De regreso a Churchill Road, después de cruzar el parque, Rae y Henry van de la mano. Caminamos por la tranquila calle de casas victorianas donde vivimos, mirando las jardineras que tienen los vecinos en las ventanas. Los he llamado «vecinos», pero lo cierto es que, excepto Suzy, lo único que tienen en común conmigo los habitantes de Churchill Road es el código postal. Cuando llegué aquí, había una chica bastante simpática que vivía en el número 25. Una vez le pregunté dónde había comprado sus jardineras de hierro forjado; me pareció agradable y pensé que alguna vez podría invitarla a tomar una taza de té. Pero al cabo de dos días vi una furgoneta de mudanzas delante de su casa y la chica se fue. Ni siquiera llegué a saber su nombre.
Giramos a la entrada de la verja de casa de Suzy, en el número 13. Al lado, en el 15, hay cajas vacías: un atisbo de esperanza para mí; a lo mejor los vecinos nuevos son majos.
Llamo al timbre y espero: no hay respuesta. Toco a la puerta: nada. Qué raro: abro la ranura del buzón y oigo el murmullo de la tele. Deben de estar en el patio trasero. Después de buscar un poco, saco del bolso el juego de llaves adicional de Suzy (ella y yo intercambiamos llaves hace un año) y hago girar la cerradura rezando por no topar con Jez andando por la casa desnudo y con jet lag, como aquella primera vez, después de la cual ya no pude mirarle a la cara en un mes.
Oigo una trápala de pies que bajan la escalera mientras abro la puerta.
—Lo siento, estaba en el baño. ¡Hola, guapo! —chilla Suzy, cogiendo a Henry en brazos, abrazándolo y cubriéndolo de besos—. ¿Cómo te ha ido el día? Te he echado de menos.
Henry hace esfuerzos por contener la sonrisa.
—¿Te quedas a cenar? Comeremos albóndigas.
—¿Que me quede? ¿Seguro?
—Pues claro.
Cuando Suzy me invita, nunca soy capaz de negarme. Debería intentarlo de vez en cuando, pero no lo hago. Es elegir entre estar con ella o ir a casa y oír el chasquido carcelario de la puerta del piso, diciéndome que ya no volveré a ver a ningún adulto hasta el día siguiente.
Suzy aúpa a Rae y la besa también.
—Hoy estás guapísima.
—Gracias, tía Suzy.
—Buena chica —dice ella, y la besa otra vez antes de bajarla al suelo.
En los brazos de Suzy, Rae parece segura, algo que siempre me inspira agradecimiento.
En la cocina, guardo los rotuladores y el papel en el cajón y ayudo a Suzy a poner la cena para los niños.
—¿Está Jez? —pregunto mientras troceo un papel.
—Ajá —confirma, indicando la escalera con la cabeza—. Está trabajando en aquel contrato canadiense que pondrá en marcha el mes que viene. Pero, después, habla de llevarnos a un hotel de Devon donde hay actividades infantiles y niñeras, y él y yo podremos tener un poco de tiempo para estar juntos. Ya sabes…
—Pues… no. —Suspiro.
Me ve la cara.
—Oh, cielo: lo siento.
—No, tranquila, no pasa nada. Tom volverá pronto y entonces me tomaré un descanso.
Esboza una mueca burlona.
—¿Un descanso? —dice sarcástica.
Me encojo de hombros.
—Cal, eso de que esté llamándote cada diez minutos tiene que parar —dice Suzy, bajando la voz, mientras Rae nos mira atentamente.
—Lo sé. —Suspiro—. Es que como no la ve a diario, se cree que cualquier resfriado puede indicar algo grave. Es aún peor que yo…
Suzy me pasa un brazo por los hombros.
—Bueno, tiene que acostumbrarse a vivir con eso: estás agotada. En todo caso, ya sabes, siempre puedes dejarla conmigo, si quieres hacer una escapada.
¿Una escapada? Me falta poco para soltar: «¿Una escapada adónde? ¿Y cómo voy a pagarla?». Pero me contengo, porque sé que lo dice de buena fe. Así que sonrío.
—Ya tienes bastante con lo tuyo, pero gracias por ofrecerte.
Suzy me besa en la mejilla y se pone a retirar los platos de los niños.
—Pero oye, ¿sabes con quién he hablado hoy? —digo sonriendo, mientras ella revolotea alrededor.
—¿Ah, sí? ¡Qué cabrona!
Suzy me hace gracia cuando utiliza las palabrotas inglesas. Pierden potencia, suenan divertidas; es como si oyera a la reina llamándole hijo de puta a alguien.
—He topado con él mientras hablaba con la mamá de Maddy, de la clase de Henry y Rae.
—¡Noooo! —Vuelve a protestar Suzy, divertida y con los ojos muy abiertos—. ¡Qué idea se me ha ocurrido! Verás: Rae y Henry tienen que invitar a su hija Como-se-llame a merendar.
—¡Pero si ni siquiera la conocen!
Callamos al oír un crujido en las escaleras y enseguida Jez entra en la cocina.
—Hola, ¿cómo estás? —dice, inclinándose para darme un beso de bienvenida en la mejilla.
—Bien, gracias. ¿Qué tal por Vancouver?
—Frío. —Saca una cerveza de la nevera, coge un pellizco de la pila de queso que Suzy ha rallado y se lo echa a la boca. Ella le sonríe y le acaricia la espalda suavemente.
—¿Quieres comer, cariño? —pregunta Suzy mientras él abre la cerveza.
—¿No te acuerdas? Esta noche salgo. Don ha vuelto de Estados Unidos.
—Ah, sí.
—Bueno, voy a ducharme. ¿Cómo ha ido en el estanque?
—Bien, gracias —respondo—. Frío.
Esboza una media sonrisa y luego, cumplido el trámite, se encamina a la puerta. Las fronteras están muy claras. Soy amiga de Suzy.
Mi amiga nunca se queja y siempre me habla de todo lo que Jez hace por ella, pero a veces me asombra la cantidad de veces que ese hombre ha de hacer una llamada importante justo cuando ella está a punto de bañar a los niños o toca cambiar un pañal. Así que hoy, cuando los críos terminan de comer y Suzy sirve una copa de vino para las dos, soy yo quien cambia a Otto, con Rae haciendo caras por detrás de mi hombro para hacerle reír, mientras Suzy convence a Peter para que use el orinal. Mientras ella baña a los niños, yo coloco los platos en el lavavajillas y lo pongo en marcha.
—Listo, nos vamos —digo cogiendo a Rae con sus trastos y dirigiéndome a la puerta principal—. Gracias por la cena.
—De nada; pásate por aquí el fin de semana. Aún no tenemos nada planeado.
Ya fuera, las cajas vacías en la acera me hacen pensar en los nuevos vecinos. Hago una indicación con la cabeza hacia la puerta de al lado, hacia el número 15.
—¿Ya los has conocido?
—Parecen buena gente —dice Suzy encogiéndose de hombros—. Ah, cielo, deja que pague el spa la semana que viene —dice aupando a los gemelos del suelo—. Tómatelo como un regalo de cumpleaños adelantado.
Faltan más de tres meses para mi cumpleaños. Me vuelvo a mirarla: un hijo en cada brazo; el vestido manchado de salsa de tomate. Suzy, Suzy: siempre dándolo todo por los niños. Y por Rae. Y por mí. Obteniendo tan poco a cambio. Esto no puede seguir así, pienso, es injusto.
—Te llamo mañana por la mañana —digo, diciéndole adiós con la mano.
El sábado por la noche, me prometo, cuando los niños duerman; se lo diré mañana por la noche.