El agua está fría. Ya me lo imaginaba, por más que el sol de principios de verano, como una bola de espejos de discoteca, brilla entre los sauces sobre el terciopelo verde oscuro del estanque. Saco el pie rápidamente y me froto los dedos helados. Se me ha pegado una hojita amarilla en el tobillo. La verdad, no estoy muy segura de querer meterme.
—Hay algo viscoso —protesto.
—Venga, que se está de maravilla —dice Suzy, adoptando el mismo tono que utiliza cuando intenta convencer a Henry de que coma brécol. Las dos nos reímos.
Suzy se levanta y se estira, irguiendo a mi lado su estatura de casi un metro ochenta. Se quita el vestido playero gris por encima de la cabeza con un movimiento rápido y se desprende de las chancletas. Se queda de pie, con su bikini negro, esperando el momento de meterse en el agua. Una mujer mayor se acerca con brazadas largas y cadenciosas; lleva un gorro azul sobre el pelo estropajoso. Suzy sonríe y espera pacientemente a que pase de largo.
Me reclino hacia atrás apoyándome en los codos. Sobre la hierba debe de haber unas veinte mujeres, solas o en pequeños grupos. Algunas leen, otras charlan. Dos de ellas ríen, tumbadas la una junto a la otra con las piernas cruzadas. Vuelvo a mirar a Suzy, que todavía espera a que la señora mayor se aparte de su camino. Al cabo de un rato me doy cuenta de que estoy observando su cuerpo. No es que no lo haya visto ya montones de veces, cuando anda desnuda por los vestuarios de la piscina persiguiendo a los críos, o cuando se quita la blusa en la cocina porque se ha manchado de salsa. No, lo que me resulta extraño es verla sin los niños. Desde que la conozco, hará unos dos años y medio, casi siempre he visto ese cuerpo con un crío pegado a él: tomando el pecho, a horcajadas sobre la cintura o retorciéndose debajo del brazo.
De repente, me doy cuenta de lo joven que es. Es increíble cómo se ha recuperado después de tres embarazos. Tiene las caderas anchas, el vientre liso, y ni rastro de las cartucheras flácidas que me han quedado a mí tras el nacimiento de Rae. Sus pechos, de tamaño considerable, se mantienen erguidos y aceptan gentilmente el sostén del bikini, aunque en realidad no lo necesitan. Su piel es tersa y suave; su complexión, fuerte y atlética. Aspira profundamente, levanta los brazos con la seguridad que le proporciona haber pasado la infancia nadando en un lago de las montañas de Colorado, y se zambulle en el Estanque de las Mujeres de Hampstead, expulsando a un pato asustado.
Me tumbo del todo e intento concentrarme en el lugar en que estamos. Una mosca pasa zumbando junto a mi nariz. Alrededor del estanque reina la calma. Los árboles de Hampstead Heath cobijan un mundo escondido en el que las mujeres nadan, se relajan y sonríen lejos de miradas masculinas. El gineceo de un harén seguramente tendría un aspecto similar a este.
Sí, pienso. ¿Qué puede haber mejor? Tomar tranquilamente el sol de principios de verano un perezoso viernes por la tarde, sin críos.
Solo que, en realidad, no es así como me siento.
El sol me da en la cara y me molesta. Intento relajarme centrándome en los sonidos que me rodean. Antes me gustaba coleccionar ruidos interesantes, almacenar hasta el más leve murmullo, eco o rumor, por si un día lo necesitaba. Hoy se oye el trino de una curruca, el leve chapoteo de las brazadas de Suzy y los crujidos de una ardilla en las ramas.
Es inútil. Por más que estiro las piernas, la tensión que me agarrota las nalgas y los muslos no desaparece. Mi mente está en ebullición. Tengo que contárselo a Suzy, no puedo seguir guardando el secreto. Ya son demasiadas las cosas que le escondo. Me siento de nuevo y la busco con la mirada. Ya ha recorrido el estanque de ida, y ahora viene de vuelta.
