5
Callie

Tardo en comprender que lo que oigo es el timbre del teléfono.

Sucede que a veces sueño sonidos. Sé que la mayoría de la gente sueña solo con imágenes; no es mi caso, desde que era niña. A menudo me encuentro en algún lugar solitario, como el campo de patatas de mi padre en invierno, bajo aquel cielo gris plomizo de Lincolnshire, escuchando el silencio. Luego empiezan a emerger los sonidos en el entorno, cada uno de ellos con un timbre singular que llega perfecto, puro, a mis oídos. Todo puede empezar con un viento que sopla a mi alrededor, haciendo crujir las ramas de los árboles. Arranca la música, como ráfagas de aire que soplan por los tubos de riego en notas discordantes. Luego, se incorpora un latido, un golpeteo estertóreo y pesado. Y es entonces, normalmente, cuando me despierto, sudando, con el corazón desbocado. Salto de la cama y corro a la habitación de Rae para comprobar que todavía respira.

Pero esta noche lo que me despierta no son los latidos de mi corazón, una pesadilla o Rae gimiendo entre sueños. Es Tom.

—Hola —oigo su voz a través del teléfono—. He recibido tu mensaje. ¿Qué querías decirme?

—Un momento —digo, procurando ajustarme el auricular al oído.

Del otro lado de la línea llega una reverberación sorda: llamada vía satélite.

—¿Qué pasa? —pregunta con voz de preocupación.

—Ah… No. Rae está bien —aseguro, intentando incorporarme.

—Bueno, ¿qué pasa entonces? —dice bruscamente.

—Tom —contesto, abriendo los ojos y parpadeando—, ¿sabes que aquí son las dos de la madrugada?

Se produce un silencio mientras cae en la cuenta de que él, en Sri Lanka, lleva cinco horas de adelanto, y no de atraso, con respecto al tiempo del Reino Unido.

—Mierda. ¿He vuelto a hacerlo?

Tom es cámara especializado en naturaleza y vida salvaje; puede explicártelo todo sobre los hábitos alimenticios del chacal dorado o el fénec sahariano; pero, en cuestiones de cálculo no da pie con bola. Antes me hacía gracia y me enternecía que me despertara a las dos de la madrugada desde Uganda o Papúa Nueva Guinea, me gustaba oír su voz aturdida pidiendo disculpas por haber metido la pata otra vez. «Venga, explícame qué has hecho», decía yo, y me introducía en la oscuridad debajo de las mantas para poder imaginar que él estaba a mi lado; así escuchaba el relato de cómo había pasado el día buscando el refugio de una especie rara de tarántula o instalando una cámara sobre un árbol mientras los guías ahuyentaban a un puma de los alrededores.

Pero Tom y yo ya no bromeamos. Jamás. Vamos al grano.

—Te he llamado porque tengo que darte una noticia.

—¿Qué noticia?

—Mmm… pues que voy a volver a trabajar.

Hay un silencio. Un silencio inmenso, que se extiende de Londres a Sri Lanka, a través del estrellado mar de Arabia.

A lo mejor tengo suerte, pienso; al fin y al cabo, con Rae he tenido suerte cuando se lo he dicho: se ha entusiasmado tanto que ha escupido las palomitas que comíamos en nuestro tradicional «festín nocturno» del viernes.

—¿Trabajarás? —ha chillado—. ¿Como la mamá de Hannah? ¿También serás farmacista?

—Farmacéutica —corrijo. Rae ya me ha dicho que Hannah es su máxima aspirante a mejor amiga.

—No, trabajaré en otra cosa. Pero ¿te das cuenta de lo que eso significa? Significa que no estaré aquí para venir a buscarte al cole.

—¡Yupi! —ha exclamado—. Entonces, ¿podré ir a clases extraescolares con Hannah?

—Hum… sí —le he contestado aturdida y agradecida, aunque inmediatamente he empezado a echarla de menos.

Así es como ha ido con Rae. Pero Tom es Tom.

—¡Qué! ¿Estás de broma?

