10. Los búfalos salvajes

LA noche era magnífica.

Había surgido ya la luna y proyectaba, en aquella inmensa masa de vegetación, torrentes de luz azulada, formando bajo los huecos de las gigantescas bóvedas grandes manchas centelleantes.

De la parte del río soplaba una fresca brisa, que hacía susurrar a las enormes hojas de las palmas, los cocos y los bananos silvestres.

En aquel océano de luz revoloteaban, como cegados por tanto esplendor, grandísimos murciélagos de alas extraordinariamente desarrolladas, hocico de zorra y el cuerpo peludo. A lo lejos mugía sordamente el Malludu, rompiéndose contra las orillas y en medio de los cañaverales que cubrían los islotes.

Sandokán, habituado a recorrer las selvas desde niño, se había orientado rápidamente y guiaba a sus compañeros hacia levante.

No había transcurrido media hora cuando se encontraron nuevamente a la orilla del Malludu, unas millas más arriba del lugar donde había naufragado la barcaza.

El río centelleaba como un gigantesco curso líquido de bronce fundido y tenía resplandores soberbios, que de vez en cuando quedaban rotos por la brusca aparición de alguna banda de gaviales hambrientos.

—Todo está tranquilo —observó Sandokán—. Intentaremos seguir el río mientras podamos.

Descansaron unos minutos y después reanudaron la marcha, bordeando la inmensa selva.

Ya no reinaba el silencio bajo los grandes árboles. Las fieras habían dejado sus guaridas y se aprestaban a la caza.

De vez en cuando un grito agudo resonaba siniestramente en la profundidad de la inmensa vegetación, propagándose bajo las bóvedas de follaje, seguido por sonidos extraños e impresionantes.

Tan pronto eran silbidos estridentes, que se sucedían con rapidez prodigiosa, como ladridos, al igual que si legiones de perros correteasen bajo los árboles; a veces eran barritos fortísimos que anunciaban la presencia de alguna banda de elefantes.

Sandokán y Yáñez, habituados ya a estos ruidos, no se preocupaban en absoluto; por el contrario, Tremal-Naik y Kammamuri, aunque habían vivido algunos años en las orillas del Kabatuán, no podían disimular que estaban algo impresionados y a cada momento armaban sus carabinas, temiendo probablemente un imprevisto ataque.

—Dejad en paz vuestras armas —recomendaba Yáñez—. Mientras gritan o hacen ruido no asaltan. Si hubiera aquí alguna pantera negra o algún tigre no anunciaría su presencia; os lo aseguro.

Habían recorrido ya algunas millas, siempre siguiendo la orilla del río, cuando Sandokán, que se encontraba en cabeza, se detuvo de golpe asiendo rápidamente la carabina que llevaba en bandolera.

A breve distancia se oían gritos estridentes y zambullidas como si un enorme corpachón se debatiese entre las aguas del Malludu.

—¡Eh, Yáñez! —Llamó Tremal-Naik—, parece como si hubiera alguna bestia poco tranquila en la vecindad.

—Que me coma un cocodrilo una pierna si ese animal que silba de esa forma no es un rinoceronte. ¿Qué piensas, Sandokán? ¿Tengo razón o no?

—Sí, no puede ser más que un rinoceronte —respondió el Tigre de Malasia—. Avanzad despacio y en silencio. Esas bestias son muy peligrosas cuando están rabiosas.

—¡Yo lo sé bien! —Adujo Yáñez—. Poco faltó en Assam para que uno de ellos me destripase.

Los silbidos continuaban cada vez más estridentes, acompañados de ciertas notas agudísimas que sonaban algo así como «¡niff, niff!».

No había duda de que un drama se desarrollaba en la orilla del Malludu.

Sandokán había frenado su marcha y se había acercado al borde de la selva, para ponerse a salvo en los árboles en caso de que algún peligro amenazase a sus compañeros.

