EL maharata había trepado por el techo, arriesgándose a realizar un espantoso salto mortal, y manteniéndose bien sujeto a las traviesas y a las ligaduras de las gruesas hojas de arengas saccharifera y de bananos, amontonadas en capas, había logrado llegar hasta los volátiles.
—Queridos pájaros —dijo—, lo lamento por vosotros; pero el hambre no razona y además os han creado para llenarnos el vientre.
Las cacatúas protestaron estrepitosamente, aleteando y tratando de picotear al hambriento. Pero el maharata no era hombre que se espantase por tan poco. Alargó las manos, agarró al volátil más grande y lo estranguló.
—Por hoy bastará —dijo luego, retrocediendo con prudencia—. No consumamos de una sola vez nuestras provisiones. Y el salvaje que me hace compañía deberá contentarse con la cabeza y las tripas. ¡No se ha expuesto en absoluto al peligro de romperse el cuello!
Llegó al borde del techo y se dejó caer suavemente en la pequeña galería, manteniendo bien agarrado al desgraciado volátil.
Estaba a punto de entrar en la cabaña cuando oyó en tierra golpes sonoros, que repercutían en los bambúes entrecruzados que formaban el soporte.
Kammamuri se inclinó sobre el pequeño parapeto de la galería y vio a los cuatro dayakos de guardia cortar con grandes golpes de parang las dos larguísimas pértigas que servían de escalera.
—¡Nos quitan los medios de descenso! —Murmuró, haciendo una mueca—. Se ve que el griego tiene intención de retenerme aquí arriba hasta que el hambre me lleve al kailasson de Siva. Pero son estúpidos estos dayakos. Todavía se puede bajar dejándose deslizar a lo largo de los bambúes y saltando de traviesa en traviesa. Será un ejercicio muy peligroso, pero lo acometeré sin vacilaciones apenas llegue el momento oportuno. Es absolutamente necesario que me reúna con mis patrones y que les advierta de la presencia de este maldito griego.
Entró en la cabaña y se quedó muy sorprendido al ver al negrito extraer de una hendidura de, un grueso bambú que hacía como de viga maestra de la casa, pequeños insectos blancuzcos, y comérselos con envidiable apetito.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Mi comida —respondió el salvaje riendo.
—¿Qué es?
—Son laron[39].
El maharata no pudo retener un estallido de risa.
—¿Es con estas larvas con lo que te alimentas?
—Los cuatro gruesos bambúes están llenos de ellas.
—¿Cómo han podido poner las termitas sus huevos ahí adentro?
—¿Habrán sido las hormigas? —preguntó el negrito.
—¿Quién quieres que haya sido, pues?
—Los dayakos.
—¿Para que no te faltase comida?
—Las larvas se desarrollan muy rápido y cuando son grandes devoran vivos a hombres y animales. Ciertamente, las han puesto ahí adentro para que me arranquen la carne, y obtener, sin ninguna preparación posterior, mi cráneo perfectamente vacío.
—¡Ah, canallas! —Gritó Kammamuri.
—Pero yo no las dejaré desarrollarse —añadió el negrito, quien al tiempo de hablar no cesaba de engullir puñados de larvas. Ya que las he descubierto, las consumo. ¿Quieres, orang (señor)?
—Prefiero mi pájaro —rehusó el maharata, haciendo un gesto de asco.
—Y yo mis laron —declaró el negrito.
Las laron, que, como hemos dicho, no son otra cosa que las larvas de las termitas, constituyen para los malayos y los dayakos un plato óptimo y ambos pueblos hacen un enorme consumo de ellas.
Para ellos es una especie de arroz animal que comen casi siempre crudo. A veces lo aderezan con una mezcla de gambas saladas y machacadas.
