HACIA el crepúsculo del día siguiente la barcaza de vapor retornaba a la bahía de Malludu, llevando a Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik, Kammamuri y quince malayos.
Para todos ellos fue apenas soportable la noticia de que el yate había saltado en pedazos junto con Nasumbata, chitmudgar y los dos malayos de guardia, porque no podían saber exactamente cómo habían ocurrido las cosas.
Los cuatro hombres, después de haber interrogado a malayos e indios, se habían reunido en la playa mirando hacia el lugar que veinticuatro horas antes ocupaba el yate.
—Bien, Yáñez —habló Sandokán, que parecía un poco preocupado—, ¿qué dices de este inesperado desastre?
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués, que no parecía menos impresionado ni menos sorprendido—. Me pregunto si estás seguro de todos tus hombres.
—¿Cuándo estabas con los tigres de Mompracem creíste que pudiera haber algún traidor?
—Nunca, hermano. Para ellos tú has sido siempre una especie de semidiós.
—Entonces, si ha habido un traidor, no debes buscar entre mis malayos —aseguró Sandokán.
—Es lo que pensaba en este momento —respondió Yáñez.
—¿Estabas seguro de tu chitmudgar?
—¡Fíate de estos indios! Cuando crees que te son fidelísimos, te la juegan, ¡y cómo…!
—Entonces prefiero a mis malayos y mis dayakos.
—¡Eh!, que me parece que un dayako te ha dado ya quebraderos de cabeza.
—¡Era un falso dayako!
—Yo no sé si era falso o no. Sólo sé que el yate ha saltado por los aires y que nuestro querido Nasumbata ha desaparecido.
—Ha volado con el yate…
—¿Quién te lo asegura, Sandokán?
—¿Dudarías de ello?
Yáñez puso una mano sobre el hombro derecho del Tigre de Malasia y le dijo, sonriendo:
—Hermano, antes eras más desconfiado.
—¿Qué quieres decir, Yáñez?
—Que ese bribón de chitmudgar y Nasumbata nos la han jugado.
—¿Por qué motivo? —preguntó Tremal-Naik—. Tu mayordomo te tenía afecto, o por lo menos lo parecía.
—Por lo menos lo parecía —repitió Yáñez—. Bien dicho.
—¿Tenías alguna duda de él? —inquirió Sandokán.
—Ninguna hasta ayer por la mañana, pero ¿quién es capaz de comprender el corazón de los indios? Lo he intentado varias veces y sólo he logrado comprender el de dos: el de Tremal-Naik y el de Kammamuri.
—¡Ah, Yáñez! —exclamó Tremal-Naik, riendo.
—Tienes razón —dijo Sandokán—. Entonces, ¿adónde quieres ir a parar?
—A que no veo absolutamente claro este asunto del yate.
—¡Yo sí lo veo!
—¿Qué quieres decir, Sandokán?
—Que ha saltado por los aires y que ahora se encuentra a quince metros bajo el agua.
—Por conclusión, hermano.
—Pero evidentísima.
—No lo niego —concedió Yáñez.
—¿Estaba bien provista tu caja?
—No contenía más que siete u ocho mil rupias.
—Que habrán pasado al bolsillo de tu fiel chitmudgar.
—Es probable, Sandokán.
—Entonces lleguemos a una conclusión.
—Tú primero.
—Ahora que tu yate ya no existe, podemos desdeñar la protección del pequeño sultán de Labuk, puesto que mi barcaza y mis praos pueden ascender cómodamente por el Malludu. Ahorraremos camino y estaremos incluso más seguros.
—¿Sabes dónde acaba ese río?
—Lo ignoran incluso los dayakos. Pero sé que se adentra en la isla y que su curso no es corto. A bordo de nuestras embarcaciones podremos defendernos mejor y evitar sorpresas desagradables. Si, como supongo, el raja del lago ha sido ya advertido de nuestros proyectos, no dejará de dificultarnos la marcha con todos los medios a su alcance, y tú sabes lo peligrosas que son estas espesas selvas.
—Nunca me han agradado las emboscadas —dijo Yáñez—. He preferido combatir siempre al descubierto.
