NO había un momento que perder. Aunque una pantera, manchada o negra, discurriera en medio de los cañaverales en busca de alguna presa, era ciertamente menos peligrosa que aquellos tres dayakos, que pronto podían ser diez, quince e incluso muchos más.
Los dientes de las fieras son indudablemente peligrosísimos, pero más lo son aún las flechas mojadas en el jugo del upas o del cetting, contra las que no hay ningún antídoto. El indio y el hijo de la selva atravesaron rápidamente el cañaveral y se lanzaron hacia el gran curso del río.
El negrito precedía al maharata, manteniendo la cerbatana a la altura de su boca, listo para lanzar contra la terrible y hambrienta fiera la flecha mortal.
Pero no podían avanzar a sus anchas. Cada dos o tres pasos se detenía para escuchar, luego abría con delicadeza las cañas y no daba un paso adelante si no estaba bien seguro de no distinguir ningún punto luminoso. Llegados cerca de la gran corriente del Malludu, el negrito, que no había cesado de investigar el fondo fangoso, se volvió a Kammamuri preguntándole:
—Orang, ¿sabes nadar?
—¿Por qué me lo preguntas? —preguntó el indio.
—Si los dayakos exploran el cañaveral, nos veremos obligados a abandonarnos a la corriente y atravesar el río.
—Un curso de agua, aunque sea ancho, jamás me ha dado miedo. Sin embargo, preferiría permanecer en esta orilla.
—Ya veremos, orang —respondió el hijo de la selva—. En el agua se borran las huellas. Tratemos de no dejarnos ver.
—Y de no dejarnos comer por la pantera.
—Ya te he dicho que eso es cosa mía, orang.
Formaron un lecho de cañas, rompiéndolas en varios trozos, y se sentaron uno cerca del otro esperando la aparición de los dayakos o de la fiera. La luna comenzaba a surgir, proyectando su luz azulada en el río, y se alzaba sobre los grandes árboles parpadeando extrañamente entre las ramas.
Las aguas centelleaban cada vez más vivamente y de la orilla opuesta continuaban llegando a intervalos soplos de aire fuertemente impregnados del agudo perfume de las flores de la «bella de noche», o sea la sunda matune, que también quiere decir «árbol triste», porque sus flores sólo se cierran tras el ocaso del sol.
Transcurrieron quince o veinte minutos sin que nada ocurriese; luego, de repente, el negrito le dio con el codo a Kammamuri, diciéndole:
—¿Los ves, orang?
—¿A quiénes?
—A los dayakos.
—¿Dónde están?
—Descendiendo por la orilla.
—Tienes una vista prodigiosa. Yo no distingo nada.
—Se arrastran entre los matorrales e intentan no dejarse ver, orang.
El indio se irguió y miró atentamente hacia la orilla. Vio, en efecto, surgir tres hombres de improviso en medio de los últimos grupos de vegetales y avanzar cautamente hacia el cañaveral.
—¡Bribones! —murmuró—. No han perdido nuestro rastro, ni siquiera durante la travesía del bosque. Veremos si saben encontrarlo también en el fondo del río.
Los dayakos se habían detenido y parecía que deliberaban sobre lo que debían hacer. Finalmente, uno descendió al río, mientras los otros mantenían sus cerbatanas a la altura del mentón a fin de estar más a punto de lanzar sus flechas mortales.
El que había descendido al agua comenzó en seguida a explorar el fondo, realizando frecuentes zambullidas.
—¿A que logra encontrar nuestras huellas? —dijo Kammamuri al negrito, que había abandonado la balsa sumergiéndose hasta el pecho.
—No lo sé —respondió el salvaje, que parecía bastante preocupado—. Será necesario perder una flecha.
—Explícate mejor.
—Matarlo en el momento en que esté emergiendo. Sus compañeros podrán creer muy bien que se lo ha llevado un gavial.
—¿Estás seguro de tu puntería?
—Te he dicho que soy un jefe, orang —insistió el negrito.
Estaba a punto de cambiar de posición para hacer más fácil su tiro, cuando a sus oídos llegó el leve rumor que venía de la parte del río y no ya de la orilla ocupada por los dayakos.
—¿Has oído? —preguntó a Kammamuri.
—Se han movido las cañas, ¿no es verdad?
—Sí, orang.
—Es la pantera, estoy seguro. Esta maldita bestia vendrá a estropearnos el asunto.
—Dejaré al hombre para ocuparme de la pantera —resolvió el negrito—. Por el momento es la más peligrosa.
