Debs contemplaba a las mujeres, atisbando a través de los visillos que habían dejado los propietarios anteriores hasta que ellos pudieran comprar unos. Eran más jóvenes que ella; tendrían treinta y pocos, quizás, y hacían gala de esa seguridad que ya había observado en muchas mujeres de allí. Lo notaba en sus movimientos lánguidos y confiados. En las voces, que proferían en alto y sin reparos los nombres llamativos y singulares de sus hijos, de lado a lado de una calle o de un extremo al otro de una tienda. ¿A qué se dedicaban esas mujeres, o sus maridos, para poder permitirse una vivienda de propiedad siendo tan jóvenes, y en esa zona del norte de Londres? Ahí estaba Debs, casi cuarenta y ocho años, comprando su primera casa.
A la americana la había visto antes. Al llegar con el furgón de las mudanzas el día anterior, habían visto que entraba en la casa de al lado, en el número 13. Pero Debs estaba tan agotada en ese momento que no prestó suficiente atención cuando la mujer le dijo su nombre. ¿Sue? ¿Susan?
Debs se pegó más al visillo para ver qué ocurría, tanto que sin querer formó una especie de tienda de gasa con la nariz. La americana estaba de pie junto a la puerta, saludando a la otra mujer, que, junto a una niña pequeña, cruzó la calle y entró en el número 14. Debs contó los niños que se habían quedado jugando en el jardín de delante de la casa. Uno… dos… tres… ¿tres niños? ¿Tres? ¡Santo Dios! Ya había oído a uno el día anterior por la tarde con un berrinche, chillando sin parar en el jardín con un tono agudo de papagayo, hasta que Debs creyó que le entraría dolor de cabeza.
—Debs, no empieces —suspiró una voz detrás de ella.
Se volvió y vio a Allen con un destornillador en la mano.
—No empiezo… —exclamó, echándose atrás, pero él dio media vuelta y salió de la habitación antes de que ella tuviera tiempo de acabar la frase.
Qué desagradable. Ahora debía de estar observándola otra vez.
No tenía sentido.
Levantó la cabeza; se miró en el espejo que se encontraba encima de la chimenea de mármol y una sonrisa amplia se dibujó tras las gafas. Luego, salió de la sala de estar hacia su nuevo vestíbulo victoriano. Era un espacio en el que aún se sentía incómoda. Comparado con las pequeñas estancias del piso de Hackney, que parecía proyectado por un arquitecto que hubiera hecho tenderse en el suelo a alguien para trazar las líneas de las paredes según las dimensiones del cuerpo, el vestíbulo parecía una caverna, una cueva demasiado grande. Las paredes se alzaban hasta las vetustas molduras de la cornisa, llena de telarañas, y luego seguían por el hueco de la escalera hacia la primera planta, mucho más arriba: no, no le gustaba. Pero no pensaba decírselo a Allen. Rápidamente, caminó por el pasillo hacia el comedor, en la parte posterior de la casa.
—¡Tenemos escalera! —exclamó, intentando que su voz sonara ligera.
Allen dibujó una sonrisa tensa y continuó montando la estantería, subiéndose las gafas arriba de la nariz, de donde resbalaban constantemente. ¿Qué quería decir ella con eso? ¿Qué más le daba eso a él? Como si no se hubiera arrastrado arriba y abajo de bastantes escaleras en la pequeña y sombría casa de su madre en King’s Cross, llevándole tazas de té.
—¿Puedes sujetarme esto un segundito, cariño?
—Desde luego, amor —dijo Debs, sujetando el tablero mientras él hacía fuerza con el destornillador.
Se quedó ensimismada, mirando los dedos rechonchos y pecosos de Allen manejando el destornillador, mientras sus ojos giraban concentrados: bueno, quizás se había precipitado al conceder tanta importancia al hecho de tener una escalera en la nueva casa. Pero ¿qué iba a hacer? No era culpa suya. Habían sido todos aquellos meses. Todos aquellos meses en que la vecina de arriba entraba a las doce y media de la noche pisando con sus tacones el suelo de vinilo de la entrada comunitaria: siempre ocho pasos; luego, quince ruidos sordos escaleras arriba, ocho taconazos más pasando por delante de la puerta de Debs y quince golpeteos sordos más hasta la puerta de su piso. «Otra vez», murmuraba Debs, que estaba tumbada en la cama con los tapones embutidos en los oídos y que, además, se cubría con la almohada. ¿También esa vez, como siempre, se equivocaría de llave? Pero no. Generalmente lo intentaba dos veces, postergando el inevitable portazo al cerrar; luego se oían sus pasos amortiguados en el techo, hasta que encendía el televisor y durante dos horas un estruendo sordo invadía la habitación ennegrecida de Debs, que yacía boca arriba, con dolor de mandíbulas de tanto apretar y hacer rechinar los dientes, los párpados pesados y rodeados de ojeras tras horas de estar en la oscuridad mirando al techo con irritación.
Allen tomó el tablero, despertando a su esposa de su ensoñación.
—Correcto; ya lo tengo. ¿Prepararías una taza de té, cariño?
—Buena idea —dijo ella alegremente.
Debs se metió en la cocina, donde había una caja con sus tazones de siempre junto a una otra con las tazas de té de porcelana china traídas de casa de la madre de Allen.