—No.

Suspiro.

—Tom, escucha: no puedo pasarme en casa toda la vida. Se suponía que iban a ser solo seis meses; luego fue un año. Y ya va para cinco. En algún momento tengo que volver a trabajar.

No dice nada, así que prosigo cautelosamente.

—El hecho es que se me ocurrió llamar a Guy, de Rocket, por si tenía algún trabajo de freelance para unos cuantos días, y en esas me pregunta de sopetón si quiero ocuparme del sonido del primer corto de Loll Parker: aquel artista sueco, el que vimos en la Tate, ¿te acuerdas?

Me interrumpo, procurando contener la sonrisa involuntaria que desde el martes, cuando hablé con Guy, pretende aflorar a mis labios.

«Caramba, Cal —me gustaría que dijera—. ¡Bravo! ¡Bravo por ser tan buena en tu trabajo que tu antiguo jefe estaba deseando tu llamada después de cinco años!».

—Perdona, Cal. Me parece que hay algo que no entiendo —dice en la realidad—. Entonces, ¿quién se ocupará de Rae?

Cuando esa frialdad emerge de los labios de Tom todavía me siento como si de golpe el universo cambiara de eje. Mi Tom siempre hablaba como si al final de la frase fuera a decir algo gracioso. Mi Tom nunca se dirigía a mí en ese tono. Ni una vez en cuatro años. Trato de recordarme que está preocupado por Rae.

—Bueno, durante unas semanas irá a actividades extraescolares —digo, intentando recordarme que él necesitará tiempo para hacerse a la idea, como mínimo el mismo que yo—. Y por cierto, se muere de ganas. Además el personal tiene formación en primeros auxilios. Igual que los maestros. Pero si lo de Loll Parker va bien y me gusta y Guy me ofrece más trabajo, entonces, ya veremos… Seguramente buscaré una canguro que se adapte a mi horario.

Se produce un silencio todavía más prolongado.

—¿Tom?

—¿Qué? —contesta secamente.

Lo intento de nuevo.

—Mira, ya sé que es mucho pedir, pero ¿podríamos hablarlo con calma? Guy me advirtió que la tecnología ha cambiado mucho. Yo le dije que no habrá ningún problema, seguro, pero la verdad es que no me llega la camisa al cuerpo…

Se produce otro silencio.

—Francamente, Cal, me importa un bledo. No puedo creer que dejes a Rae con extraños. Después de todo lo que hemos pasado con ella. Y estoy en el otro extremo del mundo, joder: ¿qué se supone que he de hacer?

Hoy Rae y yo hemos celebrado mi nuevo trabajo. Hemos preparado unos «cócteles» con limonada, zumo de manzana y colorante rosa; y hemos bailado con las Girls Alaud.

Tomo aliento. «Tranquilízate», pienso.

—Tom. No sé, tal vez… Este año has estado fuera casi siempre… y…

—Bueno, eso es lo que tiene cargar con dos alquileres, Cal.

Exhalo.

—Muy bien, pero me parece que no eres consciente de sus capacidades. Quiere hacer cosas por sí misma. La semana pasada supe por la maestra que ella misma había decidido unirse a la coral de los mediodías y ya espera con ilusión el concierto de final de curso. Y tendrías que haberla visto hoy, corriendo hacia el parque con su amigo: está deseando con todas sus fuerzas separarse de mí; quiere ser normal. Quiero decir que es una niña normal, Tom.

En ese punto lanzo mi última apuesta.

—Además, de esta forma volveré a ganar mi propio dinero y no tendré que estar pidiéndote siempre. A lo mejor así no tendrás que trabajar tan lejos de casa…

Ahora suelta un bufido.

—¿Sabes una cosa, Cal? Eso es lo que pasa: solo has pensado en ti misma, como siempre.

¿Qué? Noto que el mal genio de mi madre se apodera de mí. Trago saliva.

Cuento hasta diez.

