LAS dos columnas, ya reunidas, habían reanudado su marcha hacia las selvas de la montaña, protegidas por las espingardas manejadas por Kammamuri y sus diez hombres.
Los dayakos, siempre valientes, no habían tardado en reordenarse como mejor pudieron e intentaban volver nuevamente a la carga, para destruir a sus formidables adversarios antes de que hubieran podido encontrar un asilo seguro en la cima del Kin-Ballu.
Por lo demás, eran esfuerzos inútiles ya, pues en pocos minutos las dos columnas se encontraban en medio de los bosques.
Las cuatro espingardas de Sambigliong se habían colocado en seguida en batería con las de Kammamuri y comenzaban a abrir fuego, apoyadas por más de trescientas carabinas.
Por consiguiente, el ímpetu de los dayakos quedó en seguida detenido y aquellos salvajes, convencidos ya de haber perdido la jomada, se replegaron en confusión ante aquel huracán de plomo y hierro que hacía verdaderos estragos.
—¡Creo que la batalla ha terminado! —dijo Sandokán, que dominaba la situación desde lo alto de una roca, junto con el inseparable Yáñez—. Durante algún tiempo los cazadores de cabezas y el griego nos dejarán tranquilos, al menos eso espero. Ordena a Kammamuri que haga retirar la espingarda a la desembocadura del barranco y nosotros alcancemos la cima.
—No se puede hacer otra cosa —concedió el portugués, que observaba en aquel momento, más que a los dayakos, su sombrero atravesado por una flecha, probablemente envenenada, sin manifestar sin embargo la mínima emoción por el peligro del que había escapado.
—¿Y Sambigliong?
—Aquí estoy, señor Yáñez —respondió el viejo malayo, que en aquel momento estaba trepando por la roca.
—¿De dónde has sacado todos esos hombres? —le preguntó Sandokán—. Te he dejado veinte hombres y me traes ciento cincuenta o doscientos.
—Exactamente ciento setenta y dos, capitán —puntualizó el malayo—. Una docena de esos valientes ha quedado en el campo de batalla.
—¿Quiénes son? ¿Dayakos?
—Los de la kotta, capitán. Yo me aburría; y luego he pensado que vosotros quizás tendríais un día u otro necesidad de socorros y los he enrolado a sueldo e instruido magníficamente. Os aseguro que se sirven ahora de las carabinas mejor que de sus sumpitan.
—Ya hemos visto la prueba —admitió Yáñez—. Eres un hombre tan valioso como Kammamuri. También ese demonio de maharata ha tenido la misma idea y ha transformado a unos miserables negritos en bravísimos guerreros.
—Me lo ha dicho Sapagar —respondió Sambigliong—. Espero que estéis contentos de ver acrecentado mi modesto destacamento.
—Con trescientos hombres a mi mando, dirigidos por mis malayos, me sentiría capaz de conquistar medio Borneo —declaró Sandokán—. Ahora me siento bastante más tranquilo que antes y sólo tengo un deseo: el de llegar lo más pronto posible a las orillas del lago, vengar la matanza de mi familia y volver a tomar posesión del trono de mis antepasados.
—¡Y yo el de mandar al infierno, y esta vez para siempre, al señor Teotokris! —añadió Yáñez—. Y esta vez me cercioraré bien de que haya muerto realmente. No deseo que resucite de nuevo. Podría ocasionar molestias incluso a mi mujer e introducir el descontento en Assam.
—Cuida de que no se te escape, Yáñez —observó Sandokán—. Ese hombre es un zorro redomado.
—Si no fuese un zorro no sería griego. Vamos, lleguemos a nuestro campo y concedamos a este valiente viejo y a sus hombres un poco de reposo. La marcha ha sido larga, ¿verdad, Sambigliong?
—De una sola vez, señor Yáñez.
—¿Y qué noticias hay de la costa? —preguntó Sandokán.
—Todo está tranquilo en la bahía de Malludu.
—¿Y mi pobre yate? —demandó Yáñez.
