22. La retirada al Kin-Ballu

SANDOKÁN y Yáñez se habían precipitado roca abajo decididos a presentar una desesperada resistencia en espera de la señal, pues no querían intentar el descenso sin tener la seguridad de que Sapagar y el jefe de los negritos estaban ya libres de peligro.

El éxito de la expedición podía depender ya de aquellos dos hombres. Un refuerzo de veinte malayos, curtidos por toda clase de batallas terrestres y navales y además cargados de municiones, no era cosa despreciable en una lucha que podía deparar, a orillas del misterioso lago, desagradables y gravísimas sorpresas.

Los cuatro grupos habían respondido en seguida a la alarma dada por los centinelas con cuatro sonoras descargas de espingarda, cubriendo de clavos las laderas del Kaidangan.

Los dayakos debían haber experimentado el efecto de aquella andanada, pues los disparos provocaron agudísimos gritos de dolor.

Las carabinas no tardaron en entrar en acción por segunda vez. Se sucedían las descargas cuando las espingardas iban a ser recargadas.

La meseta parecía un cráter. Lo que sorprendía a Sandokán y a Yáñez era el comportamiento de los negritos.

Aquellos pequeños hombres, quince días antes todavía salvajes y perfectamente desconocedores del uso de las armas de fuego, combatían magníficamente, compitiendo con los malayos y assameses.

Formados en dos líneas, esperaban que los dayakos, sus mortales enemigos, apareciesen delante de las rocas para fulminarlos casi a quemarropa. Ciertamente se estaban tomando un terrible desquite, gracias a la superioridad de sus armas y al apoyo de sus formidables compañeros, mientras tanto las espingardas disparaban sin descanso, confundiéndose sus detonaciones con los truenos que resonaban entre las nubes y abriendo entre los asaltantes grandes brechas que no siempre se cerraban.

A pesar de las pérdidas enormes que sufrían, los dayakos no renunciaban a sus intentos. Rechazados, volvían a la carga más furiosos que antes, tratando de llegar al cuerpo a cuerpo, cosa que no deseaban en absoluto ni los malayos ni los assameses, demasiado inferiores numéricamente para resistir un enfrentamiento tan terrible.

Hacía media hora que sonaban las descargas, con gran derroche de municiones, cuando hacia la mitad de la ladera se oyeron varios gongs.

—¿Qué significa eso? —se preguntó Yáñez, que Manejaba una de las cuatro espingardas—. Es una señal.

En aquel momento se oyó a Sandokán gritar:

—¡El fuego! ¡El fuego de Sapagar! ¡Barred a estos canallas! ¡Ala carga!

Los cuatro grupos iban a lanzarse hacia adelante empuñando los parang cuando cesaron bruscamente las vociferaciones de los dayakos.

—Eh, Sandokán —gritó Yáñez—, ¿contra quién quieres cargar?

—¡Contra los dayakos, saccaroa!

—¡Pero si se están retirando!

—¿Huyen?

—Y más rápidos que los babirusas. Creo que ya han tenido bastante y no se sienten capaces de soportar más duchas de clavos. Deben tener ya muchos bajo la piel.

—Entonces es el momento de levantar el campo —dijo el Tigre de Malasia—. No obstante, tratemos de engañarlos. Los ataques se han hecho siempre en este frente, lo que quiere decir que por esta parte intentarán mañana un esfuerzo supremo y que por eso tendremos que vigilarla de forma especial.

—Cierto —respondió Yáñez.

—Haz que desmonten los attap y enciendan hogueras a cierta distancia una de otra. Los dayakos creerán que hemos establecido aquí nuestro campamento, mientras que nosotros escaparemos por la otra parte. Descenderemos en una sola fila, de uno en uno. Que los negritos vayan delante con Kammamuri, pues son más rápidos y hábiles que nosotros; después irán los malayos con las espingardas, conducidos por mí, y tú tomarás el mando de los assameses junto con Tremal-Naik. ¿De acuerdo?

—Completamente.

—Diles que guarden silencio. El griego puede haber colocado centinelas también en las laderas occidentales y eso es lo que tenemos que evitar.

—¿Y si se dan cuenta de nuestra retirada?

—Nos lanzaremos contra las líneas dayakas con ímpetu desesperado y nos abriremos paso con los parang. Nuestros hombres son valerosos y tengo plena confianza en ellos.

—Y yo también, Sandokán —respondió Yáñez.

—Haz lo que te he dicho mientras yo voy a decirle un par de cosas a Nasumbata.

