MIENTRAS SANDOKÁN y sus compañeros corrían el peligro de morir, quemados o asfixiados, dentro de la fatal caverna, el negrito galopaba desesperadamente para llegar al río.
Deslizándose cautamente entre los matorrales que cubrían la colina había conseguido huir sin que le descubrieran los dayakos que trabajaban alrededor del charco de nafta y llegar hasta el llano.
Como todos los hombres primitivos, sabía orientarse en seguida sin necesidad de brújula. Aun con cielo nublado habría conseguido encontrar la dirección exacta.
Una vez llegado a la selva había empezado a correr con la agilidad de un cervatillo, apretando bien el trozo de papel y repitiendo los nombres de Yáñez y Tigre de Malasia para no olvidarlos.
Dos horas después, sin dejar de correr, llegaba al Malludu.
El río estaba en aquel lugar completamente desierto. Sólo bandadas de pájaros volaban de una orilla a otra lanzando agudos chillidos como para saludar al astro diurno que iba a surgir por encima de las grandes selvas.
El negrito se detuvo un momento, bebió un sorbo de agua, tomó una banana y volvió a salir corriendo.
Remontaba el río manteniéndose dentro de los cañaverales para no exponerse al peligro de que lo sorprendieran o de recibir por los flancos alguna flecha envenenada. Había comprendido que la salvación de sus nuevos amigos dependía de su prudencia y de sus piernas.
Acostumbrado a vivir en las grandes selvas, luchando continuamente contra los dayakos, era prudente, y no le faltaban rapidez y resistencia.
Hacía más de media hora que trotaba cuando oyó una detonación mucho más fuerte que la que había retumbado en la caverna.
—Este disparo debe de ser de los tuan-uropa —murmuró—. Los dayakos no deben de estar lejos, y tampoco el islote.
Dejó los cañaverales y se internó en la selva, imaginando que los dayakos ocupaban las dos orillas del río.
Unos minutos después oyó una segunda detonación, más aguda que la primera. ¿Eran los malayos de Sandokán y los assameses de Yáñez que barrían con disparos de espingarda las orillas del río para mantener alejados a sus implacables enemigos? Probablemente.
El negrito avanzaba ahora con gran prudencia, deteniéndose frecuentemente para escuchar.
Cuando volvía a hacerse un profundo silencio reanudaba su carrera para detenerse de nuevo trescientos o cuatrocientos pasos más adelante.
Mientras tanto se sucedían los disparos de espingarda, cada vez más nítidos, pero a largos intervalos.
Disparaban a muy poca distancia del borde de la selva.
El negrito aumentaba sus precauciones. No se atrevía ya a correr, aunque lo desbaba intensamente al pensar en el gravísimo peligro que corrían sus amigos.
Se detenía con más frecuencia y a veces se ponía a andar a gatas entre los matorrales y las masas de rotang y pimienta salvaje, temiendo encontrarse de un momento a otro ante alguna banda de dayakos.
Había recorrido así cerca de medio kilómetro más cuando se desvió bruscamente, volviendo con rapidez a la densa maleza.
Había visto hombres emboscados en la orilla del río, armados de sumpitan y kampilang.
Eran los dayakos que vigilaban a los malayos y a los assameses hechos fuertes en el islote en espera de que volvieran sus jefes.
Los disparos de espingarda retumbaban bajo las infinitas arcadas de la selva, pero no se trataba de una verdadera batalla, pues las carabinas estaban calladas.
Los asediados se divertían atormentando a los sitiadores, barriendo los cañaverales con una tempestad de clavos y balas.
El negrito, que había localizado ya la posición del islote, indicada por las nubes de humo producidas por las pequeñas piezas de artillería, se desvió, adentrándose cada vez más en la selva, y después, cuando consideró que había pasado la zona ocupada por los dayakos, volvió hacia el río, avanzando siempre con gran prudencia.
Mientras caminaba no dejaba de repetir los dos nombres: Tigre de Malasia y Yáñez.