Conocía demasiado bien la brutalidad feroz de aquellos gigantescos animales para no tomar sus correspondientes precauciones.

Recorridos otros ciento cincuenta pasos, por segunda vez se detuvo el pirata ante el tronco de un durion, que extendía sus enormes ramas hasta la orilla del río.

—¡Aquí está! —dijo—. No se encuentra ciertamente en una situación agradable.

—¿Quién? —preguntó Yáñez.

—El rinoceronte.

—¿Entonces no me había engañado?

—No, Yáñez.

Un enorme animal de toscas formas, con un larguísimo cuerno encima del hocico, todo él embadurnado de fango, se debatía desesperadamente en medio de las cañas que cubrían los bajos fondos del río.

Alrededor de él tenía ocho o diez monstruosos gaviales, que trataban de morderle las patas hundidas en la arena.

—¡Pobre bestia! —Condoliose Kammamuri—. Está inmovilizada por el fango.

—Arenas movedizas —dijo Sandokán—. No podrá salir del río. Se hunde lenta y continuamente.

—¿Lo permitiremos? —preguntó el maharata.

—Prueba a levantarlo —respondió Tremal-Naik riendo—. Se precisarían dos elefantes.

—Abreviémosle por lo menos la muerte.

—Alto ahí, Kammamuri —intervino Yáñez—. Los cartuchos son demasiado valiosos en este momento.

El pobre rinoceronte había caído justamente en un banco de arena sin fondo y los gaviales, percatándose de su crítica situación, lo habían asaltado furiosamente para devorar algo de su carne antes de que desapareciera definitivamente.

Las voraces bestias le arrancaban tiras de piel, que engullían de golpe, a pesar de su enorme espesor, y metían sus hocicos en los costados ensangrentados, sin preocuparse de las terribles cornadas que el pobre mutilado lanzaba en todas direcciones. Lo devoraban vivo, poco a poco, para arrancarlo de la tumba de arena.

—¡Que el diablo se lo lleve! —Exclamó Yáñez—. No perdamos nuestro tiempo asistiendo a la agonía de ese bruto. No vale más que los tigres y las panteras negras.

—Que se las apañe como pueda, si es capaz —dijo Sandokán—. Tampoco a mí me gustan esas feas bestias. Adelante, amigos; y abrid bien los ojos. Los dayakos de tierra no deben de estar lejos.

Dejaron al desgraciado rinoceronte luchando con los glotones gaviales, que redoblaban sus asaltos, y reanudaron la marcha siguiendo siempre la orilla del río.

Los árboles se sucedían cada vez más numerosos y espesos, obligando al pequeño destacamento a alejarse, de vez en cuando, del Malludu.

En la selva resonaban aullidos. Parecía que centenares de fieras se hubieran puesto a cazar y que combatiesen furiosamente entre sí.

Tan pronto eran aullidos espantosos que resonaban siniestramente bajo las infinitas bóvedas de follaje como eran silbidos estridentes junto con poderosos bramidos, o bien silbidos y extraños gorgoteos.

Los insectos, sin duda, tenían también su papel en aquel concierto ensordecedor.

Ya habían recorrido los cuatro aventureros algunas millas más, manteniéndose siempre en el borde de la selva, cuando Sandokán se detuvo de nuevo.

—¿Otro rinoceronte devorado vivo? —bromeó Tremal-Naik.

El Tigre de Malasia, en lugar de responder, se inclinó hacia tierra y se puso a escuchar.

—¿No oyes tú nada, Yáñez? —preguntó, después de unos instantes de silencio.

—Se diría que cae desde lo alto una masa de agua —opinó el portugués, que también escuchaba atentamente.

—Y, sin embargo, no hemos visto ninguna catarata en el Malludu —observó Sandokán.

—Es verdad —confirmó Kammamuri.

—¿Quién puede producir este extraño fragor? —se preguntó el Tigre de Malasia.