—Y yo, que soy hijo de la jungla, pienso como tú —añadió Tremal-Naik.
—Entonces podremos partir —decidió Sandokán—. No dejemos tiempo al raja del lago para organizar la defensa.
—¿Y la kotta que has conquistado?
—No nos puede servir, Yáñez —respondió el Tigre de Malasia—. Está demasiado lejos del lago.
—Pienso que podría servirnos de punto de apoyo en el caso de que nos viéramos obligados a batirnos en retirada. Cincuenta hombres, guiados por nosotros y bien armados, pueden ser suficientes para desbaratar a los súbditos de ese bergante.
—Quizá no estés equivocado. Encarguemos a Sambigliong que mantenga la fortaleza con una veintena de hombres. Vamos, apresurémonos.
En seguida se dieron las órdenes a los malayos y a los indios y se mandó un correo a Sambigliong, para que enviase a la costa una decena de sus hombres y defendiese la kotta hasta la vuelta de la expedición. A mediodía, después de la comida, la barcaza remolcaba los praos dirigiéndose lentamente hacia el Malludu, amplio curso de agua aún no explorado, pero que se adentra centenares de millas en la inmensa isla. Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik habían ocupado su lugar en la barcaza, la cual, como estaba provista de puente, no carecía de camarotes, mientras los praos, que eran pequeños veleros, estaban totalmente desprovistos de ellos. Los malayos se contentan generalmente con el attap[19a], pequeño cobertizo que se erige entre los dos árboles del trinquete mayor, y que basta para abrigarlos de aquel clima calurosísimo interrumpido por furiosos aguaceros. A las dos la escuadrilla llegaba a la desembocadura del río, bastante amplia, aunque sembrada de innumerables bancos de arena cubiertos por una soberbia vegetación, y comenzaba la ascensión sin haber notado a su alrededor nada extraordinario.
Los dayakos que habían asaltado el yate no se habían dejado ver más, quizás por miedo a sufrir otra derrota más desastrosa. Sin embargo, su ausencia no daba seguridades a Sandokán ni tampoco a Yáñez. Ambos estaban casi seguros de volverlos a ver en algún lugar, ya que conocían el carácter vengativo de aquellos indomables isleños.
—Si Nasumbata no ha saltado con el yate, los azuzará contra nosotros —había advertido Sandokán.
Rebasada la barra sin haber visto a ningún ser viviente, ya que las costas septentrionales de Borneo están muy poco pobladas por causa de las incesantes correrías de los piratas, flotilla avanzó por el río.
El curso de agua, de una anchura de unos doscientos metros, se desarrollaba mostrando sus orillas cubiertas por inmensos bosques, que formaban como dos paredes impenetrables, dada la espesura de la vegetación.
A derecha e izquierda se erguían inmensas arengas saccharifera, bananos monstruosos que avanzaban sus espléndidas hojas en todas direcciones, cavoli palmisti[20], pombo cargados de naranjas, tan gruesas como la cabeza de un niño, mangostanes[21], cedros gigantescos y también abundantes upas, los árboles que esconden bajo su corteza el veneno que no perdona y del que los dayakos se sirven para mojar las puntas de sus flechas.
Loros rojos, cacatúas blanquísimas con un bello mechón amarillo y terengulones de dorso color de esmeralda, el vientre amarillo dorado y la cola azul, saltaban de rama en rama y entre los rotang, mientras en las copas parloteaban ruidosamente turbas de papagayos de plumas multicolores.
—¡He aquí un verdadero paraíso para los cazadores! —observó Yáñez, que estaba sentado en la proa de la barcaza haciendo gran consumo de cigarrillos—. ¡Qué lástima tener tanta prisa!
—Ya tendrás tiempo para desfogarte más tarde —respondió Sandokán, que estaba a su lado—. Este río no debe de ser muy largo y nos veremos obligados a dar un largo paseo por la selva. El lago está lejos.
—¿Y qué haremos de los praos y la barcaza? —preguntó Yáñez con evidente preocupación.