Mientras el negrito, con un pedazo de madera, forzaba las hendiduras de los grandes bambúes, ya hechas anteriormente por los dayakos, y hacía caer en una hoja puñados de larvas, Kammamuri se había puesto a desplumar la cacatúa, que era de carnes abundantes. Si hubiera podido encender fuego, ¡qué magnífica comida habría hecho! Desgraciadamente no disponía de eslabón ni de yesca; y además no habría osado exponerse a peligro tan grave.
Una sola chispa habría bastado para destruir en pocos instantes aquella cabaña, formada por hojas secas y ramas no menos secas.
—Si quieres, te ofrezco la cabeza y las tripas —dijo, cuando hubo limpiado bien el volátil.
El negrito hizo una mueca de repugnancia, e incluso de espanto.
—¿Cómo? ¿No comen cacatúas en tu país? —se extrañó Kammamuri.
—Sí, pero no estas —respondió el negrito—. Estas son antu.
—Espíritus malvados, quieres decir. ¿Por qué las han atado aquí arriba?
—Para que se lleven consigo nuestras almas, supongo.
—En espera de que esta coja la mía, yo devoraré su cuerpo —respondió el maharata.
Aunque le repugnaba algo, impulsado por el hambre mordió el volátil y se puso a devorarlo; pero dejó un poco para la cena, ya que no había gran abundancia de cacatúas en lo alto de la cabaña.
—Ahora —añadió dirigiéndose al negrito, que también había terminado su comida— se podría buscar el medio de irnos. ¿Vigilan también de noche los dayakos?
—Siempre.
—¿Cuántos?
—Cuatro.
—¿Tienen encendido el fuego?
—Sí, orang.
—¿No has intentado nunca huir?
—Es demasiado pronto.
—¿Qué quieres decir?
El negrito miró al maharata con cierta desconfianza.
—Se diría que me ocultas algo —insinuó el maharata, que se había dado cuenta—. ¿No soy también un prisionero como tú, condenado a morir de hambre?
—Es verdad, orang —admitió el negrito.
Se aproximó a un montón de hojas secas, hundió en él sus manos y mostró al maharata, asombrado, una cuerda blanca, no más gruesa que un dedo, hilada magníficamente y extraordinariamente larga.
—¿Quién la ha hecho? —preguntó Kammamuri.
—Yo.
—¿Tú has llevado a cabo esta labor? ¡Pero esto es algodón!
—Areng —puntualizó el negrito.
Para el indio esto constituyó una revelación. Las planta que los dayakos y también los malayos llaman areng son las más preciosas que crecen en aquellos climas, después de las del coco y el árbol del pan.
Son palmas soberbias, rematadas por elegantes plumas, apreciadas sobre todo porque, practicando una incisión en el tronco, se obtiene un licor azucarado llamado toddy[40] claro y límpido, del que se extrae un jarabe muy apreciado que aventaja bien al azúcar y que, fermentado, produce un licor embriagador, conocido con el nombre de twak.
Estas preciosas plantas no se limitan a producir un litro de líquido cada día, sino que rinden otros servicios a los malayos y a los dayakos, porque su tronco, igual que el del sagú[40a], contiene una sustancia harinosa que puede servir para fabricar una especie de pan, mientras que de sus hojas se extraen unas fibras muy resistentes que se emplean en la fabricación de cuerdas.
El maharata no tuvo necesidad de preguntar al negrito cómo había podido procurarse todo aquel material ya que todas las hojas secas que atestaban la cabaña aérea e incluso las del techo eran restos de hojas de areng, ya privadas de sus fibras. ¿Cuánto tiempo había empleado el prisionero en trenzar aquella cuerda? ¿Y cuánta paciencia había necesitado? Kammamuri, demasiado contento al sentir en sus manos aquel cordel, no se preocupó de preguntárselo.
—¿Llega hasta tierra? —preguntó al negrito, que parecía orgulloso de su trabajo.
—La he probado ya dos veces durante la noche pasada.
—¿No te han visto los guardianes?
