LOS previsores malayos y los negritos, que conocían Borneo mucho mejor que los assameses, sus selvas y sus páramos extensísimos, tras cortar una veintena de gigantescas patas de rinoceronte (que podían pasar, hasta cierto punto, por enormes jamones de haber estado ahumadas), reanudaron la marcha, siguiendo las órdenes de Sapagar y Kammamuri, deseosos de descansar completamente seguros en las laderas o en la cumbre del Kaidangan, ya muy próximo.
Tras desembarazarse de aquellos molestos rinocerontes podían ahora avanzar tranquilos, pues lo único que podían temer era un asalto por parte de los dayakos mandados por el griego, eventualidad poco probable, de momento por lo menos, en opinión de Sandokán y Yáñez.
Hasta el amanecer no llegó la columna al pie del Kaidangan.
Aunque lo llamen cordillera, no es más que un pico aislado, de dimensiones enormes, que no llega ciertamente a los mil metros de altitud, con anchas laderas cubiertas por espesos bosques.
Era la etapa que Sandokán, profundo conocedor de la región, había fijado para la gran pausa, pues quería conceder a la columna un merecido descanso después de tantas peripecias. Había escalado ya multitud de veces en su juventud aquella montaña, por lo que le resultó sumamente fácil encontrar una especie de quebrada por la que entró su columna.
La ascensión fue larga pero no difícil, y hacia las dos de la madrugada los malayos, que formaban la vanguardia, llegaron a la cima, donde había una pequeña meseta que parecía hecha a la medida para acampar cómodamente.
Los negritos, que habían recogido ya ramas de árbol y hojas enormes, pues el último trecho del cono carecía de bosques, se apresuraron a montar los attap ayudados por los malayos, mientras Yáñez y Sandokán, que habían subido a una alta roca, examinaban atentamente la llanura que se extendía a sus pies.
Hacia el sur, en dirección al lago, no había ya bosques. El terreno formaba suaves ondulaciones cubiertas por una hierba muy alta, al parecer interrumpida sólo por alguna mancha de bambúes o algún grupo de árboles frondosos.
—Es el gran llano —dijo Sandokán—; y lo tendremos que recorrer durante muchos días antes de llegar al lago. Y en él nos esperarán sin duda los dayakos.
—¿Entre esas altas hierbas? —preguntó Yáñez con su habitual flema, volviendo a encender el cigarrillo, que se le había apagado.
—Estoy completamente seguro.
—Esperemos que no nos pase algo parecido a lo que nos ocurrió en las junglas de Assam. ¿Te acuerdas, Sandokán? Faltó poco para que nos asaran a todos.
—No he olvidado esa desagradable aventura —contestó el Tigre de Malasia—. Sin embargo, esas hierbas no estarán tan secas como las de las llanuras indias. Lo que es evidente es que no cruzaremos el llano sin alguna sorpresa desagradable.
—¿Y adónde han huido esos malditos dayakos? ¿Nos habrán abandonado realmente por ahora? Me parece imposible.
Sandokán sonrió.
—¿Abandonado? —dijo después—. ¿Quién puede pensar tal cosa? Yo no, desde luego. Cuando menos lo esperemos nos caerán encima. Como sabes, el dayako sólo conoce la guerrilla de emboscadas, y cuando nos encontremos entre esas hierbas no economizará flechas envenenadas. Dejaremos descansar por ahora unos días a nuestros hombres, pues quiero que estén frescos y preparados para cualquier acontecimiento. Mientras tanto, Kammamuri podrá aprovechar para adiestrar mejor a sus negritos.
—¡Mi coronel hará milagros! —respondió Yáñez riendo—. Se ha convertido en un famoso instructor de reclutas, aunque sean negros y salvajes.
Bajaron de la roca y llegaron al attap que les había asignado Sapagar, y que era más alto y espacioso que los demás, y se tumbaron sobre un lecho de hojas tras darle instrucciones a Kammamuri para que mandara centinelas hasta la mitad del cono, cerca del borde de los bosques. La noche transcurrió muy tranquila, sin ninguna alarma. Los dayakos no dieron señales de vida.