—El país está poco poblado y siempre encontraremos algún lugar para esconderlos. ¿No te acuerdas cuando llegamos a Labuan? Siempre hemos vuelto a encontrar nuestras embarcaciones.
—¡Con tal de que no nos espíen!
—¿Y quiénes?
—A ese maldito Nasumbata lo tengo siempre ante mi vista.
—No tenemos ninguna prueba de que todavía esté vivo.
—La explosión del yate no me ha dejado convencido. Es imposible que haya saltado por sí mismo.
—Nasumbata tenía una pierna rota, Yáñez.
—Puede haber tenido cómplices.
—Sí, tu chitmudgar.
—Sin embargo me resisto a creer que ese hombre me haya traicionado. Y además ¿con qué objeto? No puede conocer al raja del lago, porque jamás ha estado en Borneo.
—Esto es un misterio, amigo mío, que quizás un día aclaremos. De que hay algún traidor estoy más que seguro. Que sea Nasumbata u otro no lo sé. Esperemos y veamos.
En aquel momento un agudo grito se elevó de la orilla izquierda, seguido por un ruido que parecía producido por el golpear de un gigantesco tam-tam. Sandokán y Yáñez se habían levantado inmediatamente, asiendo las carabinas que estaban apoyadas en la borda, al alcance de la mano.
Los malayos e indios los habían imitado en seguida, apuntando al mismo tiempo las espingardas hacia las dos orillas.
—¿Qué sucede, amigos? —preguntó Tremal-Naik corriendo hacia la proa.
—¿Ha sido algún animal el que ha proferido ese grito?
—Sí, un animal que luego se divierte tocando el tam-tam —ironizó Yáñez—. ¿No has visto jamás en tu jungla negra bestias tan extraordinarias?
—No, de verdad —respondió el indio—. ¿Habrá sido alguna señal?
—¡Ciertamente! —Afirmó Sandokán—. Apostaría un prao contra una simple canoa a que los dayakos que nos han presentado batalla han desembarcado en la desembocadura del Malludu antes que nosotros y ahora nos siguen marchando a través de los bosques.
—No me asombraría —dijo Yáñez—. Si quieren asaltarnos, tendrán que echarse a nadar.
—Nos esperarán en las orillas.
—No tenemos ninguna necesidad de desembarcar.
—Te equivocas, Yáñez.
—¿Por qué, Sandokán?
—Nuestras provisiones de carbón no durarán más de cuarenta y ocho horas y, si queremos seguir adelante, nos veremos obligados a descender a tierra para buscar leña.
—¡Por Júpiter! No había pensado en este inconveniente. Afortunadamente, somos numerosos y, aunque hemos perdido el yate, no nos faltan las armas pesadas.
—¡Calla! —exclamó en ese momento Tremal-Naik.
Se había dejado oír de nuevo un grito agudísimo, seguido una vez más por aquel ruido extraño que parecía producido por un gran martillo que se dejase caer con todas las fuerzas sobre una chapa de cobre o bronce.
—Este fragor viene ahora de la orilla derecha —apreció Yáñez—. Los bribones se dan respuesta.
—¡Y señalan nuestra presencia! —añadió Sandokán.
—¿Estarán preparando alguna asechanza? —preguntó Tremal-Naik.
—Ciertamente, no pasaremos la noche tranquila —contestó Sandokán—. Parece como si estuviesen resueltos a presentarnos batalla antes de que nos adentremos en las tierras del raja del lago. Afortunadamente los dayakos no poseen más que pésimas armas de fuego y sus cerbatanas sólo tienen un alcance limitado… ¡Eh, maquinista, si es posible apresura la marcha! No hagas demasiadas economías de carbón. Hay selvas inmensas para quemar sin pagar una rupia.
La barcaza avanzaba con regular velocidad, aunque remolcaba a los praos, manteniéndose siempre en medio del río para evitar cualquier sorpresa, pero no tardó en acelerar su marcha.
