19. El asalto de los rinocerontes

OCHO días después, malayos, assameses y negritos abandonaban el poblado aéreo y el campamento para reanudar su marcha hacia el Kin-Ballu.

La columna estaba muy bien ordenada, pues Kammamuri, a fuerza de gritos y bastonazos había conseguido, cosa increíble, transformar a los cuarenta guerreros del jefe en verdaderos soldados, que no habrían desmerecido al lado del primer regimiento de fusileros de Bengala, con gran sorpresa de Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik.

Decididamente, también aquel leal servidor del excazador de la selva negra había nacido… general de los estados maharatas, o, por lo menos, excelente sargento instructor.

Una treintena de mujeres y otros tantos muchachos seguían a la columna llevando víveres y municiones y protegidos por una fuerte retaguardia mandada por Sapagar.

Los dayakos no habían dado señales de vida, pero todos sentían por instinto que aquellos feroces cazadores de cabezas no debían de haber abandonado la gran selva y la vigilaban desde lejos.

En varias ocasiones por la noche los negritos que montaban guardia alrededor del campamento habían visto sombras humanas deslizarse entre los grandes árboles y los rotang y desaparecer con velocidad fulminante sin dejar casi ninguna señal. El vengativo griego no había abandonado, ciertamente, su vigilancia.

Sin embargo, la columna, provista de casi un centenar de bocas de fuego y apoyada por las cuatro espingardas, tenía, por el momento, muy poco que temer, aunque los negritos no eran más que malos reclutas que cerraban los ojos cada vez que disparaban las carabinas.

Durante cuatro días la columna continuó tranquilamente su marcha, sin ser molestada en ninguna de sus etapas y permitiéndose incluso el lujo de dar alguna batida para proveerse de carne; pero hacia el anochecer del quinto, cuando en la lejanía comenzaban ya a delinearse netamente sobre el horizonte incendiado las altas cimas del Kaidangan, una cordillera que surge casi a medio camino entre la bahía del Malludu y el Kin-Ballu, un acontecimiento, aunque no inesperado, la detuvo bruscamente.

La columna iba a acampar en un pequeño claro abierto tal vez por una carrera de elefantes, pues yacían en el suelo numerosos troncos de árbol que parecían violentamente partidos, cuando el negrito, que guiaba siempre a la vanguardia y observaba todo con atención, se aproximó a Kammamuri, por el que sentía un cariño especial, diciéndole con su voz gutural:

—¡El enemigo!

—¿Dónde? —preguntó el maharata desconcertado, pues hasta entonces no había notado nada alarmante.

—Desciende del Kaidangan.

—¿Tienes dos anteojos fijados a tus pupilas?

—No sé lo que son esas cosas —respondió ingenuamente el hijo de la selva.

—No es necesario que en este momento te explique qué clase de bichos son. Otra vez será. ¿Dónde está el enemigo? No lo veo.

—Baja por la montaña, ya te lo he dicho, orang.

—¿Por qué parte?

—¿No ves allá arriba unos puntos luminosos corriendo?

—Son luciérnagas.

—Te equivocas, orang.

—¿Qué crees que son entonces?

—Grandes animales.

—¿Qué llevan antorchas en la boca?

El salvaje hizo un gesto de impaciencia.

—No bromees, orang —dijo con voz grave—. Dentro de poco estarán aquí y barrerán nuestro campamento. Los cazadores de cabezas están detrás de esos bichos.

—¡Que Shiva me ahogue en el mar de leche de la gran serpiente si entiendo a este hombre! —exclamó Kammamuri—. Quizás el Tigre de Malasia, que conoce este país mejor que yo y que comprende mejor que yo la lengua de estos hombres, pueda entender algo más.

Dejó al negrito, que seguía mirando con cierta preocupación las pendientes boscosas del Kaidangan, y fue a informar a los jefes de la expedición de lo que había oído. Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, que marchaban con el grueso de la columna, llegaban en aquel momento al claro, en el que los malayos, ayudados por los assameses de la vanguardia, habían construido ya con rapidez varios attap para resguardarse de la humedad de la noche, que produce con frecuencia la llamada fiebre de los bosques o fiebre negra, enfermedad que en menos de veinticuatro horas manda al otro mundo al hombre más robusto.