¡Qué caramba!: allá voy. Me levanto, me dirijo a la escalerilla y empiezo a bajar con cautela al estanque sombrío. Según los paneles informativos, hay tortugas y cangrejos.
—¡Muy bien! —grita Suzy aplaudiendo para darme ánimos.
Expreso mi escepticismo poniendo los ojos en blanco. Me voy sumergiendo en el agua, fría y turbia. Tirito. Poco a poco la envoltura helada va subiendo hasta cubrirme casi por completo.
—¡Nada! —grita Suzy. Su acusado acento americano resuena por todo el estanque y la socorrista levanta la vista.
Me alejo del borde. No soy buena nadadora. Suzy viene hacia mí.
—Esto es gloria bendita —dice, y se pone boca arriba contemplando el cielo y las copas de los árboles—. La semana que viene iremos un día a aquel spa de Covent Garden del que me hablaste.
De pronto noto que no hago pie y trago agua. Escupo y pataleo con todas mis fuerzas. No toco fondo.
—¡Eh!, ¿estás bien? —dice Suzy cogiéndome el brazo—. Vamos hasta el centro y volvemos.
Tomo aire, me despejo la nariz y la sigo.
—Suze —digo—, ahora no estoy para gastos.
—Pago yo, tonta.
Sé que lo dice en serio. El dinero no es ningún problema para los Howard. A Jez le van bien las cosas; su negocio marcha incluso en esta época difícil. Para Suzy, el dinero no trae asociadas las mismas connotaciones que para mí. Para ella, la cuestión monetaria no anda rondando por la casa como una madre pesada, inmiscuyéndose en todas las decisiones, ahogando todos sus sueños, diciéndole: «El año que viene, tal vez».
Tras comprobar que me encuentro bien, Suzy me deja a mi aire. No sé hacia dónde ir. Me resulta raro nadar en una piscina natural, sin un borde de baldosas hacia el que dirigirme, solo leves pendientes de tierra negra en las que sobresalen las resbaladizas raíces de los árboles. No hay ninguna estructura rectangular para poder contar los largos. Suzy tiene razón: es magnífico. Solo que ahora necesitaría esquinas, bordes, principios y finales.
Oigo un chapoteo y me doy la vuelta. La señora mayor sube los peldaños para salir del estanque. Me quedo pasmada: debe de tener unos noventa años. Bajo la piel bronceada, las carnes le cuelgan como cortinas drapeadas de los huesos, viejos y fuertes. Me acuerdo de mi abuela: veinte años después de la muerte de mi abuelo, siempre sentada viendo la tele y esperando el final. ¿De qué depende? ¿Por qué una señora mayor mira la tele mientras otra se va a un estanque al aire libre para remolonear entre nenúfares y martines pescadores?
Se mueve sin inhibición, sin avergonzarse de su propio cuerpo, y eso le confiere un aire de seguridad mientras pasa ante dos mujeres que cotillean animadas. Ambas ocultan sus ojos tras unas gafas de sol de diseño, inmensas; sus delgados miembros están bronceados con idéntico espray de tono anodino. Lo más probable es que sean esposas de hombres de negocios de Hampstead. Llego a la conclusión de que la anciana debe de ser una antigua sufragista o una botánica famosa que pasó la juventud viajando en burro por remotos parajes de América del Sur en busca de plantas desconocidas. En cualquier caso, me da la sensación de que no tiene tiempo para jóvenes como esas. O como yo. Seguramente se ha ganado el derecho a pasar el rato con estos agradables entretenimientos. Sabe que, a nosotras, alguien nos los paga. Y eso no está bien. Eso tiene que acabar.
Inspiro profundamente; tan rápido como puedo, nado de vuelta a la escalerilla y me agarro a la baranda con las manos mojadas. Mientras me izo fuera del agua, siento mi cuerpo tremendamente pesado. Debido, me temo, al lastre de la culpa.
Tengo que encontrar la manera de contárselo a Suzy. Esto no puede seguir así.