—¿Quieres realmente dejarlo aquí?

—Ese hombre sería un impedimento.

Se dirigió hacia un attap, donde habían colocado al traidor, con los brazos aún atados y la pierna herida vendada.

—Te perdono la vida —le dijo Sandokán—, aunque tendría el derecho de quitártela; pero los años han calmado la ferocidad del Tigre de Malasia.

—Gracias, capitán.

—Nosotros partimos y tú te quedarás aquí, pues no podemos ocupamos de los heridos. No nos sobran brazos.

—Como quieras, capitán.

—Una última pregunta.

—Te escucho, capitán.

—Confío en tu sinceridad.

—Te debo la vida.

—¿Dispone de muchas armas de fuego el rajá del lago? —Sólo posee una docena de carabinas y un lilá.

—Está bien: ahora déjate amordazar. Me veo obligado a tomar precauciones.

—Como quieras, capitán.

Sandokán desató la larga faja de seda roja que le ceñía las caderas, desgarró un pedazo y amordazó estrechamente al traidor, dejándole libre la nariz para que no corriera el riesgo de morir asfixiado.

—¡Adiós! —le dijo después, bruscamente—. Y procura que no te encuentre de nuevo entre mis enemigos, pues esta vez sería inexorable.

Cuando dejó el attap siete u ocho hogueras ardían sobre las rocas que rodeaban la meseta y la columna, dispuesta en fila india, estaba preparada para iniciar el descenso del Kaidangan.

Como había ordenado, los negritos se encontraban en la vanguardia, pues aquellos hombrecillos estaban acostumbrados a las marchas nocturnas por la selva y poseían además un oído finísimo que les permitía captar, aun a notables distancias, los más débiles ruidos; seguían los malayos, que llevaban las espingardas desmontadas, y finalmente los assameses con las últimas cajas de municiones y algo de caza que no habían querido dejar para que la aprovecharan los dayakos.

Sandokán pasó rápidamente revista a la columna y después ordenó:

—¡Adelante!

El huracán estallaba entonces con gran violencia, con un ruido sordo. Comenzaba a caer la lluvia a cántaros y el viento aullaba alrededor de los últimos picos del Kaidangan. De vez en cuando brillaba un relámpago entre las nubes tormentosas, volviendo después, aún más densa, la oscuridad.

La larga columna descansó un momento en el borde occidental de la meseta y después los negritos, conducidos por el subjefe de la pequeña tribu y por Kammamuri, comenzaron el descenso.

Por aquel lado la montaña era muy empinada y los bosques llegaban más arriba que por las demás partes, pero el descenso se efectuaba con mucho orden entre el ruido de la lluvia y los estruendos ensordecedores de los truenos. Cada vez que un relámpago rompía las tinieblas todos los hombres, las mujeres y los niños se lanzaban rápidamente a tierra para que no les vieran los centinelas dayakos que podían vigilar los bordes de la selva y después reanudaban su marcha silenciosa, con los oídos atentos y los ojos bien abiertos.

En la cumbre del Kaidangan continuaban ardiendo con resplandores rojos las hogueras. En la lejanía brillaba todavía en la oscuridad el fuego encendido por Sapagar y el jefe de los negritos.

A las dos de la madrugada la columna que avanzaba por las laderas del monte como una monstruosa serpiente llegaba felizmente a los primeros árboles. No se había dado ninguna alarma. Probablemente los dayakos, engañados por las hogueras y temiendo algún inesperado contraataque por parte de los asediados, habían reunido a todos sus grupos dispersos por las laderas para poder resistir mejor el choque.

—¡Parece que todo va bien! —dijo Yáñez, llegando donde estaba Sandokán, que había ordenado un breve descanso para mandar algunos exploradores.

—¡Tengo la esperanza de haber engañado a ese perro griego! —respondió el Tigre de Malasia.

—¿No crees que haya centinelas por aquí?

—Si hay alguno acabaremos con él a golpes de parang. Ordena a tus hombres que nadie dispare, suceda lo que suceda. Quiero llegar a la llanura sin atraer la atención del grueso de los dayakos. La pendiente es demasiado pronunciada para colocar en batería las espingardas, que constituyen nuestra fuerza principal.

En aquel momento volvían los cuatro negritos mandados como exploradores.

—¿Nada? —preguntó Sandokán a Kammamuri, que había hablado rápidamente con los pequeños hombres de la selva.