¿Se habían retirado definitivamente hacia el lago, para concentrar la defensa alrededor de los grandes poblados del rajá blanco, o bien esperaban una buena ocasión para entablar batalla? Eso es lo que se preguntaban, no sin inquietud, Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik. También el día fue muy tranquilo. No se vio ningún grupo en el llano ni se descubrió ningún dayako en los bosques que cubrían las laderas.
Kammamuri no había perdido el tiempo. Mientras los malayos y assameses se entregaban al ocio, él había asumido de nuevo sus funciones de sargento instructor, enseñando a los negritos quién sabe qué extraordinarios movimientos.
Pasaron así otros dos días. Sandokán, aunque deseaba ardientemente avanzar con resolución hacia el lago, no se decidía a lanzar a su columna por el llano. Deseaba ante todo saber algo acerca del enemigo.
Había mandado patrullas a la extensa llanura para enterarse de si se preparaban emboscadas entre las altísimas hierbas, pero en vano; todas habían vuelto sin haber encontrado ningún dayako.
Sin embargo, por instinto presentía la proximidad del enemigo, y lo mismo le ocurría a Yáñez. Pasaron otras veinticuatro horas en una angustiosa espera. Las provisiones se habían terminado ya. En los bosques no había ya fruta; las patas de rinoceronte habían desaparecido y la cima del Kaidangan no ofrecía nada comestible.
—Partamos —dijo Yáñez el cuarto día—. No tengo ningún deseo de morir de hambre mientras veo allí abajo, entre la alta hierba, tapires, babirusas y búfalos salvajes en gran número.
—Esperemos a mañana —respondió Sandokán, que parecía muy nervioso—. Mandaré una veintena de cazadores a batir los bosques. La noche será oscura, pues no hay luna, y podrán hacer buenas presas.
—Empiezo a aburrirme.
—Y yo tanto como tú.
—Y mi carabina se queja de permanecer tanto tiempo inactiva.
—La mía protesta tanto como la tuya.
—¿Tendrán los dayakos miedo de atacamos?
—Ya lo sabremos —contestó Sandokán—. Vamos mientras tanto a cenar.
—No tenemos más que un cesto de bananas.
—De momento bastarán. Hemos cenado menos aún en otras ocasiones. Ordena a Kammamuri que escoja a los cazadores.
—Creo que la caza no será muy abundante.
—Quién sabe si no será abundante la otra.
—¿Qué quieres decir?
—Esperemos —respondió Sandokán.
La cena fue realmente muy escasa aquella noche, especialmente para los hombres que formaban la columna, y también un poco triste. Parecía haber desaparecido el buen humor de los días anteriores. Incluso Yáñez, aquel tipo admirable que bromeaba incluso ante los peligros más graves, parecía preocupado.
—Te has puesto demasiado serio —le dijo Sandokán cuando se acabaron las bananas y los cazadores se pusieron en marcha por las laderas de la montaña.
—Debe de ser el tiempo —respondió el portugués.
—¿O sientes tú también que va a ocurrir algo grave? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Qué caras tan largas tenéis! Parecéis gente que acompaña al cementerio a un cortejo fúnebre. ¡Esto no puede seguir así! —exclamó Yáñez—. Detesto a las personas melancólicas.
Encendió un cigarrillo y salió, dirigiéndose hacia la roca que servía en cierto modo de observatorio. La escaló lentamente y se sentó en la punta, lanzando, con lentitud estudiada, nubecillas de humo.
Iba a cambiar el tiempo. Nubes negrísimas, repletas de Iludía, avanzaban hacia el gran lago con cierta rapidez. Reinaba una gran calma sobre la enorme llanura, pero era una calma que irritaba a los hombres y quizá también a los animales. La atmósfera estaba cargada de electricidad y ponía a todos nerviosos. Yáñez miró sucesivamente el cielo, la llanura ya oscura y el campamento.