—¿No traicionará nuestra presencia?
—Las flechas de las sumpitan son silenciosas. Agáchate todo lo que puedas, orang.
Kammamuri se arrodilló en el fondo, de manera que sólo emergía la cabeza y el cuello.
El negrito le imitó en seguida.
Continuaba el rumor. Al parecer, la pantera no quería marcharse del río sin su cena.
El negrito mantenía una inmovilidad absoluta. Esperaba el momento oportuno para lanzar su proyectil antes de que sobreviniese el ataque. Era precisamente este el que quería prevenir, ya que el impulso de las panteras es casi siempre inevitable.
Kammamuri estaba listo para prestarle ayuda con su pesado y afiladísimo parang, que empuñaba con fuerza.
De improviso cesó el roce y los dos puntos luminosos reaparecieron a menos de quince pasos.
—¡Ahí está! —susurró el indio.
—La veo —respondió el negrito.
Aproximó rápidamente a sus labios la cerbatana, apuntó unos instantes y luego se oyó un silbido apenas perceptible.
La flecha envenenada había partido.
Transcurrieron algunos momentos y luego un aullido ronco, furioso, interrumpió el silencio que reinaba en el cañaveral. La pantera comenzaba a experimentar los terribles efectos del cetting, veneno mucho más rápido y más seguro que el producido por el upas.
—¡Alcanzada! —susurró aliviado Kammamuri.
—Ya te he dicho que yo era un jefe —repitió el negrito.
La pantera se debatía furiosamente, respirando con estertores y destrozando ferozmente las altas cañas que se encontraban al alcance de sus zarpas.
Durante unos quince segundos los aullidos se sucedieron sin interrupción, y luego se oyó una zambullida. El animal debía de haberse arrojado al río, quizás con la esperanza de que el agua calmase sus atroces sufrimientos.
—¡Ya no saldrá! —dijo el negrito riendo—. Ocupémonos ahora de los dayakos.
—¡Eres un valiente! —Exclamó Kammamuri—. Jamás hubiera creído que una flecha tan pequeña pudiese poner fuera de combate a tan formidable fiera.
Ambos se habían vuelto, dirigiendo sus miradas hacia la orilla.
Los dos dayakos de guardia estaban todavía en su lugar; por el contrario, el tercero, el que exploraba el fondo, había desaparecido.
—¿No lo ves tú? —preguntó Kammamuri mirando a su alrededor.
—No, orang.
—¿Se lo habrá llevado consigo algún gavial mientras nos enfrentábamos con la pantera?
—Habríamos oído algún grito.
—¿Estará ya en el cañaveral e intentará sorprendernos por la espalda?
—¡Mira! —dijo el negrito.
—¿Qué?
—También los dos dayakos bajan al río y no están solos.
—¿Van acompañados?
—Hay otros hombres que se arrastran entre los matorrales, orang, huyamos o nos apresarán.
—¿Atravesaremos el río?
—No tenemos otra escapatoria.
—¿Y los gaviales?
—Quizá duerman todavía. Sígueme, orang, si te importa salvar la cabeza.
Se habían puesto en movimiento a través del cañaveral para llegar a su borde y precipitarse en la corriente.
Ya estaban a punto de abrirse paso en medio de las últimas filas cuando el negrito detuvo bruscamente a Kammamuri y alzó la sumpitan.
—¿Otra pantera? —preguntó con un hilo de voz el indio.
—No, el dayako que exploraba el cañaveral —informó el negrito.
—¿Cómo ha hecho para llegar a nuestras espaldas mientras hace poco estaba frente a nosotros?
—Silencio, está avanzando. Agáchate y déjame actuar.
Kammamuri, que ya tenía plena confianza en la habilidad maravillosa de su pequeño compañero, obedeció.
Se oía, de vez en cuando, gorgotear el agua a través de los enormes grupos de cañas, pero de una manera distinta del rumor que produce la comente al romperse.
Era, sin duda, el dayako quien producía aquel rumor.
El negrito, escondido entre las cañas, parecía una fiera al acecho. Había pasado a través de dos tallos la terrible y silenciosa arma y sólo esperaba la aparición del odiado enemigo para actuar resueltamente.
Todos sus miembros estaban encogidos, como si se preparase a dar un salto, y sus ojos brillaban como carbones encendidos.