Tras llegar al cañaveral sin encontrar a nadie, se colocó entre los labios la hoja de papel, se colgó en bandolera la cerbatana, se aseguró bien el haz de flechas sobre la cabeza para que el agua no estropease el veneno que cubría sus puntas, ya que el upas es muy soluble, y se metió lentamente en el río.
Los disparos de espingarda retumbaban hacia el curso bajo; por consiguiente, el salvaje hijo de los bosques, magnífico nadador como todos sus compatriotas, no tenía más que confiarse a la corriente y mantenerse alejado de las orillas.
Afortunadamente, el Malludu tenía en aquel lugar más de trescientos metros de anchura y las flechas de los dayakos no podían herirle, pues el alcance de los sumpitan es inferior a los cuarenta o cincuenta metros. Se había puesto a nadar vigorosamente sin preocuparse demasiado de los posibles gaviales que pudiera haber en los alrededores. El islote estaba ante él.
Grupos de hombres vestidos como Yáñez y Kammamuri iban y venían entre los cañaverales y los matorrales que lo cubrían, sin demasiada prisa.
De vez en cuando se veía un resplandor y se elevaba una nube de humo.
Era una espingarda que continuaba sus disparos contra la orilla izquierda a intervalos casi regulares.
Nadando sumergido casi totalmente, el negrito había llegado ya a un centenar de pasos del islote cuando un malayo se puso a gritar:
—¡Alarma!
La respuesta fue inmediata.
—¡Tigre de Malasia! ¡Yáñez!
Al oír aquellos nombres, malayos y assameses se precipitaron hacia la orilla empuñando las carabinas.
—¿Quién eres? —gritó Sapagar.
—¡Tigre de Malasia y Yáñez, orang! —repitió el negrito, que nadaba vigorosamente.
Aquel orang fue una revelación para Sapagar. Habían comprendido en seguida que el nadador hablaba la lengua dayaka y que probablemente no entendía la malaya, que conocían sólo los habitantes de las costas y sobre todo los dayakos lant, es decir, los dayakos de mar.
—¡Sal! —le dijo, ya no en lengua malaya.
El negrito, que lo había comprendido ya perfectamente, llegó a la orilla con cuatro brazadas mientras una de las cuatro espingardas dispuestas frente al campamento lanzaba un huracán de clavos y balas contra los dayakos emboscados en los cañaverales para desviar su atención.
—¿De dónde vienes? —preguntó Sapagar mientras todos los demás rodeaban al nadador.
En vez de contestar, el negrito se sacó de los labios el trozo de papel que le había dado Yáñez y se lo tendió. Sapagar lo leyó rápidamente, pues estaba escrito en lengua malaya, y lanzó un grito como de fiera herida.
—Amigos —gritó después—, nuestros jefes están encerrados en una caverna y corren el peligro de morir quemados vivos. Hay que pasar el río y hundir las líneas de los dayakos. ¡Tigres de Mompracem, salvemos al Tigre de Malasia y al Tigre blanco!
Un viejo malayo se adelantó. Era un superviviente de aquellos terribles piratas de Mompracem que habían hecho temblar al sultán de Varauni y a los ingleses de Labuan.
—Hay que cortar todos los árboles de esta isla y construir primero balsas para transportar las espingardas y las municiones —dijo—. Que veinte hombres despejen la orilla mientras los nadadores cruzan el río.
—¡Así se habla, Karol! —exclamó Sapagar—. Ordenas como si fueras el Tigre de Malasia. ¡Rápido, amigos! Haremos una carnicería de dayakos.
Veinte malayos, con los parang en el puño, comenzaron a derribar furiosamente los árboles que encontraban mientras otros cortaban gran cantidad de rotang, que podían servir perfectamente como cuerdas.
Los assameses, en cambio, se habían colocado frente al cañaveral ocupado por los dayakos y disparaban para echarlos de allí, con gran desconcierto del negrito, que no había oído nunca tanto estruendo.
