9. La sorpresa nocturna

EN la copa del gigantesco árbol se oían aullidos espantosos, acompañados por crujidos que crecían en intensidad y caía una verdadera tempestad de enormes frutos.

Los dos maias, macho y hembra, habiéndose percatado sin duda, de la presencia de los intrusos, se agitaron furiosamente, pateando las ramas cargadas de frutas con la esperanza de golpearles con ellas.

Yáñez, Sandokán y sus compañeros, dándose cuenta a tiempo de aquella granizada mortal, habían salido corriendo inmediatamente para ponerse a salvo bajo los espesísimos sarmientos de los piper nigrum.

—¿Se habrán vuelto rabiosas esas bestias? —preguntó Kammamuri, que parecía un poco espantado después de su terrible aventura.

—No te desearía que te encontrases ante ellos en estos momentos —respondió Yáñez—. Si no se les molesta, por lo general huyen del hombre y se van por su propio camino. Pero cuando los maias se ven asaltados, se hacen extraordinariamente peligrosos. No dejes que te agarre por segunda vez, porque no respondería de tu vida.

—Intentemos dispararles a distancia —propuso Sandokán, que apuntaba hacia arriba con su carabina—. Si las hojas no escondiesen su nido, a estas horas alguno habría caído a nuestros pies con los miembros fracturados.

—¿Has dicho nido? —se extrañó por segunda vez Tremal-Naik—. Me parece que los cuadrúmanos no son pájaros.

—Es verdad; pero son verdaderos nidos esas plataformas, de una solidez a toda prueba, que se construyen justamente en la copa de los árboles más altos, con ramas muy gruesas que no ceden fácilmente y que a veces son impenetrables incluso para las balas.

—Me parece que veo a uno de esos feos simios —dijo Yáñez, alzando la carabina.

—Dispárale —instó Sandokán.

—Despacio, hermano. Quiero estar bien seguro de mi tiro. Sabes que si sólo resultan heridos se vuelven furiosos, y entonces pueden incluso enfrentarse con diez hombres.

—¿Lo ves todavía?

—No, ha desaparecido. Se divierten arrojándonos los durion. Bueno, más tarde tendremos una abundante comida… ¡Eh, los de arriba! ¿Os habéis vuelto locos?

—¿No se habrá vuelto súbitamente celoso el macho a causa de la caja de municiones? —dijo Tremal-Naik.

—Nos la arrojaría y el asunto habría concluido —respondió Sandokán.

En efecto, parecía que los dos orangutánes se hubieran vuelto furiosos. Sacudían terriblemente las ramas, haciendo precipitarse al suelo una verdadera granizada de aquellos deliciosos y sin embargo peligrosos frutos; pateaban la alfombra que les servía de nido como si quisieran aplastarla, y soltaban silbidos estridentes y a veces aullidos formidables, que repercutían extrañamente bajo las infinitas bóvedas de follaje de la gran selva.

Los cuatro aventureros, en nada aterrorizados por todos aquellos clamores, se habían puesto a dar vueltas alrededor del gigantesco durion espiando el momento oportuno para hacer un buen disparo.

Sin embargo, se mantenían alejados, para no recibir en el cráneo algún fruto, porque los dos orangutánes, no contentos con sacudir las ramas, de vez en cuando los lanzaban con las manos intentando alcanzar a sus adversarios.

Pero el grupo de los piper nigrum era tan espeso que difícilmente aquellos proyectiles espinosos lograban tocar el suelo y rebotaban en todas direcciones, abriéndose y dejando caer las grandes castañas que contenían.

—¡Eh, Sandokán! —Dijo Yáñez, que había dado ya más de veinte vueltas—, comienzo a estar cansado de estos paseos circulares, con el peligro de sentirme romper en cualquier momento la cabeza. ¿No habría algún modo de arrojarlos de su nido?

—Invéntalo tú, que siempre has tenido espléndidas ideas —respondió el Tigre de Malasia.