Ya tenía en la boca la cerbatana e inflaba lentamente los carrillos. Otro debilísimo silbido hendió los aires, seguido por dos gritos desesperados:
—¡Apang! ¡Apang! (¡Padre! ¡Padre!).
El desgraciado debía de haber sido alcanzado y en el espasmo supremo invocaba a su padre, que quizá permanecía en la otra orilla junto con el otro guardián de la casa aérea.
Un aullido hizo eco a la desesperada invocación del moribundo.
—¡Al agua, orang! —apremió el negrito—. El hombre está tocado y dentro de poco habrá acabado.
—¿Vienen los demás?
—Avanzan entre las cañas.
—Brilla la luna y nos delatará, amigo.
—No importa: saltemos.
Los dos hombres atravesaron como un relámpago las últimas filas de cañas y se lanzaron al río poniéndose a nadar vigorosamente.
—No pierdas el sable, orang —recomendó el negrito al aparecer a flote.
—Me lo he cruzado en la cintura. Cuida de tu sumpitan, que es más precisa que mi parang-ilang.
—¡Antes perderé la vida que mi arma!
En aquel momento gritos feroces estallaron entre el cañaveral que acababan de dejar.
—¡Ahí están!
—¡Echad mano a las sumpitan!
—¡Venguémoslo!
—¡Cortémosles las cabezas!
Kammamuri y el negrito, casi instintivamente, se habían metido bajo el agua para no recibir media docena de flechas envenenadas.
Siendo ambos valientes nadadores, recorrieron un trayecto de cincuenta o sesenta metros manteniéndose bajo el agua, escapando así a las andanadas de dardos, envenenados, tomaron una rápida bocanada de aire y volvieron a sumergirse. El agua era profunda en medio del Malludu, de modo que pudieron realizar otro largo recorrido y llegar a un islote de arena, que les había cerrado el paso.
—Orang —dijo el negrito—, no te detengas aquí. Los dayakos están en el agua y nos persiguen.
—Ya los oigo bracear —respondió Kammamuri, respirando a pleno pulmón—. Esos bergantes harán todo lo que puedan para adueñarse de nuestras cabezas.
—Corre, orang.
Atravesaron en un abrir y cerrar de ojos el banco de arena, pasando por encima de la cola de un monstruoso gavial adormecido, que ni siquiera se había dignado abrir los ojos, y volvieron a lanzarse a la corriente.
Sólo cien metros los separaban de la orilla opuesta, que aparecía también cubierta por un inmenso boscaje.
—Apresúrate, orang —dijo el negrito volviendo a la superficie—. Continúan persiguiéndonos.
—Les llevamos ya una notable ventaja.
Se pusieron de nuevo a nadar rabiosamente, haciendo esfuerzos prodigiosos para llegar a la orilla antes de que la alcanzasen los dayakos.
La segunda travesía del último brazo del Malludu se realizó con rapidez fulminante y los dos fugitivos, atravesando una triple línea de cañas, treparon apresuradamente por la orilla, para lanzarse sin pensarlo en medio de la selva.
—¿Adónde vamos? —preguntó Kammamuri.
—Tú sígueme, orang —respondió el negrito, que corría como un gamo—. Sé dónde se encuentra un refugio seguro.
—¿Está lejos?
—¡Sígueme! —se limitó a responder el hijo de los bosques.
A lo lejos resonaban los gritos de los perseguidores, pero después de algunos minutos cesaron bruscamente.
Los dayakos debían de haber atravesado también el río y haberse lanzado bajo los árboles. Habría sido una imprudencia señalar su presencia. Kammamuri y el negrito continuaron su carrera precipitada durante una veintena de minutos, y luego el primero se detuvo diciendo:
—Yo no puedo continuar de este modo. Ya no puedo más, amigo.
—Estamos ya en el refugio.
—¿Qué es? ¿Una cabaña?
—Una inmensa caverna.
—¿Estaremos por lo menos seguros ahí adentro?
—Sí, pero cuando me haya fabricado un angilung[43].
—¿Qué es?
—Una bestia que suena —respondió el negrito.
—¿Y qué harás con ese angilung?
—Sin ese instrumento no se puede entrar en la caverna.
—¿Hay genios maléficos, kateri, como los llamamos nosotros los indios?
—No te comprendo, orang. Sígueme y no digas una palabra más. Los dayakos ya deben estar en plena carrera.
—Vosotros tenéis las piernas de acero, pero también los indios son famosos corredores.
—Dame tu parang-ilang —dijo el negrito—. Lo necesito.