Los malayos, assameses y negritos vivaqueaban, junto con las mujeres y los niños, alrededor de hogueras gigantescas, charlando y fumando.
Por las laderas del Kaidangan se oía de vez en cuando algún disparo de fusil. Los cazadores mataban toda la caza que se ponía a tiro de sus carabinas.
—¡Tendremos una noche pésima! —gruñó, lanzando una última nubecilla de humo—. Huracán y preocupaciones. ¡Por Júpiter! ¿Qué va a suceder? Sin embargo, Sandokán no es hombre que se impresione fácilmente. ¿Estará a punto de estallar el globo terráqueo?
Una descarga lo hizo incorporarse.
Llegaban gritos de abajo.
—¡A las armas! ¡A las armas!
Lanzó el cigarrillo y corrió roca abajo gritando:
—¡Sandokán! ¡Sandokán!
La voz de Kammamuri retumbaba fuertemente en la oscuridad que había envuelto ya a la montaña:
—¡Rápido, negritos…! ¡Formad…! ¡Preparados para cargar…! ¡Veinte hombres a la derecha…! ¡Veinte a la izquierda…! ¡Apunten…!
Continuaban oyéndose disparos por las laderas del monte, cada vez más nítidos. Al parecer los cazadores se batían rápidamente en retirada, no sin presentar de vez en cuando una eficaz resistencia. Los malayos y assameses se habían lanzado hacia las carabinas, deshaciendo los haces, mientras otros abrían rápidamente algunas cajas de municiones que estaban a cubierto bajo un attap casi impermeable.
—¡Eh, Sandokán! —dijo Yáñez, acercándose al famoso pirata, que daba órdenes a diestro y siniestro—. ¿Se hunde el mundo?
—¡Parece que va a hundirse la montaña! —respondió el Tigre de Malasia.
—¿Quiénes son los gigantes que han emprendido hazaña tan colosal?
—Los dayakos, que llegan en bandadas.
—Si se trata de ellos vuelvo a encender mi cigarrillo.
—No bromees, Yáñez. Si el griego se atreve a atacar debe estar bien seguro de lo que hace. Lanzará contra nosotros centenares de hombres.
—Es decir, les hará subir la montaña.
—Eso es.
—Lo cual no será tan fácil, hermano.
Continuaban los disparos por las pendientes del gigantesco monte. Las detonaciones resonaban en las quebradas.
Parecía que estuviesen estallando granadas por todas partes.
Sandokán había tomado el mando de la columna.
—¡Emplazad las espingardas! —había gritado—. ¡Abrid la caja de la metralla…! ¡No disparéis hasta que los cazadores hayan llegado a la meseta! ¡Kammamuri, coloca a tus hombres en cuatro frentes…! ¡Las mujeres y los niños bajo los attap!
Los disparos se iban haciendo más numerosos y fuertes. Los cazadores se batían en retirada rápidamente, sin cesar de hacer fuego.
De vez en cuando, en la profunda oscuridad, se oían estruendos ensordecedores que se confundían con los primeros truenos.
Relampagueaba y tronaba hacia el gran lago y las nubes continuaban acercándose, impulsadas por vigorosos soplos de un viento muy caliente.
Los malayos, assameses y negritos que habían permanecido en el campamento se habían dividido en cuatro grupos, y cada uno de estos tenía delante una espingarda, manejada por cuatro artilleros de los praos. Las mujeres y los niños se habían refugiado bajo los techados en ansiosa espera del resultado de la batalla, que se presentaba larga y terrible.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik recorrían sin descanso los frentes de combate, más irritados por no poderse lanzar aún contra el enemigo que preocupados. No eran hombres que temblasen ni siquiera ante los mayores peligros. Habían pasado por demasiados durante su vida aventurera para impresionarse por aquel ataque nocturno, que probablemente no sería el último.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que estaba escuchando atentamente los disparos que resonaban en las oscuras cañadas—. ¿Qué hacen nuestros cazadores? ¿Disparan contra cientos de babirusas y tapires o contra los dayakos?