—¡Ya lo tengo!

—Me lo imaginaba.

—Ya que esos gigantescos bribones no se deciden a dejarse ver, iré yo a buscarlos.

—¿Trepando por el durion?

—No soy tan loco, ¡por Júpiter! Me importa todavía conservar mi cabeza.

—Entonces, explícate mejor.

Yáñez, en lugar de responder, se dirigió hacia un buà nanghei, bellísimo árbol que crecía aislado a unos treinta metros del grupo de los durion, que produce frutos semejantes a los del árbol del pan, pero tan grandes que a menudo hacen falta dos hombres para que los lleven colgados de un bambú.

—¿Quieres seguirme, Tremal-Naik? —preguntó—. Hay rotang y calamus que penden muy numerosos de las ramas y cuando lleguemos a cierta altura podremos ajustar las cuentas a esos dos condenados orangutánes que se obstinan en no devolver lo robado. Tú que eres un tirador maravilloso los pondrías en seguida fuera de combate.

—Y si descienden, les esperaremos nosotros, ¿verdad, Kammamuri? —dijo Sandokán—. Con cuatro balas bien colocadas se puede echar por tierra incluso a un elefante.

El portugués, seguido por Tremal-Naik, se agarró a un grupo de rotang que pendía de una rama del buà nanghei y comenzó a izarse con la agilidad de un gaviero, mientras Sandokán y Kammamuri se escondían tras el tronco, dispuestos a disparar contra los dos gigantescos monos.

El alboroto no parecía cesar en la copa del durion.

Los dos orangutánes continuaban aullando a voz en cuello, golpeándose de vez en cuando el tórax, que resonaba como un tambor de madera.

No cesaban de caer los frutos y algunos lanzados por los dos monos llegaban incluso a las cercanías del buà, pero sin que ello detuviese la ascensión del portugués y del indio, que procuraban mantenerse al otro costado del tronco.

Cuando hubieron alcanzado una gran rama que se extendía horizontalmente a más de treinta metros del suelo, Yáñez miró hacia la copa del durion.

Los dos maias eran perfectamente visibles, a aquella altura.

En la plataforma, formada por gruesas ramas puestas en cruz con cierta habilidad, saltaban como si hubieran sido presa de un imprevisto acceso de locura, sin parar de silbar y aullar.

De vez en cuando se adelantaban, con furioso ímpetu, en medio de las ramas del árbol y las sacudían para hacer caer los frutos que todavía permanecían en ellas.

Tenían el pelo rojizo encrespado, fulgurantes los ojos y el papo enormemente hinchado.

—¡Mira que son feos! —exclamó el indio, que se había unido al portugués.

—¡Y muy peligrosos! —añadió este.

—¿Podremos derribarlos con un tiro de carabina?

—Sí y no.

—¿Están, pues, acorazadas estas bestias?

—En verdad, no, pero pueden resistir bastantes balas. Un día vi huir a uno, a pesar de que había sido saludado con más de diez tiros disparados a muy corta distancia.

—¡Veamos! —dijo Tremal-Naik.

El macho, reconocible por su mayor corpulencia, se había lanzado a las ramas del durion y no cesaba de sacudirlas, intentando romperlas, para arrojarlas después a la cabeza de los asaltantes.

Aullaba espantosamente e hinchaba el papo para hacer más agudos los sonidos.

Tremal-Naik se acomodó en la rama, alzó la carabina apoyándola en otra rama que se prolongaba por encima de él y apuntó con mucho cuidado.

Un instante después se oyeron dos disparos.

El maias lanzó un aullido ronco, que parecía el rugido de un león, y luego realizó un gran salto cayendo entre las ramas de un durion que se alzaba a cinco o seis metros de distancia de la plataforma, desde donde se puso a descender por el tronco con una velocidad asombrosa sirviéndose de manos y pies.

—¡Sandokán, atención! —alertaron a dúo Yáñez y Tremal-Naik.

