COMO ya hemos dicho, Kammamuri, lanzado al aire por el choque formidable de la vanguardia de los toros, no había tenido la suerte de sus compañeros de asirse en seguida a los rotang y nepentes.
Habiendo caído a través de un gran hueco de la red vegetal, se había desplomado desde una altura de media docena de metros y caído afortunadamente, después de un par de piruetas sobre sí mismo, justamente a horcajadas de una magnífica bestia.
Como no había perdido su sangre fría y había comprendido que no saldría ciertamente vivo si se dejaba deslizar hasta el suelo, rápidamente se había agarrado a los cuernos con toda su energía.
El animal, creyendo sin duda que había sido asaltado por algún tigre o alguna pantera negra, se había precipitado en una carrera vertiginosa mugiendo desesperadamente, seguido por toda la vanguardia.
Aquella fuga constituía, por lo menos por el momento, la salvación del indio. Como tenía la carabina en bandolera y las municiones bien seguras, se había echado a lo largo del lomo del toro y se dejaba transportar en aquella carrera desenfrenada. El animal corría furiosamente, desarraigando con ímpetu irresistible los matorrales que le impedían el paso y haciendo saltar de golpe rotang y nepentes.
Las ramas, arrancadas con violencia, flagelaban cruelmente al pobre indio, pero aquel valiente se guardaba mucho de abandonar su extraña cabalgadura.
Saltar, lanzado a aquella carrera, le habría sido ciertamente fatal.
—Se cansará de correr —murmuraba el indio—. No tiene una máquina de vapor en el vientre.
La vanguardia se había quedado ya retrasada y quizá se había desviado, abandonando a su compañero a su destino.
Kammamuri ya no oía los mugidos de todos aquellos animales galopantes; sólo oía el aplastamiento de ramas y arbolillos, tronchados o, mejor, casi segados por el furibundo animal.
Ya llevaba más de media hora de duración aquella carrera, siempre al mismo ritmo y Kammamuri, asustado, comenzaba a preguntarse dónde acabaría y cómo podría detenerla, cuando el toro se precipitó en un amplio estanque de agua, que formaba una especie de charca unida quizás al Malludu por algún canal.
—¿Dónde me lleva ahora este infernal animal? —Se preguntó el indio—. Si no lo fulmino con dos tiros, quién sabe dónde iremos a rompernos el cuello.
Estaba a punto de empuñar el fusil cuando se dio cuenta de que el toro se había puesto a nadar.
—¡Oh! —murmuró—, el agua es aquí profunda y quizás debajo haya arenas movedizas. Es mejor esperar a que llegue a la orilla.
El búfalo avanzaba ligero, con renovado vigor a causa del baño. Pero seguía siendo presa de una vivísima inquietud y, de vez en cuando, sacudía sus lomos para desembarazarse de aquel caballero, aunque todavía no había recibido de él ningún zarpazo.
De repente, Kammamuri lo vio detenerse y lanzar un prolongado mugido.
—¿Estará a punto de hundirse? —se preguntó.
Alzó la cabeza y miró alrededor con cierta angustia porque le había asaltado la sospecha de que en aquella charca se encontrasen los gaviales glotones que había visto en el Malludu, lo que no era improbable, porque estos congéneres de los cocodrilos africanos habitan también los estanques fangosos además de los grandes ríos.
Se tranquilizó en seguida al no ver emerger a ninguno de aquellos largos y sutiles hocicos armados de formidables dientes.
—¡Y sin embargo este toro debe de haber olfateado algún peligro! —murmuró—. Me basta con que me lleve a tierra, y luego que se vaya con Siva o con Visnú, poco me importa.
En efecto, el búfalo no parecía tranquilo. Tan pronto se apresuraba a nadar con furia, llevando la cabeza alzada para no tragar el agua fangosa de la charca, como, por el contrario, se detenía bruscamente, lanzando coces en todas direcciones y emitiendo mugidos cada vez más roncos.
Algunas manchas de sangre ascendían a intervalos a la superficie a lo largo de los flancos del pobre animal, tiñendo el agua de un rosa pálido.
—¡Ahora lo comprendo! —Pensó de repente Kammamuri, que procuraba por todos sus medios no dejar las piernas colgando—. Son las sanguijuelas las que lo martirizan. ¡Arre, moreno, adelante si quieres salvar tu piel! Nada puedo hacer por calmar tus dolores. ¡Arre, vamos, llévame pronto a tierra!