—Hubieran subido para llevársela.
—¡A veces soy tonto! —Se recriminó Kammamuri—. Esperemos a la noche. Si tienes sueño, puedes acostarte. No te necesito.
Colgó su medio volátil de una rama que sobresalía de la pared y se asomó a la pequeña baranda.
El pobre hombre parecía bastante preocupado y no cesaba de preguntarse, con viva angustia, qué les habría ocurrido a sus patronos.
¿Habrían logrado escapar del choque de los búfalos y de los dayakos aguijoneados por el griego en su persecución?
Este pensamiento no dejaba de atormentarle, aunque sabía de qué cosas eran capaces aquellos tres formidables hombres que habían subvertido un reino, destruido la terrible federación de los thugs[41] indios y hecho temblar incluso a las flotas inglesas de los mares de Malasia.
Miró hacia la kotta y no distinguió a nadie. Se hubiera dicho que antes de amanecer toda la población se había lanzado a la selva, quizás a la caza de Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik.
Incluso las mujeres y los niños habían desaparecido. Solamente bajo la cabaña aérea vigilaban cuatro hombres, sentados debajo de un pequeño attap construido con unos pocos bastones y tres o cuatro enormes hojas de banano.
«¿Habrán sido sorprendidos mis amos? —Se preguntó con ansiedad—. No; no es posible —continuó poco después moviendo la cabeza—. No son hombres que caigan estúpidamente en una asechanza y más sin consumir por lo menos sus municiones. Si no he oído ningún disparo de carabina, eso quiere decir que se encuentran todavía libres… ¡Desgraciada expedición! La de Assam comenzó mejor».
Se acodó en la baranda, esperando pacientemente que la jornada transcurriese, temiendo siempre oír de un momento a otro cualquier descarga de fusil.
El negrito, atiborrado de larvas de termitas, roncaba con beatitud, sin preocuparse de su cabeza, que figuraría en cualquier palco si la fuga no resultaba.
No ocurrió nada durante aquellas diez horas. Los cuatro guardianes no habían cesado de charlar bajo el attap, lanzando sólo de vez en cuando alguna mirada hacia aquella especie de altísima jaula; en el poblado no había vuelto a aparecer nadie.
—Que aguanten algunas horas más e intentaremos la fuga —dijo Kammamuri—. No me volveré a adentrar en la floresta sin armas.
El sol se había ocultado ya y aumentaba la oscuridad. De la parte del río soplaba una fresca brisa cargada de mil deliciosos perfumes y detrás de los cañaverales gorgoteaba la corriente.
Kammamuri entró en la cabaña y encontró al negrito ocupado en atracarse otra vez de larvas.
—Abandona tus laron —le dijo—. Es hora de actuar.
—¿Nos vamos?
—Dame la cuerda. ¿Será bastante resistente?
—La he tejido yo y basta, orang —respondió el negrito.
—¡Ah, comprendido! Tú eres el cordelero de la tribu, según parece.
—¿Duermen los dayakos, orang?
—Tres de ellos, sí: el cuarto está encendiendo el fuego.
Tomó la cuerda, probó su solidez durante bastante tiempo y luego, satisfecho del examen, anudó sólidamente un cabo a uno de los cuatro gruesos bambúes que formaban los cuatro ángulos de la cabaña.
—¿Y las armas? —dijo—. Tendremos necesidad por lo menos de un garrote. ¡Ah!, en el techo hay uno; arrancaré esos sobre los que están encaramadas las cacatúas. Mientras tanto, tú vigila al guardián, amigo.
—Sí, orang —asintió el negrito.
Kammamuri salió de nuevo, se agarró a los bambúes de la baranda y se encaramó en el techo. Se disponía a avanzar cuando oyó que los volátiles cacareaban y los vio, en la semioscuridad, aletear furiosamente.
