YÁÑEZ había sacado la cabeza por la hendidura y escuchaba con gran atención, aspirando fuertemente el aire de vez en cuando.
Resonaban con extraña regularidad golpes sonoros producidos por el choque violentísimo de los pesados parang y de los kampilang contra las rocas que cubrían la enorme caverna.
Parecía que los salvajes hijos de los bosques de Borneo se hubieran transformado, bajo la dirección del maldito griego, en expertísimos mineros.
Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri, que quizá no habían comprendido aún el terrible peligro que los amenazaba, esperaban pacientemente a que el portugués terminase sus observaciones.
Pasaron unos minutos y Yáñez retiró la cabeza. Su cara estaba tan descompuesta que Sandokán se extrañó.
—¿Qué pasa? —preguntó—. En tantos años que hemos sido compañeros no te he visto nunca tan preocupado. Explícate, hermano.
—El asunto es más grave de lo que creéis —contestó Yáñez—. Ese perro griego es más astuto que todos sus compatriotas juntos, y temo que nos haga pasar por una prueba terrible. Ya he adivinado su proyecto.
—Que quizás no sea tan terrible como tú crees —dijo Tremal-Naik.
—Puede que más. Es el azufre que cubre las paredes de la caverna el que me preocupa. De la nafta no me preocupo, pues el espesor de las rocas es bastante grande. Serán las pitones las que lo pasarán mal.
—¿Qué temes? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Ese bribón trata de abrasamos vivos.
—¡Ah…!
—Sígueme, Sandokán.
Yáñez bajó rápidamente por aquella masa de rocas, tomó las dos ramas resinosas que ardían todavía y las acercó a la pared, que estaba cubierta por una densa capa de azufre en estado granuloso.
—¡Esto es lo que me asusta! —le dijo a Sandokán—. ¿Quién nos salvaría si esto se prendiese?
—¿Y cómo quieres que se prenda? —preguntó el Tigre de Malasia—. No seremos nosotros quienes encendamos hogueras al lado de las paredes.
—Se encargará de ello Teotokris.
—¿Él? ¡Si se encuentra fuera…! ¡Qué intente cruzar la línea de las pitones!
—No es necesario. Cuenta con la nafta. Ven, puesto que no crees todavía en el terrible peligro que nos amenaza.
Avanzó velozmente hasta el centro de la gran caverna, deteniéndose ante otra masa de rocas puras recubiertas de azufre.
—¿Oyes? —preguntó a Sandokán.
—Sí, golpean la pared externa con los kampilang.
—¿Qué crees que harán los dayakos?
—Lo ignoro.
—Intentan abrir un orificio.
—¿Para qué?
—Para que entre la nafta incendiada —contestó Yáñez.
—¿Y encender el azufre?
—Exacto.
—Compadezco a estas pobres pitones.
—¿Y nosotros? El azufre producirá vapores tan asfixiantes que no los podremos soportar.
—¡Maldito griego! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Querrá realmente asfixiarnos aquí adentro?
—Quizás asarnos vivos —contestó Yáñez—. Las paredes recubiertas de azufre prenderán y esta caverna se convertirá en un infierno donde nosotros nos asaremos alegremente.
—No, no demasiado alegremente, señor Yáñez —dijo Kammamuri.
—¿Y dejaremos que Teotokris continúe sus trabajos sin crearle contratiempos? —preguntó Sandokán—. Tú que siempre has sido un hombre de recursos infinitos deberías idear algún medio de desbaratar el siniestro proyecto del antiguo favorito del rajá de Assam. Si lo tuviese en mis manos despacharía en seguida el asunto.
—Pero no lo tienes, y a mí, por mucho que me rompa la cabeza, no se me ocurre un medio de proporcionártelo.
—¿Se habrá agotado tu extraordinaria fantasía?
—No lo creo, pero choca con obstáculos insuperables.
—¿No se puede ensanchar el orificio? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Con qué instrumentos? —preguntó Sandokán.
—Con el parang de Kammamuri.
—Se partiría contra la roca, amigo, o por lo menos al cuarto de hora quedaría completamente inservible. Bajo la capa de fósforo hay basalto. Prueba a romperlo, si eres capaz.
—Entonces sólo tenemos una esperanza: la llegada de nuestros hombres.