Sacó de su cintura el tarwar, y pinchó un poco al animal cerca de las orejas.
El búfalo sacudió la testuz, emitiendo un mugido ronco, y apresuró su carrera, es decir, su nado.
Cinco minutos después llegaba a la orilla opuesta y se lanzaba nuevamente a una carrera desenfrenada a través de la vegetación.
De sus costados sangrantes caían puñados de sanguijuelas gordísimas, las cuales iban en seguida a aplastarse en medio de las altas yerbas en espera de una nueva presa, ya que las de Borneo están acostumbradas a vivir indiferentemente en el fondo de los pantanos o en los bosques.
El búfalo, recuperado su vigor por aquel largo baño, había reanudado su carrera más endiablada que antes, como si sus fuerzas hubieran aumentado considerablemente pese a la sangría.
Había encontrado ante él un sendero, abierto por algún rinoceronte o algún elefante, y corría por él como una tromba marina.
Ya llevaba una veintena de minutos de galope cuando Kammamuri, que ya se disponía a fulminar con una descarga de carabina a aquel terrible corredor, que no mostraba intenciones de detenerse, oyó gritar una voz en purísima lengua india.
—¡Alto!
Se volvió rápidamente y vio a bastantes individuos lanzarse fuera de la selva armados de kampilang, cerbatanas y parang.
—¡Los dayakos! —gritó.
Como tenía ya la carabina en sus manos, la apuntó rápidamente contra aquellos salvajes que acudían aullando e hizo fuego, sin ni siquiera tomarse la molestia de apuntar.
Oyó dos gritos, y luego cinco disparos, uno tras otro.
El búfalo salvaje, acribillado de balas, se encabritó para caer luego de costado, golpeándose la cabeza contra un grueso árbol.
Kammamuri, lanzado por los aires, realizó dos saltos de campana hacia adelante y cayó al suelo, donde quedó sin conocimiento.
Cuando el desgraciado volvió en sí, ya no se encontraba al lado del toro.
Siete u ocho hombres lo llevaban en una especie de angarillas formadas por ramas de árbol y hojas entrelazadas.
Tenía las piernas y brazos estrechamente atados con cuerdas vegetales y alrededor del cuerpo una especie de red de fibras de coco, que le envolvía por completo, impidiéndole cualquier movimiento.
Detrás de las angarillas trotaban unos treinta dayakos, que llevaban enormes aros de cobre en las orejas y faldas de un tejido azul turquesa.
Todos iban armados con cerbatanas y parang pesadísimos, con las puntas acanaladas.
Kammamuri, que conocía muy bien la lengua de aquellos salvajes, ya que había permanecido mucho tiempo en el Kabatuán junto con Tremal-Naik, que había fundado allí una gran hacienda, destruida luego por aquellos feroces hijos de la selva, alzó la cabeza y preguntó a uno de los portadores de las angarillas:
—¿Adónde me lleváis?
El dayako sacudió la cabeza, esbozó una ligera sonrisa y no respondió nada.
—¿Estás sordo? —gritó Kammamuri exasperado—. Te he preguntado dónde me lleváis.
—Pregúntaselo al orang-kaja[36a] (señor) —respondió el salvaje.
—¿Quién es ese señor?
—Un hombre blanco.
—¿El raja del lago?
—No: aquel está demasiado viejo para moverse.
—¿Dónde está ese orang-kaja?
—Sigue a la retaguardia.
—Ve a llamarlo.
—Tenemos demasiada prisa en este momento —adujo el salvaje.
—¿Y tendré que permanecer así mucho tiempo?
—No sé nada.
—Eres un estúpido.
—Ve a decírselo al orang-kaja.
—Más bien será un orangután. Vuestros jefes se parecen a los maias.
El dayako se encogió de hombros y no respondió. Verdaderamente, Kammamuri mentía, porque los dayakos son los hombres más guapos y mejor constituidos que se encuentran en las grandes islas del archipiélago malayo.
De elevada estatura y facciones bellísimas, formas casi siempre hercúleas, tez apenas bronceada, compiten victoriosamente con los malayos, los buguises, los macassarenses y, sobre todo, los negritos y los eta.