—¡Lo esperamos! —respondió el Tigre de Malasia.

—¡Abajo, Tremal-Naik! —ordenó el portugués.

Los dos hombres se agarraron al manojo de rotang y se dejaron deslizar hasta tierra. Casi en el mismo instante saltaba también el orangután en medio de los piper nigrum.

Era espantoso verle. Tenía todo el pecho empapado de sangre, erizada la pelambre, los ojuelos fulgurantes como si tuviera en lugar de las pupilas carbones ardientes.

Alzó los formidables brazos, al tiempo que lanzaba un aullido cavernoso, y luego se lanzó contra los cuatro aventureros que lo esperaban a pie firme con las carabinas a punto.

Con un salto gigantesco cayó cerca de Tremal-Naik, que no había tenido tiempo de recargar el arma, e intentó agarrarlo como comprendiendo que le debía a él las heridas.

Con un movimiento fulminante Sandokán le cerró el paso y le disparó, casi a quemarropa, sus dos tiros.

El orangután, nuevamente herido, dio dos o tres vueltas sobre sí mismo con rapidez vertiginosa, escapando a los tiros de Kammamuri y luego, viendo a Yáñez que se encontraba sólo a tres o cuatro pasos de distancia, se le echó encima rabiosamente.

Pero había encontrado la horma de su zapato.

El portugués, que lo mismo que el Tigre de Malasia no hacía sus primeras armas en aquel tipo de caza peligrosísima, se lanzó inmediatamente detrás de un tronco de durion para evitar el choque.

El orangután, loco a causa de las heridas recibidas, se lanzó tras él, persiguiéndolo, pero se encontró con que el cazador tenía su carabina apuntada contra él.

Abrió las mandíbulas y agarró los dos cañones creyendo que los trituraría como si fueran cañas de azúcar.

En seguida retumbaron dos detonaciones.

El maias se había tragado las dos cargas y su gran cabeza había estallado como una calabaza.

Permaneció un momento derecho, mirando a su asesino con sus ojuelos relampagueantes, agarrando todavía los cañones de la carabina, y luego bajó la cabeza sobre el pecho, dejó caer inertes sus larguísimos brazos y se derrumbó sobre sí mismo.

Las dos balas le habían atravesado el cerebro y destruido completamente la laringe.

—¡Un golpe maestro! —Celebró Sandokán, que estaba recargando precipitadamente su carabina, imitado por Tremal-Naik y Kammamuri—. Hermano, tienes una sangre fría verdaderamente excepcional.

—¡Se trataba de salvar la piel! —Respondió el portugués—. Si me llega a alcanzar con sus zarpas me arranca la nariz, los ojos, la boca y quizá hasta las orejas.

—¡Se escapa! —gritó en aquel momento Kammamuri.

—¿Quién? —preguntaron todos al unísono.

—¡La maias! ¡Y escapa con nuestra caja!

—¡Por Júpiter!

—¡Por Siva!

La hembra del orangután, aprovechando el momento en que ninguno le prestaba atención, se había dejado deslizar a lo largo del tronco del durion y escapaba a todo correr a través de los piper nigrum.

No tendría importancia si hubiera huido sola, pero, por el contrario, por capricho o por una simpatía inexplicable, llevaba consigo la caja de los cartuchos que Sandokán tanto apreciaba, y no sin motivo.

A los cuatro hombres se les escapó un grito:

—¡Vamos, cacémosla!

Se lanzaron a través de la vegetación, disparando algunos tiros de carabina, que sólo lograron aumentar la carrera de la maias.

—¡Se nos escapa! —gritaba Yáñez, que hacía esfuerzos sobrehumanos para romper los rotang y los calamus que le cerraban el paso.

—¡No la perdáis de vista! —Recomendaba Sandokán—. No debemos perder nuestra provisión de municiones.