—Está hundido completamente en la arena y ya no se le distingue.
—La raní es rica —dijo el portugués, riendo.
—Y tú no menos que ella —añadió Sandokán.
Había comenzado la retirada hacia la cima del Kin-Ballu bajo la dirección de Tremal-Naik y Kammamuri, aunque ya no amenazaba ningún peligro a las dos columnas, dado que los dayakos, después de aquel solemne revés, habían desaparecido. A medianoche los trescientos y pico de hombres alcanzaban felizmente la cumbre y acampaban entre las numerosas cajas de municiones que los hombres de Sambigliong habían llevado consigo y que no habían abandonado ni siquiera durante el duro combate.
Todos los víveres disponibles, un poco escasos a decir verdad, se pusieron a disposición de los hombres de Sambigliong, que tenían más derecho a ellos después de una marcha tan fatigosa, que había durado cuatro días y cuatro noches casi sin interrupción.
Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el viejo malayo, después de haberse asegurado de que una fuerte vanguardia vigilaba hacia la mitad del barranco, apoyada por las ocho espingardas, y después de haber tomado un piscolabis, se habían reunido bajo un attap para sostener un auténtico consejo de guerra.
Pese a la derrota sufrida por las hordas dayakas, no se podía decir todavía que hubiera acabado la campaña. Más de doscientas millas separaban todavía del lago a los conquistadores y probablemente otras y quizá más terribles sorpresas podían esperarlos en la segunda y mayor llanura, que terminaba en las orillas del gigantesco lago.
Yáñez, siempre de buen humor, fue el primero en tomar la palabra.
—Somos el Estado Mayor de la columna —empezó con su acostumbrada gravedad cómica—, y por consiguiente nos corresponde solamente a nosotros asumir la responsabilidad de esta campaña. Por lo menos así hablan los generales de los ejércitos europeos.
—Se diría que también tú has sido general europeo —dijo Sandokán.
—Lo era mi abuelo. Los Gomera han sido siempre hombres de guerra y han defendido ardorosamente las fronteras de Portugal, y tú sabes que yo soy un Gomera.
—Lo sé, Yáñez. ¿Qué harías en mi caso?
—Perseguiría a los dayakos en su retirada y caería sobre las orillas del lago para no dar tiempo al rajá de ordenar la resistencia.
—Sin embargo, no sabemos si esos condenados cazadores de cabezas se han decidido a largarse.
—¿Qué quieres que hagan aquí? ¿Qué intenten el asalto del Kin-Ballu? El griego que los guía no será tan estúpido de azuzarlos otra vez contra nosotros, ahora que tenemos a nuestras órdenes una columna formidable y que hemos duplicado nuestras armas de fuego de gran alcance. Apostaría mi corona de rajá de Assam contra un kriss cualquiera a que nosotros, antes del alba, veremos alzarse columnas de humo en los campamentos dayakos, pero hacia el sur y quizá muy al sur.
—Bien dicho —aprobó Tremal-Naik, que aspiraba lentamente el humo de su pipa.
—Esperemos verlas —declaró Sandokán—. No nos moveremos de aquí si antes no tenemos la certeza de que los dayakos se baten en retirada hacia el lago.
—Y harás bien —aprobó Yáñez—. Cuando lleguemos al gran lago, si logramos atravesar la segunda llanura baja, tendremos un nuevo consejo de guerra.
Sandokán había levantado la cabeza y lo miraba fijamente con sus ojos negrísimos, que destellaban todavía con vivas llamaradas a pesar de su edad.
—Se diría que temes alguna otra sorpresa en la segunda llanura que se extiende hasta las costas del lago.
—No lo niego.
—Somos numerosos ahora.
—¿Y si el griego maldito, acordándose de lo que ha ocurrido en las junglas de Assam, repitiese el juego? ¿Quién saldría vivo de un brasero tan colosal? Las hierbas son altas en la llanura y están casi secas.
—Espera un momento —dijo Sandokán.
