EN efecto, se hundía la barcaza, si no rápidamente, al menos de manera continuada. Amenazaba de un momento a otro volcarse a estribor, donde gravitaban los grandes cuerpos de los saurios fulminados por las terribles descargas de los cuatro valientes aventureros.
Yáñez había sido el primero en saltar al puente, sobre el que ya había por lo menos un pie de agua, y se había apresurado a adueñarse de la caja llena de municiones depositada en lo alto del cabrestante de proa.
Los restantes no tardaron en seguirle.
—¿No se hunde todavía? —se extrañó Yáñez—. Es una barcaza verdaderamente maravillosa.
—El agua continúa subiendo —observó Tremal-Naik.
—Aunque muy lentamente —añadió Sandokán—. Todavía no se han abierto los bocoyes, por lo que parece.
—Pero descendemos —evidenció Kammamuri—. Las bordas ya están bajo el agua.
—Sólo estamos a quince metros de la orilla —dijo Yáñez—. ¿Tienes miedo de atravesar un arroyuelo?
—Si estuviéramos en la otra parte no lo llamarías así, Yáñez.
—¿No me llamas nunca raja, bergante? ¡Soy el príncipe Consorte de la raní de Assam!
Una risotada siguió a la respuesta.
—¡Vaya, hermano; estás soberbio! —dijo Sandokán.
—¡Por Júpiter! El general de la artillería assamesa me reclama.
Otro golpe, seguido de un crujido metálico, interrumpió su frase, indudablemente bromista.
—Su Majestad se hunde —gritó Kammamuri—. ¡Salvemos al rajá de Assam!
—¡Que el diablo te lleve! —Vociferó Yáñez—. Un tigre de Mompracem no tiene necesidad de la ayuda de todos los indios del Indostán. Todavía no he olvidado que soy un pirata de la vieja escuela. ¿De acuerdo? Al agua, amigos.
—Espera un poco, Yáñez —le detuvo Sandokán—. Todavía no nos hemos ido al fondo.
La barcaza se elevó un momento hacia proa, osciló durante algunos instantes, dio una vuelta sobre sí misma, crujiendo siniestramente bajo el peso de las máquinas y las calderas, y luego las aguas invadieron su cubierta, corriendo sobre ella como un torrente y arrastrando los cadáveres de los gaviales.
La inmersión sólo tuvo una duración de pocos segundos, Había, sin duda, un banco bajo la barcaza y el casco se había detenido sobre el fondo arenoso, dejando sobresalir la mitad de las bordas.
—He aquí un magnífico naufragio —dijo Yáñez—. Si todos los buques que se hunden terminaran así se podría decir que los marineros son afortunados.
—Sí; cuando no hay tiburones ni gaviales —puntualizó Sandokán—. Tomemos las municiones y tratemos de ganar la costa. Hay bancos que se prolongan hacia estribor.
—Desalojemos —apremió Tremal-Naik—. Hemos permanecido demasiado tiempo a bordo de esta ruina.
—En una compañía poco alegre —añadió Yáñez—. Me parece incluso imposible haber salvado mis piernas. ¡Ah, estos ríos de Borneo…! ¡Los detesto!
—Pero estás vivo —dijo Tremal-Naik.
—Amigo, los tigres de Mompracem tienen la piel muy dura. ¿No sabes que nuestra piel ha estado sometida a prueba de cocodrilos, serpientes y gaviales?
—Parloteáis como tucanes —sentenció Sandokán.
—Te equivocas, hermano —respondió Yáñez, estallando en una ruidosa carcajada—. Los tucanes chirrían como las ruedas que jamás han sido engrasadas.
—Entonces, chirriáis como ruedas mal engrasadas y os mantenéis ociosos.
—Ya sabes que siempre he sido flemático como un inglés.
—Veamos si podemos alcanzar la orilla, sin mojar nuestras armas y la caja de municiones. Estoy impaciente por llegar junto a mis malayos.
—Y yo junto a mis súbditos —añadió Yáñez—. ¿Qué harían sin su raja?
Se habían aproximado a la borda de estribor, arrojando por encima de ella los cuerpos de los gaviales para abrirse paso.