—¡Corta las lianas, Kammamuri! —vociferaba Tremal-Naik—. Golpea con tu tarwar. ¡Ábrenos paso!

El maharata hacía lo que podía para formar un sendero a través de la vegetación, sacudiendo golpes formidables a los sarmientos intrincadísimos de los piper nigrum, los rotang, los calamus y las ramas de los matorrales que crecían por doquier bajo los racimos rojizos, pero no lograba su intento.

Se hubiera necesitado el hacha de un titán para romper aquella muralla vegetal que oponía por todas partes una resistencia muy tenaz.

Mientras tanto, la maias había huido rápidamente sin abandonar su preciosa carga.

Subía con rapidez increíble por los árboles, saltaba de sarmiento en sarmiento, como si fuese una pelota de goma, pasaba por encima de las madejas de plantas parásitas como si fueran puentes volantes y ganaba cada vez más terreno. Sandokán, Yáñez e incluso Tremal-Naik le habían disparado bastantes tiros, sin lograr alcanzarla.

La agilísima simia se movía con tal rapidez que desafiaba la puntería de los mejores cazadores del mundo.

—¡Detente, bestia maldita! —tronaba Yáñez.

—¡Ladrona! ¡Devuélvenos la caja que nos has robado! —gritaba Kammamuri, exasperado.

Era malgastar el aliento. La maias continuaba su rapidísima fuga sin abandonar la caja de municiones.

Una vez que hubo llegado al borde de la mancha de vegetación, se subió a un árbol y desapareció de la vista de sus perseguidores.

—¡Es nuestra! —alborotó Kammamuri.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Sandokán, que se afanaba también en cortar sarmientos y fibras vegetales a golpes de cimitarra.

—Conozco el árbol en que se ha refugiado.

—¿Y crees encontrarla allí arriba? Hay millares y millares detrás de ese. A estas horas la bestia ha alcanzado la selva y ya no será fácil sacarla de su guarida. Los maias saltan de un árbol a otro mejor que los monos más ágiles y quién sabe qué ventaja tendrá ya sobre nosotros.

—¿Y la dejaremos marchar?

—¡Eso ya lo veremos!

Ellos también habían logrado llegar al borde de la mancha de vegetación y se habían detenido bajo el árbol en el que se había refugiado la maias.

Era un magnífico pombo, muy alto, de follaje verde oscuro y bastante tupido.

Sandokán dio dos o tres vueltas alrededor del tronco mirando hacia arriba y no vio nada.

—Me lo había imaginado —dijo.

A pocos metros del árbol comenzaba la gran selva. El orangután debía de haberse subido a otro árbol y alejado sin dejar ninguna huella.

—¡Vaya pejiguera! —exclamó Yáñez, que parecía muy contrariado—. ¿Debemos dejarla escapar, Sandokán?

—¿Cuántas balas tienes?

—Media docena.

—¿Y tú, Tremal-Naik?

—Llevo mis dos últimos cartuchos en la carabina.

—Lo mismo que yo —dijo Kammamuri.

—Y yo no poseo más que vosotros. ¿Quién osaría con una docena de cartuchos atravesar esta selva infestada de bestias feroces y muy probablemente de dayakos? Esa caja nos es absolutamente necesaria, amigos.

—Nuestros hombres deben de tener abundantes municiones —observó Tremal-Naik.

—Así lo espero, pero están por lo menos unas veinte millas lejos de nosotros —respondió Sandokán—. Nos llevará tiempo el poder llegar hasta ellos. Tú no conoces nuestras selvas.

—¡Y las sorpresas que esconden! —añadió Yáñez.

—¿Lograremos hacernos con esa ladrona? —preguntó Kammamuri.

—No desespero —dijo Sandokán—. Estoy seguro de que esta noche la maias volverá a su nido.

—Y perderemos diez o doce preciosísimas horas —apreció Tremal-Naik.

—No te preocupes por nuestros hombres. Hasta que nos vean volver no dejarán el islote.