En menos de un cuarto de hora se habían acumulado en la orilla unos cuarenta troncos.
Los malayos, expertísimos marineros, los echaban al agua de cuatro en cuatro o de cinco en cinco y los ataban rápidamente, formando balsas muy sólidas en las que llevaban espingardas y cajas de municiones.
Aunque se habían perdido los praos, se había salvado todo lo que contenían, y los asediados poseían, además de gran cantidad de alimentos, una buena provisión de municiones que habría podido envidiar el rajá blanco del lago.
Sapagar supervisaba el embarque, incitando con gritos y blasfemias a malayos y assameses, a pesar de que tanto los primeros como los segundos trabajaban con gran energía, sabiendo ya perfectamente que la vida de sus jefes dependía de su rapidez.
Finalmente se lanzaron al río dos balsas que llevaban las cuatro espingardas, que los malayos no querían abandonar de ninguna manera, una decena de cajas de municiones y víveres para unas semanas.
—¡Mantened el fuego! —gritó Sapagar a los assameses—. Cruzaréis el río después de nosotros. ¡A mí, viejos y gloriosos tigres de Mompracem! ¡El gran jefe nos espera!
Treinta hombres entraron entonces en el río levantando las carabinas y las municiones para que no se mojaran y se pusieron a nadar velozmente hacia la orilla del Malludu mientras los assameses, divididos en dos grupos, mantenían un fuego muy intenso.
Diez o doce hombres empujaban las balsas, pues el lugarteniente del Tigre de Malasia contaba especialmente con las espingardas para barrer a los dayakos.
El paso del río se llevó a cabo felizmente. Los cazadores de cabezas, alcanzados por las descargas incesantes de los assameses, habían abandonado los cañaverales, refugiándose en los bosques.
Ya habían comprendido que sus sumpitan, aunque cargadas con flechas envenenadas, no podían competir con aquellas armas de fuego que lanzaban sus proyectiles a mil doscientos y hasta a mil quinientos metros de distancia.
Una vez llegados a la orilla, los malayos desembarcaron rápidamente las espingardas, las municiones y los víveres y, para que los dayakos comprendieran que estaban dispuestos a presentar batalla, efectuaron tres o cuatro disparos contra el borde de la selva.
Los assameses, seguros ya de que no los molestarían, se habían echado al agua también.
Acostumbrados a cruzar los ríos gigantes de su país, no les resultaba nada difícil pasar el Malludu, que no es más que un riachuelo comparado con el Ganges y el Brahmaputra.
Las balsas habían llegado ya y las cuatro espingardas, montadas sobre trípodes, se habían dispuesto inmediatamente en batería para cubrir de metralla a los asaltantes en caso de que intentaran un contraataque, pero nadie había ofrecido resistencia.
Las armas de fuego habían vencido en seguida a las sumpitan, a pesar de que estas tenían flechas envenenadas mucho más temibles que las balas de plomo.
Sapagar había abordado al negrito, que había sido uno de los primeros en llegar.
—¿Dónde está la caverna? —le había preguntado de forma un poco brusca.
—Tendremos que cruzar la gran selva.
—¿Cuándo podremos llegar?
—Antes de que el sol haya llegado a la mitad de su recorrido.
—¿Puedes guiarnos?
—Soy un hombre de los bosques.
—Marcha detrás de la primera fila de mis hombres.
Después, alzando la voz, bramó:
—¡Las espingardas a hombros! ¡Batid la selva! ¡Los malayos delante y los demás a la retaguardia! ¡Cargad! ¡Rechazad el asalto!
Comenzaban a llegar flechas, pero sin tocar a la nutrí da vanguardia de malayos.
Los dayakos, impotentes para resistir, se retiraban, no sin intentar cortar el paso.
Cuatro descargas, disparadas por veinte hombres, barrieron el borde de la selva, causando sin duda grandes bajas entre los feroces cazadores de cabezas; después los malayos, que formaban la vanguardia, se lanzaron al ataque empuñando los parang.