La suerte protegía decididamente a los cuatro aventureros, porque una serie de pequeños bancos fangosos, apenas cubiertos por un pie de agua, se extendía desde el gran banco que había hecho naufragar a la barcaza.
—Podemos tomar tierra —dijo Kammamuri—. Pero ¿no habrá otros gaviales escondidos entre las cañas que cubren las riberas?
—A estas horas todos habrán escapado hacia el alto curso del río —le tranquilizó Sandokán—. Estas bestias huelen la comida a grandes distancias. No encontraríamos uno en un recorrido de veinte millas.
Esperaron a que Tremal-Naik recargase su carabina y luego descendieron al banco, que estaba formado por una espesa capa de arena que no cedía bajo el peso de un hombre.
Saltando por encima de los pequeños canales en los que el agua se precipitaba gorgoteando sordamente, los dos tigres de Mompracem y los dos indios lograron llegar felizmente a la orilla, la cual, después de una pequeña barrera de cañas, estaba cubierta por altísimos árboles que entrecruzaban estrechamente sus ramas y sus desmesuradas hojas.
Comenzaba a alborear.
Las estrellas se esfumaban rápidamente y las tinieblas, densas bajo la inmensa bóveda de vegetación, se desvanecían como por encanto, al tiempo que una luz rosácea se difundía por el cielo.
Comenzaban ya a despertarse los pájaros, y podían oírse mil gritos jocosos que saludaban la inminente aparición del astro diurno.
A través de las ramas pasaban, rápidas como saetas, las espléndidas palomas coronadas por plumas de un azul dorado; en medio de las hojas de los bananos circulaban bandas de papagayos, y bellísimas cacatúas de moño amarillo o carmesí hacían su tocado matutino; en la copa de los altísimos durion[26] los tucanes rinocerontes, llamados por los indígenas calaos, agitaban briosamente sus monstruosos picos coronados por una ridícula excrecencia cartilaginosa en forma de una pera alargada, lanzando gritos estridentes que hacían sobresaltar a los dos indios.
Una vez llegados a los primeros árboles, Yáñez y Sandokán se habían detenido, poniéndose a escuchar.
—Parece que todo está tranquilo —dijo el primero, quien, sin embargo, había armado su carabina como precaución—. ¿Temías que los dayakos nos hubieran seguido?
—Sí —confesó Sandokán—. Ya sabes lo tozudos que son los dayakos, especialmente los de tierra. Con tal de añadir una cabeza a su colección no escatiman fatigas ni peligros.
—¡Los conocemos ya hace tantos años!
—No nos conviene ponernos en seguida en marcha. Quiero asegurarme primeramente de que la selva está desierta.
—Apruebo totalmente tu prudencia, hermanito. En alguna ocasión te habrías lanzado con la cabeza baja, como un toro sediento de sangre, a través de estos árboles.
—Entonces era más joven —adujo Sandokán sonriendo.
—Señores —propuso Kammamuri—, ya que nos detenemos aquí, podríamos buscar comida. Los tucanes son excelentes. Los he comido a montones cuando mi patrón tenía su factoría en Kabatuán.
—No quiero disparos de fusil, amigo —argumentó Sandokán—. Sería peligroso atraer sobre nosotros la atención de los dayakos.
—Entonces nos contentaremos con hacer acopio de fruta, Voy a buscarla.
—No te alejes demasiado —recomendó Yáñez—. Aquí deben de abundar los tigres, las panteras blancas y las grandes serpientes.
—Conozco a esos señores y a esas señoras —respondió el maharata.
Mientras los dos tigres de Mompracem y Tremal-Naik improvisaban en la orilla del río un pequeño campamento, construyendo un pequeño attap, o sea un ligero cobertizo compuesto por unos pocos bastones y algunas monstruosas hojas de banano, el indio se adentró resueltamente en la selva, teniendo la carabina bajo el brazo, pronto a servirse de ella.
Los árboles frutales, más allá de la primera zona formada casi exclusivamente por bananos salvajes que extendían sus enormes hojas a seis e incluso siete metros por encima del tronco, abundaban de manera prodigiosa.