Por Pascua quedó claro que Suzy había hecho muchos planes para nosotras dos. Desde que se había instalado en Londres, decía, todavía no había pasado ni una sola hora sin tener que ocuparse de los niños. Incluso cuando Jez estaba en casa; él dice que no es capaz de apañarse con los tres a la vez, así que siempre hay uno que se queda con Suzy.
El curso escolar aún no ha terminado. Como Peter y Otto entraron en mayo en una guardería privada, y Henry y Rae todavía tienen cole, Suzy por fin dispone de la oportunidad de hacer esas actividades que había ido marcando en el Time Out y en la guía turística de Londres. Durante junio ha salido casi todos los días. Sabe que ando escasa de fondos, así que hemos hecho actividades gratuitas. Hemos recorrido Regent’s Park en patines de línea, sin hacer caso a las señales de «Prohibido patinar». «Primero, que nos cojan», comentó Suzy al ver el cartel. Había esperado durante mucho tiempo la ocasión de deslizarse por los caminos lisos de la rosaleda sin la rémora de los cochecitos y los patinetes de los niños. Y aunque no me gusta transgredir las normas, yo también patiné.
Otro día estuvimos comiendo sándwiches en Trafalgar Square después de visitar la National Gallery para ver los Botticelli y los Rembrandt. Estuvimos observando el número 10 de Downing Street a través de las vallas y viendo el Big Ben de cerca. Suzy incluso me pagó la entrada para que la acompañara a la Torre de Londres. Mientras esperaba turno entre turistas alemanes para ver las Joyas de la Corona, no pude dejar de sonreír. No es la clase de actividades que yo hacía con mis amistades de Londres antes de tener a Rae, pero hay que tener en cuenta que Suzy viene de Estados Unidos, no de Lincolnshire, como yo, así que me parece lógico que le apetezca hacer un poco de turismo, igual que yo subí al Empire State Building cuando estuve en Nueva York con Tom.
Y hoy toca el Estanque de las Mujeres de Hampstead.
—Deberíamos venir cada día —comenta Suzy mientras nos vestimos—. Mucha gente lo hace.
A veces, cuando dice cosas de este tipo, me siento como hoy cuando nadaba en el estanque. Por más que procuro desesperadamente encontrar algo sólido y conocido a lo que aferrarme, resulta que no encuentro nada.
Son las tres y veinticinco. Suzy ha tardado solo dieciséis minutos en recorrer la distancia entre Hampstead Helth y Alexandra Park, pasando por el norte de Londres al volante de su descapotable amarillo. Se desliza a toda velocidad hasta hacer una parada a la puerta del colegio, haciendo caso omiso de la señal de «Prohibido dejar pasajeros».
—A por ellos, socia —dice alzando la voz por encima del horrible rock ligero americano que le gusta poner cuando vamos en coche, ajena a las miradas que nos lanzan las madres que salen por la puerta principal del colegio.
Aunque me siento incómoda, río y salgo del vehículo. Las dos conocemos la rutina. Yo recojo a Rae y a Henry y ella va a la guardería a por Peter y Otto. Prescindimos de las palabras, nos comunicamos gracias a una rutina diaria compartida, como caballos adiestrados, con una suave inclinación de la cabeza o un gesto con el pie hacia la escuela, el parque o la piscina.
—Los llevaré al parque —le anuncio mientras cierro la puerta.
—Genial —responde Suzy alegremente, y se marcha saludando con la mano por encima de la cabeza.