—Si el negrito no está tranquilo es que nos amenaza algún peligro —dijo Sandokán tras escuchar atentamente a Kammamuri—. Yo conozco a estos hijos de la selva y sé que su instinto no les abandona nunca. ¿Dónde están esos fuegos?

—Bajan por las montañas.

—¿Y tú crees que son luciérnagas?

—A mí me lo parecen.

—Estamos a un par de millas de la base del Kaidangan. ¿Cómo pretendes, mi querido Kammamuri, distinguir a tanta distancia un insecto fosforescente?

—¿Es que tus ojos se han convertido de repente en anteojos de marina? —preguntó Yáñez—. A veces Brahma, Shiva y Visnú hacen milagros desconcertantes.

—En los que no he creído nunca —añadió Tremal-Naik.

—Vamos a ver estos misteriosos fuegos —concluyó Sandokán.

El negrito se había encaramado a un betel cuyo delgado tronco tenía quince o veinte metros de altura y, agarrado a las larguísimas hojas, oteaba con atención la llanura que se extendía más allá de la selva hasta la base de la montaña.

—¿Qué ves? —le preguntó Sandokán.

—Los fuegos.

—¿Qué son?

—Todavía no lo sé, orang —contestó el hijo de la selva.

Ahora corren a gran velocidad por la llanura.

—¿No son luciérnagas?

—No, orang: son grandes animales.

—No he visto nunca animales grandes luminosos.

—Espera, orang.

—¿Entiendes algo de este asunto, Yáñez? —pregunto Sandokán, dirigiéndose al portugués, que estaba comiendo tranquilamente una magnífica banana que le había ofrecido Sapagar.

—Nada, hermanito.

—¡Y sin embargo este negrito no puede equivocarse!

—Será como tú dices.

—Parece que te interesa más la banana que el peligro que nos amenaza —dijo Sandokán.

—De momento sí: es realmente exquisita. No las he comido tan buenas ni siquiera cuando estaba en la corte de Surama.

—Saca alguna conclusión.

—Esperemos.

—¿Pero qué crees que serán esos fuegos?

—Cometas.

En aquel momento se oyó un disparo seguido por un grito.

—¿Quién ha disparado, Sapagar? —gritó Sandokán.

Varios malayos y no pocos assameses se precipitaron hacia un tupido matorral que se alargaba hacia uno de los cuatro ángulos del campamento.

Se oían voces en las tinieblas.

—¡Buen disparo!

—¡Una bala en la frente!

—¡Los bribones están cerca!

—¡No, era un espía!

—Bien muerto está.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik se precipitaron hacia el matorral.

—¿A quién habéis matado? —preguntó el primero, abriéndose paso.

—A uno de esos malditos dayakos, señor —respondió Sapagar, que había sido uno de los primeros en acudir—. Ese perro nos espiaba y tal vez esperaba la ocasión propicia para lanzarnos unas docenas de flechas envenenadas.

—¡Échalo a los tigres o a las panteras!

—¡A las armas! —gritó en aquel mismo momento el negrito.

—¡Vaya! —exclamó Yáñez—. Esta noche no se puede dormir ni fumar un cigarrillo. Bueno, la verdad es que nuestras carabinas corren el peligro de oxidarse. ¡Eh, Kammamuri, tú que has sido el sargento instructor de estos salvajes, haz que formen de modo más o menos regular! Yo me encargo de mis assameses.

—¡No! —gritó Sandokán—. Ya he comprendido de lo que se trata. Es una vieja estratagema de los dayakos de estas regiones. ¡Rápido! Ocupad las ramas de los árboles más robustos y estad preparados para abrir fuego. Primero los niños y las mujeres.

—¿Qué nos echan encima esos canallas? —preguntó Yáñez, que conservaba su calma habitual y no parecía tener mucha prisa por ponerse a salvo.

—No pierdas tiempo, hermano —respondió el Tigre de Malasia—. Sígueme allá arriba, entre las ramas de ese magnífico pombo. Resistirá los embates de esas bestias.

—¿De qué bestias? Estás muy enigmático.

En vez de contestar, Sandokán se lanzó hacia el gigantesco árbol, se agarró a los festones de rotang y de nepentes y trepó rápidamente, seguido inmediatamente por Tremal-Naik y Sapagar, que ayudaba a Nasumbata.