Salió del attap, se mojó el pulgar de la mano derecha y lo alzó por encima de sí.
—Viento de poniente —informó luego al volver—. Muy bien: no esperaba tanta suerte.
Y se volvió hacia Kammamuri, que estaba acurrucado cerca de Tremal-Naik.
—Reúne a cien hombres —le dijo— y mándalos a incendiar las hierbas de la llanura. No seremos nosotros los que caigamos asfixiados o quemados, sino los dayakos que no tengan las piernas ligeras. Así es cómo se puede evitar el peligro de morir asado como un babirusa o una buena pata de rinoceronte…
—De buena memoria… —le interrumpió Yáñez—. Y así el consejo de guerra, por lo menos por esta noche, ha terminado. Pasaremos una noche magnífica.
—¡Si no quieres gozar de un espectáculo maravilloso! —dijo Tremal-Naik—. Un mar de vegetación en llamas no es una diversión de la que se pueda gozar todos los días.
—Entonces podemos encender otro cigarrillo y vosotros recargar las pipas. ¡Lástima no tener un trago de algún licor, aunque fuese destilado por el compadre Belcebú!
—Os engañáis, señor Yáñez —intervino Sambigliong, quien, como Kammamuri, todavía no se había acostumbrado a llamarlo «alteza»—. Mi cantimplora está aún casi llena de bram y del mejor: os lo aseguro.
—He aquí un hombre previsor. Si vienes un día conmigo a Assam te nombraré gran cantinero de la corte.
—Prefiero Malasia, señor Yáñez, aunque la India sea un país maravilloso —respondió el viejo pirata de Mompracem, ofreciéndole una cantimplora bastante voluminosa.
—Entonces te erigirás en el gran cantinero del rajá bronceado del lago, ¿verdad, Sandokán? No me rechazarás este placer.
—Si quieres, le nombraré incluso coronel como a Kammamuri —respondió Sandokán.
En aquel momento comenzaron a elevarse desde abajo columnas de humo, que lamían las altas copas de los árboles que cubrían los flancos del Kin-Ballu. Kammamuri y sus hombres habían incendiado las yerbas altas de la llanura y las llamas, alimentadas por el viento de poniente que tendía a aumentar, se extendían con rapidez prodigiosa.
—¡Eh, Sandokán! —dijo Yáñez—, ¿no corremos peligro de asarnos? ¿Y si se incendian los bosques del Kin-Ballu?
—El suelo en el que crecen es demasiado húmedo y además las llamaradas se alejarán rápidamente de nosotros.
Todos se habían puesto en pie, incluidos los malayos de Sambigliong y los dayakos de la kotta, para asistir a aquel espectáculo extraordinario. Resplandores rojizos atravesaban las nubes de humo, que engrosaban a ojos vistas. Parecía que bajo ellas hirviese un volcán en plena erupción.
Subían a gran altura y luego se desgarraban de golpe, ondeando de manera extraña.
Sin embargo, el viento las rechazó en seguida hacia levante y entonces ante las miradas de los espectadores apareció un verdadero mar de fuego.
Las hierbas, altísimas y ya casi secas, ardían como si fuesen fósforos retorciéndose y restallando.
Inmensas llamaradas en forma de cortina se elevaban y descendían iluminando siniestramente la noche, mientras por el aire volteaban nubes de chispas, que, al caer más adelante, provocaban nuevos incendios.
Animales de todas las especies huían en confusión a través de la llanura, arrancados bruscamente del sueño por aquel insólito resplandor.
Una gran manada de elefantes galopaba desesperadamente hacia el sur, lanzando barritos ensordecedores, mezclada con bastantes rinocerontes, los cuales, en aquel momento, no pensaban en utilizar sus terribles cuernos contra sus mortales enemigos.
El cielo era sanguíneo, como si lo iluminase una aurora boreal.
El fuego se ampliaba cada vez más, alejándose del Kin-Ballu, y desprendía un calor intensísimo, hasta el punto de que los espectadores, aunque estaban situados en un lugar tan elevado, se veían obligados a resguardarse los ojos con las manos.