Me vuelvo y miro el pórtico de entrada con su señal centenaria de ladrillos: «Niñas». De inmediato siento un escalofrío. El muro contundente del Alexandra Palace se alza espectacularmente detrás del colegio, como una ola gigante a punto de engullir el pequeño edificio victoriano. Atravieso el portón a toda velocidad; giro a la derecha, hacia la zona de los pequeños, y dedico una sonrisa tensa a las otras mamás. Todo el mundo me había dicho que, en Londres, cuando tienes hijos empiezas a conocer a tus vecinos, pero por lo visto los míos son un caso aparte. Algunas mamás me responden con un gesto y enseguida siguen acordando fechas para que sus niños vayan a jugar juntos, consultando las agendas que siempre llevan encima. Muchas veces me pregunto qué habré hecho mal. Mi hipótesis preferida es que todo se debe a que, en la lista de contacto de los padres de clase, «Callie» y «Tom» figuran con dos direcciones de Londres separadas, cosa que no ocurre con «Felicity y Jonathan», «Parminder y David» o «Suzy y Jez». Suzy dice que si las demás madres quieren guardar las distancias conmigo, porque estoy divorciada y desempleada, y porque vivo sin pareja en un piso de alquiler, ella y Jez no aceptarán sus invitaciones a las merendolas tontas que montan en sus amplias casas eduardianas de Driveway, la única calle, aparte de la nuestra, con admisión garantizada en este pequeño colegio donde hay una sola clase por curso. Dice que es el precio que hay que pagar por llevar a nuestros hijos a una escuela pija tan solicitada, que «son una panda de cacatúas engreídas de clase media por marginarme», y que yo valgo mucho más que cualquiera de ellas.
Intento creerla, pero a veces no me resulta fácil. En ocasiones me gustaría ser como ellas. En esos momentos creo que si alguna mamá invitara a Rae a jugar a su casa me echaría al suelo y le besaría los pies.
Se abre la puerta del aula y Henry y Rae salen hechos un desastre y con aspecto de estar nerviosos.
—¿Qué has traído para merendar? —murmura Rae.
Les doy unas barritas de cereales de las que nunca faltan en mi bolso. Rae lleva una mancha de pintura roja en el pelo pajizo y los dos tienen las manos tan sucias como si no se las hubieran lavado en todo el día. Como de costumbre, busco alguna señal en sus ojos. ¿Está agotada? ¿Demasiado pálida? La tomo en brazos; la abrazo muy fuerte y le beso la cara hasta que se escabulle, riendo.
—¿Estás bien, Henry? —le pregunto.
Parece aturdido, casi ensimismado, y mira detrás de mí a ver si ha venido Suzy. Si se encontrara aquí, él ya estaría lloriqueando para manifestar su malestar por el abandono materno. Dejo a Rae en el suelo y lo abrazo a él para mostrarle comprensión. Se apoya un poquito en mí y suspira. Y los dos se ponen a andar, royendo su comida como cachorrillos.
Al llegar a la verja, Henry echa a correr. Lo hace todos los días, pero yo estoy tan ocupada tratando de embutir sus dibujos en la bolsa que me pilla desprevenida.
—¡Henry! —grito.
Lo persigo por la acera, sujetando a Rae que lo sigue sin mirar, esquivando a un hombre, a una mujer y a dos niñas. El hombre se da la vuelta. Es Matt, un divorciado, padre de un niño de otra clase. O El-tío-bueno-con-quien-tiene-que-montárselo-Callie, según lo llama Suzy. Y justo ahora he topado con él.
«Perdón», digo al pasar por su lado, y levanto la mano para enfatizar mi petición de disculpa. Él sonríe afablemente, pasándose la mano por el pelo recién cortado. Para mi incomodidad, me ruborizo. «Idiota, idiota, idiota», murmuro. Se diría que…
Alcanzo a Henry en el parque de detrás del colegio.
—¡Henry!, no corras tanto. Piensa que Rae te sigue y si se cae es muy peligroso para ella.
Él masculla un «perdón», salta de pies sobre un columpio y se impulsa con toda su fuerza, como si quisiera hacer salir toda la energía acumulada igual que se exprime un bote de ketchup. Rae se sienta en el columpio de al lado y se pone a jugar con una muñequita que, no sé muy bien cómo, siempre consigue llevar consigo, por más que la registre antes de salir de casa. El lunes que viene buscaré en las mangas. No hablan mucho, Henry y Rae. Pero, como dice la maestra, parecen unidos por un hilo invisible. Allí donde uno esté, el otro no andará lejos: como yo y Suzy.
Me pregunto qué piensa Rae de eso. Me pregunto si se siente como yo.
Miro a mi hija y pienso en Suzy, y ni siquiera puedo imaginar qué pasará con ellos cuando no esté yo.