—Y además, son numerosos y han podido desembarcar las espingardas —añadió Yáñez—. Los dayakos tienen bastante miedo ante esas armas.

—Y los dirige uno de mis más valientes piratas. Sapagar vale tanto como Sambigliong. Marchémonos o la maias no volverá.

—Vayamos a acampar en la orilla del río —propuso Yáñez—. Allí tendremos por lo menos alguna probabilidad de procurarnos comida.

Después de haber permanecido algunos minutos todavía a la escucha, rodearon la mancha de vegetación por el exterior y se dirigieron hacia el río, que no estaba muy lejos. Un calor sofocante reinaba bajo las infinitas bóvedas de vegetación, sin un solo soplo de viento. Parecía que del suelo surgían llamas.

Las aves habían desaparecido. Sólo cantaban entre el follaje los lagartos, los gekko[33], así llamados por sus gritos, y en los charcos dormitaban, medio sumergidos, los beroá[34], otra especie de lagartos que a menudo alcanzan la longitud de dos metros y que son absolutamente inofensivos, pese a su tamaño.

Al cabo de un cuarto de hora, los cuatro aventureros llegaron a la orilla del curso de agua, casi frente al lugar donde se encontraba, medio sumergida, la barcaza.

—¿Se ve a alguien? —preguntó Sandokán a Yáñez, que había llegado antes que los demás.

—Todo está tranquilo aquí —contestó el portugués.

—Parece que los dayakos han renunciado a seguirnos.

—Se habrán detenido cerca del islote. Busquemos comida.

—Es lo que estaba a punto de proponerte, señor Yáñez —afirmó Kammamuri.

Pero la comida fue muy parca, porque se compuso sólo de enormes naranjas, de buà mamplan, mangos de mala calidad que tenían un mal sabor de resina, y de durion.

Una vez apagada su sed en el río, levantaron otro attap y se refugiaron debajo para descabezar un pequeño sueño, vigilados por Kammamuri, que había declarado que no tenía en absoluto necesidad de cerrar los ojos y divertirse oyendo cantar a los gekko, que se encontraban en gran número por los aledaños.

El sueño de los tres aventureros, que no truncó ningún acontecimiento, se prolongó casi hasta el ocaso del sol. Pero el maharata no había permanecido inactivo durante todas aquellas horas y había preparado una cena inesperada para todos, que consistía en una soberbia tortuga que había sorprendido entre los cañaverales del río y que había asado sabiamente.

—Es el momento de ir a apostarnos —dijo Yáñez, cuando la tortuga hubo desaparecido en sus estómagos—. La maias puede haber vuelto ya a su nido.

—Avanzad con la mayor cautela —aconsejó Sandokán—. Si se nos escapa, no la volveremos a encontrar.

Derribaron por segunda vez el attap, arrojando los bastones y las hojas al río, y se pusieron en marcha en el momento en que el sol desaparecía detrás de los grandes árboles y comenzaban a hacerse densas las tinieblas bajo el boscaje.

Sandokán se había puesto en cabeza y avanzaba lentamente, pasando entre enjambres de grandes luciérnagas, especie de lampyris[35], que las mujeres dayakas y malayas suelen encerrar dentro de campanas de un vidrio muy delgado para utilizarlas como lamparillas.

Reinaba un profundo silencio en la gran selva, roto sólo de vez en cuando por el grito ronco lanzado por algún kubang, bestia que cuenta con dos amplias membranas en los costados, unidas con las patas anteriores y posteriores, que le permiten hacer vuelos de veinticinco o treinta metros.

Era todavía demasiado pronto para los animales feroces.

La pequeña expedición atravesó paso a paso la distancia que separaba la mancha de vegetación del río y finalmente llegó a los piper nigrum.

—¿Estará? —preguntó Tremal-Naik en voz baja.

—Estoy seguro de que sí —respondió Sandokán.

—¿Cómo podremos saberlo?