—No puede ser un salto de agua —puntualizó Yáñez—. Por el contrario, me parece que avanza a través de la selva una multitud de animales.

—¿Elefantes?

—¡Yo qué sé!

También Tremal-Naik y Kammamuri se habían puesto a escuchar, intercambiando en voz baja algunas palabras.

—¿Qué decís vosotros, los indios? —Les interpeló Yáñez—. Veamos si sois más astutos que nosotros.

—Hay animales marchando a través de la selva —respondió Tremal-Naik.

—¿Cuáles? —preguntó Sandokán.

—Seguro que no se trata de elefantes. El paso es más ligero.

—¿Serán entonces simios?

—No bromees, amigo —rogó Tremal-Naik—. Existe un peligro y quizá gravísimo. No serán sólo diez o quince animales los que avanzan.

—Mejor así: tendremos una comida más abundante.

—¡Diablo de hombre! ¡Siempre se está riendo!

—¿Quieres que llore, cuando tengo en mis manos una buena carabina?

—Busquemos un árbol —dijo en aquel momento Sandokán—. Si no sabemos qué animales están acercándose a través de la selva, es conveniente que tomemos a tiempo nuestras precauciones. Supongo que no serán ratones voladores.

En el borde de la selva no había, por desgracia, plantas robustas. Todo aquel trecho estaba cubierto por giunta wan, especie de plantas trepadoras que se retuercen unas alrededor de las otras, de modo que forman grupos colosales, pero de poca consistencia.

—¡Bah! —Exclamó Sandokán—. ¡No creo que se trate de paquidermos! ¡De todas formas, amigos, vamos arriba!

El sordo fragor se aproximaba lenta y continuamente, parecía en verdad, como había afirmado Yáñez, que una multitud de animales marchase a través de la inmensa selva.

De vez en cuando los cuatro aventureros oían extraños ruidos, como los de las olas cuando se estrellan contra una playa.

—¿Y bien, Yáñez? —consultó Sandokán, que se mostraba un poco preocupado.

—Es indudable que son animales los que avanzan —respondió el portugués—. Pero tampoco creo yo que sean elefantes, aunque tales gigantescos paquidermos sean bastante numerosos en las selvas de Borneo.

—Me asalta una duda.

—¿Cuál?

—En cierta ocasión asistí a una enorme emigración de búfalos.

—¿Son tan peligrosos como los búfalos indios? —preguntó Tremal-Naik.

—Más salvajes todavía, si es posible —respondió Sandokán—. Los búfalos de esta isla no tienen miedo ni siquiera a una columna de guerreros.

—De eso sé yo algo —afirmó Yáñez—. Lo he experimentado en las selvas de Labuan.

—¡Arriba! —ordenó Sandokán.

Se agarraron a las plantas trepadoras, que se enredaban entre sí, y ascendiendo unos cuantos metros se pusieron a salvo.

La mancha de vegetación se extendía por más de cien metros cuadrados, con abundancia de los usuales rotang y nepentes, que mostraban sus maravillosos vasos multicolores que albergaban agua, más o menos limpia, pero siempre potable. Lo malo es que no podían ofrecer resistencia a la invasión de grandes animales.

—Esperemos que no se den cuenta de nuestra presencia —arguyó Yáñez—. ¡Si los animales que avanzan fuesen elefantes, pobres de nuestras costillas!

—¿Crees, pues, que sean verdaderamente paquidermos? —preguntó por segunda vez Tremal-Naik.

—Te lo diré cuando aparezcan —respondió el portugués—. Por ahora ten dispuestos los cartuchos.

—Si puedo me los ahorraré.

—¡Callad! —Dijo en aquel momento Sandokán—. Están forzando su paso por la selva.

El fragor aumentaba rápidamente. Se oía cómo caían matorrales y eran aplastadas las ramas bajo unas presiones potentísimas.