—He aquí el infierno —dijo Yáñez—, pero el infierno de los dayakos. Me gustaría ver cómo trota en este momento el griego detrás de sus hordas. Si las llamas pudieran alcanzarlos, nos ahorraríamos muchas fatigas y también muchos peligros.
—Será un poco difícil —respondió Sandokán—. A estas horas deben de huir más rápidos que los babirusas.
—Ha sido una buena jugada la que le hemos hecho al amable Teotokris.
—Y también a tu chitmudgar.
—Que nos evita correr el riesgo de asamos. Estoy seguro de que el griego habría vuelto a intentar el juego con el que a punto estuvo de ganar en las junglas de Assam.
—Ese era mi temor, Yáñez: ahora te lo confieso francamente. Todas esas hierbas secas me preocupaban y no poco.
—Dejemos que ardan y vámonos a dormir. El espectáculo durará demasiado y prefiero cerrar los ojos sobre una buena capa de hojas frescas y perfumadas.
Muchos hombres, especialmente los malayos de Sambigliong y los dayakos, le habían precedido y roncaban como otros tantos tubos de órgano.
Los dos jefes siguieron su consejo y se acurrucaron bajo el attap, mientras el incendio continuaba inflamándose con furia creciente, alejándose hacia levante, o sea en dirección al gran lago.
Sin embargo, durante toda la noche continuó la lluvia de cenizas. En las capas superiores alguna corriente soplaba quizás en dirección opuesta y hacía volver atrás los rescoldos, con la consiguiente intranquilidad de los acampados.
Al día siguiente persistía el incendio todavía a grandísima distancia. En el horizonte se elevaban grandes columnas de humo, signo evidente de que el fuego no había cesado en su avance demoledor.
Un calor intensísimo ascendía de la inmensa llanura cubierta de cenizas todavía candentes. ¡Ay de la columna si hubiera osado descender a aquel horno!
Afortunadamente, Sandokán no tenía ninguna prisa por reconquistar el trono de sus padres y además no quería reanudar sus movimientos sin que antes los refuerzos que le habían llegado se hubieran repuesto de las fatigas pasadas.
Por otra parte, la vida era cómoda allí arriba. Los cazadores batían sin descanso los bosques de la montaña, en los que se había refugiado un gran número de animales después del incendio de la pradera, y las mujeres hacían destilar el dulce jugo de las arengas saccharifera, plantas que abundan en las laderas del coloso; también abundaban el tabaco y los cigarrillos, porque Sambigliong no se había olvidado de llevar con él una buena cantidad junto con las cajas de las municiones.
Se necesitaron tres días para que el suelo se enfriase y permitiese a los pies desnudos de los malayos, dayakos y negritos afrontar impunemente las cenizas: solamente los assameses iban calzados.
Además, muy probablemente la hierba debía todavía de arder cerca de las orillas del lago.
Finalmente, una mañana se dio la señal de partida y la larga columna descendió por los barrancos del Kin-Ballu para reanudar su marcha hacia el lago, resuelta a jugar la, última y, probablemente más peligrosa, partida contra el rajá blanco.
La marcha no sería de las más fáciles, porque la elevada capa de cenizas que cubría la infinita llanura cegaba a los aventureros y casi los sofocaba.
Los dos primeros días transcurrieron sin encuentros. Ningún dayako se había dejado ver.
En la mañana del tercero, cuando la columna caminaba por un terreno bajo que parecía que en tiempos había sido el fondo de algún gran lago, unido quizá con el otro al que se dirigían, la vanguardia, formada por negritos y dayakos al mando de Sambigliong y Kammamuri, se detuvo bruscamente, con no poca sorpresa de Sandokán y Yáñez, que hasta entonces no habían notado nada extraordinario.
—¿Habrán descubierto salvajes escondidos bajo las cenizas? —dijo el portugués—. Habrían escogido un pésimo lecho para descansar.