También los demás se encaramaban precipitadamente a las plantas más fuertes, entre los chillidos de las mujeres y los niños.

Al verse solo, Yáñez creyó conveniente imitar aquella maniobra de cuadrumanos y llegó lentamente donde estaba Sandokán.

—Ahora me explicarás qué espantoso cataclismo está a punto de caer sobre nosotros —dijo el pirata una vez se hubo acomodado en la horquilla de una gruesa rama.

—¿No oyes?

—Sí, un estruendo lejano que parece producido por el galope desenfrenado de un número considerable de pesados animales y que nosotros oímos ya cuando asistimos a la emigración de los búfalos.

—Pero esta vez no se trata de búfalos, sino de animales mucho más narigudos.

—¿Narigudos? —exclamó el portugués mirándole con estupor—. ¿Elefantes?

—No, rinocerontes; y estoy segurísimo de que no me equivoco.

—¿Crían esas bestias los dayakos de tu país? Es algo que desconocía.

—Los utilizan para la guerra, y los que capturan en las trampas los reservan para lanzarlos contra sus enemigos. Comprenderás perfectamente, Yáñez, que es muy difícil resistir esas cargas, especialmente si tienen lugar en una llanura.

—¿Y cómo los azuzan y dirigen?

—Con fuego. Ahora verás en acción a los conductores de esos bichos. Los rinocerontes han entrado ya en la selva y se dirigen hacia nosotros.

—No me preocupan.

—Claro, porque estás seguro encima de un árbol que resistiría el embate de diez elefantes.

—Puede ser, Sandokán —respondió Yáñez.

A poca distancia se oían golpes tremendos y fuertes resoplidos.

Los rinocerontes corrían desesperadamente, enfurecidos por los hombres que los azuzaban.

—¡Preparad las armas! —gritó Sandokán a sus hombres, que se encontraban encaramados, en pintoresco desorden, en las gruesas ramas de los altos árboles.

—Y sobre todo no olvidéis haceros con comida abundante —añadió Yáñez—. La carne de los rinocerontes no es tan mala como dicen.

El estruendo aumentaba por momentos, en un crescendo impresionante. Bajo los árboles se veían como líneas de fuego cruzándose, separándose y uniéndose de nuevo.

—Eh, Sandokán —dijo Yáñez, que no estaba nunca callado más de diez minutos—, tú que pareces conocer el modo de guerrear de estos condenados cazadores de cabezas, ¿no podrías explicarme la presencia de esos fuegos?

—Eso es precisamente lo que hace terribles a los rinocerontes, amigo.

—¿Cómo?

—Todos esos bichos llevan ensartado en el cuerno un haz de bambúes secos.

—Entiendo. Al correr, la llama se reanima y las pobres bestias se queman la nariz y la frente.

—Y quedan cegados.

—¡Son listos esos salvajes!

—Ya están aquí.

—Estamos preparados para recibirlos.

Los rinocerontes habían llegado ya a muy poca distancia y se precipitaban por la selva con ímpetu irresistible, unidos entre sí por sólidas cadenas de hierro.

Los desventurados animales llevaban ensartados en el cuerno haces de leña untada con resina; los seguían unos cincuenta dayakos que los espoleaban despiadadamente con largas lanzas.

Los árboles tiernos y los matorrales caían segados por las cadenas, y cuando la manada topaba con un gran árbol que ni siquiera los elefantes podían derribar, los animales se desplomaban patas arriba lanzando berridos ensordecedores, pues aquellas caídas provocaban lluvias de chispas que producían quemaduras muy dolorosas.

Aquel era el momento más difícil para los dayakos, pero aquellos bribones conseguían a golpes de lanza que los animales volvieran a tomarla dirección deseada.

La manada que iba a arrasar el claro se componía sólo de unos quince rinocerontes, pero si hubieran sorprendido a los malayos, a los assameses y a los negritos bajo los attap habrían hecho una carnicería. Habrían pasado sobre sus cuerpos y sin duda habrían destripado o lanzado por los aires a un buen número, dado el furor que los poseía.

Afortunadamente el negrito había dado la alarma a tiempo y Sandokán había intuido inmediatamente el peligro.