Masas enormes debían de atravesar la tupida vegetación. De repente, Yáñez gritó:

—¡Ya lo tengo!

—¿Qué? —se interesó Sandokán.

—He oído un mugido.

—¿Dónde?

—¡Y otro! Sí, son búfalos salvajes los que avanzan.

—Peligrosos animales —dijo Sandokán—. Si se dan cuenta de nuestra presencia, nos asaltarán tan furiosamente que destrozarán de golpe todo este gigantesco agrupamiento de árboles. Que nadie haga fuego: os lo recomiendo. Va en ello nuestro pellejo.

—¿Son, pues, más terribles que los indios? —volvió a preguntar Tremal-Naik.

—Indudablemente no son mejores —respondió Yáñez—. Los dayakos los temen más que a los rinocerontes.

—¿Emigran a menudo?

—Sí, y en manadas enormes. ¡Y ay de las caravanas que encuentran a su paso! Las asaltan con furia increíble y no dejan vivo ni un solo hombre.

—Ya están aquí —anunció en aquel instante Sandokán—. Manteneos bien agarrados a las plantas, porque, sin duda, recibiremos sacudidas poderosas.

Una manada de animales, formada por unos cincuenta gigantescos búfalos, de formas mastodónticas, con el hocico corto y amplia frente, armada con dos cuernos que se curvaban hacia atrás, avanzaba lentamente a través de la floresta abriéndose paso a testarazos.

Debía de ser la vanguardia, porque a lo lejos se sentían resonar mugidos y también caer árboles, aplastados ciertamente por los solidísimos cuernos de unos animales tan pesados y robustos.

—Son casi tan grandes como rinocerontes —observó Tremal-Naik—. Los de la India no tienen esta mole.

Una vez ante el conglomerado de plantas trepadoras, la vanguardia se detuvo un momento para buscar un paso y luego, al no encontrarlo, retrocedieron para tomar impulso.

—¡Manteneos firmes! —dijo Sandokán—. No respondo de la vida del que caiga.

—¡Tampoco de esta teníamos que librarnos! —farfulló Yáñez—. ¿Cuándo podremos llegar al lado de nuestros hombres y caminar hasta el lago?

En aquel momento cargaban los búfalos salvajes con furia increíble, la cabeza baja y los cuernos por delante.

Pareció que pasase a través de la vegetación un ciclón espantoso.

Aquellas enormes masas, lanzadas como gigantescos arietes, derribaron las plantas trepadoras, trazando un enorme surco y destrozando todo lo que encontraban a su paso.

Giunta wan, calamus, rotang y nepentes caían por todas partes, enrollándose como monstruosas serpientes.

La carga había sido dirigida hacia el lugar donde se habían refugiado los cuatro aventureros.

¡Fue un momento terrible! Los cuatro hombres, aunque sólidamente agarrados, se sintieron volar por los aires como si hubiera estallado una mina bajo ellos.

Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik volvieron a caer entre las espesas redes formadas por las plantas trepadoras: pero el pobre Kammamuri no tuvo tiempo de agarrarse nuevamente a los sarmientos y fue a caer a horcajadas de un gigantesco toro de pelambre negrísimo.

Se oyó resonar un grito, confundido entre los mugidos de las bestias.

—¡Patrón! ¡Socorro!

—¡Ha caído el maharata! —gritó Yáñez.

—¿Dónde? —se interesaron Sandokán y Tremal-Naik.

—¡Allí…! ¡Mirad!

Llegó hasta ellos la misma voz de antes.

—¡Patrón! ¡Socorro!

En medio de la manada vieron en aquel momento al pobre maharata, a horcajadas sobre el toro, agarrado desesperadamente a los larguísimos cuernos.

—¡Kammamuri! —gritaron—. ¡Kammamuri!

El indio no tuvo tiempo de responder. El toro, sorprendido al sentirse encima aquel peso insólito y creyendo quizá que algún tigre o alguna pantera le habían agredido, se había lanzado en una carrera desesperada a través de la selva, seguido por toda la vanguardia.