Los salvajes aceleraban cada vez más su carrera, adentrándose en la gran selva. Parecía que se mantenían alejados del río, o así al menos lo suponía el prisionero.
Comenzaba a rayar el día cuando llegaron ante un pequeño poblado fortificado, una kotta rodeada de altísimas empalizadas y defendida por profundos fosos llenos de sarmientos espinosos, obstáculos casi invencibles para quienes tienen la pésima costumbre de caminar con los pies descalzos.
Pasaron por un puente volante lanzado sobre aquellas peligrosas aberturas y entraron, siempre a la carrera, en la fortaleza, donde se detuvieron ante una amplia cabaña que se erguía en la gran plaza, circundada por viviendas de menor tamaño.
Le quitaron a Kammamuri la red, le soltaron las ataduras que le apretaban las piernas y lo lanzaron brutalmente al interior de la vivienda, gritándole:
—¡Date prisa, gandul! Ya te hemos llevado bastante; pero tu cabeza lucirá más tarde en nuestra colección.
—¡Qué antu y buan (genios malos de los dayakos) os lleven al infierno! —respondió el desgraciado indio.
La cabaña estaba casi vacía, ya que en ella sólo había algunas esteras multicolores y alguna pieza de cerámica, pero Kammamuri percibió en seguida, no sin una profunda angustia, una especie de palco en el que se mostraban tres o cuatro docenas de cabezas humanas, sabiamente disecadas.
—¡Buen lugar! —dijo—. ¿Querrán asustarme simplemente, o mi cabeza tendrá que ir, tarde o temprano, a hacer compañía a esos cráneos? Como soy indio, seguramente sería envidiada por las restantes tribus.
Estaba contemplando aquella horrible colección cuando oyó detrás de él una voz que decía en pura lengua assamesa:
—¿Podemos hablar un poco, señor secretario del generalísimo de Assam? Estaréis asombrado de encontrarme aquí, ¿verdad?
Kammamuri dio un salto hacia atrás, al haber reconocido en seguida a quien así le hablaba.
—¡Por Siva! —exclamó, volviéndosele gris la tez; es decir, palidísima—. ¡El favorito del exraja de Assam!
—Sí, el griego Teotokris.
El estupor de Kammamuri era tal que durante algunos minutos no fue capaz de articular palabra.
El griego lo miraba, sonriendo irónicamente, contento por el espanto que se traslucía de las facciones alteradas del maharata, manteniendo sus manos sobre las culatas de dos espléndidas pistolas, de cañón doble, con taraceas de nácar.
—¡Vos! —murmuró finalmente con voz entrecortada.
—¿Os sorprende encontrarme en Borneo?
—¿Cómo habéis llegado aquí?
—Esto es un secreto que sólo me pertenece a mí.
—¿No me estaré equivocando?
—No lo creo, porque soy realmente el griego Teotokris, el exfavorito del raja de Assam.
—Sin embargo, todavía creo estar soñando.
—Dentro de poco lo veremos.
—¿Qué queréis decir?
En lugar de responder, el griego se fue a un ángulo de la cabaña, tomó un enorme caparazón de tortuga, le dio la vuelta y se sentó encima, diciendo:
—Ahora podemos hablar, señor secretario del generalísimo de Assam. ¿Queréis también tomar asiento?
—No tengo necesidad de él —respondió el maharata.
—¿Dónde habéis dejado a vuestro patrón y señor?
—En la desembocadura del río.
—No comencéis a mentir, señor secretario —dijo el griego, siempre irónico—. Aunque es verdad que vuestra barcaza de vapor ha escapado al asalto de mis dayakos y que la corriente se la ha llevado, no es menos verdad que yo no creo que haya llegado a la barra del Malludu. No os habría sorprendido aquí, en plena selva, señor secretario del generalísimo.
Kammamuri miró al griego, que continuaba sonriendo irónicamente, y luego le dijo con voz airada:
—Parece que os place mucho bromear, ¿verdad, señor Teotokris?
—¿No era acaso el favorito de aquel desgraciado raja que tanto se complacía con las personas alegres? Pero no intentéis cambiar de conversación, señor secretario del generalísimo. Os había preguntado dónde se encuentra vuestro patrón.
—¿Tanto os interesa saberlo?