—¿Qué sucede ahora? ¿No habrán sido puestos aquí estos pajarracos de mal agüero para dar la alarma a los hombres de guardia? ¡Por Siva y Visnú! ¡Quisiera estrangularlos a todos!
Se había acercado ya a las cacatúas cuando sintió un mordisco doloroso en una rodilla y luego otro en el extremo de un dedo.
Se detuvo de súbito mirando entre las hojas enormes que cubrían el techo, pero la oscuridad era, si no muy profunda, bastante intensa para poder descubrir en seguida un animal o un insecto de pequeñas dimensiones. De pronto sintió su frente cubrirse de un sudor helado.
—¡Las termitas! ¡Devoran a las pobres cacatúas, antes de quitarnos a nosotros la piel y la carne a jirones! Si no tuviéramos la cuerda, mañana nadie quedaría aquí vivo. ¡Miserables! Las han introducido en los bambúes.
Arrancó rabiosamente dos bastones, y a golpes abatió a los volátiles para que con sus gritos no atrajeran la atención de los guardianes y luego descendió rápidamente.
—¡Escapemos! —Apremió al negrito, que lo esperaba con la cuerda en la mano—. Nuestra habitación está a punto de ser invadida por las termitas.
—¡Feas y malas bestias! —comentó el negrito—. Siempre hambrientas.
—¿Qué hace el guardián?
—Está preparándose el siri.
—¿Dónde?
—Cerca del fuego.
—Veamos: quiero estar seguro de mis cálculos antes de intentar la evasión. ¿Ha regresado alguien a la kotta?
—Nadie, orang.
—Magnífico.
Se asomó al pequeño parapeto de la baranda. Tres de los cuatro guardianes dormían bajo el attap; el cuarto estaba en cuclillas ante una hoguera, muy ocupado en prepararse un buen bocado de siri.
El siri es una especie de coca boliviana, compuesta por una hoja aromática de piper betel, nuez de pinang, o sea de trecha chatecu, un poco de jugo concentrado de la araucaria gambir y una pizca de cal viva.
Como los isleños de las grandes tierras malayas no tienen la costumbre de fumar, mastican esa mezcla fortísima, que no tiene más propiedades que las de estropear los dientes y enrojecer la saliva.
El dayako estaba tan ocupado en la preparación de su siri, que no pensaba en dar, por lo menos de vez en cuando, una ojeada a la cabaña aérea. Probablemente estaba completamente seguro de la imposibilidad de una evasión después de haber cortado las dos pértigas que servían de escalera.
—¡Este es el momento! —Determinó Kammamuri—. Si dejamos perder esta ocasión no volveremos a encontrar otra igual. La kotta está todavía desierta y tres de los guardias dormidos. Les daremos una tunda de garrotazos.
Dejó descender la cuerda, por la parte contraria de la cabaña aérea, para evitar que los descubriesen y les asaltasen con golpes de cerbatana o de parang-ilang.
—Bajo yo primero —exclamó, volviéndose al negrito—. Soy mucho más robusto que tú, si no más ágil.
Remetió el bambú en la amplia faja que le ceñía los costados, se asió a la cuerda y se dejó deslizar silenciosamente, tratando de evitar las traviesas de bambú que se cruzaban por debajo de la casa aérea.
Sin embargo, se vio obligado a detenerse a la mitad del descenso, porque había una especie de plataforma formada por un entrelazado de nerviaduras de hojas que mantenía unidos todos los bambúes de la construcción.
El dayako de guardia, ocupado en prepararse su mezcla, no se había percatado de nada, tal era la prudencia que había empleado el indio al realizar su primer descenso.
Ya se sabe que los hindúes son famosos por sus escaladas, sus descensos, así como por los hurtos que cometen. Ningún ladrón podría competir con ellos, porque son capaces incluso de robar el colchón sobre el que duerme un hombre, sin despertarlo.
Kammamuri, como maharata, no valía menos que sus demás compatriotas.