—¡Todo estriba en eso! —exclamó Yáñez—. Por otra parte, me pregunto, no sin inquietud, si conseguirán llegar a tiempo y si el negrito logrará encontrarlos.
—Conozco a los salvajes de los grandes bosques y sé lo inteligentes que son, a pesar de su pequeña estatura y su fisonomía nada interesante —dijo Sandokán—. Si nuestros hombres se encuentran todavía en el islote, el amigo de Kammamuri sabrá encontrarlos y les entregará el mensaje. Le has escrito a Sapagar, ¿verdad?
—Sí, Sandokán.
—Es un hombre inteligente y valiente como un tigre. Si está todavía vivo lanzará a sus hombres hacia la orilla y vendrá a liberamos.
—¿Y si lo han matado? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Quieres asustarme, amigo? —preguntó Sandokán, en cuya frente se había formado una profunda arruga—. No; es imposible que mis hombres, apoyados por los assameses y por tres o cuatro espingardas, hayan cedido ante el ímpetu de las hordas dayakas. Los míos son verdaderos demonios.
—Y también mis assameses son valientes, pues han sido escogidos entre los montañeses —añadió Yáñez.
Entre los cuatro hombres reinó un breve silencio, interrumpido sólo por los golpes de kampilang y de parang de los dayakos.
Los terribles cazadores de cabezas no habían interrumpido su trabajo. Varias docenas de grandes espadas trataban de horadar el techo de la caverna para dejar caer la nafta incendiada y prender fuego al azufre que incrustaba las paredes. El griego, al parecer, había jurado hacer desaparecer para siempre al príncipe consorte de la hermosa raní de Assam.
—¿Cuánto tiempo necesitarán para agujerear el techo? —preguntó finalmente Sandokán a Yáñez.
—No sé qué espesor tiene —respondió el portugués—. Pero sin duda tendrán mucho trabajo, aunque sean numerosos. La roca tiene una gran solidez, y sus armas se gastarán fácilmente.
—¡Y no podemos hacer nada…! —exclamó Tremal-Naik.
—¿Quieres acaso intentar salir?
—Están las pitones en medio.
—Es cierto; lo había olvidado —contestó Yáñez—. ¿Qué hacen esos reptiles?
—Dormitan, señor Yáñez —dijo Kammamuri.
—¡Qué eternas dormilonas! ¡Parece que las hayan creado sólo para tragar y dormir!
—Y también para triturar al incauto que se deje sorprender —añadió Kammamuri—. En la jungla negra escapé, aún no sé cómo, de sus irresistibles abrazos.
Un gesto enérgico de Sandokán interrumpió su conversación.
—¿Cuántos hombres crees que hay entre nosotros? —preguntó el pirata a Yáñez.
—Sin duda muchos.
—¿Crees que los dayakos terminarán su trabajo antes de que oscurezca?
—No conozco el espesor del techo, amigo. ¿Qué quieres intentar?
—Quisiera provocarlos para ver si son muchos.
—¿Quiénes?
—Los dayakos.
—¿E intentar una carga a fondo?
—Esa es mi idea —respondió Sandokán—. No puedo quedarme aquí inactivo. Ese trabajo misterioso que están efectuando los dayakos bajo la dirección del miserable griego me irrita.
—¿Y cómo cruzarás la barrera de las pitones? Ya no está el negrito con su angilung para hacerlas retroceder, hermanito.
—¡Canallas! —rugió—. ¡Si mis hombres llegan a tiempo os despedazaré a todos, malditos dayakos, sin ninguna compasión! ¡He de matar al griego antes de lanzarme hacia el Kin-Ballu!
—¿Estas excitado, hermanito? —preguntó Yáñez, que había recobrado en seguida su sangre fría.
—¡Tengo unas ganas tremendas de matar! —respondió Sandokán.
El Tigre de Malasia, no domado todavía por los años, el terrible tigre que había sembrado el terror por todas las costas occidentales de Borneo y había hecho temblar incluso al leopardo inglés anidado en Labuan, lanzaba su grito de guerra.
Si en aquel momento hubiese podido atacar, ni siquiera cincuenta dayakos habrían podido resistir su ímpetu extraordinario.
Desgraciadamente en aquel momento se encontraba prácticamente impotente, pues la barrera presentada por la enorme masa de pitones lo habría detenido en seguida.
—Yáñez —preguntó con voz ronca—. ¿Es este el final?