—¡Bah, me importa muy poco! Quien me interesa es el otro.
—¿Quién?
—El nuevo raja, ese bribón portugués, ese miserable aventurero que ha querido luchar contra mí. Ese perro no conoce todavía a los griegos del archipiélago y no sabe lo vengativos que somos. Podemos morir, pero antes dejamos siempre un terrible recuerdo.
—Lo habéis llamado miserable aventurero —dijo Kammamuri, que había recuperado poco a poco su sangre fría—. Ignoráis, pues, la fuerza que posee ese hombre y en cuántas batallas ha combatido, junto con su compañero, aquí en la India.
—¡Ah! ¿Estáis hablando, secretario del generalísimo, del que se hace llamar pomposamente el Tigre de Malasia? También arreglaré cuentas con ese canalla; ¡no lo dudéis!
—Si esos dos valientes estuvieran aquí, no osaríais hablar de esta forma.
—¡Oh, no tengo miedo de esos dos aventureros!
—¡Ya lo probasteis el día en que el señor Yáñez, en la corte del raja de Assam, os metió tres buenas pulgadas de acero en el pecho! —Recordó Kammamuri—. ¿Os acordáis, señor Teotokris?
Los ojos del vengativo hijo del archipiélago griego brillaron como una llama siniestra y sus facciones se alteraron espantosamente.
Con un rápido gesto se abrió el jubón, desgarró rabiosamente su camisa y puso al descubierto su pecho.
—¡Aquí está la cicatriz! —Dijo luego con voz entrecortada por la ira, mostrando una señal blanquecina que se destacaba en su piel morena de pescador de esponjas—. Sólo desaparecerá con mi muerte; pero con mi muerte tendrá que desaparecer también el hombre a quien se la debo.
—Será un poco difícil —observó Kammamuri—. El señor Yáñez y él Tigre de Malasia son hombres capaces de volver el mundo al revés.
El griego estalló en una risotada.
—¿Lo creéis así, señor secretario del generalísimo?
—Llamadme simplemente Kammamuri —respondió el maharata, fastidiado por aquella continua ironía—. También podéis dejar de lado el tratamiento, porque todos me han tuteado siempre, ya que jamás he sido raja, ni de Assam ni de Bengala y mucho menos de las grandes islas malayas.
—Tienes razón: hablaremos así más de prisa. Las florituras estropean a veces las conversaciones.
Sacó de un bolsillo una magnífica pitillera de oro, con iniciales de brillantes y esmeraldas, regalo del exraja de Assam, tomó un cigarrillo y lo encendió con toda calma.
—Hablemos —dijo luego, echando al aire una bocanada de humo perfumado.
—Llevamos ya media hora haciéndolo, señor Teotokris, sin llegar a ninguna conclusión.
—Porque tú no has querido —respondió el griego—. Por lo demás, yo no tengo prisa.
—¿Qué queréis, pues, de mí?
—Saber dónde está escondido el nuevo raja de Assam y por qué motivo ha dejado el reino y ha venido a meterse en estas selvas.
—Ya os he dicho que se encuentra justamente aquí.
—No me basta —dijo el griego—. Quiero saber dónde se han refugiado. Sé que ya solamente son tres.
—Que valen por trescientos.
—Aunque valiesen por tres mil, no me interesaría, porque puedo disponer con un simple gesto de diez mil dayakos.
—¿Quién os los facilitará? —preguntó Kammamuri, irónicamente.
—El raja blanco del lago de Kin-Ballu.
—¿Os habéis convertido en su generalísimo?
—Pudiera ser —admitió Teotokris—. Pero esto no te concierne a ti. Hoy soy el más fuerte, y basta.
—¡Podríais engañaros, señor! El raja de Assam, mi patrón, y él Tigre de Malasia tienen todavía un buen número de guerreros que se ríen de vuestros famosos dayakos.
—¡Que salgan del islote si son capaces! Un día u otro el hambre les obligará a pasar a una u otra orilla, y allí encontrarán su tumba.
—Corréis demasiado, señor Teotokris. El río abunda en gaviales y en tortugas, y no se morirán de hambre, os lo aseguro. Son hombres capaces incluso de nutrirse sólo con hojas de árbol.
—¿Quiénes sois vosotros? —gritó el griego furibundo.