Atravesaron en un momento aquel grupo de plantas trepadoras y desaparecieron en las tinieblas con un fragor formidable.

—¡Está perdido! —Exclamó Yáñez—. ¡Bajemos!

Pero Sandokán le retuvo rápidamente.

—¡No cometamos locuras! —recomendó—. Viene avanzando el grueso de la horda. ¿Quieres que te machaquen?

—¿Y ese desgraciado?

—Dejémosle galopar, por ahora —respondió Sandokán—. Kammamuri no es lerdo y sabrá, en el momento oportuno, salir del lío sin contar con nosotros. ¿Qué dices tú, Tremal-Naik?

—Que no siento demasiada inquietud por mi maharata —agregó el indio que, en efecto, aparecía bastante tranquilo—. Estoy seguro de que no se dejará llevar muy lejos.

—Con tal de que los camaradas del toro no lo maten a cornadas —dijo Yáñez, más bien inquieto.

—El animal en estos momentos los habrá dejado atrás. ¡Galopaba como si tuviera fuego bajo el vientre! —Observó Sandokán—. Dejemos pasar el grueso ahora; más tarde nos ocuparemos de Kammamuri.

El grueso de la manada, formado por lo menos por dos centenares de hembras, con unos cincuenta terneros, surgía en aquel momento de la floresta dirigiéndose hacia la mancha de vegetación, en la que ya les habían abierto camino.

Eran magníficas bestias, de pelambre negro con algunas manchas blancas, de aspecto salvaje y armadas también con cuernos formidables.

Eran menos corpulentas que los machos que formaban la vanguardia, pero, no obstante, de mayor longitud y altura que nuestras vacas.

Desfilaban en grupos a través del gran surco abierto entre las plantas trepadoras, deteniéndose algunos instantes para mordisquear las hojas y las hierbas, y luego a su vez desaparecieron en las lúgubres profundidades del inmenso follaje, haciendo resonar en el aire sus sordos mugidos.

—La emigración debe de haber acabado —dijo Sandokán, después de haber escuchado atentamente durante unos minutos—. Podemos descender y buscar a Kammamuri.

—¿Lograremos encontrarlo? —se inquietó Yáñez.

—Tan sólo tendremos que seguir el camino abierto por los toros de vanguardia y no nos equivocaremos.

—¿Y si ese maldito toro hubiera tomado otra dirección?

—Volverá, tarde o temprano, a reunirse con los demás. Estos animales saben como nosotros que no es prudente ir en solitario a través de estas selvas, que sirven de refugio a panteras negras y a bastantes tigres… Vamos, amigos; por ahora no tenemos nada que temer.

Abandonaron su refugio aéreo y se dispusieron a seguir las huellas dejadas por los búfalos.

En su carga impetuosa, la vanguardia había abierto un cómodo sendero que se alejaba del río. Estaba atestado de jóvenes árboles destrozados, ramas, hojas descomunales y festones de plantas parásitas, pero, a pesar de todo, muy practicable y que permitía a los tres aventureros avanzar con cierta velocidad.

Sin embargo, temiendo la vuelta de los animales emigrados, prudentemente de cuando en cuando hacían paradas y se ponían a escuchar.

Llevaban ya caminando una buena media hora, apresurando cada vez más el paso, cuando oyeron de improviso un disparo, seguido casi inmediatamente por otro.

—¡La carabina de Kammamuri! —exclamó Tremal-Naik deteniéndose de repente.

—Sí, no te equivocas —añadió Yáñez—. Es tu maharata quien ha hecho fuego.

—Habrá matado al búfalo —dijo Sandokán— para impedirle que le llevase demasiado lejos.

—Vamos a avisarle de nuestra presencia —indicó Tremal-Naik—. ¿Desde qué distancia puede haber disparado?

