QUINCE días después Sandokán era dueño de aquel inmenso territorio que desde las costas septentrionales de Borneo se extendía hasta las orillas meridionales del Kin-Ballu.
Las hordas dayakas, al saber que el nuevo conquistador era hijo de Kaidangan, su viejo rajá, se habían sometido en seguida, sin oponer la mínima resistencia, y habían abierto la puerta de sus kottas a los enviados del nuevo príncipe.
La conquista estaba ya asegurada. Los dos formidables piratas de Mompracem habían llegado a ser los dos rajás: uno de la India y el otro de Borneo.
Sin embargo, ninguno de los dos parecía feliz de haber llegado a ser tan poderoso, porque una mañana, cuando Yáñez se preparaba a regresar a la costa para volver a ver a su bellísima raní, a quien no veía desde hacía tres meses, dijo a Sandokán con voz un tanto melancólica:
—¿Estás contento de haber llegado a ser príncipe?
—No —respondió Sandokán.
—¿Qué querrías, pues?
—Mi Mompracem: ¡por aquella isla daría todo este inmenso territorio y todas estas hordas salvajes!
Yáñez le puso las manos sobre los hombros y, mirándole fijamente, dijo:
—¡Cuántas veces sueño con ella! Si yo tuviese en Mompracem a mi dulce Surama me sentiría más feliz que en la corte de Assam.
Por los negrísimos ojos de Sandokán pasó un relámpago.
—¡Mi Mompracem! —dijo luego con acento indescriptible—. ¡He dejado mi corazón en aquella isla!
Siguió un breve silencio: ambos estaban profundamente conmovidos.
Fue Yáñez quien lo rompió:
—Cuando quieras, yo vendré de la India con mis montañeses, atravesaré el océano y añadiremos a tu corona una perla más. ¿Quieres, hermano?
—Gracias, Yáñez —respondió Sandokán con voz también alterada. Quiero volver a ver el lugar donde murió mi mujer.