Permaneció unos pocos segundos en el entrelazado, y luego, después de haberse asegurado de que el dayako no había advertido ningún ruido, reemprendió el descenso.
Un cuarto de minuto después tocaba el suelo y se lanzaba rápidamente detrás de un matorral que crecía a poca distancia.
Había agarrado un bastón con las dos manos, resuelto emprender la lucha contra los cuatro vigilantes.
Alzó sus ojos hacia la casa aérea y distinguió confusamente una forma humana que descendía también por la cuerda.
Era el negrito que realizaba su descenso, no menos resuelto también él a entablar una lucha feroz para salvar su cráneo de la colección del jefe de la kotta, sin duda interesantísima, pero nada agradable para el pobre salvaje.
Kammamuri, escondido entre los bambúes que se entrecruzaban estrechamente en la base de la cabaña aérea, vigilaba al guardián que parecía que no se había dado cuenta de nada, ya que continuaba preparando bocados de siri para ofrecerlos probablemente a sus compañeros.
Finalmente, el negrito llegó a tierra a su vez y dijo en voz baja a Kammamuri:
—¡Huyamos, orang!
—¿Así, armados sólo con bastones? ¡Estás loco! ¿Quién se aventuraría a adentrarse inerme por la noche en la gran selva llena de animales feroces? ¡Ven y golpea fuerte…!
Se metieron en medio de la gigantesca maraña de bambúes, avanzando sobre la punta de los pies y, deslizándose entre las traviesas, llegaron a pocos pasos de la hoguera.
El dayako les daba la espalda y estaba cortando en pedazos nueces de areca. Cerca de él tenía el parang-ilang, espléndido sable de acero con la punta acanalada, y una cerbatana con un haz de flechas probablemente envenenadas con el upas o con el jugo del cetting, que es aún más mortal que el primero, porque, una vez introducido en la sangre, interrumpe al instante la circulación y causa la muerte en unos pocos instantes.
—Para mí el parang —susurró Kammamuri al negrito—, y para ti la cerbatana.
Empuñó con fuerza el bambú, cayó sobre el guardián y le propinó tal golpe en la cabeza que lo derribó, sin que hubiese emitido el menor grito.
Recoger las armas y las flechas y huir en dirección al río, seguido por el negrito, fue cuestión de un momento.
Llegado ante los primeros árboles que formaban como una faja a lo largo de las orillas del Malludu, bastante profunda y muy intrincada, se detuvo un instante para cerciorarse de si los otros tres dayakos que dormían bajo el attap se habían lanzado en su persecución.
En efecto, se habían despertado, pero en lugar de ponerse en seguida a la búsqueda de los fugitivos, estaban trepando, con agilidad de monos, por los bambúes que sostenían la cabaña aérea, saltando de vez en cuando de traviesa en traviesa. Querían asegurarse, sin duda, de si los prisioneros se encontraban todavía allí arriba antes de comenzar su búsqueda.
—Saludad en mi nombre a las cacatúas —dijo el indio—. ¡Dale a las piernas, negrito!
—¿Dónde quieres ir?
—Quiero ganar el río, sobre todo. Sé adónde se han dirigido mis compañeros y es más probable que los encuentre en el Malludu que en medio de la gran selva. Además, debo llegar al islote.
Se habían puesto a correr, uno empuñando el parang-ilang y el otro la cerbatana, a cuyo interior ya había hecho pasar una flecha formada por una delgadita cañita de bambú, de veinte centímetros de longitud, provista en su extremo de una espina y que con un poderoso soplo podía lanzar hasta la no despreciable distancia de cuarenta metros.
La carrera precipitada a través de aquella maraña de espesísima selva duró un cuarto de hora y luego el maharata se detuvo.
El río discurría, rumoreando quedamente, a sólo unos pasos, estrechado entre dos orillas atestadas de gigantescas cañas palustres.
—Orang —dijo el negrito—, no te detengas aquí.