—Hombres capaces de todo.
—¡Por mi muerte! Veremos si en la cabaña aérea sabrás tú alimentarte con las hojas que cubren el techo.
—Probaremos, en cuanto sepa a qué os referís, señor exfavorito del raja de Assam.
—¡Mil demonios del infierno! Ahora eres tú el que tratas de bromear y reírte de mí.
—¿Yo? —Exclamó Kammamuri—. De ninguna manera, señor. Soy un pobre siervo y nada más, y no tengo la costumbre de bromear con los peces gordos, sean indios o europeos.
—¿Quieres acabar ya? —aulló el griego.
—¿Acabar qué, señor Teotokris?
—De cambiar de conversación.
—No sé qué queréis decir, señor mío.
—¡Por la muerte de todos los rinocerontes de la Tierra! Quiero saber dónde se encuentra el raja de Assam.
—Pregúntaselo al búfalo que me ha traído. ¿Sé yo adónde me ha conducido? Me encontraba en un árbol; caí encima de una bestia que derrumbaba a cornadas la selva y no sé adónde he ido a parar.
—¿Y tus compañeros?
—Se han cuidado muy bien de dejarse caer —respondió Kammamuri—. Han sido más astutos o más afortunados que yo, señor. No os estoy contando cuentos.
—Te creo, porque he sido yo quien ha matado al búfalo salvaje junto con Nasumbata. Ha caído como una pera madura bajo los disparos de nuestras pistolas. Por lo demás, me hubiera gustado traerlo aquí y arrancarle una buena chuleta para mi comida. Se la comerá algún otro, pero al hacerlo caerá en la trampa.
—¿Quién? —preguntó Kammamuri.
—¡Basta, señor mío! Los griegos del archipiélago no tienen la costumbre de revelar todos sus pensamientos al primero que pasa. ¿Tú no sabes, pues, dónde se han refugiado el raja de Assam y sus compañeros?
—No; ya os lo he dicho.
Teotokris arrojó la colilla del cigarrillo, encendió otro y luego, después de un breve silencio, volvió a hablar:
—Te crees fuerte, y no lo eres en absoluto. Dentro de algunos días nos volveremos a ver, queridísimo amigo. Te advierto que las hojas de banano y de arenga saccharifera que cubren el techo de la cabaña aérea serán un poco duras, incluso para tus dientes.
Dio una palmada; cuatro dayakos, que probablemente estaban en el exterior en espera de una llamada, entraron empuñando terribles parang de acero, centelleantes como espejos.
El griego se limitó a hacer un ademán.
Los cuatro guerreros agarraron brutalmente a Kammamuri y lo empujaron afuera, gritando amenazadoramente.
—¡No sois nada amables, pedazos de arguilak! —dijo el indio, intentando rebelarse.
Le asieron, le arrojaron sobre las angarillas, le envolvieron en la red y se lo llevaron fuera de la kotta, entre los gritos amenazadores de las mujeres y los muchachos que se agolpaban en los reductos de la pequeña fortaleza.
—¿Me hará cortar la cabeza ese perro griego? —Pensó Kammamuri—. Esperemos que no sea tan feroz conmigo, ya que mi único delito es ser siervo de mi patrón.
Cuatro dayakos llevaban las angarillas, seguidos por otros dos, que llevaban sobre sus hombros dos horcas, de mango larguísimo, que terminaban en una especie de «V» formada por rotang y ramas espinosas.
Eran brandil[37], las terribles horcas que ponen en el cuello de los prisioneros o de los locos para impedirles que hagan ningún movimiento.
En todas las grandes islas de Malasia abundan los locos, a consecuencia del abuso que hacen del opio, lo que desencadena en aquellos desgraciados una verdadera furia sanguinaria que se denomina amok. Para reducirlos, los indígenas han inventado esta extraña horca.
Las rústicas angarillas giraron alrededor de la empalizada de la kotta y se detuvieron ante una extraña construcción que bien se hubiera podido llamar observatorio o, por lo menos, una casa aérea.
Encima de una triple columna de bambúes de no menos de quince metros de alto, entrelazados y atados entre sí mediante rotang y sólidamente plantados en el terreno, se erguía una cabaña formada por esteras y hojas de banano con el techo muy saliente.