—Desde no más de media milla —respondió Yáñez—. Contéstale en seguida.

El indio levantó su carabina y disparó un tiro; luego otro tras un intervalo de veinticinco o treinta segundos.

Un momento después, ante su estupor, oyeron cinco disparos, uno tras otro, mucho más débiles.

—¡Cinco disparos! —Exclamó Sandokán—. ¿Qué significan? ¿Quién puede haberlos disparado?

—Yo apostaría que son tiros de pistola y no de carabina —apreció Yáñez, que parecía extraordinariamente inquieto.

—Y Kammamuri no tenía ninguna arma corta —añadió Tremal-Naik.

—Prueba a disparar también tú un tiro, Yáñez —observó Sandokán—. Veamos si responden todavía; y tú, Tremal-Naik, vuelve a cargar a toda prisa tu arma. En esto hay algún misterio.

Obedeció el portugués, pero aquel tercer disparo de carabina quedó sin respuesta.

—¿Qué habrá sucedido? —se preguntó Tremal-Naik con voz angustiada—. ¿Habrán sorprendido a Kammamuri los dayakos?

—Los de tierra no poseen armas de fuego —informó Sandokán—. Prefieren sus cerbatanas y sus flechas envenenadas con el jugo del upas.

—No discutamos más, amigos —dijo Yáñez—. Ahora sabemos ya aproximadamente de dónde han partido los disparos. Corramos.

—No con tanta furia, hermano. Pueden estar por aquí los dayakos y hacernos caer en una emboscada. Tomemos nuestras precauciones y sobre todo intentemos no hacer ningún ruido.

—Tienes razón, Sandokán —respondió Tremal-Naik—. Esta inmensa selva se presta demasiado bien a las asechanzas.

Reanudaron su marcha, siguiendo aún el camino practicado por los búfalos, porque se dirigía precisamente en dirección al punto donde se habían disparado los siete tiros.

Sandokán miraba hacia adelante, Yáñez y Tremal-Naik vigilaban los dos bordes de la floresta, el uno a la derecha y el otro a la izquierda.

Había vuelto a reinar el silencio bajo los grandes árboles. Solamente de vez en cuando un aullido lo rompía, y era a gran distancia.

Los tres hombres caminaban bastante rápidos, con la vista y el oído alerta, y los dedos en el gatillo de sus carabinas, temiendo en cualquier instante ver surgir ante ellos algún destacamento de aquellos terribles habitantes de los bosques, temibles coleccionistas de cabezas humanas.

Una gran preocupación turbaba su espíritu, aunque fueran hombres ya avezados a todas las aventuras y a todas las sorpresas.

¿Quién podía haber disparado aquellos cinco pistoletazos? Los dayakos, ciertamente, no podían haber sido, ya que se servían de sus espingardas, sus mirim y los lilá instalados en sus praos, armas que los javaneses y los de Sumatra, sus vecinos, usaban desde hacía ya trescientos años.

¿Había sido quizás algún europeo perdido en medio de la infinita selva y que había acudido en socorro del maharato?

Sandokán había comenzado a refrenar su paso. Por instinto, presentía que le esperaba alguna emboscada, quizá tendida con habilidad.

—Despacio, Yáñez —dijo—. ¿Qué te parece si comenzamos una de aquellas famosas marchas aéreas con que se la pegábamos tan bien a los ingleses de Labuan? Ahora ya somos prácticos en tales audacias; ¿no es verdad? Y creo que Tremal-Naik, habituado a atravesar las espesas junglas de las Sunderbunds, no encontrará dificultad en seguirnos.

—¿Se trata de asirse a los calamus? —preguntó el indio, mirando alrededor con aire dubitativo.

—Y de pasar a través de la selva sin atraer la atención de los enemigos, si los hay.

—Ya no soy joven; sin embargo, creo que estoy todavía bastante ágil.

—Sobre todo, nada de apresuramientos ni ruidos.