Había grupos de mangostanes, cargados de frutos exquisitos que se derriten en la boca como un helado y que parecen reunir el aroma de mil flores; grupos de durion cuyas ramas se curvan bajo el peso de sus frutos gruesos como la cabeza de un niño, pero erizados de terribles púas que producen heridas dolorosísimas y a veces incluso mortales; pombo que ofrecen naranjas colosales y nepelium[27] qué producen frutos llenos de una pulpa blanca, casi transparente, agridulce, alrededor de una gruesa semilla.
El maharata estaba a punto de escoger la planta más bella, cuando al volverse le pareció que veía una sombra humana pasar rápidamente entre los troncos de los árboles y desaparecer, con fulminante velocidad, en medio de un enorme montón de piper nigrum[28].
—¿Un dayako? —se preguntó, armando rápidamente su carabina—. El capitán tenía razón al detenerse.
Estaba a punto de avanzar unos pasos cuando oyó un silbido extraño. Instintivamente bajó la cabeza y se arrojó detrás del tronco de un glugo, creyendo que le habían lanzado alguna flecha.
No oyendo, al pasar algunos minutos, ningún rumor más, se separó del tronco protector y miró a su alrededor.
—Nada —dijo para sí—. Y, sin embargo, juraría por Siva y Brahma que ha pasado un dardo por encima de mi cabeza.
Observó atentamente los troncos cercanos y tuvo que convencerse de que no se había lanzado ninguna flecha.
—¡Esto es muy extraño! —pensó—. Retirémonos y vayamos a avisar al capitán.
Comenzó a retroceder lentamente, teniendo siempre los ojos fijos en el enorme grupo de piper nigrum, temiendo ver salir de él, de un momento a otro, a algún grupo de aquellos famosos cortadores de cabezas; así llegó al margen de la selva.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik estaban sentados bajo el attap[29], fumando tranquilamente y charlando.
—¿Has encontrado comida? —preguntó el portugués viendo aparecer antes de lo previsto al maharata.
—Vuelvo sin ni siquiera una banana —respondió Kammamuri.
—Sin embargo, en esta gran selva no debe de faltar la fruta.
—En efecto, abunda, señor; pero los dayakos no permiten recogerla.
—¿Los dayakos? —inquirió Sandokán alzándose—. ¿Ya están aquí, Kammamuri?
—He visto una sombra humana que pasaba ante mí a menos de cincuenta pasos y fíe oído también el silbido de una flecha dirigida probablemente contra mí.
—¿Dónde?
—Al otro lado de esa espesa vegetación.
—¡Por Júpiter! —Se exaltó Yáñez, también puesto en pie—. ¿Habrá algún espía de la tribu que nos ha hecho cara? Es preciso no dejarlo escapar.
—¿Está lejos el lugar? —preguntó Sandokán.
—Apenas a quinientos metros.
—Recoge la caja de municiones y guíanos en seguida, Kammamuri. Si ese bribón va a dar la alarma, antes de la noche tendremos encima centenares de cortadores de cabezas.
Derribaron el attap para que no quedase ninguna huella de su parada, y se adentraron en la selva, deteniéndose di vez en cuando detrás de los troncos de los árboles para observar y escuchar.
Del suelo surgían raíces monstruosas, que culebreaban en todas las direcciones y, entrelazándose con los rotang Y los calamos, hacían difícil el avance.
De las hojas escapaban enjambres de dracos[30], bellos lagartos voladores, de no más de veinte centímetros de largo, con la cola aplastada, que infestan las selvas de Borneo.
Como están provistos en sus costados de una especie de paracaídas, formado por una membrana que extienden en el acto de comenzar el salto, pueden recorrer trayectos de veinticinco a treinta metros.
Sandokán, que iba a la cabeza del pequeño destacamento, observaba atentamente, además de los lagartos, también los pájaros, papagayos, cacatúas y argus[30a] gigantes, bellísimas aves de la familia de los faisanes, con una cola desmesurada, y parecía asombrado de verlos tan tranquilos.