—Esperemos a que salga la luna; no debe de tardar.

—¿Tomaremos posiciones en el pombo? —preguntó Yáñez.

—Desde allí arriba haremos fuego —repuso Sandokán.

—Patrón —intervino Kammamuri—, ¿quieres que vaya a asegurarme de que esa bestia se encuentra realmente arriba? ¿No es verdad que roncan fuertemente?

—Muy fuerte.

—Hay calamus que penden alrededor del durion y yo todavía estoy muy ágil.

—¿Te sientes con valor?

—No llegaré hasta el nido.

—Con tal de que la maias no se percate y te lance encima algún fruto.

—Nos los han lanzado ya todos, señor.

—Ve, si quieres, y nosotros estaremos listos para hacer fuego —aceptó Sandokán.

Kammamuri se desembarazó de la carabina, colocó el tarwar entre sus dientes y se agarró a un haz de calamus que pendían de las ramas más altas del durion.

Los calamus desempeñan el papel, en Borneo y en todas las otras islas de Malasia, de las lianas, aunque pertenecen a la familia de las palmas.

Sólo tienen unos pocos centímetros de diámetro, pero alcanzan longitudes verdaderamente extraordinarias. Las hay que llegan hasta los trescientos metros.

Son, además, de una solidez a toda prueba y sostienen incluso a bastantes hombres sin ceder.

Como todos los indios, Kammamuri era insuperable trepando y podía dar ventaja al mejor gaviero de los mares de Malasia. En pocos momentos llegó a la rama de la que pendían los calamus y se izó sobre ella, moviendo las hojas poco a poco para no atraer la atención de la peligrosa bestia.

El nido se encontraba diez metros más arriba. Como hemos dicho era una especie de plataforma de tres o cuatro metros cuadrados, compuesta de robustísimas ramas dispuestas con cierto arte.

Kammamuri esperó algunos instantes, aguzando el oído, y luego, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en la copa del durion, se agarró a otro haz de lianas y reanudó su ascensión.

Debajo, al pie del gigantesco árbol, Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik vigilaban atentamente, con las carabinas apuntadas al aire.

Cuando el maharata había ascendido cuatro o cinco metros llegó a sus oídos un sordo murmullo.

—¡Está allá arriba! —murmuró—. Con esto me basta.

Estaba a punto de dejarse deslizar, ya que había averiguado lo que quería, cuando oyó crujir las ramas de la plataforma.

El maharata se quedó rígido, apretado contra el tronco del árbol, no osando moverse ya. Estaba espantado, temiendo que la bestia de un instante a otro se le echase encima y le lanzase al vacío.

Las ramas continuaban crujiendo como si la maias se moviese en uno y otro sentido. Los murmullos no cesaban tampoco: quizá la bestia había olfateado la presencia del enemigo y comenzaba a inquietarse.

Kammamuri mantenía sus ojos fijos en los bordes de la plataforma y casi no osaba ni respirar.

De repente le pareció ver asomar una cabeza entre el follaje que se extendía por debajo del nido, pero fue una visión rapidísima.

Las ramas gimieron todavía unos instantes y luego volvió el silencio.

—¡Creía que había llegado mi última hora! —Susurró el pobre maharata—. De muy poco me hubiera servido el tarwar.

Se dejó deslizar poco a poco, procurando no sacudir la rama, y llegó felizmente al segundo haz de calamus.

Ya no tenía nada que temer, pues se encontraba bastante cerca del suelo. Se deslizó un poco más y cayó entre sus tres compañeros que le esperaban ansiosamente.

—¿Está? —inquirió Sandokán.

—Sí, patrón; está allá arriba —informó Kammamuri.

—Estaba seguro de que había vuelto a su nido. Quizás habrá subido con ella el cadáver del macho. Intentemos ver si desciende.

—¿No vamos a tomar posiciones en el pombo? —demandó Yáñez.