—¿Por qué?
—Los dayakos deben de haberse puesto a la caza tras nuestras huellas.
—¿Las habrán descubierto?
—Estoy bien seguro.
—¿Sabes emplear tu sumpitan[41a] (cerbatana)?
—Soy un jefe de tribu.
—¡Anda! Había creído que eras fabricante de cuerdas.
—Yo no marro nunca cuando apunto con la sumpitan.
—¿Qué me aconsejas hacer?
El negrito le indicó los cañaverales y dijo:
—¡Allí!
—¿Y los gaviales?
—El agua es demasiado baja y el fango profundo; por eso no podrán venir a comerse nuestras piernas.
—Estos salvajes son más astutos que los kateri[41b] (demonios indios) —murmuró Kammamuri.
Descendieron por la orilla, abriéndose paso por entre los matorrales que la invadían, y se detuvieron frente a los cañaverales. El negrito arrancó un bambú, tanteó primeramente el fondo para asegurarse de la resistencia del fango y luego, satisfecho de aquella exploración, hizo señas a Kammamuri para que se adentrase entre las cañas.
—¿Y tú no vienes? —preguntó el indio viendo que el negrito no le seguía.
—Te alcanzaré más tarde, orang. Es necesario vigilar los movimientos de los dayakos. Conozco las selvas y sé pasar a dos pasos del enemigo sin que me descubra.
—Si ves entre los dayakos a un hombre blanco, lánzale una flecha a él antes que a ningún otro.
—¿Un Tuan-uropa?
—Sí.
—La primera será la suya.
Dicho esto, el negrito volvió a ascender por la orilla y desapareció entre los matorrales, sin producir el menor ruido. Kammamuri continuó avanzando a través de las inmensas cañas, tanteando el fondo con la punta del parang-ilang. A medida que se alejaba de la orilla, el espesor del fango y el nivel del agua aumentaban, de modo que, llegado cierto momento, se encontró sumergido hasta la cintura.
—Bastará —dijo.
Con unos pocos sablazos hizo caer una media docena de cañas para que le sirvieran de apoyo y se sentó en aquella especie de balsa, teniendo los ojos fijos en la orilla y manteniendo bien alerta los oídos. A sus espaldas el río gorgoteaba filtrándose entre los cañaverales; más lejos, por el contrario, la corriente libre no cesaba de rumorear.
Aquellos eran los únicos ruidos que se oían entre las tinieblas, porque también toda la gran vegetación estaba silenciosa como si todos los animales nocturnos, por alguna causa misteriosa, hubieran huido mucho más lejos para buscar sus presas. Pero Kammamuri, que conocía por su gran experiencia las sorpresas que esperan al hombre en los márgenes de las grandes selvas y sobre todo en las orillas de los ríos, no estaba muy tranquilo ante aquel silencio. Continuaba con los oídos alerta y abría los ojos todo lo que podía, como si temiese un asalto imprevisto. De repente se estremeció.
Olfateando el aire había recogido un agudo olor salvaje, ese olor especial que emanan las bestias feroces y que jamás se les escapa a los viejos cazadores de las regiones ecuatoriales. Le había llegado a la nariz en alas de la ligera brisa que soplaba de la otra parte del río.
—Este no es el olor de los dayakos —murmuró, descendiendo precipitadamente de la pequeña balsa y apoyando los pies en el fondo fangoso del río—. He cazado demasiados años en las Sunderbunds indias del Ganges y no puedo engañarme. A breve distancia de mí hay algún tigre o alguna pantera manchada o negra que busca su cena entre el cañaveral. ¡Si por lo menos estuviera aquí el negrito para ayudarme! Sus flechas envenenadas podrían servir mejor que mi parang-ilang.
Escrutó en todas direcciones empuñando el pesado sable con las dos manos, y no distinguió nada.