—Seguiré vuestros movimientos.

—Arriba, Yáñez —dijo Sandokán—. Es el único modo de eludir las emboscadas. Acuérdate de nuestras marchas aéreas en Labuan.

—Déjame hacer.

La selva en aquel lugar estaba formada en su mayor parte por plantas trepadoras y plantas parásitas, entrelazadas de modo que componían redes gigantescas que hubieran sido sin duda la delicia de una banda de muchachos.

Primero Sandokán y luego los otros dos subieron rápidamente y comenzaron su marcha aérea en el mayor silencio.

Antes de avanzar probaban, con pequeños golpes, la solidez de las ramas y de las plantas parásitas, y luego se lanzaban para asirse a las más próximas.

Algunos mugidos, que provenían de cualquier punto de la densísima mancha de vegetación, les advirtieron que finalmente habían dado alcance a los búfalos emigrantes.

—¿Estará el toro que ha raptado a Kammamuri todavía junto a la manada? —Se preguntó Sandokán—. Por lo que parece, el misterio se complica.

—Si los búfalos se han detenido, quiere decir que no hay dayakos —argumentó Yáñez.

—¡Sin embargo, esos cinco pistoletazos no los habrán disparado los árboles!

—Eso es precisamente lo que me da qué pensar, querido Sandokán.

—Continuemos nuestra marcha. Si los dayakos estuvieran aquí, los búfalos salvajes, que son extraordinariamente suspicaces, no se hubieran detenido.

—Eso es lo que pienso yo también —dijo Tremal-Naik.

Sandokán se agarró a una madeja de rotang y reanudó su avance, deslizándose de liana en liana.

Había recorrido otros cien metros cuando se le escapó un ligero grito.

—¡Está aquí!

—¿Quién? —preguntaron a la vez Yáñez y Tremal-Naik.

—El toro.

—¿Dónde?

—Aquí, justamente bajo nosotros.

—¿Es posible?

—Mira hacia el hueco que ha abierto la vanguardia. ¡No soy ciego!

Yáñez y Tremal-Naik se inclinaron a través de una madeja de sólidos calamus y divisaron en efecto una enorme masa oscura tumbada cerca de un grupo de plantas gumíferas.

—¿Es ese toro el que ha raptado a Kammamuri? —preguntó el portugués.

—Estoy seguro de no equivocarme —dijo Sandokán.

—¿Lo habrá matado Kammamuri?

—Eso es lo que ahora comprobaremos —replicó el Tigre de Malasia—. Las balas de carabina producen heridas mucho más profundas que las de pistola, y nosotros, gente de guerra, sabemos mucho de ello.

—¿Debemos bajar? —inquirió Tremal-Naik.

Sandokán estaba a punto de contestarle cuando le puso una mano en el hombro al Indio y susurró rápidamente:

—¡Alto! ¡No te muevas!

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Yáñez en voz baja.

—¿Veis como hemos hecho bien en preferir el camino aéreo? Viene alguien.

—¿Quiénes?

—Exploradores dayakos. Que nadie se mueva y que nadie haga fuego sin órdenes mías.

Dos sombras humanas avanzaban, casi arrastrándose bajo aquellas gigantescas moles de vegetación, deslizándose entre las raíces que culebreaban, como serpientes colosales, por el suelo.

No se necesitaba mucho para reconocer que eran dos hijos de los bosques, dos terribles coleccionistas de cabezas humanas, porque estaban casi completamente desnudos y armados con esos largos tubos de bambú llamados sumpitan, soplando en los cuales lanzan flechas envenenadas con el upas.

Avanzaban con infinitas precauciones, deteniéndose de vez en cuando para aplicar el oído a tierra a fin de recoger mejor los rumores más débiles.

Se habían detenido nuevamente bajo los calamus y los nepentes que ocultaban a los tres aventureros, quizás para descansar un poco.