—Más tarde, en el caso de que no logremos sacarla de su nido. Kammamuri, para ti el honor del primer disparo, ya que has sido el primero en desafiar el peligro. ¿Ves la plataforma?

—Sé dónde se halla, señor. Bastará disparar a lo largo del tronco.

—Tira.

El maharata alzó la carabina e hizo fuego en dirección a la plataforma.

Aún no se habían apagado los ecos de la detonación cuando se oyó allí arriba un grito agudísimo y luego el aplastamiento de ramas.

Parecía como si una masa enorme se precipitase a través del follaje del gigantesco árbol.

—¡Atrás! —gritó Sandokán.

Apenas se habían alejado cuando cayó un cuerpo, con siniestro fragor, ante el árbol, y permaneció inmóvil.

—¡La hemos matado! —gritó alborozado Kammamuri.

—¡Estás loco! —Dijo Sandokán—. Todavía está allí arriba. ¿No oyes cómo ruge?

—¿Qué es, pues, lo que ha caído? —preguntó Tremal-Naik.

—Ha lanzado el cadáver de su compañero —explicó Yáñez—. Ahora descenderá: ¡Estad en guardia! ¡Estará loca de rabia!

Allá arriba se oyeron una serie de mugidos espantosos y luego una gran sombra apareció en el borde de la plataforma.

—¡No disparéis! —Recomendó Sandokán viendo a Tremal-Naik y Kammamuri alzar precipitadamente las carabinas—. ¡Haced fuego sólo a quemarropa!

La maias debía de haber divisado a sus adversarios a la luz de la luna que empezaba en aquel momento a aparecer.

Saltó a una rama más baja y luego se puso a descender aprovechando las madejas de los gomuti[36] y los calamus con rapidez fulminante.

—¡Tiene la caja! —observó Kammamuri.

—Dejadla llegar a tierra —ordenó Sandokán—. Si la suelta, perderemos la mitad de nuestras municiones. Apretaos en tomo a mí.

La maias continuaba su descenso, unas veces aullando y otras mugiendo. A unos diez metros del suelo se soltó y cayó de pie.

Había levantado la caja para servirse de ella como un proyectil, pero no tuvo tiempo de poner en práctica su amenaza.

Partieron cuatro disparos, seguidos inmediatamente de otros tres.

Acribillada a balazos, porque los aventureros habían disparado casi a quemarropa, la pobre bestia cayó de rodillas llevándose las manos a la cabeza.

No obstante, intentó levantarse de nuevo, pero le traicionaron las fuerzas y se desplomó al lado del cadáver aplastado de su compañero.

—Esta sí que es una caza verdaderamente emocionante —se entusiasmó Tremal-Naik, mientras Kammamuri se apoderaba de la preciosa caja—. La caza de tigres ataca menos los nervios.

—Es verdad —respondió Yáñez—. Estos hombres de los bosques son más terribles incluso que los rinocerontes. Sandokán y yo, durante nuestras caminatas a través de las selvas del sultanato de Varauni, nos hemos encontrado más de una vez frente a estos orangutánes y, sin embargo, jamás he logrado mantenerme tranquilo en el momento de hacer fuego.

—Amigos —dijo el Tigre de Malasia—, ahora que hemos recuperado nuestras municiones pensemos en unirnos lo más pronto posible a nuestros hombres. La noche es bastante clara y realizaremos una magnífica marcha.

—Si las fieras nos dejan tranquilos —rezongó Kammamuri—. Creo que aquí hay más que en las selvas indias.

—Hay cuatrocientos cartuchos en la caja —respondió Sandokán—. Más que suficientes para batir en retirada a elefantes, rinocerontes, tigres y panteras negras… ¡Ábrela y surtámonos!

El indio, ayudándose con el tarwar, forzó la tapa; todos se proveyeron abundantemente de municiones y volvieron la espalda a la mancha de los piper nigrum, dirigiéndose al río, decididos a bordearlo hasta el islote.