—Estoy convencido de que esto no tiene nada que ver con lo que le conviene a Rae, sino con lo que te conviene a ti…

—¡Eso no es justo, Tom! —me oigo prorrumpir al teléfono.

«Por favor —pienso—, no lo hagas, Callie, no se lo permitas».

—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que piensas? Pues eso es precisamente lo que pasa, eso es…

No hay nada que hacer, cuando el temperamento de mamá se apodera de mí, surge de algún lugar profundo en mi interior. Ojalá —pienso, y no es la primera vez— ella hubiera estado suficiente tiempo cerca para enseñarme a controlarlo.

—¿Tom? ¿Por qué no…? ¿Por qué no… te vas a la mierda?

Y entonces ya es demasiado tarde. Cuelgo el teléfono y, tendida boca abajo, lloro contra la almohada.

¡Imbécil! ¡Idiota, idiota, idiota!

He vuelto a hacerlo. Siempre igual.

Permanezco tendida, irritada conmigo misma, con la cara rozando el suave algodón de la almohada, que pronto se humedece con mi aliento. Y el calor, de alguna manera, me reconforta.

¡Oh, Dios! Me jugaría cualquier cosa a que Kate, su ayudante, estaba allí, escuchándolo todo. Seguro que estaban acostados y ella apoyaba la cabeza en el hombro de Tom, con su fantástica cabellera extendida sobre él.

¿Por qué dejo que me afecte de esa manera?

Con un gemido me levanto de la cama y me dirijo a la sala de estar meneando la cabeza. No lloraré. No pienso hacerlo. No permitiré que Tom me arranque el pequeño resto de autoestima que Guy me ha devuelto esta semana.

Sin querer me he puesto a hojear mi agenda, deseando desesperadamente hablar con alguien, aunque sé de antemano que es imposible. Las páginas están hechas un asco, sobadas y llenas de contactos tachados y de entradas que ya no sirven. Siempre me digo que he de cambiarla, pero en el fondo sé que si quitara a todos los compañeros del colegio, que se quedaron en Lincolnshire, a los amigos de la facultad y a los del trabajo, que finalmente dejaron de llamarme cuando, a los veintisiete, tuve una niña enferma del corazón y durante tres años estuve demasiado cansada para salir con ellos a tomar una copa o para contestar siquiera al teléfono, apenas quedarían nombres.

Echo un vistazo a los pocos contactos que han permanecido a pesar de todo. Se han puesto borrosos, la tinta ha ido difuminándose con el paso de los años. Los analizo por unos momentos. El padre de Fi murió hace tres meses en un hospital de Lincoln y no he vuelto a hablar con ella desde la primera vez que me llamó desde su casa para decírmelo, porque a decir verdad, comentó que sus amigos «la estaban ayudando a pasar esos momentos» y constaté, con una punzada de dolor, que yo ya no estaba incluida en esa categoría: difícilmente podría llamarla en plena noche y pedirle que me escuche mientras me desahogo. Y después está Sophie. Cuento los meses que lleva en Zúrich. Casi cuatro, y todavía no he encontrado el momento para pasar a la libreta el teléfono de Suiza, que me mandó en una postal irónica con una vaquera de las montañas suizas. Una referencia casi olvidada a la noche en que ella lloraba de risa mientras yo, borracha, intentaba mostrarle cómo ordeñar una vaca utilizando como modelo a nuestro viejo gato. Ya debo de haber perdido ese teléfono. Supongo que, de todas formas, lo mandó como una formalidad, por lealtad a una amistad que poco a poco se ha ido enfriando.

Dejo la libreta.

¿Cuándo perdí capacidad para mantener los afectos y hacer nuevos amigos? ¿Cuándo mi vida social se quedó reducida a Suzy?

Aunque todavía estamos en junio, el aire es cálido y denso. Abro el pestillo de la ventana de guillotina. La madera cruje de mala manera al deslizarse. La pequeña grieta que tiene en una esquina se está extendiendo, observo. Siempre pienso que tengo que decírselo al propietario. Un día de estos querré abrir la ventana y se me caerá a pedazos.