—Te puedo asegurar que no son animales los que caen bajo los disparos de esas carabinas, sino hombres —respondió Sandokán.
—¡Qué se retiren, entonces!
—Tratarán de hacerlos volver a la selva. Ya sabes que mis malayos no ceden hasta el último momento.
—Pero mis nervios están en tensión.
—Ellos no pueden saberlo, Yáñez. Por otra parte, tampoco los míos están completamente calmados.
En aquel momento apareció un hombre en la explanada gritando:
—¡No disparéis!
Era Sapagar, que había mandado el pelotón de cazadores.
—¿Contra qué animales tiran tus hombres? —preguntó Yáñez avanzando hacia él.
—Contra animales de dos patas, señor —respondió el lugarteniente del Tigre de Malasia, jadeando afanosamente—. Se lanzan al asalto del Kaidangan.
—¡Oh! —exclamó el portugués—. ¿Se han vuelto locos los dayakos?
—No lo parece, señor. Ni siquiera el plomo los detiene.
—Los detendrán las espingardas —dijo Sandokán—. ¿Son muchos?
—No lo sé, capitán. Salen en grupos de los bosques y os aseguro que no escatiman flechas envenenadas. Afortunadamente nuestras balas tienen un alcance mucho mayor y se puede combatir a gran distancia sin demasiado peligro.
—¿Se repliegan tus hombres?
—Están sólo a doscientos pasos de aquí. Disputan el terreno palmo a palmo.
Sandokán se llevó a la boca el silbato de oro que llevaba sobre la faja roja y lanzó tres silbidos estridentes. Era la señal de retirada.
Casi inmediatamente cesaron los disparos y unos minutos después aparecieron los treinta cazadores. La batida, a pesar de la sorpresa preparada por los dayakos, no había sido infructuosa, pues volvían con cuatro babirusas y siete u ocho feos monos llamados narigudos, pues tienen una nariz monstruosa muy repugnante, ya que tiene un color rojo y suele estar agrietada. Era una reserva valiosísima en aquellos momentos, que permitiría a la columna resistir unos días de asedio sin padecer hambre.
Además, no había que preocuparse por la falta de agua, pues casi en el centro de la meseta había una especie de estanque formado probablemente por las lluvias, en cuyas aguas Yáñez, que lo había explorado, había visto varios grandes anfibios, de más de un metro de longitud, que los malayos llaman bewak o selira[51]. También estos podían servir en caso de necesidad, por lo menos para los negritos y sus familias.
Sandokán agregó los cazadores a los cuatro grupos, recomendándoles que no desperdiciaran municiones y tiraran sólo sobre seguro; después llamó a Sapagar, indicando a Yáñez y Tremal-Naik que le siguieran.
—Como tenemos un momento de tregua y no ha comenzado todavía el asalto al Kaidangan podemos cambiar impresiones. Me has dicho que no conoces las fuerzas de los dayakos.
—No, capitán.
—Si se atreven a atacarnos también aquí arriba, después de las durísimas lecciones que les hemos dado, deben de ser sin duda muy fuertes. Ya saben que disponemos de un buen número de bocas de fuego pequeñas y grandes.
—Eso me parece a mí también —dijo Yáñez, al que no se le escapaba ni una sílaba.
—Aún no pueden haber cubierto todo el Kaidangan, pues tiene una base demasiado ancha —prosiguió Sandokán—. Por otra parte temo que el maldito griego, de acuerdo con los hijos del rajá del lago, haga aquí el supremo esfuerzo para interrumpir nuestro avance.
—¿Lanzando a los dayakos al asalto del monte? —preguntó Tremal-Naik.
—No, asediándonos.
—Pero tenemos todavía fuerzas suficientes para romper las líneas de los sitiadores —observó Yáñez.
—Es probable, pero gastaríamos muchas municiones y sufriríamos muchas bajas. ¿Y cómo nos abasteceríamos?
—¿Dónde quieres llegar, hermano?