—Si hubiera hombres emboscados, no se quedarían aquí a cantar —argumentó—. ¿Qué has visto, Kammamuri?
Avanzando lentamente, con infinitas precauciones, llegaron finalmente ante la gigantesca mancha de vegetación formada por piper nigrum dentro de la cual debía de haberse escondido el dayako divisado por el indio.
Esas plantas que producen la pimienta salvaje, no peor que la otra, son trepadoras como las viñas, a las que se asemejan, y forman agrupaciones enormes, ricas en racimos que tienen bayas rojas no más gruesas que un guisante, y son tan espesas que a veces es difícil atravesarlas.
—¿Estaba ahí dentro ese hombre? —preguntó Sandokán a Kammamuri.
—Sí, capitán —afirmó el maharata.
—Rodeemos el grupo y hagámosle salir de su escondrijo… Tú, Yáñez, ve por la izquierda junto con Tremal-Naik; yo iré por la derecha con Kammamuri. Si el hombre intenta escapar, haced fuego sin misericordia.
—Preferiría hacerlo prisionero —manifestó Yáñez—. Podríamos hacerlo hablar y saber así si es el raja del lago el que nos lanza encima toda esta legión de demonios furibundos. Ven, Tremal-Naik, y pon atención para no recibir ninguna flecha. El upas no perdona y nadie puede salvar al hombre que recibe un dardo envenenado. Cinco minutos de agonía y luego la partida para el otro mundo.
Se separaron, tomando diversas direcciones.
La mancha de vegetación cubría un centenar de metros cuadrados de superficie y en su centro se erguían cuatro o cinco durion de enorme y altísimo tronco, cargados de frutos enormes y erizados de formidables pinchos, proyectiles peligrosísimos incluso para hombres que llevan sombreros de paja muy amplios y muy espesos.
Yáñez, después de haber recorrido treinta o cuarenta pasos, se detuvo en el borde de aquel enorme agrupamiento de sarmientos e intentó adentrarse en él.
De repente Tremal-Naik, que se había detenido algunos metros atrás, manteniendo la carabina en sus brazos para estar más dispuesto a protegerlo, lo vio retroceder bruscamente.
—¿Qué has visto? —le pregunta.
—¡Kammamuri no se ha engañado! —respondió el portugués, empuñando rápidamente el fusil.
—¿Está ahí en medio el hombre?
—He visto cómo se agitaban los sarmientos en la proximidad de los durion.
—¿Intentará huir ese dayako?
—Están Sandokán y Kammamuri al otro lado y no lo dejarán escapar sin saludarlo con un par de tiros.
—¿Era un hombre?
—No he podido verlo.
—¿Qué quieres hacer?
—Penetrar en el grupo de árboles —respondió Yáñez resueltamente— y alcanzarlo o abatirlo.
—No será fácil atravesar ese caos de vegetación. Una jungla india no es tan espesa.
—Con un poco de paciencia lo lograremos. La guerra de emboscadas no es por cierto muy agradable ni fácil, pero aquí se combate de otra manera. Borneo es el país de las asechanzas y las sorpresas. Cuida bien dónde pones los pies: puede haber serpientes entre este follaje.
—Soy amigo de las serpientes —respondió el indio.
Yáñez pasó por debajo de las plantas sarmentosas manteniendo una mano en el gatillo de la carabina, para que ninguna rama pudiera dispararla, y avanzó cautelosamente en medio de aquella masa de intrincada vegetación.
Tremal-Naik lo seguía a dos pasos de distancia, mirando sin descanso a derecha e izquierda, para vigilar sus flancos y prevenir algún tiro de cerbatana.
De vez en cuando Yáñez se detenía, poniéndose a escuchar, y luego reanudaba la marcha sin hacer ruido.
Acostumbrado a las caminatas a través de los espesísimos bosques de la gran isla, que tantas veces había atravesado junto con Sandokán y los tigres de Mompracem, podía aventajar en ello incluso a los sanguinarios dayakos.
Cuando había recorrido cuatrocientos o quinientos metros se detuvo, reteniendo a duras penas una exclamación:
—¡Qué gran chasco!