—No hay dayakos, señor —respondió el maharata.

—¿Están seguros?

—Esos salvajes difícilmente se equivocan —dijo Yáñez—. Lo sabes mejor que yo.

—¡Adelante! —ordenó Sandokán.

La columna se internó resueltamente en la vegetación que cubría las laderas del Kaidangan. Seguía lloviendo a cántaros y el viento se enredaba bajo las bóvedas vegetales, torciendo ramas y hojas y aullando con mayor fuerza.

Brillaban relámpagos seguidos de truenos estremecedores, pero los fugitivos no se preocupaban ya; es más, acogían con agrado aquellos inesperados resplandores que le permitían descubrir a los centinelas dayakos si se encontraban escondidos bajo los árboles o entre los matorrales. Habían dejado atrás la zona descubierta y era ya difícil que les sorprendiesen.

Continuó el descenso durante una hora más, entre plantas gigantescas cuyos troncos macizos no temblaban ni siquiera bajo las potentes ráfagas de viento.

La columna no estaba más que a trescientos o cuatrocientos metros de la llanura cuando pasó de boca en boca una palabra, transmitiéndose rápidamente hasta el último hombre.

—¡Alto!

Yáñez dejó a los assameses y se aproximó a Sandokán.

—¿Nos habrán cortado la retirada? —le preguntó.

—No creo —respondió el Tigre de Malasia.

—¿Por qué entonces esta pausa precisamente ahora que hemos terminado prácticamente el descenso?

—Esperemos a Kammamuri. Está en la vanguardia con los negritos y vendrá a decimos algo. Mantén reunidos a tus hombres.

—Está Tremal-Naik con ellos y me fío completamente de él. Vale por un general.

—Tal vez necesitemos lanzar a la carga a algún grupo. Estamos ya lejos y con todo este estruendo que producen los truenos y el viento nadie podría distinguir una descarga de fusiles. Ahí está Kammamuri, si no me equivoco. Ahora sabremos quién nos ha detenido.

En efecto, el maharata subía rápidamente la montaña para llegar donde estaban sus jefes mientras ordenaba a los hombres que formaban la columna que tuviesen preparadas las armas.

—¿Qué novedades hay, Kammamuri? —preguntó Sandokán.

—Hay una pequeña guardia de dayakos emboscada en la base de la montaña, entre las altas hierbas.

—¿Nos han descubierto?

—No; los negritos la han visto a la luz de un relámpago.

—¿Has dicho que es pequeña? —preguntó Yáñez.

—Sólo unos pocos hombres.

—Déjame a mí, Yáñez —dijo Sandokán.

Se dirigió a sus malayos.

—Dejad en el suelo las espingardas y seguidme —les ordenó—. No quiero ningún disparo, no lo olvidéis. Atacaremos con los parang y los kriss. Tú, Yáñez, ten preparados a los assameses para que acudan a mi llamada, aunque espero no necesitarlos. ¡A mí, tigres de Mompracem!

Los malayos estaban ya preparados para seguirle. Habían descargado las espingardas y los trípodes, se habían colocado en bandolera los fusiles y habían desenvainado los pesados y brillantes sables.

Sandokán se colocó a su cabeza mientras los negritos se acurrucaban formando un grupo compacto bajo las inmensas hojas de un banano para protegerse de la lluvia, que no dejaba de caer impetuosamente. Los assameses, en cambio, habían permanecido en pie para poder acudir con más rapidez en caso de que hubiera necesidad de sus tarwar. Pero Yáñez estaba tan seguro de que no tendría que intervenir que había encendido un cigarrillo. Ya antes de dejar el pico había mandado abrir su caja particular, donde había hecho amontonar miles de cigarrillos para no aburrirse demasiado durante el descenso de la montaña.

Mientras tanto, Sandokán y sus malayos se deslizaban silenciosamente como sombras entre los árboles, escondiéndose tras los enormes troncos cuando algún relámpago iluminaba la escena.

Querían caer por sorpresa sobre los dayakos y aniquilarlos antes de que pudieran emitir ningún grito.

Con aquella lluvia torrencial los salvajes no se esperaban ciertamente un ataque, sobre todo considerando que creían que sus enemigos estaban en la cumbre del monte. Pasando de tronco en tronco el grupo no tardó en llegar a la llanura. Sandokán y sus hombres habían observado ya exactamente a la luz de los relámpagos el lugar donde se encontraba emboscada la pequeña guardia.