—¡Temo que sea otra cosa! —respondió Sandokán, cuyo ceño se había fruncido—. Vamos a ver.
Mientras se detenía el grueso de la columna, los dos jefes llegaron apresuradamente a la altura de los hombres de vanguardia, que parecían ocupados en observar atentamente la capa de cenizas que cubría el suelo.
—¿Qué pasa, Sambigliong? —preguntó Sandokán—. ¿Una nueva sorpresa?
—Pasa, señor, que por debajo de la capa de cenizas corre agua.
—¿Agua? —exclamó Yáñez—. ¿Cómo es posible, después de que el huracán de fuego ha pasado por esta llanura?
—No lo sé, señor Yáñez.
—¿Correrá por aquí algún torrente? —preguntó Sandokán.
—No, capitán. Es como un velo de agua que se extiende por doquier. Mirad aquí.
Sambigliong avanzó unos pasos y se detuvo ante algunos pequeños agujeros que se habían llenado ya lentamente de agua.
—¿De dónde crees que proviene? —le consultó Yáñez a Sandokán.
—Del lago —respondió el Tigre de Malasia sin dudar.
—Nosotros nos encontramos en una profunda depresión del suelo y en esta estación las aguas del Kin-Ballu están por lo general muy altas a causa de las grandes lluvias que ya deben de caer en su interior.
—¿Se habrá desbordado?
—¿O habrán abierto los dayakos y el griego un canal para intentar ahogarnos en la llanura? —preguntó Sandokán, en lugar de responder.
—¡Por Júpiter! ¿Quieres espantarme, hermano?
—Es sólo una suposición mía.
—¿Tendrá ahora una verdadera pasión por los canales ese griego de mal agüero? Ya hizo excavar uno para encerramos en aquella azufrera. ¿Querrá intentar ahogamos como ratas? Tendré que matarlo.
—Siempre lo dices pero no lo matas —dijo Sandokán bromeando.
—¡Ponlo en mis manos y verás cómo te lo dejo!
—Ahí está precisamente el punto débil de la cuestión, amigo. Tampoco yo, si pudiera agarrarlo, lo dejaría escapar. Sin embargo, no desespero de capturarlo en las orillas del lago.
—Es la segunda vez que me lo dices y mientras tanto el bribón está todavía libre.
—También tienes tú razón, Yáñez —aceptó Sandokán sonriendo—. Vamos, debemos tomar una decisión: o desviamos hacia levante o seguir adelante.
—Desviamos sería como prolongar la marcha algunos centenares de millas, supongo.
—Sí, Yáñez, porque esta llanura tiene una extensión inmensa. Quizás el fuego no se ha apagado todavía allá lejos.
—Entonces prefiero tirar adelante, ocurra lo que ocurra. Y además somos como pequeños tiburones y no hay ninguno, en mi opinión, que no sepa nadar.
—Avancemos, pues —concluyó Sandokán—. Eh, Kammamuri, da la orden de reanudar la marcha.
La vanguardia reemprendió en seguida su marcha y el grueso de la columna que escoltaba a las mujeres y a los muchachos negritos la imitó.
Pero cuanto más avanzaban más aumentaba la humedad del suelo, convirtiendo las cenizas en un verdadero fango pegajoso que cansaba bastante a hombres y a mujeres.
Era como si el agua se filtrase desde el subsuelo por millares y millares de poros invisibles, o como si algún gran lago subterráneo se extendiese bajo las cenizas. Una gran inquietud se había adueñado de todos. Especialmente Sandokán, que conocía ya la región mejor que nadie, parecía muy preocupado.
Aquella noche no fue posible formar un campamento. No había ni árboles, ni hojas, ni yerba, porque el huracán de fuego había destruido todo en su carrera vertiginosa y el terreno era fangoso.
Solamente los jefes tuvieron un cobertor cada uno, sobre el que se extendieron sin poder defenderse de la humedad. Otros se acomodaron como pudieron sobre las cajas de municiones, pero los afortunados fueron muy pocos. La mayoría se acurrucó en medio del fango teniendo sobre el pecho la carabina y el parang.