—A que es completamente necesario que alguien vaya hasta la bahía y haga avanzar a marchas forzadas a Sambigliong y a sus hombres con la mayor carga de municiones posible. ¿Qué sucedería si llegásemos a orillas del lago sin carga de metralla y sin una bala? Nuestros parang y nuestros kriss no bastarían para impresionar a los habitantes de los poblados.
—¿Quieres que vaya a buscarlo y lo traiga? —preguntó Sapagar.
—Es lo que quería proponerte —respondió Sandokán—. Dos hombres hábiles, rápidos y prudentes podrían cruzar las líneas de los dayakos, especialmente durante esta noche de tempestad.
—¿Por qué dos?
—Te quiero proporcionar un guía fiel y seguro que conozca bien la región: el jefe de los negritos.
—Dame tus últimas instrucciones y partiré —dijo el valeroso lugarteniente de los viejos tigres de Mompracem.
—¿Has observado, hacia el norte, una colina aislada?
—Sí, capitán.
—¿A qué distancia crees que se encuentra?
—A menos de tres millas.
—Luego podrías llegar allí entre las dos y las tres de la madrugada.
—Espero que incluso un poco antes —respondió Sapagar.
—Lo primero que deberás hacer es llegar a aquella elevación y encender una hoguera.
—¿Para qué? —preguntó Yáñez.
—Para que estemos seguros de que has pasado las líneas de los sitiadores. Resistiremos hasta que veamos esa señal y después trataremos de bajar por el monte, a ser posible inadvertidos. Si conseguimos llegar a la llanura quedaremos citados en la cumbre de la montaña Kin-Ballu, no te olvides. Allí esperaremos a Sambigliong, a sus hombres y las municiones.
—Adelante, amigo: el jefe de los negritos está dispuesto a guiarte.
—¡Que los genios buenos protejan a mis jefes! —dijo el lugarteniente.
Se colocó la carabina en bandolera, sacó el parang, agarró entre los dientes el kriss sinuoso y desapareció en la oscuridad.
Comenzaba entonces a llover. Grandes gotas caían con un ruido extraño, chocando fuertemente contra las rocas, y en la lejanía el trueno aumentaba en intensidad, retumbando siniestramente.
Curiosamente no relampagueaba.
Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik habían vuelto a las posiciones avanzadas protegiendo con sus chaquetas las llaves de las carabinas.
Malayos, assameses y negritos seguían en sus puestos y esperaban intrépidamente el ataque de las hordas dayakas, preparados para lanzar contra ellos sus huracanes de metralla. Sobre las cuatro espingardas habían construido pequeños attap, deshaciendo otros, pues no disponían de material suficiente.
Todos se habían puesto a escuchar, pero ningún ruido traicionaba la marcha de los enemigos. Sólo el trueno retumbaba entre las nubes de tormenta que un viento cada vez más cálido impulsaba en una desenfrenada carrera.
Continuaban cayendo las gotas con ruido monótono y la oscuridad parecía aumentar por momentos. Las nubes descendían hacia la cima del Kaidangan, envolviéndolo poco a poco en una ligera niebla.
Inesperadamente, cuando comenzaba a crepitar la lluvia, se oyó un grito:
—¡A las armas! ¡Ahí está el enemigo!
Después resonó un disparo. Un centinela avanzado se había replegado rápidamente hacia la meseta.
Formas humanas, confusas en la niebla, trepaban silenciosamente por las pendientes del monte, lanzando las primeras andanadas de flechas.
—¡Qué cada uno de nosotros tome el mando de un grupo! —ordenó fríamente Sandokán dirigiéndose a Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri—. Hemos de resistir hasta que veamos la señal.
Después, levantando la voz, añadió:
—Ahorrad, si es posible, balas, pero no escatiméis clavos. ¡Preparados para abrir fuego!
Resonaron dos disparos de espingarda, causando un espantoso griterío. Los malayos, que se encargaban de aquellas largas bocas de fuego, habían comenzado a ametrallar a las hordas que se lanzaban al asalto del Kaidangan, incitadas probablemente por el griego y los dos hijos del rajá del lago.