—¿El final de quién?
—El nuestro.
—¡Por Júpiter! Aún no estamos muertos, hermano, y no veo razón para desesperamos. Los dayakos no han horadado todavía el techo y no veo caer la nafta incendiando estas malditas masas de azufre. ¿Cómo estás siempre tan rabioso? Aquí no estamos en Labuan, y no son ingleses los que tenemos delante.
—Es al griego al que quisiera matar.
—¡Por Júpiter! Yo no volveré con Surama sin llevar conmigo la piel de ese canalla bien rellena de paja.
—¡Si consiguiésemos salir vivos de esta trampa…! —exclamó Tremal-Naik.
—Tú tienes la palabra, Yáñez —dijo Sandokán.
El portugués no contestó en seguida. Seguía escuchando los golpes de parang y de kampilang que, con rabia creciente, daban los dayakos contra el techo de la caverna.
—Tomemos precauciones —dijo inesperadamente—. Asegurémonos una buena ventilación. Si todo este azufre se incendia puede asar hasta a un elefante, después de asfixiarlo… Venid, amigos.
—¿Adónde? —preguntó Sandokán, que tenía los ojos inyectados en sangre.
—Hacia la abertura.
—¿Quieres intentar salir?
—Hemos engordado demasiado, mi querido amigo, y la roca es demasiado dura… ¡Bah! Ya veremos.
Por el amplio orificio de la caverna entraba una vaga luz, pues el sol estaba ya bastante alto sobre el horizonte y hacía superfluas las ramas resinosas, que se habían apagado ya, pero en la hoguera había todavía tizones y no faltaba leña.
Yáñez se aproximó a las serpientes, que dormitaban unas contra otras formando una monstruosa barrera.
Al no tenerlas ya hechizadas el angilung del hijo de los bosques, habían reanudado su letargo, pero seguían constituyendo para los sitiadores un obstáculo insuperable, pues al primer ataque se espabilarían, y entonces nadie conseguiría dominarlas, tal vez ni siquiera la flauta del negrito.
—¿Qué quieres intentar, Yáñez? —preguntó Sandokán—. Tú tienes alguna idea.
—Sí, quisiera provocar un asalto de los dayakos.
—No serán tan estúpidos como para dejarse atrapar. Ya se deben de haber dado cuenta de que no pueden entrar ni siquiera con parang y sus kampilang.
—Tratemos de irritarles.
—¿Y las pitones?
—Que salgan de una vez por todas y se lancen contra esos canallas. Si yo supiera tocar el tomril[46] o algún instrumento similar no estaría ya aquí, y el griego tendría por lo menos diez pitones enroscadas alrededor de su cuerpo. Cuando vuelva a Assam haré que me enseñe esa música algún famoso sap…
—¡Si vuelves!
—Ahora eres tú el pájaro de mal agüero —contesto Yáñez, esforzándose en sonreír—. ¡Por Júpiter! Aún no estamos muertos, y la nafta que ese bribón griego quisiera echar sobre nuestras cabezas no ha encontrado paso todavía.
Se había acercado a la masa de pitones y miraba atentamente por la amplia abertura.
—¡Centinelas ante nosotros! —dijo—. Podemos dar un buen golpe. Veremos si estas eternas dormilonas reanudan su marcha aún sin el tomril o el angilung.
Se arrodilló, montó la carabina, apuntó un momento y disparó. Un aullido replicó a la detonación, seguido por un horrible concierto de silbidos. Las pitones, molestas por aquel disparo a tan corta distancia, levantaron la cabeza estirando al mismo tiempo sus cuerpos.
—¡Ah, qué feos son! —exclamó Yáñez, saltando rápidamente hacia atrás mientras cruzaban la abertura siete u ocho flechas.
Sandokán, que se había tendido en tierra, en medio de dos rocas que le protegían los flancos, disparó a su vez la carabina, contestándole también un grito muy agudo. Un dayako que había cometido la imprudencia de descubrirse para lanzar mejor su dardo envenenado había dado un salto, cayendo exangüe entre los matorrales que hasta entonces lo habían ocultado.
—Dos menos —dijo Yáñez.
—Y ya que hemos comenzado hay que continuar —añadió Sandokán.
—¿Y las pitones?