—¡Atención! —dijo a sus malayos, que le seguían de cerca, impacientes por entrar en acción—. No son más que siete u ocho y no debéis dejar escapar a ninguno.

Se internaron entre las altísimas hierbas, arrastrándose como serpientes, y llegaron sin ser vistos a pocos pasos del grupo de dayakos. Estos estaban acurrucados unos contra otros para refugiarse de la lluvia que continuaba cayendo.

Sandokán esperó unos minutos para que sus hombres tuvieran tiempo de agruparse y después se lanzó hacia adelante con la cimitarra levantada gritando:

—¡A ellos, tigres de Mompracem!

Los dayakos, al oír esa orden, se habían incorporado rápidamente para rechazar aquel fulminante ataque, pero era ya demasiado tarde.

Se entabló un furioso combate, pues también aquellos terribles cazadores de cabezas eran unos magníficos guerreros.

Los treinta malayos acabaron fácilmente con aquel pequeño grupo. Dos minutos después la pequeña guardia yacía en su totalidad sin vida entre las altas hierbas, mezclando su sangre con la lluvia torrencial.

Sandokán sacó el silbato de oro y lanzó una nota agudísima.

Inmediatamente negritos y assameses descendieron corriendo por el último trecho del Kaidangan, reuniéndose al borde de la inmensa llanura.

—¿Ya está? —preguntó Yáñez.

—Han caído todos —respondió Sandokán.

—No me gusta matar así.

—¡Era necesario, Yáñez! Por otra parte, si ellos hubieran podido sorprendemos a nosotros, dentro de quince días nuestras cabezas adornarían la cabaña de algún jefe.

—Eso es cierto, y yo no deseo de ninguna forma dejar aquí mi cráneo. La raní de Assam lloraría demasiado si perdiese a su príncipe consorte.

—¿Piensas mucho en Surama?

—¡Por Júpiter! ¡Es mi mujer! ¿Continuamos, hermano?

—A toda marcha. ¿Dónde están las espingardas?

—Las traen mis assameses.

—Corramos, Yáñez, y corramos mucho. Mañana el griego asaltará de nuevo la cumbre del Kaidangan y cuando se dé cuenta de nuestra fuga organizará una caza despiadada por estas inmensas llanuras. No podremos consideramos seguros hasta que hayamos escalado el Kin-Ballu.

—¿Una marcha larga?

—Un centenar de kilómetros.

—¡Vaya! Tres días de marcha por lo menos con estas condenadas hierbas.

—Trataremos de reducirlos a dos. ¿Está formada la columna?

—Están todos preparados.

—¡Que sigan delante los negritos!

—Ya están en cabeza.

—¡En marcha, pues!

Se pusieron en camino entre aquellas altísimas hierbas, que resultaban tan engorrosas que Sandokán mandó una decena de assameses a la cabeza de la columna para que abriesen una especie de surco con sus afiladísimos tarwar, que se prestaban mucho mejor para ello que los pesados parang.

Las mujeres de los negritos llevaban a los niños a sus espaldas para que no se perdieran, cosa facilísima con aquella oscuridad y en aquel caos vegetal.

La lluvia había cesado, pero el huracán no se había calmado todavía. Seguían resonando los truenos con gran estrépito y sobre la llanura caían de vez en cuando ráfagas de viento impetuosísimas, doblando las hierbas gigantescas. Todos apretaban el paso al máximo, incluso los malayos que llevaban las largas y pesadas espingardas y las cajas de municiones.

Era necesario ganar terreno antes de que los dayakos se dieran cuenta de la fuga milagrosa de sus enemigos y organizaran la persecución.

Sandokán no deseaba en absoluto una batalla en campo abierto, pues conocía perfectamente el valor y el ímpetu salvaje de sus enemigos.

El alba los sorprendió a una docena de millas del Kaidangan, pues las últimas las habían recorrido casi corriendo, poniendo a dura prueba las piernas de las mujeres, aunque aquellas pequeñas salvajes están acostumbradas a las marchas larguísimas para escapar a los ataques de los cazadores de cabezas.

Sandokán ordenó una breve pausa, pues no quería agotar completamente a la columna.

Mientras sus hombres acampaban como mejor podían junto con los malayos y negritos y descuartizaban un babirusa para devorarlo crudo, ya que se había prohibido terminantemente encender fuego para no indicar al enemigo la dirección que seguían y para evitar también el peligro de incendiar las altas hiedas que estaban en parte ya secas, Yáñez, con Sandokán y Tremal-Naik, volvió atrás unos cuatrocientos o quinientos metros, llegando a una pequeña ondulación del terreno.