Fue una carga completamente inútil. Los dayakos, sorprendidos por aquella carga furiosa, y asustados por los mortales efectos de las espingardas y de las carabinas, escapaban por todas partes, refugiándose de matorral en matorral.
Algún grupo, apoyado firmemente en la densa maleza, trataba de vez en cuando de ofrecer resistencia al avance de los malayos, que seguían marchando a la cabeza de la columna, pero a las primeras descargas se dispersaba con gran rapidez.
Poco tenían que envidiarles en cuestión de velocidad los conejos y liebres salvajes.
Mientras tanto la columna continuaba avanzando a paso de carrera. El negrito señalaba el camino sin equivocarse en la orientación.
—Adelante, orang —decía constantemente a Sapagar—. Tus amigos están en peligro.
Y el lugarteniente del Tigre de Malasia no dejaba de gritar a sus hombres:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Despejad el bosque! ¡Los jefes nos esperan!
Los dayakos no resistían ya. Continuaban huyendo por la selva, aullando como locos pero sin detenerse, para que no les diezmaran las carabinas.
Por otra parte, los malayos no escatimaban municiones, y tampoco los assameses. Cuando el terreno lo permitía, los bravos súbditos del rajá de Assam colocaban en batería las espingardas y cubrían de clavos y balas la selva, haciendo salir a los dayakos que trataban de ocultarse.
Aquella carrera furiosa guiada por el negrito, que parecía haberse acostumbrado ya al estruendo infernal de las armas de fuego, duró un par de horas y después se detuvo bruscamente. La columna había llegado ante una abertura cubierta por densos matorrales, sobre los que ondeaban grandes nubes de vapor.
—¡Están allí dentro! —dijo el negrito a Sapagar, que estaba a su lado.
—¿Quién? ¿El Tigre de Malasia y Yáñez?
—Sí, orang.
—¿Se están quemando entonces?
—No lo sé —contestó el negrito.
En aquel momento cayó sobre los malayos, que seguían en cabeza, una descarga de flechas, pero sin alcanzarlos.
Por la colina bajaba una turba de hombres semidesnudos empuñando kampilang y parang.
Sapagar lanzó un grito:
—¡Atención al ataque!
Después añadió:
—¡Nuestros jefes están allí dentro y quizás se están quemando! ¡Adelante los tigres de Mompracem por el Tigre de Malasia y los assameses por el señor Yáñez! ¡Las espingardas en batería! ¡A la carga!
Doscientos o trescientos dayakos se precipitaban colina abajo con los parang y los kampilang levantados, creyendo que podrían dar cuenta fácilmente de aquellos hombres.
Cuatro ráfagas de metralla disparadas por las espingardas, colocadas en batería con maravillosa rapidez, detuvieron su ímpetu. Eran clavos y balas que se metían bajo la piel, produciendo heridas ciertamente muy dolorosas, si no mortales.
Las primeras líneas vacilaron y se detuvieron un momento; después se dispersaron hacia ambos lados refugiándose tras los matorrales.
—¡Fuego con las carabinas! —bramó Sapagar, viendo que el grueso continuaba la carrera—. ¡Fuego a discreción! ¡Disparad y preparaos para cargar! ¡Barramos a estos canallas y salvemos a nuestros jefes!
Una descarga terrible batió de flanco a los dayakos, derribando a varias docenas.
Entre los asaltantes se produjo una nueva tregua. Habían llegado ya a la base de la colina, casi ante la entrada de la caverna, pero no se atrevían a continuar el asalto.
Aquellas dos filas de hombres, sólidas como dos barras de hierro, que disparaban con una calma extraordinaria, sin dar un paso atrás y sin dejarse asustar por los horribles clamores, habían impresionado a todos.
Aquella segunda pausa fue fatal, pues los hombres encargados de las espingardas habían tenido tiempo de recargar las grandes armas.
Otra descarga de metralla cayó, casi a quemarropa, sobre los asaltantes, aniquilando la segunda línea y derribando varias docenas más de hombres.