Después de otra caída ante un grupo de durion y casuarinas[50], cuyos troncos gruesos y fuertes no habían cedido, los rinocerontes se lanzaron furiosamente por el campamento, barriendo los ligeros techados construidos por los malayos, pero fueron a chocar contra otro grupo de grandes plantas.

Se vio entonces un espectáculo horripilante. Los pobres animales, que debían de haber perdido la visión por la incesante lluvia de chispas que caía de los haces de bambúes ensartados en su cuerno nasal y que no se habían apagado todavía, detenidos bruscamente en su loca carrera, se encabritaron como si se hubieran vuelto locos y se lanzaron unos sobre otros, en una confusión indescriptible, quemándose recíprocamente.

Los dayakos encargados de conducirlos iban a lanzarse contra ellos para obligarles a reanudar la carrera cuando resonó la voz metálica de Sandokán, imponiéndose por un momento sobre los bramidos horripilantes de los colosos.

—¡Fuego contra los hombres!

Resonaron, una tras otra, tres descargas.

Malayos, assameses y negritos disparaban furiosamente.

Los dayakos, asustados por aquel estruendo y por los silbidos de los proyectiles, abandonaron a los rinocerontes y escaparon velozmente, dejando tras ellos una decena de cadáveres.

—¡Pensad en la comida! —gritó Yáñez, que ni siquiera se había dignado desperdiciar una bala.

Los rinocerontes se habían puesto en pie y estaban casi todos libres, pues en aquel último y formidable choque se habían roto las cadenas que los unían.

Sin embargo, uno de ellos había quedado tendido contra el colosal tronco de un durion, pues en la desesperada carga se había partido el cráneo y su hocico se chamuscaba, emanando un olor nauseabundo de carne quemada.

Bastaron unos disparos para poner en fuga a los demás y despejar el campamento, que había quedado en condiciones deplorables, pues ni un solo attap permanecía en pie.

—¡Terminó la fiesta! —dijo Yáñez, pidiéndole un cigarrillo a Tremal-Naik—. En este momento quisiera ver la cara de ese perro griego. No estará muy contento por el fracaso de esta nueva modalidad de carga. Podemos bajar, Sandokán.

—Creo que podemos acampar ya sin peligro. Supongo que los dayakos no tendrán a su disposición otra manada de rinocerontes. De momento nos dejarán tranquilos, aunque espero de ellos otras sorpresas. El rajá del lago nos disputará furiosamente el terreno.

Se agarraron a los rotang y calamus y se descolgaron hasta el suelo. Los malayos, assameses y negritos los habían precedido y se habían lanzado contra el rinoceronte empuñando los parang, poniéndose a trabajar para despedazarlo, lo que no era tan fácil como puede parecer, pues esos animales tienen una piel tan resistente que pueden desafiar impunemente las balas de los viejos fusiles, y costillas tan firmes que ponen a prueba las mejores hachas.

Mientras tanto, algunos malayos se encargaban de reconstruir los attap, trabajo mucho más fácil que el descuartizamiento del coloso.

—Eh, Sandokán —dijo Yáñez, siempre de buen humor—, ¿no volverán los rinocerontes? Si están ciegos es probable que vuelvan a molestarnos.

—No se puede descartar ese peligro —respondió el Tigre de Malasia—. Pero esperemos que hayan huido y no vengan ya por aquí.

—De cualquier modo, estaremos preparados para recibirlos —añadió Tremal-Naik, que estaba tranquilamente tumbado bajo el primer attap reconstruido.

—Esperemos que nos dejen cenar sin contratiempos —dijo Yáñez—. ¿Y los dayakos?

—No te preocupes por ellos —dijo Sandokán—. Deben tener un miedo terrible, y por ahora, después de ver la inutilidad de su intento de destruimos, nos dejarán tranquilos. Los encontraremos más adelante. Eh, Sapagar, te recomiendo la cena. No será demasiado delicada, pero nos la comeremos de todas formas. Estamos acostumbrados a la caza mayor.

Los negritos, ayudados por sus mujeres, habían recogido ya leña en abundancia y habían encendido siete u ocho hogueras, suficientes para asar una docena de búfalos salvajes.

Se asaban ya enormes trozos de carne chisporroteando alegremente.