—¡Sin embargo, algún animal intenta sorprenderme! —Murmuró de nuevo—. Mi nariz ha estado siempre en buen estado y ha recogido a menudo ese olor que conozco tan bien.
Se mantuvo inmóvil durante algunos minutos, presa de una ansiedad fácilmente comprensible, no sabiendo de qué parte le podía llegar el peligro; luego comenzó a retroceder lenta y silenciosamente para buscar un refugio entre los matorrales de la orilla.
Había ya dado tres o cuatro pasos cuando oyó un aleteo y vio pasar sobre su cabeza, con velocidad fulminante, una de esas grandes pelargopsis[42] acuáticas, provistas de enorme pico rojo, que desapareció hacia la selva.
—¡Mala señal! —Auguró Kammamuri, cuya inquietud iba en aumento—. Ese pajarraco no habría alzado su vuelo a estas horas si no hubiera sido molestado. ¡Y el negrito sin llegar! ¿Habrá sido ya decapitado por los dayakos o devorado por algún tigre?
Hizo de nuevo un breve alto, aguzando cuanto podía los oídos y percibió, ante sí, un ligero roce. Parecía como si algún animal intentase abrirse paso en el cañaveral con las máximas precauciones.
La orilla estaba todavía demasiado lejos para poderla alcanzar y además al indio no le convenía volver la espalda al peligro. Si tenía ante él, como suponía, un tigre o una pantera, lo mismo daba permanecer en el agua, porque no lo dejaría escapar sin intentar un vigoroso asalto.
Buscó con los pies un fondo más sólido para no correr el peligro, en el momento supremo, de resbalar; hundió bien sus piernas para asegurarse el equilibrio y esperó intrépidamente la aparición de su misterioso, y probablemente muy hambriento, adversario.
El roce, siempre ligerísimo, continuaba y no venía siempre de la misma dirección. El animal no podía, ciertamente, avanzar a sus anchas e intentaba encontrar los pasos más fáciles.
Kammamuri, recogido sobre sí mismo para ofrecer menos blanco en el caso de un asalto fulminante, mantenía el parang derecho ante sí, empuñándolo con las dos manos, para que le sirviese mejor como arma defensiva y ofensiva.
Había transcurrido otro minuto cuando distinguió, a través de las altas cañas, dos puntos luminosos, de una fosforescencia verdosa que en seguida se fijaron en él.
—¡Ojos de pantera! —murmuró—. ¡Los conozco!
En aquel mismo instante se oyó hacia la orilla como un estrépito de ramas rotas y luego una zambullida, como si se hubiera arrojado al agua un hombre.
Los dos puntos luminosos desaparecieron de inmediato y Kammamuri vio muy claramente cimbrearse las cañas con rapidez detrás de ellos.
¿Espantada por aquel rumor la pantera se batía en retirada hacia el curso libre del Malludu? Por lo menos, así lo parecía.
Seguro de no ser inminentemente asaltado, Kammamuri retrocedió a su vez rápidamente, saliendo del cañaveral, y se encontró frente a frente con el negrito, quien le dijo con voz jadeante:
—Vienen.
—¿Los dayakos? —preguntó el indio.
—Sí; han descubierto nuestras huellas y las siguen.
—¿Cuántos son?
—Tres.
—¿Los que dormían bajo el attap?
—Deben de ser ellos.
—¿Crees que nos descubrirán?
—El cañaveral es espeso y no podrán seguir nuestras huellas en el agua.
—Pero el cañaveral ya no es seguro.
—¿Por qué? —preguntó el negrito asombrado.
—Si hubieras tardado un poco más en llegar, me habría asaltado una pantera.
El salvaje permaneció un momento silencioso y luego, mirando su cerbatana, dijo:
—Prefiero las fieras a los cortadores de cabezas. Y además, ¿no tengo la sumpitan? Las flechas están envenenadas y matarán a la una y a los otros. Rápido, orang, al cañaveral.