—¡Nada todavía! —había exclamado uno, plantando rabiosamente en tierra la cerbatana, que estaba provista en su extremo superior de una punta de lanza—. Y sin embargo, tienen que pasar por aquí.

—¡Con tal de que no hayan pasado ya! —respondió el otro—. ¿Eran tres?

—Sí, porque a uno lo hemos capturado nosotros.

—¿Habrán seguido la marcha de los búfalos salvajes?

—¿Con qué objeto?

—Para procurarse carne.

—No hemos oído otros tiros de fusil.

—Dirijámonos hacia el río. Su meta debe de ser el islote en que se han refugiado sus hombres. En cualquier lugar los sorprenderemos y los alcanzaremos con nuestras flechas.

—Ten cuidado de no matar al hombre blanco.

—Ya me han advertido. No perdamos tiempo.

Los dos dayakos, después de haber mirado a derecha e izquierda, se adentraron de nuevo en la selva, abandonando el hueco abierto por los búfalos salvajes.

—¡Ha sido hecho prisionero! —Se lamentó Tremal-Naik, cuando cesaron todos los ruidos—. ¡Mi pobre Kammamuri!

—Me lo había imaginado —dijo Yáñez.

—¿Qué haremos ahora?

—¿Qué? ¿Y lo preguntas? —Exclamó el Tigre de Malasia con estupor—. Ya que nuestros hombres se encuentran todavía en el islote, nos ocuparemos de tu fidelísimo servidor, Tremal-Naik. No tenemos la costumbre de abandonar a los amigos.

—¿Dónde lo habrán conducido?

—Esos dos dayakos han dejado huellas. Las seguiremos y veremos dónde acaban. Descendamos y vayamos a ver con qué arma han matado a este toro. Quiero sobre todo aclarar el misterio de estos cinco pistoletazos.

—Yo también —dijo Yáñez.

Se mantuvieron todavía algún tiempo a la escucha y luego, tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en la inmensa selva, se dejaron deslizar por los calamus para llegar felizmente a tierra.

El búfalo yacía sobre su costado derecho, casi apoyado en un grupo de plantas. Le sobresalía la lengua y un reguero de sangre había salido de su boca.

—Debe de ser este —observó Yáñez—. Es totalmente negro, con una mancha blanca en el dorso.

—Observemos las heridas —respondió Sandokán—. Dos, cuatro, cinco orificios y todos en el flanco izquierdo, uno junto a otro. Son heridas producidas por balas redondas de pistola y no proyectiles cónicos de carabina. ¿Quién puede haberlo matado?

—¿No hay heridas producidas por la carabina de Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik.

—No veo ninguna.

—¿Contra quién habrá hecho fuego?

—Probablemente contra los dayakos que le perseguían.

—Pero no veo a ningún muerto.

—Esos salvajes tienen la costumbre de llevarse consigo a sus muertos, para sepultarlos en sus kotta —aclaró Yáñez.

—¿Habrán decapitado a mi pobre servidor?

—No lo creo, Tremal-Naik —dijo Sandokán, que parecía reflexionar intensamente—. ¿Sabéis, queridos amigos, qué pienso yo en estos momentos?

—¡Habla! —apremiaron al unísono el portugués y el indio.

—Que con los dayakos había algún hombre blanco.

—¡Es imposible! —exclamó Yáñez.

—¿Por qué, hermano? Me han dicho que el raja del lago tiene dos hijos y uno de ellos podría haber llegado aquí para interferir a tiempo en nuestro avance. Sigamos las huellas de estos dos espías y veamos adonde van a parar. No las dejaremos hasta que hayamos sabido qué le ha ocurrido al bravo Kammamuri.

—¿Y nuestros hombres? —preguntó Tremal-Naik.

—Hasta que no nos vean volver no dejarán el islote, te lo aseguro —afirmó el Tigre de Malasia—. Tienen armas y municiones: pueden defenderse y matar. ¡Vamos, en marcha!