A pesar de que en las proximidades podía haber dayakos todavía, los muchachos recogían mangos, pombos, bananas y durion, trepando con la agilidad de los monos a los árboles más altos.

Sapagar, en cambio, estaba ocupado asando para sus señores anchas tajadas de frutos de árboles del pan, que, aunque no sabían a pan de trigo, podían pasar por tajadas de calabaza cocinada al horno con un ligero sabor de alcachofa.

La noche se presentaba espléndida. Brillaba la luna e inundaba con sus rayos azulados el claro, y de las montañas cercanas descendían de vez en cuando soplos de aire fresco y perfumado. En la gran selva reinaba un profundo silencio, roto sólo por el ligero murmullo de las frondas.

—Es una noche deliciosa, que recuerda las tibias y perfumadas de Assam, ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Yáñez.

—Yo, la verdad, estoy ocupado oliendo el perfume del asado —respondió el indio—. He visto demasiadas en la jungla negra; pero precisamente las más hermosas solían ser las más peligrosas.

—¡Te estás convirtiendo en un pájaro de mal agüero! —dijo el portugués—. Estos indios se vuelven fúnebres cuando dejan de ver el Ganges.

—Aún no ha salido el sol.

—Si estuviese en mi mano le mandaría un mensaje para decirle que no apareciera hasta después de las nueve… ¡Ah, aquí está Sapagar! ¿Quién diría que la carne de un rinoceronte exhala un olor tan apetitoso cuando está bien asada?

—Yo, que la he comido con frecuencia cuando era todavía casi un niño —respondió Sandokán.

—Tú eras entonces medio salvaje y no podías opinar. Aquí hay un hombre civilizado, un tuan-uropa, como nos llaman los malayos a los europeos, y a mí me corresponde dar una opinión exacta sobre si los rinocerontes son realmente suculentos; en caso afirmativo daré órdenes a mis grandes cazadores de Assam de capturar por lo menos uno cada semana y a mi primer cocinero le encargaré que lo cocine entero y perfectamente si quiere permanecer en la corte de Surama, la mujer del príncipe consorte.

—Y rajá en parte —dijo Tremal-Naik.

—Mejor dicho, maharajá —dijo Sandokán.

Sapagar, seguido por cuatro o cinco mujeres negritas, había aparecido bajo el attap llevando triunfalmente bajo una doble hoja de banano un asado colosal, suficiente para veinte personas, mientras sus ayudantes traían, también sobre hojas de banano, anchas rebanadas del fruto del árbol del pan asadas y pirámides de pombos y bananas.

—¡Esto es un verdadero banquete! —exclamó Yáñez—. ¿Se podría conseguir también, señor mayordomo o chef, un poco de vino?

—Hemos descubierto, señor, una arenga saccharifera, y mis hombres están exprimiéndola.

—Si alguna vez te decides a venir a la corte de Assam te nombraré primer cocinero de la corte.

—Prefiero trabajar con el parang, señor —respondió el malayo riendo—. Es más emocionante.

—¡Carnicero y bandido! Renuncias a una posición honrosa para seguir siendo pirata.

—¡Como si tú no lo hubieses sido nunca! —dijo bromeando Sandokán.

—Entonces defendíamos Mompracem contra los leopardos ingleses.

Al oír nombrar a su isla una sombra oscureció la frente de Sandokán.

—¡Ya está conmovido! —dijo Yáñez, que se había dado cuenta.

—¿Sabes que daría todo el reino de mis antepasados por un solo trozo de aquella tierra?

—Ahora preocúpate por conquistar aquel.

—Sí, por ahora.

—Y dale una buena dentellada a este asado. Ya tendremos tiempo de hablar de ese asunto, que también a mí me interesa.

Le pidió a Tremal-Naik el tarwar y se puso a cortar en lonchas el trozo de rinoceronte.

Se habían puesto a comer con buen apetito, acompañando la carne, un poco coriácea pero sabrosa, con frutos del árbol del pan y alguna banana, cuando a poca distancia resonó un silbido estridente, seguido por un fragor de ramas y árboles.

—¡Vuelven los rinocerontes! —gritó Yáñez, saltando hacia su carabina—. ¡Nos han aguado la cena!