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Suzy

Así que ya había vuelto.

Eran las cuatro menos cinco; en cuanto Suzy abrió la puerta de su casa del número 13 de Churchill Road, vio los zapatos de Jez en medio del vestíbulo y se dio cuenta de que su reunión con Don Berry había durado poco.

—Abajo, pequeñajos —dijo, y dejó a Peter y a Tom en el suelo después de haberlos llevado en brazos desde el coche.

Sin perder la amplia sonrisa con la que irradiaba la energía positiva necesaria para evitar que los niños se columpiaran al borde de la histeria al salir de la guardería, empujó los mocasines hacia el zapatero, con sus filas de sandalias coloridas que con su orden creaban el efecto de una tienda de bombones.

—¿A quién le apetece tomar algo? —dijo, mientras ponía la americana de Jez en el perchero.

Los niños la miraron, no muy convencidos.

—¿Y quién querrá una galleta de las que hace mamá? —gruñó impostando una voz boba.

Los niños asintieron con mayor entusiasmo.

—¡Genial! —exclamó, haciendo cosquillas a los niños de camino a la cocina.

Peter reía. Otto chillaba y le apartaba la mano a manotadas, mientras sus ojos castaños lanzaban una advertencia. Ese día el pequeño iba a necesitar más ayuda, advirtió Suzy.

—¿Eh, cariñito? —dijo, volviendo a tomarlo en brazos.

Él se resistía, aullaba irritado y le agarraba el pelo.

—No —le murmuró ella al oído, sujetándolo con fuerza.

Su cuerpecillo, con la pesadez del niño que apenas empieza a caminar, empezó a relajarse. Sus dedos soltaron la presa. Ella se los besó suavemente y notó un olor a sudor salado y exhausto y a alubias cocidas.

—Ay, cariño mío —dijo.

El hecho de tenerlo en brazos despertó en Suzy el deseo de tener más hijos. Y esta vez seria niña; una niña que se llamaría Nora, con pecas y con el pelo rojizo de Suzy cuando era pequeña, y no con la rica oscuridad de los genes de la clase alta dominante inglesa de Jez.

Otto refrotó la nariz por la parte delantera del vestido de Suzy, la marcó territorialmente con un moco y suspiró.

—Está bien, no pasa nada, cielo —susurró, y apretó su mejilla contra la delgadez de la mejilla húmeda del pequeño—. Estás cansado.

—Mmm —asintió el niño.

Volvió a dejarlo en el suelo, suspirando satisfecha por haber acertado, y se quedó mirándolo mientras él entraba en la cocina detrás de Peter, con sus bucles negros meciéndose al ritmo de sus pasos de bebé.

El sol de la tarde se filtraba por la pared de cristal que ocupaba toda la parte trasera de la casa, haciendo resplandecer su cocina italiana. Los niños se subieron al inmenso sofá. Le encantaba ese espacio. En ese momento le parecía imposible recordar el aspecto que tenía cuando lo ocupaban un montón de pequeñas e incómodas habitaciones victorianas. Cuando Jez le dijo el precio de la casa, pensó que le estaba tomando el pelo. En Colorado, ese dinero habría bastado para comprar un rancho pequeño. Entonces él le explicó que el vendedor acababa de recibir el permiso para tirar tabiques y ampliar por detrás, cuando él y su novia decidieron separarse. De repente, Suzy comprendió que podía quedar perfecto. Una amplia habitación familiar llena de juguetes, los amigos que harían en Londres y ella sirviendo ollas enormes de pasta para todos; niños correteando por ahí, y Jez y ella descorchando botellas de vino juntos. Su marido tenía razón. La habitación había resultado fantástica.

Solo que últimamente no habían pasado mucho tiempo allí.

Suzy sacó papel y rotuladores del cajón de la mesa de la cocina y los dejó sobre la mesa con una galleta y una bebida para cada uno; luego, con un beso, fue ayudando a los niños a sentarse en su sitio. Encendió el horno, sacó una bandeja de albóndigas que había dejado preparada en la nevera y se volvió para lavarse las manos.

Entonces lo vio.

Había vuelto a hacerlo.

Había un periódico abierto sobre la encimera de cuarzo y, al lado, un tazón con el reluciente interior profanado por un cerco de café. Alrededor, migajas esparcidas. Los restos de un sándwich comido sin plato y sin la menor consideración por quien tuviera que limpiar.

Zapatos, chaquetas, tazones, migajas: todo por ahí. Restos de espuma de afeitar. Bañeras sucias. Aceite de oliva sin su correspondiente tapón. Una casa llena de indicios de cosas que Jez nunca expresaría con palabras.

Apretando los dientes, Suzy dobló el periódico y lo metió en la caja del papel para reciclar. Ella y los niños alzaron la vista al oír en la escalera unos pasos pesados que se dirigían a la cocina. Jez se perfiló en la puerta como un nubarrón a punto de descargar.

—Hola… ¿ha ido bien, chicos? —masculló bruscamente.

Peter sonrió con timidez, Otto empezó a gimotear de nuevo. Jez miró fugazmente a su mujer y volvió a inspeccionar la cocina.

—No encuentro el cargador.

—Volví a ponerlo en tu escritorio —declaró ella con rotundidad, mientras cogía a Otto para volver a abrazarlo—. Necesitaba usar el hervidor.

Jez arqueó las cejas y se dispuso a salir de la cocina. Ella no pudo contenerse.

—¿Quieres que también retire eso? —preguntó señalando al tazón sucio con una inclinación de la cabeza. Él se detuvo y se encogió de hombros—. ¿O lo dejo donde está?

Suzy aupó a Otto y lo apretó contra su cuerpo, como un escudo.