A pocos pasos había un enorme grupo de bambúes gigantes. El hijo de los bosques cortó uno, lo examinó durante algunos instantes y luego lo partió nuevamente.
—¡Hecho! —Dijo recogiendo un pedazo de unos treinta centímetros de longitud—. He aquí un bellísimo angilung. Corramos, orang: ¡los dayakos no deben de estar lejos!
Se habían puesto a correr furiosamente a través de la selva, arrojándose en medio de los calamus y los rotangs.
El negrito, que parecía conocer de maravilla la floresta, no se desviaba jamás.
Kammamuri hacía esfuerzos prodigiosos para mantenerse tras él y no cesaba de decir al hombrecillo:
—¿Quieres hacerme reventar? ¡Aminora un poco la marcha, condenado salvaje!
Eran palabras desperdiciadas, porque el negrito continuaba su carrera endiablada, saltando por encima de los árboles abatidos por los huracanes o por encima de los matorrales, con la agilidad de un tigre. De repente se detuvo.
—Ya estamos —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Kammamuri con voz entrecortada.
—En el refugio.
—No veo más que árboles ante nosotros.
En lugar de responder, el negrito le tomó el parang y se puso a hacer incisiones en el trozo de bambú que no había abandonado, cortándolo primero por un extremo y luego haciendo bastantes muescas profundas en toda su longitud.
—¿Qué haces? —preguntó Kammamuri, que no lograba comprender nada.
Estaba a punto de restituirle el parang el negrito cuando dos disparos de fusil resonaron a corta distancia, seguidos de un clamor ensordecedor.
Kammamuri dio un salto.
—¡Disparos de carabina…! —exclamó—. ¡Los tigres de Mompracem!
—Huyamos, orang —propuso el negrito—, mi angilung está listo y adormecerá a las grandes pitones.
—Escapa tú si quieres, pero yo no lo haré —respondió el indio—. Los hombres que han hecho fuego son amigos míos. Los dayakos no tienen «cañas que truenan».
Los gritos habían cesado bruscamente, lo mismo que los disparos.
Kammamuri, presa de una fortísima emoción, escuchaba atentamente. También el negrito se había puesto a la escucha, pero el pobre diablo temblaba como si hubiera sido víctima de una fortísima fiebre.
Aquellas detonaciones debían de haberlo asustado mucho.
Llevaban ya unos minutos esperando cuando otro tiro se dejó oír a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros y luego, después de un brevísimo intervalo, siguieron otros dos disparos.
—¡Son ellos! —gritó Kammamuri—. Corramos, negrito.
Se lanzó como un loco a través del bosque, gritando a voz en cuello:
—¡Patrón! ¡Señor Yáñez! ¡Señor Sandokán! Le respondió una nueva descarga seguida de un vocerío ensordecedor.
—¡Patrón! ¡Patrón! —repitió el maharata, que se dirigía en una carrera desenfrenada al lugar donde sonaban los disparos.
De entre un densísimo grupo de bananos se alzó una voz:
—¿Quién llama?
—¡Soy yo! ¡Kammamuri!
Respondieron tres gritos y un instante después tres hombres saltaban desde debajo de las gigantescas hojas que cubrían los matorrales: eran Tremal-Naik, Sandokán y Yáñez, empapados de agua y embadurnados de barro hasta los pelos.
—¡Todavía vivo! —exclamó Tremal-Naik, precipitándose hacia su fiel siervo.
—¡Pero por milagro, patrón! —respondió Kammamuri, que parecía haber enloquecido de alegría.
—Dejaos de cumplimientos —dijo Yáñez—, y trabajad con las piernas. ¡Tenemos a los dayakos a nuestra espalda!
Kammamuri se había dirigido hacia el negrito, que observaba con gran curiosidad a aquellos hombres.
—Condúcenos en seguida al refugio, amigo —le rogó.
—Espera un momento que hagamos otra descarga para detenerlos un poco —dijo Sandokán—. Los tenemos demasiado cerca.
En medio de la vegetación se oía a los hombres correr desesperadamente, golpeando con sus kampilang las plantas parásitas que dificultaban su avance.
Sandokán y sus compañeros hicieron una descarga y luego se lanzaron detrás del negrito y Kammamuri.
Atravesaron con impulso irresistible siete u ocho enormes grupos de lianas y luego se detuvieron ante una roca colosal, que parecía como si se prolongase muchos centenares de metros en medio de la gran selva.
El negrito se precipitó hacia un montón de matorrales, abriéndose rápidamente paso.