—¿Qué has dicho? —preguntó Tremal-Naik.
—Que Kammamuri se ha equivocado.
—¿Por qué?
—Estamos dando caza a un hombre de los bosques en lugar de a un dayako.
—No te comprendo.
—Es un maias lo que ha visto, y no un hombre.
—¿Uno de esos feos orangutánes?
—Sí, Tremal-Naik.
—Es fácil confundirlos con auténticos salvajes.
—No digo lo contrario.
—¿Lo has visto?
—Se ha refugiado en medio de ese grupo de durion que surge en el centro de la mancha de vegetación.
—Volvamos atrás y avisemos a Sandokán y Kammamuri —propuso el indio—. No tenemos tiempo que perder, ni tenemos que exponernos a peligros, especialmente en estos momentos.
—También yo lo creo así —respondió el portugués—. Que vaya a hacerse matar por los dayakos.
Estaban a punto de volver sobre sus propios pasos, no teniendo nada que ganar en una lucha contra aquellos formidables simios, cuando llegó un grito a sus oídos:
—¡Socorro, capitán!
—¡Kammamuri! —exclamaron a dúo el portugués y el indio, palideciendo.
Se oyó un disparo de carabina, luego otro, disparados desde la parte opuesta del gigantesco grupo de árboles, y luego nada. Sólo silencio.
—¡Corramos, Tremal-Naik! —apremió Yáñez.
Intentaron lanzarse a la carrera, pero pronto se vieron obligados a menguar su furia, ya que los sarmientos, unidos con los robustísimos rotang, oponían una increíble resistencia y no cedían ante los choques.
Afortunadamente, en un sitio u otro existían pequeños pasos, que permitían a una persona poderse adentrar sin excesiva dificultad, a condición de que no tuviera demasiada prisa.
Luchando contra todos estos obstáculos, los dos aventureros en menos de un minuto pudieron llegar hasta el grupo de los durion.
A sus ojos se ofrecía un espectáculo terrorífico.
En una de las ramas bajas de aquellos árboles enormes estaba Kammamuri, blandiendo uno de esos cuchillos indios de hoja curva y alargada, llamados tarwar[31], y frente a él un monstruoso simio, de casi un metro y medio de altura, amplia faz, pecho enormemente desarrollado, cuello corto y rugoso provisto de un saco que la bestia puede hinchar a voluntad, ojos pequeños, hocico alargado y el cuerpo cubierto por un pelo más bien escaso, enmara* nado y de color rojizo oscuro.
El maharata, con las piernas estrechando la rama, amenazaba al monstruo, lanzando cuchilladas en todas las direcciones y gritándole en el morro:
—¡Canalla! ¡Te mato!
El maias lanzaba agudos silbidos, que a veces se cambiaban en aullidos espantosos, semejantes a los de una ternera aterrorizada, y alargaba sus enormes brazos vellosos intentando aprehenderlo y clavarle en la cara sus uñas. ¡Ay de él si hubiera logrado cogerlo! Porque los orangutánes de Borneo, igual que los gorilas del continente africano, poseen una fuerza tan prodigiosa que pueden luchar con ventaja contra veinte hombres y arrancar de un solo golpe las mandíbulas a los gaviales, que son sus enemigos mortales.
—¡Aguanta, Kammamuri! —gritó Yáñez, que había sido el primero en llegar ante el grupo de los durion. Estaba a punto de levantar su carabina cuando a poca distancia resonaron dos disparos.
El maias, alcanzado, se irguió de repente aullando horriblemente, aullido que resonó por mucho tiempo bajo la bóveda de follaje, y luego se agarró al tronco del árbol y desapareció con la rapidez del rayo en medio de la espesa hojarasca.
—¡Sandokán! —llamó Yáñez.
—Heme aquí —respondió el Tigre de Malasia deslizándose entre los piper nigrum y los rotang. Su carabina humeaba todavía.
—¡Nada de dayakos! —Exclamó el jefe de los piratas de Mompracem—. Los prefiero a estas bestias. ¡Eh, Kammamuri! Puedes bajar.
El maharata había abandonado ya la rama y se deslizaba por un grupo de nepentes.