Desde allí podían observar mejor el Kaidangan y quizás también descubrir los movimientos de los enemigos si marchaban en grandes columnas.

El gigantesco pico se erguía majestuoso, con la cumbre dorada por los primeros rayos del sol naciente.

Ya no ardían las hogueras. La lluvia torrencial caída durante la noche debía de haberlas apagado mucho antes.

No obstante se veían delgadas columnas de humo en los bordes de los bosques que se encaramaban por las laderas del coloso.

—Están todavía acampados nuestros enemigos —dijo Sandokán, que tenía una vista muy aguda a pesar de su edad—. Parece ser que aún no se han dado cuenta de nada y siguen creyendo que estamos en la cumbre del Kaidangan.

—Y llevamos ya una buena ventaja —añadió Yáñez.

—Que desaparecerá poco a poco, hermanito. Los dayakos son grandes corredores; no llevan más carga que sus armas y la cesta para colocar la cabeza del primer enemigo que consiguen matar, mientras que nosotros tenemos a las mujeres y a los niños, las cajas de municiones y las espingardas.

—Es cierto, Sandokán, pero aún no han atacado la cumbre, luego tienen aún que empezar la persecución. Tal vez esperen hasta esta tarde para intentar una sorpresa.

—Sería una gran suerte para nosotros —comentó Tremal-Naik.

—Esperemos tenerla —respondió el Tigre de Malasia—. Yo quisiera encontrarme ya en el Kin-Ballu, reforzado por Sambigliong y sus hombres. Bueno, ya veremos: aún no estamos muertos.

Volvieron al campamento y comieron unos trozos de tocino cortados del vientre del babirusa. Como no tenían nada mejor, acogieron sin gestos de desagrado aquel pobre manjar.

Sin duda habrían preferido un buen asado, pero, como hemos dicho, la prudencia había aconsejado a Sandokán prohibir severamente que se encendiera fuego.

Una hora después la columna reanudaba su marcha hacia el sur para llegar lo antes posible al segundo monte.

El huracán se había calmado y el sol derramaba torrentes de fuego sobre la vasta llanura, absorbiendo rápidamente la humedad.

Por encima de las altas hierbas ondeaba una ligera niebla que se dispersaba después en grandes cortinas que el viento matutino hacía desaparecer.

A mediodía ya no se veía el Kaidangan. ¿Se habían puesto ya en marcha los dayakos o bien vivaqueaban todavía por sus laderas, esperando la noche para volver a intentar el asalto? Eso se preguntaban, con cierta preocupación, Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri.

¿Cómo saberlo?

Todos, empero, sentían por instinto que tenían ya a sus espaldas a las sanguinarias hordas, ansiosas de aplastar en la llanura a la pequeña columna.

Por la tarde se habían recorrido más de cincuenta kilómetros, pero todos estaban exhaustos, especialmente las mujeres, que no habían dejado a sus pequeños, y los portadores, de las espingardas.

Se imponía un largo descanso, pues la noche anterior nadie había podido dormir.

Sandokán hizo cortar las hierbas en un vasto trecho e improvisar un campamento, y, como precaución ante un posible ataque de los dayakos, hizo colocar las cuatro espingardas en los ángulos.

La vigilancia se les confió a los negritos, que parecían menos cansados, y a algunos malayos.

Los demás, tras devorar los restos del babirusa, se dejaron caer sobre montones de hierba, al lado de las carabinas. Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se instalaron detrás de las cajas de municiones que se habían colocado de forma que los protegieran del viento nocturno y, después de fumar y charlar un poco, se durmieron también aunque les atormentaba la posibilidad de que les siguieran las hordas del rajá del lago.

Hacía varias horas que dormían los acampados cuando los malayos que vigilaban junto con los negritos despertaron a Sandokán.

—Jefe —dijo uno de ellos—, de la llanura salen columnas de humo.

El Tigre de Malasia, que dormía con un ojo abierto, pues esperaba un ataque de un momento a otro, se incorporó, sacudiendo a Yáñez y a Tremal-Naik, que roncaban tranquilamente.

—Parece que el griego casi nos ha alcanzado —les comunicó.

—¡Que Belcebú se lo lleve al infierno! —respondió el portugués, que parecía estar, contra su costumbre, de mal humor—. Soñaba que estaba en la corte de Assam, en mi lecho dorado, con cuatro pavos reales disecados en los ángulos con las alas y las colas desplegadas. ¿Qué quiere ese molesto pescador de esponjas?