—Ven, orang —dijo a Kammamuri—. Aquí está el refugio y todavía tengo el angilung.
Una hendidura altísima y apenas de un metro de ancha se ofrecía a las miradas de los fugitivos.
—¡Adentro! —gritó el negrito—. Confiad en mí.
Clamores feroces resonaban en aquel momento entre las plantas, y a no mucha distancia. Los dayakos, detenidos un instante por la descarga, habían reanudado la persecución, resueltos a capturar a los fugitivos.
—Kammamuri, ¿adónde nos conduce este hombrecillo? —preguntó Yáñez.
—Confiad en él, capitán —contestó el maharata—. Me ha dado tales pruebas de fidelidad y de coraje que lo seguiría hasta el kailasson de Siva, si me guiase.
—Entonces no hagamos preguntas —dijo Sandokán, que miraba continuamente a sus espaldas—. Debe bastarnos para salvar nuestras cabeza, que corren en este momento gravísimo peligro.
El negrito había entrado ya, llevando en la mano su flauta de bambú.
—Es una caverna —dijo Yáñez.
—Así me lo parece —respondió Sandokán.
—¿No nos asediarán aquí los dayakos? Tú tienes la palabra, Kammamuri.
—Dejad obrar al negrito, señores —respondió el indio.
—¿Dejarle obrar? ¡Por Júpiter! ¿Qué es este olor? Se diría que dentro hay legiones de serpientes…
—No debéis espantaros, señor Yáñez —respondió el maharata—. El negrito tiene un angilung.
—¿Qué es?
—Supongo que será un instrumento muy poco diferente de la flauta que usan nuestros sapwallah[44] hindúes.
—¿Hay también aquí encantadores de serpientes?
—Así parece, señor Yáñez.
—Hubiera preferido un buen paquete de cigarrillos.
—Fumarás una serpiente —dijo Sandokán riendo.
—¡Qué pésimo tabaco me ofreces, hermano! No lo fumaría ni siquiera un cazador de cabezas.
—¡Silencio! —impuso en aquel momento el negrito, volviéndose hacia Kammamuri.
Los cinco hombres habían entrado en la caverna, avanzando a tientas, porque faltaba totalmente la luz en aquel antro tenebroso, aunque fuera brillaba la luna.
—Se diría que estamos descendiendo al infierno —comentó Yáñez, que se había dado cuenta de que el terreno descendía rápidamente.
—Te he dicho que te calles —observó Sandokán.
—Tengo la carabina cargada.
—No sabemos qué peligros nos amenazan.
En aquel instante sonaron algunas notas en la oscuridad, notas dulcísimas, que tenían algo de extraño.
—¿Quién toca? —preguntó Tremal-Naik.
—El negrito —respondió Kammamuri.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Quiere atraer a los dayakos? —Se excitó Yáñez—. Adviértele que tengo un par de balas en los cañones de mi carabina.
—Déjale actuar, señor. Tiene más miedo de los cazadores de cabezas que nosotros; os lo aseguro.
Las notas continuaban, cada vez más dulces y más lánguidas. Se hubiera dicho que en la caverna se había escondido uno de esos sapwallah hindúes que saben adormecer o despertar, a su antojo, a las terribles serpientes que infestan las junglas indias.
—¡Eh, Kammamuri! —dijo el portugués, que sospechaba de todo y de todos—. ¿Qué hace tu salvaje?
—Esperad, señor Yáñez. Pronto tendremos la explicación de este misterio. El negrito es astuto, os lo digo yo, y si toca es porque tiene sus motivos.
—¡Será algún mago extraordinario! —añadió Yáñez irónicamente—. Preferiría, ya que tiene tanto poder, que en vez de tocar secase mis cigarrillos.
—Se ha mojado también mi tabaco —dijo Sandokán.
—Y el mío tanto como el tuyo —se lamentó Tremal-Naik.
—Eh, Kammamuri, pregunta a tu hombre misterioso si podría procurarnos un poco de fuego para secar nuestro tabaco.
El maharata estaba a punto de responder cuando Yáñez se lo impidió.
—¿Qué olor es este? —preguntó.
—Yo te lo diré —respondió Tremal-Naik—. Por algo he sido durante tanto tiempo un gran cazador de serpientes en la jungla negra. Este perfume es de serpientes. ¡Y de alguna especie grande!
—¡Por Júpiter!
—Y también sin Júpiter —dijo Tremal-Naik.