Las orillas se mantenían siempre cubiertas de árboles de dimensiones extraordinarias, envueltos en tupidas redes de rotang y nepentes, en medio de las cuales, de vez en cuando, hacían acto de presencia los sciamang, los simios más horrendos de las grandes islas de Malasia, que tenían la frente huidiza, los ojos extraordinariamente hundidos, la nariz ancha y aplastada, grandísima la boca y la garganta provista de un papo monstruoso que sólo se dilata cuando la bestia se pone a gritar.
Por el contrario, tienen la pelambre bellísima, de un negro intenso que se alarga por debajo de las ancas.
Tan insolentes como los otros cuadrúmanos, se divertían haciendo muecas y lanzando sobre el puente de la barcaza y sobre los praos fruta podrida y ramas que rompían con sus agudos dientes.
También de vez en cuando hacían su aparición los volátiles, atravesando el río con velocidad fulminante. En su mayor parte eran espléndidos tucanes[22], de enorme pico amarillo, que culmina en una especie de acento, los cuales saludaban a los navegantes con gritos estridentes, que hacían sobresaltarse a Tremal-Naik y Kammamuri. El sol estaba ya a punto de desaparecer detrás de los altísimos árboles que formaban, hacia poniente, una barrera casi insuperable, cuando por tercera vez se dejaron oír el grito y el ruido que habían alarmado a Sandokán y Yáñez.
Simios y aves habían escapado de repente, desapareciendo en las profundidades de la selva.
—¡Por Júpiter! —Exclamó Yáñez—. ¿Nos irán a ofrecer un concierto los dayakos?
—Sí, pero a base de escopetazos —respondió Sandokán, que observaba atentamente las dos orillas—. Esos bribones nos siguen, corriendo como babirusas.
—¿Creerán que nos espantan con sus formidables sones? Nosotros también hemos visto instrumentos musicales que arrancan gritos de dolor a quien los oye. ¿Y si probásemos a hacer cantar a tu ametralladora, hermano? Dispara en abanico: se podrían alcanzar las dos orillas.
—¿Para masacrar inútilmente los rotang y los nepentes? No, Yáñez, no malgastemos las municiones.
—Sin embargo, estas señales me irritan.
—Antes eras más prudente.
—Entonces no era raja —respondió el portugués riendo.
—¿Son, pues, tan fácilmente irritables los príncipes indios?
—Así parece, hermano. Es, probablemente, cuestión de ambiente.
—Trata de ser todavía un tigre de Mompracem y…
Sandokán se interrumpió bruscamente viendo al portugués alzarse, con un salto de pantera, hacia la borda de la proa de la barcaza.
—¿Qué te pasa, hermano? —preguntó Sandokán, viendo a Yáñez arrojar rápidamente al río el cigarrillo que estaba fumando y empuñar el fusil.
—Quiere ofrecernos un asado de simio —dijo Tremal-Naik.
Yáñez no respondió. Parecía que con el cañón de su carabina seguía algo que se desliaba entre la vegetación de la orilla derecha.
—¡Ha desaparecido! —Dijo con desánimo, bajando el arma—. ¡Qué astutos son estos dayakos! Serían capaces de competir con los cuadrúmanos en cuanto a agilidad.
—¿Qué has visto, pues, Yáñez? —interrogó Sandokán, que había armado precipitadamente su carabina de dos cañones, mientras cuatro malayos se habían abalanzado hacia la ametralladora.
—Una sombra deslizarse a través de los rotang.
—¿Una sombra humana?
—¡Por Júpiter! ¡No tengo ojos de gato! El sol se ha ocultado ya y no es fácil distinguir lo que se mueve en las orillas del río.
—Entonces puedes haber confundido un maias con un hombre —dijo Sandokán.
—¿Qué es un maias? —se mostró curioso Tremal-Naik.
—Un orangután, alto como una persona y peligrosísimo.
—¡También él es músico! —dijo Yáñez—. Estos bosques son maravillosos. ¡Producen música las hojas, los frutos, los troncos e incluso las flores! Comienzo a hartarme de estos conciertos misteriosos.
—Y yo tanto como tú, Yáñez —se solidarizó Sandokán.
—Mientras se contenten con hacernos oír silbidos y golpes de tam-tam, dejémosles en paz —dijo Tremal-Naik—. No son peligrosos.