—¡Empuñad los parang! —gritó Sapagar—. ¡A la carga, amigos!
Los sesenta hombres se lanzaron como uno solo a la carga profiriendo temibles rugidos.
Los malayos empuñaban los pesados sables bornéanos y los assameses los cortos y afiladísimos tarwar de su país, más ligeros pero no menos temibles, en un combate cuerpo a cuerpo.
Fue una carga espantosa, terrible, irresistible. Los sesenta hombres entraron como una cuña de hierro en medio de la masa de los dayakos, lanzando tajos a diestro y siniestro, mientras las cuatro espingardas, servidas por sólo cuatro artilleros, batían las alas con un último disparo.
Los feroces cazadores de cabezas, no pudiendo resistir un ataque así, se dispersaron por completo, escapando por todas partes.
No ofrecían ya ninguna resistencia. Se lanzaban como locos hacia los matorrales o la selva, en pequeños grupos.
La derrota era completa.
—¿Dónde están los orang? —preguntó Sapagar al negrito, mientras los malayos y assameses reanudaban el fuego con las carabinas y las espingardas para evitar un retorno ofensivo.
—En la caverna —contestó el hijo de las selvas.
—Pero allí está el fuego.
—Y también los orang están dentro.
—¡Ah, infelices! —gritó Sapagar—. ¿Cómo arrancarlos de ese mar de fuego?
—Hay un paso en la colina que tendríamos que ensanchar a golpes de kampilang.
—¡Llévanos en seguida! Tal vez podamos llegar a tiempo… ¡A mí veinte hombres! ¡Que los otros continúen disparando! ¡Salvemos a los jefes!
Veinte malayos se estrecharon a su alrededor mientras los demás, apoyados vigorosamente por los assameses, lanzaban contra los matorrales una lluvia de balas.
Los dayakos, aunque completamente derrotados, no habían renunciado del todo a la lucha y trataban de reorganizarse, incitados ciertamente por el griego, por Nasumbata y por el exchitmudgar de Yáñez.
Pero los disparos de espingarda menguaban fácilmente sus filas.
Cada vez que se presentaba un fuerte grupo lo dispersaba una andanada de clavos y balas.
Sapagar, el negrito y los veinte malayos, protegidos por el fuego intensísimo de sus compañeros, escalaron rápidamente las rocas. El depósito de nafta estaba en llamas, y un torrente de líquido ardiendo continuaba cayendo por el agujero abierto en el techo de la caverna.
Los dayakos, bajo la dirección del griego, habían excavado un canal y la materia incendiada caía por allí.
Densas nubes de vapores pestilentes envolvían la cima de la colina.
Los malayos cruzaron rápidamente aquella barrera asfixiante, tapándose la nariz y conteniendo la respiración, y llegaron ante la abertura por la que había escapado el negrito.
Se oyó en seguida una débil voz:
—¡A nosotros, tigres de Mompracem!
Sapagar lanzó un grito de alegría.
—¡El capitán!
Por el orificio sobresalía una cabeza: era Sandokán, que se esforzaba sin éxito por pasar.
—¡Ah, señor! —gritó Sapagar.
—¡Pronto, amigo! —dijo el Tigre de Malasia—. El fuego nos alcanza y mis compañeros se han desvanecido.
—Retírate, señor, resiste unos minutos… ¡Compañeros, ensanchemos este agujero!
Veinte parang, enérgicamente manejados, atacaron la roca, haciendo saltar montones de esquirlas.
El temor de ver morir a su jefe, al que querían como a una divinidad del mar, centuplicaba las fuerzas de los veinte hombres.
Dos minutos bastaron para que los sables ensancharan considerablemente la abertura.
Sapagar metió por ella los brazos y sacó a Sandokán, medio asfixiado ya.
—Ahora los otros —dijo el pirata después de aspirar una larga bocanada de aire puro.
Cuatro malayos pasaron de uno en uno por el agujero y saltaron a la roca.
Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri yacían uno sobre otro, desvanecidos ya.
Toda la caverna estaba en llamas. Resplandores azulados la iluminaban de un extremo a otro y nubes de humo asfixiante se elevaban hacia el techo, haciendo irrespirable el aire.
La nafta había llegado a las paredes y el azufre se fundía como si fuese mantequilla.
Las rocas crujían y se calcinaban, produciendo un calor espantoso que aumentaba por momentos. La caverna se había transformado en una especie de volcán donde se fundía el azufre, la nafta y las piedras.
Los cuatro malayos sacaron primero a Yáñez, después a Tremal-Naik y finalmente a Kammamuri, apresurándose después a escapar a su vez, pues la mezcla ardiente había llegado ya a la base de la roca.
Sapagar hizo que colocaran a los tres hombres sobre la hierba, le tomó a un malayo una cantimplora que contenía todavía unos sorbos de bram[47], un licor muy fuerte obtenido por fermentación del arroz y mezclado con azúcar y el jugo de algunas palmeras viníferas, y vertió unas gotas en sus gargantas.
El efecto fue inmediato. Yáñez, antes que los demás, tosió ruidosamente, estornudó y después abrió los ojos diciendo:
—¡Por Júpiter! ¿Me quieren asfixiar?
—Te están salvando, Yáñez —dijo Sandokán, que se había levantado ya.
—¡Vaya, creía estar ya muerto! ¿De dónde han salido estos malayos?
—Son mis hombres.
—¿Y mis assameses?
—Combaten frente a la colina, señor Yáñez —respondió Sapagar.
—¿Sin mí?
—Déjame a mí, Yáñez —dijo Sandokán, que había recogido la carabina y desenfundado la cimitarra—. Tú descansa un momento: ya me encargo yo de darles una terrible lección a los dayakos. Que se queden diez hombres protegiendo a mis amigos. ¡A mí, Sapagar! ¡No veo más que sangre!
Las facciones alteradas del jefe de los tigres de Mompracem denotaban una cólera terrible. Los dayakos tenían mucho que temer de una carga de aquel hombre formidable.
El combate no había cesado todavía. Los dayakos, aunque derrotados continuamente y ya más que diezmados, continuaban resistiendo en los espesos matorrales que rodeaban la caverna incendiada con terrible saña.
Esos guerreros son los más valerosos de los que viven en las grandes islas de Malasia y tienen un desprecio absoluto hacia la vida.
En cuanto cesaban las descargas salían de sus escondites para intentar furiosos contraataques, pero estos abortaban en seguida ante las descargas de metralla de las espingardas y el fuego de las carabinas. Sandokán, seguido por Sapagar y por una decena de malayos, se había lanzado colina abajo gritando a los assameses:
—¡A la carga, valientes! ¡Aniquilemos a estos canallas! Mientras las espingardas continuaban tronando formó rápidamente dos columnas de asalto y las condujo hasta los matorrales.
Fue una carga más espantosa que la primera.
Los dayakos, viendo lo que se les venía encima, no resistieron al choque y por tercera o cuarta vez se dispersaron como una manada de gacelas, refugiándose en las profundidades de la inmensa selva.
Sandokán iba a lanzarse tras ellos cuando, al pasar por un matorral, tropezó con una especie de camilla formada por ramas y en la que yacía un hombre. Dejó escapar un grito de furor:
—¡Nasumbata! ¡Ah, perro!
Había levantado ya la cimitarra para partirle el cráneo al traidor, que lo miraba con gran miedo, con ojos extraordinariamente dilatados, pero no dejó caer el golpe.
—No —dijo—, la muerte sería demasiado dulce.
Y dirigiéndose a Sapagar, que llegaba a la cabeza de un grupo de assameses, añadió:
—Hazte cargo de este hombre y encárgate de que lo lleven a la colina. He de decirle cuatro palabras a este traidor antes de echarlo al depósito de la nafta. ¡Retiraos, amigos! ¡Tomemos posiciones encima de la caverna!