Cacatúas de moño amarillo y rosado causaban estrépito, encaramadas en unos bastones plantados en los cuatro ángulos de la cabaña, retenidas quizá por delgadas lianas.
Un dayako libró a Kammamuri de la red, le desató los brazos y luego le dijo brevemente:
—Sube.
—¿Dónde? —preguntó el maharata, asombrado.
—Allí arriba.
—¿A esa jaula?
—Debes obedecer.
—No soy un mono.
—No importa: es la orden.
—¿Qué debo hacer allí arriba?
—No lo sé.
—¿Domesticar quizás a esas cacatúas?
—Eso no me concierne —respondió el dayako.
—¿Así que tengo que subir?
—Y rápido, si no quieres que probemos nuestros brandil en tu cuello.
—Dime, por lo menos, dónde se encuentra la escalera, porque no la veo.
El salvaje le mostró dos grandísimos y gruesos bambúes, con profundas muescas a una distancia de dos palmos entre sí.
—He comprendido —dijo Kammamuri—. A estos salvajes les gusta la gimnasia de los orangutánes. Vamos a ver que hay en esa jaula. Allá arriba no faltará una buena vista, y la experiencia debe de ser ciertamente interesante.
El maharata se agarró a los bambúes y comenzó a subir, mientras los dayakos lo seguían con la mirada, agitando sus relucientes parang-ilang[38] y los brandil de modo poco tranquilizador.
Quizás les disgustaba no cortar allí mismo aquella cabeza, que, dada su tez, tan distinta de la amarillenta de sus compatriotas, no dejaría de producir un bello contraste en sus colecciones.
En un par de minutos Kammamuri llegó a una especie de plataforma que se extendía bajo la cabaña aérea, formada por sutiles bambúes estrechamente entrelazados y que servían como de base, y luego de un salto se encaramó a la pequeña galería que giraba alrededor de aquella extraña construcción.
—¿Qué clase de prisión es esta? —se preguntó—. He pasado dos años en las orillas del Kabatuán con mi patrón, pero jamás he visto estas jaulas suspendidas entre el cielo y la tierra. Servirían estupendamente para la cría de pájaros.
Recorrió toda la galería y, habiendo encontrado una pequeña puerta, entró no sin cierta aprensión.
El suelo de la cabaña aérea estaba lleno de hojas secas, que formaban verdaderos montículos. Faltaban totalmente los muebles; no había siquiera un vaso de barro para el agua.
—¿Querrá ese griego bribón dejarme morir de hambre y sed? —se preguntó el desgraciado, estremeciéndose.
Apenas había dado unos pasos cuando vio levantarse uno de aquellos montones y un hombre que tenía la piel casi negra apareció, diciendo en lengua dayaka un poco torpe:
—¿Tuan-uropa[38a]?
Con esta denominación todos los salvajes de las grandes islas malayas designan a los hombres que no pertenecen a su raza. Kammamuri no respondió: miraba atentamente a aquel hombre, que parecía como si se hubiera despertado en aquel momento, preguntándose con qué clase de individuo tendría que habérselas.
No debía de ser un dayako, porque en lugar de ser de alta estatura, era muy bajo, apenas de un metro y medio, y en vez de tener la piel amarillenta la tenía oscurísima.
Además, las facciones eran completamente distintas. Tenía la cabeza grande, envuelta en vendas ensangrentadas, que dejaban ver en algunos sitios mechones de cabellos negros y crespos, la nariz corta, con los orificios muy anchos, grande la boca, labios gruesos sin ser abultados, pequeño mentón y el cuerpo frágil con los hombros casi curvados.
No era necesario un gran conocimiento de las razas malayas para reconocer en aquel feo homúnculo[38b] uno de los salvajes que viven en el interior de las grandes islas malayas, en medio de las selvas más espesas, y a los que se denomina comúnmente negritos o negritos etas.
Difieren completamente, tanto por el tipo como por sus costumbres, de los battiasis de Sumatra, los tagalos de las Filipinas, los dayakos de Borneo y los malayos; y, sin embargo, su raza está bastante difundida, porque se los encuentra incluso en África meridional y central y en las islas andamanesas que tan cercanas están de la India. ¿Cómo se han dispersado por el mundo estos pigmeos, que no se parecen a ninguna otra raza? Misterio. Ningún científico ha podido hasta ahora explicar cómo se encuentran simultáneamente en las grandes islas malayas y en el continente negro, que está tan lejano.