—¿Y ese disparo? —inquirió Yáñez.
En la selva de la orilla izquierda había resonado un arcabuzazo y se había oído silbar una bala por encima de ellos.
Sandokán gritó:
—Fondead anclas y manteneos dispuestos a hacer tronar las espingardas y la ametralladora.
La barcaza de vapor se detuvo inmediatamente describiendo una media virada a babor.
Los malayos y los assameses se habían lanzado a las bordas sobre las que se habían colocado los petates enrollados apretadamente.
Las anclas se habían fondeado con rapidez fulminante y se había hecho un profundo silencio a bordo de las embarcaciones inmovilizadas en medio del río.
Solamente se oía el murmullo de la corriente que espumeaba alegremente entre las plantas que crecían por sus orillas.
—Este silencio no me tranquiliza en absoluto —confesó Yáñez a Sandokán.
—Tienes razón, amigo. Se diría que esconde alguna traición.
—Y, sin embargo, no se ve avanzar ninguna barca o prao.
—Esperan el momento oportuno para echársenos encima.
—Estos condenados ríos de Borneo son siempre peligrosos. He pasado algunos momentos apurados cuando remontaba el Kabatuán para ir a libertar a Tremal-Naik y Darma; y también allí se sucedían las traiciones.
—Este es el verdadero país de los traidores —respondió Sandokán.
—¿Qué hacemos, pues?
—Esperemos.
—Esto es aburrido, Sandokán.
—No quiero arriesgar mi barcaza en esta oscuridad y correr el peligro de destrozarla contra cualquier roca.
—¡Calla!
—¿Otro grito?
—No: escucha atentamente. Son los ladridos de un perro.
—¿Y qué es, pues, ese fragor?
Hacia el curso alto del río habían oído como una zambullida que parecía producida por la caída de algún árbol gigantesco.
—¿Habéis oído? —preguntó Tremal-Naik aproximándose a los dos piratas.
—Puede que no signifique nada —comentó Sandokán—. En las grandes selvas los árboles viejos caen con frecuencia.
—¡Hum! —dudó Yáñez, moviendo la cabeza—. ¿Han de caer justamente en el río?
Estaba a punto de responder Sandokán cuando se oyeron otras dos o tres zambullidas.
—¿Se están precipitando selvas enteras en el Malludu? —se preguntó Yáñez—. El asunto me parece bastante extraño.
—¡Sapagar! —gritó Sandokán.
—Aquí estoy, capitán —respondió el malayo precipitándose a proa.
—Toma dos hombres y sondea atentamente el río.
—¿Reanudamos la marcha? —apuntó Yáñez.
—Avanzaremos a marcha lenta —respondió el Tigre de Malasia—. No debemos permanecer aquí sin hacer nada mientras nuestros enemigos quizás están preparándonos alguna sorpresa. Esos árboles deben de ser cortados por los parang y los kampilang de los dayakos.
—¿Con qué objeto? —se interesó Tremal-Naik.
—Quizás con la intención de cortarnos el paso o de construir balsas. ¡Maquinista, avanza lentamente! Y vosotros, malayos e indios, estad preparados para abrir fuego.
—Entonces podemos fumar otro cigarrillo —dijo Yáñez, sentándose en la borda con la carabina entre las rodillas—. ¿Quién sabe si luego no tendremos tiempo? La barcaza había reanudado su marcha remolcando a los praos. Sin embargo, avanzaba con extrema prudencia, mientras Sapagar y sus dos hombres sondeaban el fondo del curso de agua. Solamente resonaba a bordo la voz del lugarteniente del Tigre de Malasia.
—Siete pies… Nueve pies… Timonel, la barra a estribor…, bancos a babor…, ¡adelante!
En la parte alta del río continuaban las zambullidas en un crescendo impresionante. Parecía que centenares de parang y de kampilang trabajaban rabiosamente contra los árboles de las dos orillas. De vez en cuando cesaban aquellos ruidos ensordecedores durante unos minutos y luego los grandes troncos Volvían a precipitarse en mayor número todavía.