Al día siguiente la marcha se hizo más difícil todavía. El agua rezumaba en mayor cantidad y en ciertos lugares cubría la capa de cenizas varios centímetros.
—Explícame, pues, este misterio —dijo Yáñez a Sandokán, mientras atravesaban una zona baja cubierta enteramente de agua.
—Te repito que en ello está la mano de Teotokris —aseguró el Tigre de Malasia—. Es él quien ha hecho inundar estas llanuras.
—Qué feo asunto, si los dayakos cayeran encima de nosotros justamente ahora. Las espingardas se hundirían y no nos serían de ninguna utilidad.
—Tampoco ellos se encontrarían en buenas condiciones para presentamos batalla —razonó Sandokán—. Trescientas carabinas son algo, Yáñez, y por ahora yo no temo ningún asalto. Tengo ya en mi mano el trono de mis padres y la vida del asesino que destruyó a mi familia. Nuestra gente es aguerrida y no dejará que se rompan sus líneas por las flechas de las sumpitan, ni por los parang y los kampilang de los dayakos. Sólo temo las sorpresas.
—Y esta es una.
—Sí, Yáñez, y que nos procurará bastantes molestias.
—Acabaremos transformándonos en auténticos gaviales, porque el fango y el agua aumenta cada vez más.
—Esta zona baja no se prolongará hasta las costas meridionales de Borneo —respondió Sandokán—. A poniente del lago comienza la cadena de los montes de Cristal y allí el agua no nos alcanzara. Si se hace necesario, nos desviaremos, por ahora continuemos nuestra marcha.
Pero la marcha hacía sudar enormemente a los malayos, assameses, negritos y dayakos de la costa.
El espesor del fango aumentaba cada vez más y el agua no cesaba de rezumar. Los hombres se hundían hasta la rodilla y los muchachos y las mujeres hasta casi el vientre.
Afortunadamente no se trataba de arenas movedizas, porque bajo la capa de cenizas el terreno era duro y compacto.
El velo de agua continuaba extendiéndose, aumentando de hora en hora. Más adelante, la llanura debía de estar completamente anegada.
El problema mayor seguía siendo el del acampamento.
¿Cómo podrían descansar si faltaban plantas y hojas para alzar refugios, especialmente para las cajas de municiones? Esta era la gran preocupación de todos.
Pero una buena estrella debía de proteger a los viejos piratas de Mompracem, porque, cuando la columna marchaba fatigosamente desde hacía seis horas, en el lejano horizonte, que centelleaba con una luz intensísima, se divisaron formas vagas que parecían árboles.
—¡Un bosque! —exclamó de repente Yáñez, mientras la vanguardia prorrumpía en gritos de alegría.
—Así parece —admitió lacónicamente Sandokán.
—¿Cómo puede haber escapado al terrible incendio que ha devastado la llanura?
—Lo sabremos cuando estemos allí.
La esperanza de poder acampar finalmente bajo los árboles, en un terreno seco, había infundido nuevas fuerzas a la columna.
Todos marchaban febrilmente, impacientes por llegar a aquella especie de oasis perdido en medio del mar dé fango.
Eran verdaderamente árboles, no muchos, pero árboles, aunque no mostrasen sus inmensas hojas empenachadas o dentadas. Parecían troncos carbonizados que habían quedado en pie por verdadero milagro.
Los hombres ya tenían el agua hasta las caderas, pero el fondo, aunque bastante fangoso, era sólido, y no presentaba traza de arenas movedizas.
A las seis de la tarde los aventureros, completamente extenuados en sus fuerzas y hambrientos, porque no habían tenido tiempo todavía de echar mano de las pocas provisiones que quedaban, llegaron a una pequeña altura, sobre la que se mantenían derechos unos cuarenta troncos de árbol medio carbonizados por el huracán de fuego y privados absolutamente de hojas.
¡En aquel momento, era la salvación!