—¡Ah, patrón! —murmuró el pobre diablo, que se había vuelto grisáceo, es decir, palidísimo—, ¡qué bestia tan fea…! Me he enfrentado varias veces con los tigres de la jungla negra, cocodrilos, pitones, incluso rubdira mandali[32], cuyo mordisco hace sudar sangre, pero jamás he experimentado una emoción semejante.
—Te había dicho que no te alejases de mí —le recordó Sandokán—. Sospechaba a medias que, en vez de un dayako, se trataba de un maias. Abunda en estas selvas.
—¿Te ha subido al árbol? —preguntó Tremal-Naik.
—Me ha asido como si fuese una pluma, poniéndome bajo su axila derecha, pero no estaba solo.
—¿Cómo? ¿Eran dos? —quiso saber Yáñez.
—Sí, capitán. He hecho fuego sobre ambos sin alcanzarlos, según parece; luego, mientras uno se llevaba la caja de municiones, el otro me transportó al árbol. Había perdido la carabina y menos mal que conservaba el tarwar indio, Al sentir que le pinchaba los brazos, el monstruo me soltó, así que pude refugiarme en esa rama donde me habéis encontrado.
—¿Y el que ha cogido las municiones? —se interesó Sandokán.
—Se ha escapado por el durion y no lo he visto más.
—¿Sería la hembra del maias, Sandokán? —preguntó Yáñez.
—Estoy seguro.
—No podemos dejarle la caja. Para nosotros ahora las municiones valen más que los diamantes.
—Así lo creo yo también —manifestó el Tigre de Malasia.
—Es necesario recuperarla.
—Y la recuperaremos, Yáñez. Somos cuatro y podemos disponer de ocho balas. Kammamuri, ve a buscar tu carabina.
—No debe de estar muy lejos, capitán —observó el indio.
—Cuida de no tener otro encuentro.
—Tengo mi tarwar.
Mientras el maharata se alejaba, Sandokán miró hacia el durion, en medio de cuyas frondas había desaparecido el orangután después de haber recibido aquellos dos disparos. Era un árbol de dimensiones más que extraordinarias, con un tronco derecho y liso, con poquísimas ramas en su base y muchísimas, por el contrario, en la copa, que formaba una especie de sombrilla.
Son árboles que se encuentran a menudo en las selvas de Borneo y, como hemos dicho, dan frutos gruesos como la cabeza de un niño y están erizados de pinchos agudísimos, duros como el acero, que producen heridas dolorosísimas y a veces incurables.
Generalmente tienen forma oblonga, con cáscara verde amarillenta, reticulada, que se separa fácilmente cuando el fruto ha llegado a su madurez, dividida en cinco segmentos, cada uno de los cuales contiene varias simientes desarrolladas en una pulpa blanca cubierta de película. Estas simientes son comestibles, pero los europeos que las prueban por primera vez experimentan una repugnancia invencible, ya que exhalan un insoportable olor a ajo y queso podrido. ¡Pero qué gusto se experimenta cuando se logra vencer tal repugnancia! El mejor helado no resiste la comparación.
Lo extraño es que los perros se muestran golosísimos ante estos frutos y tampoco las fieras los desdeñan.
—Estaba seguro de que no me engañaba —dijo Sandokán, después de haber rodeado el árbol, ampliando su investigación—. Los maias tienen el nido arriba.
—¿Un nido? —se asombró Tremal-Naik.
—Y muy alto.
—¿Se divisa?
—Sí, si te alejas. Se encuentra a unos veinte metros del suelo.
—¿Lograremos sacarlos de su nido? —preguntó Yáñez.
—No dejaré en sus manos la caja de municiones —afirmó Sandokán.
En aquel momento reapareció Kammamuri.
—¿Has encontrado tu carabina? —Se interesó Tremal-Naik.
—Hela aquí, patrón —contestó el maharata recogiéndola del suelo.
—¿Está en buen estado?
El indio estaba a punto de responder cuando Yáñez dio un salto, gritando:
—¡Fuera! ¡En guardia! Si nos alcanzan no iremos lejos.