—Deja que silben. Tienen derecho a divertirse un poco también. Vamos, Tremal-Naik, pero cuidado con las flechas. ¡Ese maldito upas no es cosa de broma!
Retumbó un tercer disparo de carabina.
Las serpientes, asustadas por los disparos, parecían enloquecidas. Se erguían impetuosamente, tocando con sus cabezas el techo de la caverna, se desenroscaban agitando furiosamente sus colas y se lanzaban a derecha y a izquierda tratando de envolver con sus potentes anillos a los que interrumpían su tranquilidad.
A cada disparo se lanzaban hacia el lado opuesto, hacia la salida de la caverna, pero sin decidirse a dejar el lugar.
—Es inútil —dijo Yáñez tras gastar cuatro o cinco cartuchos—. Estas holgazanas no quieren moverse.
—Y los dayakos han comprendido que sus flechas no sirven contra nuestras armas de fuego y se han puesto, a cubierto —añadió Sandokán—. Reservemos nuestras municiones para mejor ocasión.
—Es lo que te quería proponer —dijo Tremal-Naik—. Hay demasiados matorrales y árboles ante nosotros.
En aquel momento cayó de lo alto una lluvia de rocas a pocos pasos de Kammamuri, que asistía al combate mirando melancólicamente su inútil sable.
—¡Han abierto el orificio! —gritó Yáñez, retrocediendo rápidamente—. ¡Cuidado!
Todos se habían pegado rápidamente a la pared de la caverna, mirando hacia arriba.
En efecto, los dayakos habían conseguido agujerear el techo de la caverna después de tres o cuatro horas de trabajo febril.
—¿Dejarán caer la nafta o se conformarán con lanzarnos sus flechas envenenadas? —preguntó Sandokán.
—¡Teotokris no será tan estúpido! —contestó Yáñez—. ¡Para qué servirían los dardos si tenemos la posibilidad de evitarlos refugiándonos en el fondo de la caverna!
—¿Entonces, dentro de poco entrará un río de fuego?
—E incendiará el azufre.
—¿Y nosotros?
—Lo único que podemos hacer es refugiamos alrededor de la abertura que nos ha indicado el negrito.
—¿Podremos resistir o moriremos asfixiados?
—Es lo que me preguntó —contestó Yáñez, que, quizás por primera vez en su vida, parecía profundamente impresionado.
—¿Terminaremos nuestros días aquí?
—Ya te he dicho que no estamos muertos todavía.
—Pero ¿qué esperas?
—¿Y el negrito? ¿Lo has olvidado?
—¿Y si lo hubiesen matado?
—Entonces, adiós a todo, mi querido Sandokán. Contra el destino no siempre se lucha ventajosamente.
—¡Y yo habré sido la causa de tu ruina!
—No te preocupes.
—Debería haberte dejado en Assam, sin hacerte venir para ayudarme a conquistar un trono que, además, no deseo demasiado. ¡Si se hubiera tratado de Mompracem…!
—Basta, Sandokán; ¡retirémonos, amigos!
—¿Y las pitones? —preguntó Kammamuri.
—Dentro de media hora estarán cocidas —contestó Yáñez.
—Y entonces entrarán los dayakos —dijo Kammamuri.
—¿Descalzos por un mar de fuego? No serán tan estúpidos, amigo.
Recargaron rápidamente las carabinas y se retiraron hacia el otro extremo de la caverna mientras del pequeño agujero continuaban cayendo trozos de roca y se oían los parang y kampilang golpeando con rabia creciente.
Al parecer los dayakos trabajaban febrilmente para ensancharlo de forma que la nafta cayera abundantemente y convirtiese la cueva en un cráter volcánico.
Los cuatro asediados llegaron al fondo de la caverna y escalaron el montón de rocas hasta el orificio por el que había pasado el negrito.
—¿Sigue estando libre? —preguntó Sandokán a Yáñez.
—Sí —contestó el portugués—. El griego aún no se ha dado cuenta de la existencia de este paso.
—Si pudiéramos ensancharlo para sorprender a los dayakos por la espalda…
—Ya te he dicho que sacrificaríamos inútilmente el parang de Kammamuri. Lo único que podemos hacer es esperar la llegada de nuestros hombres.
—¡Una agonía atroz! —dijo Tremal-Naik.
—No podemos contar más que con ellos, amigo. Nuestros medios se han agotado por completo. Manteneos todos cerca de esta boca de aire y llenáos bien los pulmones.