Sí, escaleras, pensó poniendo las bolsitas en la tetera de su suegra. Había dedicado tanto tiempo a procurar tener sus propias escaleras que había olvidado algo muy importante: los lados. Las casas adosadas tienen lados, también. Y ahora que Allen por fin estaba ocupado, ella podría investigar al respecto.
—Gracias, cariño —dijo él mientras Debs le servía una taza de té y una galleta.
—Bueno, ahora podría desembalar otra caja —comentó ella intentando que su voz sonara neutral—. Si no me necesitas…
Contuvo el aliento. Allen asintió tomando un sorbo sin apartar los ojos de las instrucciones de las estanterías.
Intentando no apresurarse demasiado, Debs volvió al vestíbulo y tomó una de las cajas que Allen había señalado cuidadosamente usando un código de colores. Naranja, cocina; rojo, libros; naranja y rojo, libros de cocina. Tomó una caja amarilla (ropa), subió las escaleras y se dirigió al dormitorio principal, que daba a la fachada y que abarcaba la superficie correspondiente al vestíbulo y la sala de estar. Cerró la puerta sin hacer ruido, se dirigió a las ventanas y corrió las cortinas, de forma que la habitación quedó bajo una luz rosa, difusa y aterciopelada.
Volvió hacia la puerta y, con suavidad, dejó en el suelo la caja de ropa. Entonces, arrodillándose junto a la caja, pegó la oreja a la pared que compartía con la americana. Percibía el olor a polvo del papel de pared decorado con motivos florales; deslizó la cara sobre el papel hasta que su mejilla se detuvo sobre el tallo de una glicinia. «Oooh», estuvo a punto de soltar, un «oooh» lleno de alivio.
Al principio no oyó nada. Un tenue murmullo: ácaros del polvo, se dijo, apretando con más fuerza el oído contra el papel; hormigas, tal vez.
Transcurrieron unos instantes. ¿Qué era eso? Si contenía el aliento y no hacía ningún ruido podía oír un leve pulso, glup, glup-glup. ¿Las tuberías, quizás? Eso no sería grave. Probablemente a pocos centímetros de distancia ya no oiría nada, y seguro que no desde la cama.
Hasta ahí todo bien. Arrimó un poco el cuerpo a la pared y esperó. Pasó un minuto, y otro. Y luego otro más. Se acabó el ruido.
Retiró la cabeza de la pared un momento y, mientras esperaba, se puso a colocar las corbatas de Allen en una pila y los calcetines marrones y los grises en montones separados.
¿Podía tener tanta suerte de que no hubiera…? «¿PUEDES ESPERAR A QUE TERMINE, JEZ?». Para Debs esa frase amortiguada supuso semejante impacto que volvió la cabeza alejándola de la pared bruscamente y sintió un chasquido en el cuello.
¿Qué? ¿De dónde salía eso? Permaneció agazapada, mirando nerviosa alrededor, como si la propietaria de la voz estuviera en la habitación.
Debs aguardó un poco y luego volvió a pegar la oreja al tabique. Ahora se oía otra cosa, como un goteo; no, más suave, como… Imposible: un fuerte burbujeo y tuberías gimiendo; el ruido de la cadena de un retrete, justo a la altura de su cabeza, casi la tira de espaldas. ¡Un retrete! Debía de ser el baño de una habitación de la casa de al lado. ¿Con un magnífico y ruidoso inodoro que ella oiría en mitad de la noche?
Las palpitaciones golpeaban el pecho de Debs como una aldaba. Sintió una sensación de opresión en la cabeza, como si alguien le hubiera puesto una mano sobre el cráneo y apretara.
De repente, la puerta de la habitación empujó su pierna: Allen.
Dando un respingo, Debs se echó a la derecha, hundió las manos en la caja de ropa que había subido y las sacó de golpe, enviando por los aires una de las corbatas de críquet de Allen, que fue a parar al otro extremo de la habitación.
—¿Todo bien, cariño? —preguntó Allen, quien asomó la cabeza por la puerta y miró ya hacia la corbata que había quedado colgando en el tocador, ya hacia las cortinas echadas. Caminó hacia la ventana y las descorrió. Debs esbozó una sonrisa forzada, rascándose el cuello.
—Estoy desempaquetando.
Allen torció el gesto.
—Seguramente será mejor esperar a que hayamos despejado el vestíbulo.
—Hum, quizá tengas razón —contestó ella, poniéndose en pie.
Allen le alargó la mano para ayudarla; luego, examinó el dormitorio: la luz del sol entraba por las ventanas y derramaba un haz de luz lechosa sobre las paredes; la cama estaba recién hecha, con el edredón color crema que habían traído y flanqueada por las lámparas de madera a juego.
—Sí… Aquí seremos felices —sentenció Allen moviendo la cabeza.
Sonaba como una orden, pensó ella. Y tras la experiencia de los últimos cinco meses, no podía culparlo.
Debs oyó el golpe de la puerta principal de la casa de al lado y que alguien salía por la cancela del jardín. ¿Iban a hacer ese ruido cada vez que abandonaran la casa?
—Ah, sí, cariño —dijo Debs, devolviéndole la sonrisa—, seguro.