Kammamuri, como ya hemos dicho, no había contestado en seguida, tan sorprendido había quedado de encontrar en aquella jaula aérea a personaje tan extraño surgido de uno de aquellos montones de hojas secas.
—¿No Tuan-uropa? —preguntó el negrito viendo que el indio no se decidía a abrir la boca.
—Nada de uropa —respondió Kammamuri—. ¿Qué haces aquí?
—Espero a estar curado —dijo el negrito, que parecía no tener muchas dificultades respondiendo en lengua dayaka.
—¿Para irte?
El negrito esbozó una mueca e hizo tintinear rabiosamente los aros de latón que adornaban sus flacos brazos.
—Me han roto la cabeza de un golpe de parang-ilang —respondió luego—. Una cabeza partida no puede hacer buen papel en la cabaña del jefe de los dayakos. Cuando me haya curado me decapitarán.
—¿Quién?
—Los dayakos.
—¡Ah, canallas! —se indignó Kammamuri—. No creía que llegasen en su ferocidad hasta tal punto. ¿Dónde te han capturado?
—En la selva, mientras perseguía a un tapir.
—¿Cuándo?
El salvaje alzó las manos, contó los dedos varias veces y luego sacudió la cabeza como si quisiera renunciar a aquel cálculo demasiado difícil para las razas primitivas.
—No sé —dijo después.
«Estos pobres no tienen siquiera noción del tiempo —pensó Kammamuri—. Además, no me interesa en absoluto».
Recorrió la cabaña y luego, dirigiéndose hacia el negrito, que le seguía atentamente con su mirada, le preguntó:
—¿Te traen de comer?
—No.
—¿Y de beber? —Nunca.
—¿Y cómo has podido resistir tantos días?
El negrito alzó los hombros y no respondió.
«Ahora comprendo —pensó Kammamuri—. El griego no bromeaba cuando me dijo que devorase las hojas que cubren el techo de la cabaña. ¡Por Siva, Brahma y Visnú! He visto cacatúas sobre los bastones. Al menos durante algunos días la comida está asegurada… ¿Y el patrón? ¿Y el señor Yáñez? ¿Y el Tigre de Malasia? ¿Qué pensarán de mí? ¡Por la muerte de Kali, yo no quiero morir de hambre y de sed en este palomar! Este mono no me parece nada estúpido. Si a mí me interesa mi piel, a él le interesará poner a salvo su cabeza y me ayudará. Sólo hace falta bajar; cosa facilísima cuando los guardianes duermen; si es que duermen».
Salió de nuevo, mientras el negrito arrancaba de las paredes de la cabaña fibras de nueces de coco que formaban aquellas esteras rústicas, pero de una solidez a toda prueba.
En la kotta algunos indígenas y muchas mujeres, acompañados de grupos de muchachos, iban y venían por los estrechos senderos del poblado; en el lado opuesto, a una distancia de quinientos o seiscientos metros, serpenteaba el río, interrumpido de vez en cuando por islotes boscosos.
Kammamuri miró bajo la cabaña aérea y distinguió a cuatro guerreros sentados en tierra, alrededor de una gigantesca olla circundada por algunos tizones.
«Parece que hacen bien la guardia —murmuró el maharata—. ¿Serán peores estos bribones que los thugs de las Sunderbunds? ¡Ya veremos! Mientras tanto, podríamos pensar en la comida. Hace ya diez horas que estoy en ayunas y quién sabe cuántos días lleva así ese pobre salvaje».
Recorrió nuevamente la pequeña galería y luego, habiendo encontrado un bambú más alto que los otros y que sobresalía del techo, se puso a trepar por él.
En unos bastones plantados en las hojas secas de banano que formaban el techo estaban encaramadas ocho espléndidas cacatúas de plumas blanquísimas con moños amarillo-anaranjados o delicadamente rosados, con las patas atadas con delgadísimos rotang.
«¿Serán divinidades? —Se preguntó el maharata—. ¡Bah, no será tanto! Quizá se encuentren mejor en nuestro estómago. ¡Perro griego, no seré yo quien coma hojas secas del techo! No comeré asados, pero por algunos días no reventaré de hambre como tú esperabas».