—Te digo que va a alcanzamos —dijo Sandokán.

—Comienza a fastidiarme realmente. Hay que meterle en el cráneo una veintena de gramos de plomo.

—¿Cómo? ¡Un centenar! —exclamó Tremal-Naik.

—¡Una descarga de metralla!

—Ve tú, Yáñez, y dispárasela —respondió Sandokán.

—De momento no tengo intención de hacerlo —dijo el portugués, desperezándose—. ¡Ah, qué fastidio!

—Eh, hermano, ¿duermes todavía?

—Me hubiera gustado continuar mi sueño. La corte, mi lecho dorado, los cuatro pavos reales…

—Y tu cabeza haciendo muecas en alguna cabaña dayaka —dijo Sandokán.

—¡Eso no, por Júpiter! ¿Y Surama? ¡Cómo lloraría mi mujer si no volviera su Sahib[52] blanco!

—Entonces deja el jergón de hierbas y reanuda la marcha.

—¡Por Júpiter! ¡Vamos a convertirnos en judíos errantes! —replicó Yáñez.

—No sé lo que son —respondió Sandokán, que se había puesto muy serio—. Sé que hay que caminar, o, mejor dicho, correr, para subir al Kin-Ballu antes de que se nos echen encima los dayakos.

—¿Has comprendido, Tremal-Naik? —preguntó el portugués, incorporándose y tomando la carabina—. Caminar siempre, día y noche. Es así como Sandokán conquista reinos. Cuando yo derroqué a la vieja dinastía de Assam caminé mucho menos. ¿Te acuerdas?

—Sin embargo, hemos pasado por mayores aventuras —respondió el excazador de la jungla negra.

—Sí, algo más brillantes —dijo Yáñez—. La India no es Borneo.

—Es un país maravilloso —observó Sandokán—. Ven a ver aquellos fuegos que brillan en el lejano horizonte.

—¡Por Júpiter! ¿Será leña o hierba seca que se quema?

—Encendida por los dayakos.

—Ya te he dicho que comienzan a fastidiarme.

—Y vendrán también por tu cabeza, hermano.

—¡Oh, no tan pronto!

—Ven a verlos.

Yáñez se incorporó con dificultad y avanzó entre las hierbas cortadas a pocos centímetros del suelo.

Se elevaban a gran distancia columnas de humo rojizo, que se inclinaban de vez en cuando al soplar la brisa nocturna.

Eran diez, quince, incluso veinte. Detrás de aquellos fuegos se extendía sin duda un gran campamento.

—¿Los ves, Yáñez? —preguntó Sandokán.

—¡Por Júpiter! No estoy ciego.

—Y yo tampoco —añadió Tremal-Naik.

—Han dejado el Kaidangan y han acampado en la llanura.

—La caza ha comenzado —respondió el portugués, con su calma habitual. Tenía que ocurrir. ¿Qué quieres hacer?

—Reanudar la marcha.

—¿Resistirán nuestros hombres?

—No bromees, Yáñez.

—Sabes que muy pocas veces estoy serio, aunque en Assam haya pasado por inglés.

—Un inglés que amenazaba matar hasta al dueño del hotel —dijo Tremal-Naik.

—Tienes razón: lo había olvidado —respondió Yáñez, estallando en una sonora carcajada.

—¿Os quedan todavía fuerzas en las piernas? —preguntó Sandokán.

—Yo todavía no estoy del todo inválido —contestó el portugués.

—Y yo tampoco —añadió Tremal-Naik.

—Entonces levantemos el campo.

Volvieron apresuradamente y dieron órdenes a los centinelas de que despertaran a todos.

Menos de cinco minutos después la columna estaba preparada para ponerse de nuevo en marcha. Sólo los niños gritaban, aunque sus madres intentaban hacerles comprender la gravedad de la situación.

—¡Vamos, un último esfuerzo! —dijo Sandokán a sus hombres—. Mañana por la noche acamparemos en el Kin-Ballu y a lo mejor podremos ver desde allí el lago de mis antepasados… ¿Siguen a la cabeza los negritos?

—Sí, Tigre de Malasia —respondió Kammamuri—. Siguen bajo mi puño de hierro.

—Da la señal, coronel —dijo Yáñez—. Ya te has olvidado de que eres un gran militar…

—No, alteza.

—En marcha, pues.