—Vale, hombre, vale —masculló Jez, mientras salía por la puerta de la cocina acariciándose el pelo.

Suzy volvió a dejar a Otto y se puso a trocear un pepino centrando toda la atención en sus protuberancias, para no ceder al impulso de seguir a Jez. Con un sobresalto, se dio cuenta de que Peter la miraba en silencio, con un gesto ceñudo en la carita. De los tres, Peter era el más sensible. Era el que siempre se quedaba atrás, el que dejaba que Otto y Henry fueran los primeros en agarrar los juguetes, el que acariciaba el brazo de Suzy con delicadeza mientras sus hermanos se mordían y se coceaban mutuamente. Ella le lanzó un beso para mostrarle que todo iba bien y empezó a poner la mesa intentando concentrarse en el plástico azul moteado.

Tres platos para sus hijos, más uno para Rae, por si acaso. Pero ¿a Rae le gustaban las albóndigas? Sí, le gustaban, eran las salchichas lo que no… ¿Cómo pudo decir eso Jez?

Dejó la jarra y apuntó con el mando a distancia al televisor de pantalla plana de la pared. Maldiciéndose en voz baja por ser ella misma quien rompía la norma de no ver la tele durante la semana, fue probando hasta dar con Pat el Cartero. La cara de los niños se iluminó, y se volvieron hacia la pared.

—Mami va a hacer pis —dijo Suzy alegremente—. Vuelvo enseguida.

Asegurándose de que no la seguían, subió sigilosamente las escaleras, pasando la primera planta hasta llegar a la buhardilla, que Jez había habilitado como despacho. La puerta estaba cerrada.

La empujó con el codo.

La hoja se abrió dejando a la vista a Jez delante del ordenador, frente a una pared cubierta de diagramas y esquemas que no tenían ningún significado para ella, hasta el momento en que aparecía el dinero en su cuenta corriente. Ya no le pedía a su marido que intentara explicarle en qué estaba trabajando: «Me gustaría entenderlo, amor, así podré estar contigo si necesitas apoyo». Él le había contestado que no hacía falta, que ya la informaría cuando tuviera algún problema.

Jez llevaba todavía los pantalones del traje gris Paul Smith y la camisa color grafito que se había puesto para la reunión en la ciudad. Incluso los días en que no tenía citas con clientes, vestía impecablemente. Se volvió para mirarla y su cuerpo de metro noventa de estatura y más de noventa quilos de peso hizo chirriar las ruedecillas de la silla giratoria. Jez era corpulento, desde cualquier punto de vista. Incluso entre esos hombres del Medio Oeste americano, que, con sus manos rudas de vaquero, pasan los días laborables trajeados en la ciudad y el fin de semana cazando en las montañas, Jez había salido airoso estando con ellos en el bar hombro con hombro y encajando las bromas de rigor sobre su acento británico con una cara de palo que pronto le valía un palmetazo en la espalda y un trago de bourbon.

En aquella época, la fuerza de Jez le daba seguridad. Ella no había imaginado qué pasaría si esa fuerza se volviera contra ella.

—¿Qué? —dijo Jez, volviéndose para dirigirle una mirada inexpresiva.

«¿Qué? ¿Y tú qué crees?», habría querido decir; pero ya era tarde para esas palabras; así que, en un impulso, hizo otra cosa. Se desabrochó por atrás el sujetador del bikini a través del vestido.

Jez la miraba. Le costó entender lo que estaba haciendo.

—Oh, no —dijo con firmeza, moviendo la cabeza y volviéndose hacia la pantalla con una media sonrisa, que hacía evidente lo ridícula que le parecía la idea.

El rechazo la ofendió. Pero era demasiado tarde. Se le echó encima, le puso la mano en el hombro y lo puso de cara haciendo girar la silla de ruedas.

—No. En serio: déjame —dijo él. Cualquier resto de buen humor había desaparecido bruscamente de su voz, y los fuertes músculos de sus hombros se zafaron con facilidad de los dedos de Suzy.

Pero ella era solo trece centímetros más baja, y antes de que Jez pudiera detenerla, ya lo estaba rodeando con su larga pierna y apretaba el pecho contra su cara, para evitar que la apartara.

—¡Suzy! —gruñó—. Te he dicho que pares. No quiero. Déjalo.

Pero ¿cómo podía parar ella? Reaccionando a la humillación, Suzy le agarró la mano e intentó llevarla al interior del escote de su vestido, esperando algún tipo de conexión con su marido, aunque consistiera en que él se riera de su desesperación. Luego podrían abrazarse y bromear sobre su deseo de hacer más niños. Cualquier cosa que rompiera el silencio.

—¿Quieres parar de una puta vez? —le espetó él, agarrándole una muñeca, juntándosela con la otra y manteniendo ambas por encima de los hombros—. Es que no me escuchas: ¡no quiero!

Sus ojos quedaron a pocos centímetros de distancia, cruzando la mirada. De pronto fue consciente de la oscuridad que se percibía en las pupilas de su marido.

Al mirarse las piernas desnudas que olían un poco al agua del estanque y notar el lío de tirantes sueltos bajo el vestido, Suzy se avergonzó. Sintió el rubor en las mejillas.

—Está bien. Suéltame —susurró.

Abajo sonó el timbre: debía de ser Callie con los niños.

Jez le sujetó las muñecas un instante más. Luego, Suzy sintió que la soltaba.

—Está bien —dijo él, bajando la voz. Su expresión se relajó por un momento.

Y en ese momento Suzy se dio cuenta. ¡Por dios! ¡Jez sentía lástima de ella!

Se oyó una llamada abajo.

Suzy bajó la mirada.

—Soy tu mujer —susurró, tan bajito que ni siquiera quedó convencida de que él la hubiera oído. Y con eso se fue del despacho.