—Entonces yo no sigo adelante, especialmente con esta oscuridad.
—¡Tampoco yo! —se solidarizó Sandokán, que tenía una repugnancia instintiva hacia los reptiles, cualquiera que fuese la familia a la que pertenecieran.
En aquel momento el negrito había cesado de tocar la flauta y se había apoyado contra la pared de la caverna.
—¿Qué haces ahora? —preguntó Kammamuri, que estaba cerca de él—. ¿Qué está sucediendo?
—Las pitones —respondió el hombre de los bosques.
—¿Quieres decir grandes serpientes?
—Sí, orang.
—¿Dónde están?
—Pasan por delante de nosotros.
—¿Y nosotros?
—No corremos ningún peligro, orang. Tengo en mi mano el angilung.
—¿Sabes tú guiar a las serpientes?
—Sí, orang.
—¡Eres un hombre maravilloso! —se admiró Kammamuri—. Fabricas cuerdas, matas hombres y domas a los reptiles… ¿Y ahora qué ocurrirá?
—Impediré a los dayakos que entren en la caverna.
—¿Y si forzasen el paso?
—Se encontrarán ante centenares de pitones gigantescas.
—¿Están saliendo las serpientes?
—Espera un momento: yo las guiaré.
Volvió a ponerse en los labios la flauta de bambú y se dirigió lentamente hacia la entrada de la caverna, tocando de manera extraña.
—Se diría que es un tomril de cualquier sapwallah hindú, —dijo Tremal-Naik—. ¿Hay también encantadores de serpientes en Borneo?
—No me extrañaría —respondió Yáñez—. Lo mismo que en la India, se encuentran también en África septentrional y en América central.
—Parece como si estuviésemos en plena India —dijo Tremal-Naik.
Kammamuri se había situado detrás del negrito, que continuaba avanzando hacia la entrada de la caverna.
—Ese hombre quiere atraer la atención de los dayakos —observó Yáñez un poco inquieto—. ¿Querrá traicionarnos?
—Déjale actuar —dijo Sandokán—. Quizá tiene más deseos que nosotros de no perder la cabeza bajo el filo de un kampilang.
—Pero con esa maldita flauta los atraerá.
—Tendrá sus motivos.
—Sí, perdernos.
—Espera, pues, impaciente hermano.
El negrito continuaba tocando, cambiando de vez en cuando el tono. Se oía un rumor extraño bajo las bóvedas de la caverna.
Se hubiera dicho que masas pesadas, provistas de escamas óseas, se arrastrasen por el sonoro suelo de aquel antro tenebroso.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik escuchaban, no sin cierta aprensión.
Se puede ser valiente hasta la locura, pero ciertos misterios que se desarrollan en la oscuridad producen siempre una gran impresión y sacuden los corazones más valerosos.
—¿Qué sucede? —preguntó el portugués, que comenzaba a impacientarse—. Yo ya tengo bastante de esta música, que me parece que me destroza los nervios, y de estos rumores. ¿Comprendes algo tú, Sandokán?
—Comprendo solamente que ante nosotros debemos tener un sapwallah, si no indio, por lo menos borneano, ya que estamos en Borneo y no en Bengala —respondió tranquilamente el Tigre de Malasia.
—¿Y tú, Tremal-Naik?
—Yo sólo oigo una especie de tomril que suena casi como los de mis compatriotas.
En aquel momento las notas que desde hacía unos instantes se habían hecho dulcísimas, con debilísimas esfumaduras, cesaron bruscamente y luego una sombra se acercó a los tres hombres, diciendo.
—Se han adormecido cerca de la entrada —dijo Kammamuri. ¡Qué sorpresa para los dayakos si quieren entrar!
—¿Quiénes? —preguntaron a la vez Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik.
—¡Las pitones! —respondió el maharata.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Yáñez.
—El negrito es un gran tunante, como ya os he dicho, y no vale menos que cualquiera de nuestros mejores sapwallah. Parecía como si llevase a los campos una manada de pavos y, por el contrario, conducía a serpientes tan monstruosas como no las he visto igual ni siquiera en las Sunderbunds del Ganges.
—¿Dónde estamos nosotros, pues?
—En la caverna de las pitones, señor Yáñez. ¡Oh, tenemos centinelas que, cuando se enderecen, harán mover las piernas a esos feos dayakos que quieren nuestras cabezas; y en la huida, no creo que se rezague Teotokris!
(La acción iniciada en esta obra sigue en «El desquite de Sandokán»).