Se produjo un breve silencio y después entraron en acción las carabinas. Se sucedían las descargas, compitiendo con la potente voz del huracán, alternándose con los disparos de espingarda. Los cuatro grupos, cada uno de ellos mandado por un jefe, formados por malayos, assameses y negritos, habían entablado resueltamente el combate, decididos a vender cara la vida.
Protegidos por las enormes rocas, que cubrían la altiplanicie y formaban trincheras casi inexpugnables, no tenían que temer demasiado, de momento por lo menos, a las flechas envenenadas, que llevaban casi siempre una dirección vertical a causa de la pendiente del Kaidangan.
Durante un cuarto de hora se oyó un estruendo continuo, ensordecedor. En dos ocasiones nutridas bandas de dayakos se habían presentado en los lindes de la meseta intentando una carga a golpes de kampilang, pero los huracanes de clavos lanzados por las cuatro espingardas las habían hecho retroceder, obligándolas a retiradas más que precipitadas. Y no combatían sólo los malayos, assameses y negritos. Las mujeres salvajes, junto con sus hijos mayores, habían tomado también parte en la lucha, lanzando a las cabezas de los asaltantes una verdadera lluvia de piedras más o menos gordas y tan peligrosas como las balas de las carabinas.
Acostumbradas a defender sus poblados aéreos y a combatir al lado de sus maridos y sus hijos, aquellas intrépidas mujeres desafiaban las flechas envenenadas y la tempestad para cumplir con su deber.
Los dayakos, que debían haber sufrido numerosas bajas, después de efectuar un último esfuerzo, saludado por cuatro disparos de espingarda casi simultáneos y una cuarentena de tiros de fusil, se habían retirado precipitadamente a las selvas que cubrían las laderas del Kaidangan, pues habían comprendido ya la imposibilidad de conquistar su cumbre con sus ataques con armas blancas. En su bando no se habían oído más que escasísimos disparos, procedentes, probablemente, del griego y de los hijos del rajá del lago.
—¡Parece que ya tienen bastante! —dijo Yáñez a Sandokán—. Estoy seguro de que esta noche no volverán al ataque.
—¿Y mañana? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Los haremos retroceder una vez más por las laderas del Kaidangan.
—¿Y pasado mañana?
—Lo mismo, ¡por Júpiter!
—¿Y las municiones? ¿Durarán eternamente?
—Sé que ese es nuestro problema. ¿Qué piensas hacer?
—Esperar la señal y después partir.
—Hace más de una hora que salió Sapagar.
—No llegará a la altura antes de las tres de la madrugada.
—Pues esperemos. Pero ¿crees que conseguiremos escapar de los dayakos?
—No me cabe la menor duda.
—Y ese Nasumbata ¿no nos causará contratiempos? ¿Quién lo llevará?
—Lo dejaremos aquí. Que se las entienda con su amigo griego y tu chitmudgar. Ya no sé qué hacer con él. Me ha dicho lo que quería saber y ahora no tenemos tiempo de ocupamos de los inválidos.
—Esperemos que los dayakos lo confundan con uno de nuestros hombres y lo decapiten —dijo Yáñez—. Su cabeza le pesa ya demasiado sobre los hombros y hace tiempo que debería figurar en alguna colección de cráneos.
Mientras hablaba seguía a Sandokán, que se dirigía hacia la roca que servía como observatorio. La lluvia continuaba cayendo y una profunda oscuridad envolvía las llanuras circundantes. Se habría visto en seguida un punto luminoso que apareciese por el norte. Los centinelas avanzados, salidos de los cuatro grupos después de la retirada de los dayakos, continuaban disparando de vez en cuando sus carabinas para que el enemigo comprendiera que en la pequeña meseta no se descuidaba la vigilancia.
Sandokán y Yáñez se habían puesto a observar. Ya no se veía la colina, pues, como hemos dicho, la envolvía la oscuridad. Pasó una hora sin que los dayakos reanudasen el ataque, pero volvió a sonar la voz de los centinelas.
—¡A las armas!