Una luz me llama la atención. La mujer que ha venido a vivir al número 15 tampoco duerme. Está de pie, colocando libros en los anaqueles de la sala de estar. Tiene cientos de libros. Igual que mamá. Las estanterías están casi llenas, apretadas en torno a la chimenea.

Un libro, pienso observándola. ¿Cuándo fue la última vez que leí un libro? Mamá y yo los devorábamos; nos los pasábamos, esperando a ver qué opinaba la otra. Ahora estoy demasiado cansada para abrir uno siquiera. ¿Cansada de qué?, pienso de vez en cuando; de ir de compras y cocinar; de lavar y secar la ropa; de llevar un montón de cosas a un montón de sitios: de llevar a Rae a la escuela, los contenedores de basura a la verja, el coche viejo a la revisión anual. Ahora mi mente es como un motor de coche con el embrague averiado; gira demasiado rápido, sin ir a ningún lado.

La presencia de la mujer tiene algo reconfortante. Parece bastante mayor, con una media melena espesa y canosa y unas gafas con la montura negra. Antes he visto a su marido volviendo de la tienda. Es más bajo que ella, con el pelo rubio pajizo y largo, con patillas, gafas gruesas y una nariz que da la impresión de ser demasiado grande para su cara.

La mujer se vuelve. Es gracioso. Lleva una de esas batas como de terciopelo que llevaba mamá. Toco el cristal agrietado y compruebo su estado pasando el dedo suavemente por encima. Las ventanas oscuras responden a mi mirada, a ambos lados de Churchill Road.

¡Oh, Dios! No puedo seguir viviendo así.

La enfermedad de Rae nos ha absorbido totalmente. Soy como una concha, una cáscara vacía. Es normal que las demás mujeres me eviten: tienen la impresión de que también las voy a dejar totalmente secas. Quizá Tom lleve razón. Quizá sea yo y mis problemas sin fin. Las demás deben de sentir que lo necesito todo y que no tengo nada que ofrecer a cambio. Todas; bueno, excepto Suzy.

Me quedo un rato más observando a la mujer, que contempla una colcha. ¿Nos conoceremos algún día?, me pregunto. ¿O nos cruzaremos por la calle sin decir una palabra, como me pasa con el resto de la gente de por aquí?

Un recuerdo vuelve a mí. Es una tarde calurosa y el ambiente ha adquirido el color amarillo anaranjado de los ranúnculos. Tengo ocho años y camino hacia nuestra casa de campo, con una bandeja de lasaña que tenía que llevar al nuevo mozo de nuestra plantación. Está casi demasiado caliente; el paño de cocina colocado sobre mis manos extendidas ya no logra absorber el calor. Avanzo por los caminos de tractor, cubiertos de lodo; cruzo por un terreno de ortigas donde Tuppence, nuestro gato, está tumbado acicalándose junto a un montón de maderos de ventana viejos. El mozo y su mujer meten un sofá por el portón de la cerca. La mujer, que lleva un pañuelo a lunares en la cabeza, se vuelve, me mira y acto seguido dirige la vista a mi bandeja. Mi estómago se sacude de inquietud. ¿Y si no quieren la lasaña? ¿Cómo sabe mamá que les gustará? El pánico se apodera de mí. Me detengo y doy media vuelta. Mamá me mira desde la ventana de casa y me indica con la mano que siga adelante. Entonces, a mi manera de niña de ocho años, me doy cuenta de que a veces hay que hacer un esfuerzo para tratar con la gente. Hay que ser valiente, salir al exterior, mostrarte, para poder conocerlos.

Y lo hice por unos momentos. Cuando crecí, no me salía tan mal. Pero luego olvidé cómo se hacía y mamá ya no estaba a mi lado para impulsarme agitando la mano y recompensarme a la vuelta con un beso.

Miro a la mujer del otro lado de la calle. Cierra el libro y apaga la luz. Puede que sea porque su bata me recuerda a mamá, pero al momento decido que es hora de hacer algo. Parece buena persona.