Casi inmediatamente dejó escapar un grito.
Un relámpago había iluminado la caverna, seguido por un extraño ruido que parecía producido por la caída de un chorro de agua sobre un suelo de piedra.
—¡La nafta ardiendo! —exclamó—. ¡La prueba terrible!
Los resplandores se sucedían y el río de fuego se precipitaba por el agujero abierto por los kampilang y los parang de los dayakos y se extendía hacia las pitones por la pendiente del suelo.
Se difundía por la cueva un olor agudo, pestilente.
—¡Ah, perro griego! —rugió Sandokán—. ¡Y no poderte tener en mis manos, infame!
A la entrada de la caverna, las pitones, que experimentaban el primer contacto con el fuego, se debatían desesperadamente, silbando de forma espantosa.
Las infelices, sorprendidas durmiendo por el líquido ardiente, se erguían y después caían agitando frenéticamente la cola.
Algunas, más afortunadas, habían tenido tiempo de liberarse de sus compañeras y se habían precipitado fuera de la caverna; otras huían hacia la roca en la que se habían reunido Yáñez, Tremal-Naik, Sandokán y Kammamuri, pero muchas se asaban, emanando un olor nauseabundo de carne quemada.
—¡Ya estamos en el infierno! —dijo Yáñez, que conservaba todavía una calma prodigiosa—. ¡Amigos, no dejéis que lleguen hasta aquí las pitones! ¡Usad las carabinas! ¡Apuntad a la cabeza!
Siete u ocho gigantescos reptiles, huyendo del fuego que se extendía continuamente, amenazando con fundir las masas de azufre que cubrían las paredes, estaban ya ante la roca y trataban de escalarla.
Debían de haberse dado cuenta de que allí arriba existía una salida, pero a los asediados no les convenía que saliesen por aquel orificio, pues habrían puesto en guardia a los dayakos y atraerían la atención del griego.
—¡Disparemos, amigos! —gritó Yáñez, que se había percatado antes que nadie del gravísimo peligro.
Disparó contra la pitón que reptaba a la cabeza del grupo y la hizo caer con el cráneo destrozado.
Sandokán y Tremal-Naik se prepararon para imitarlo, y Kammamuri lanzaba golpes de sable en todas direcciones.
Se sucedían los disparos y los reptiles caían uno a uno, rodando hacia abajo.
Mientras tanto aumentaba la luz en la caverna. La nafta, que entraba en gran cantidad, como un riachuelo de lava o de plomo fundido, continuaba extendiéndose y comunicando su fuego al azufre.
Flotaban vapores asfixiantes, impulsados por el aire que entraba por la gran abertura.
Los asediados tosían furiosamente y sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Yáñez —dijo Sandokán mientras la última pitón, alcanzada por dos disparos, caía sin vida—. ¿Es este el final?
—No sé —respondió el portugués con voz alterada—. Me parece que la cosa se pone muy mal, y, no sé por qué, en este momento pienso en Surama.
—Yo te he perdido, hermano —exclamó el Tigre de Malasia con voz trémula.
—No digas eso —contestó Yáñez entre dos golpes de tos—. El griego no nos ha visto expirar todavía.
—¡Pero no se puede resistir más! —dijo en aquel momento Tremal-Naik—. Se acerca la muerte.
—Acerca la cabeza al agujero.
—Ya no entra aire —respondió Kammamuri.
Yáñez lanzó una mirada hacia la amplia caverna.
¡Estaba envuelta en llamas! Las paredes se fundían al entrar en contacto con la nafta incendiada, como si fueran de mantequilla, y el fuego se extendía inexorablemente, avanzando hacia la roca en la que se habían refugiado los cuatro asediados.
De aquel líquido incendiado salían oleadas de un humo áspero, sofocante, cada vez más denso.
—¿Y bien, Yáñez? —preguntó ansiosamente Sandokán.
El portugués movió la cabeza y dijo:
—Me temo que esta es la muerte. ¡Bah, la guerra siempre es peligrosa!
Hurgó en sus bolsillos; sacó un paquete de cigarrillos, tomó uno y se lo puso en la boca, mordiéndolo rabiosamente.
—¡Si por lo menos pudiese encenderlo! —exclamó—. Esperaré a que el fuego esté más cerca.