sus nalgas y sus muslos con la piel tirante en el agua fría.

—Hay muchos sitios como este, a los que no va nadie. Puedo mostrártelos.

—¿No te da miedo andar sola por estos sitios? —preguntó él.

—¿De qué voy a tener miedo?

—No sé —dijo él—, de los osos…

—Con los osos no hay problema —contestó—. Basta con tirar una piedra…, gritar y mover los brazos.

Recordó que Jez había reído.

—Eres una chica interesante —dijo, atrayéndola un poco más hacia su cuerpo.

Cuando al anochecer volvieron a la cabaña, encontraron una bañera con agua caliente en la parte de atrás.

—¿Sabes?, creo que este ha sido el mejor día de mi vida —murmuró embriagada al oído de Jez, mientras se sentaban desnudos con las piernas entrelazadas y bebiendo cerveza entre el vaho.

—Mmm —dijo él, rozando su cuello con la nariz.

Suzy esperaba oír que para él también lo había sido, pero no fue así. Tendría que acostumbrarse a eso: Jez nunca le hablaría de ese modo. Su marido fue un enigma entonces, y seguía siéndolo en ese momento.

Suzy bostezó, se encaminó a su habitación, pasando por delante del cuarto de Henry, y ocupó el centro de la cama de matrimonio vacía.

Las sábanas estaban frías. Se enroscó buscando calor.

Por la mañana. Por la mañana haría la llamada. ¿Acaso le quedaba alguna opción?