—¿Qué quieren hacer, pues, esos bribones? —preguntó Yáñez, que empezaba a perder su calma habitual—. Me gustaría saberlo.
—Tratan de impedirnos el paso: esa es mi opinión —adujo Tremal-Naik.
—El río es ancho, amigo, y se necesitarían demasiados árboles para hacer la navegación imposible a una barca de vapor. Pasaremos de todas formas y les daremos…
Una orden seca lanzada por Sapagar le cortó la palabra.
—¡Maquinista, detente!
La hélice cesó inmediatamente de funcionar mientras la barcaza se desviaba a babor, amenazando con lanzarse contra los praos.
—¡Abajo el ancla! —gritó Sandokán, quien, afortunadamente, se había dado cuenta del peligro.
Se fondeó a proa un ancla y sus uñas se sujetaron sólidamente en el lecho fangoso del río.
—¡Eh, Sapagar!, ¿has visto al diablo? —preguntó Yáñez.
—Los troncos comienzan a descender en gran número, señor —explicó el malayo.
—Dejad los fusiles y tomad las pértigas y los remos —vociferó Sandokán—. ¡Atentos a los choques!
Las tripulaciones apoyaron las carabinas contra las bordas y se proveyeron de pértigas de madera y remos, para alejar los árboles que arrastraba la corriente, bastante fuerte en aquel lugar.
Un enorme tronco capitaneaba una veintena de otros menores amenazando hundir la barcaza y los pequeños veleros, los cuales también habían anclado.
Diez o doce malayos se habían precipitado a proa de la barcaza de vapor para rechazar aquellos peligrosísimos obstáculos, cuando una andanada de flechas pasó por encima de los puentes, seguida por algunos arcabuzazos.
—¡Ah, los bergantes! —Gritó Yáñez, que se había protegido inmediatamente tras la borda—. ¡Este ataque no me lo esperaba!
Agarrados a las ramas de los árboles, con sus cuerpos sumergidos casi hasta la cintura, numerosos dayakos intentaban acercarse a los pequeños veleros y abordarlos por sorpresa.
Los malayos e indios, pasado el primer instante de estupor, se habían lanzado hacia sus carabinas, mientras la ametralladora, manejada con fulminante rapidez por el Tigre de Malasia, comenzaba a hacer oír sus secas detonaciones.
Por doquier resonaban gritos espantosos: en medio del río, en las orillas, bajo la selva, acompañados por disparos.
Era un ataque en plena regla el que intentaban los dayakos.
—¡Levad anclas! —ordenó Sandokán, dominando con su voz metálica y resonante aquel griterío infernal—. ¡A todo vapor, maquinista! Sapagar, tú sigue con el sondeo.
—Comienza a hacer calor —afirmó Yáñez, armando su carabina—. ¡Malditos diablos!
Los troncos continuaban llegando en número extraordinario. Eran verdaderamente árboles completos, en su mayor parte pombo, Arengas saccharifera, mangostanes y cosnarinas de dimensiones colosales, y entre sus ramas se ocultaban los asaltantes, prontos para lanzarse al abordaje de la flotilla.
Mientras la barcaza continuaba el remolque, describiendo bruscos zigzags para evitar los choques de aquellos colosos y para mantener alejados a los dayakos, los indios malayos disparaban a mansalva y las espingardas tronaban lanzando nubes de clavos. Tampoco la ametralladora se estaba callada un solo instante y rompía las ramas de los árboles fulminando a los hombres que se escondían entre ellas.
La batalla se hacía cada vez más sangrienta y también eran muchos los indios y malayos que caían a bordo de la barcaza y de los pequeños veleros. Un enorme tronco que descendía justamente por el centro del río, guiado probablemente por dayakos que se mantenían medio sumergidos, en determinado momento fue a embestir a la chalupa de vapor, cerrándole completamente el paso.
Inmediatamente treinta o cuarenta diablos treparon por la embarcación y se asomaron amenazadoramente por las amuras de proa.
—¡Eh, Sandokán! —llamó Yáñez, que no cesaba de hacer fuego con su calma habitual, abatiendo un hombre con cada disparo, valientemente imitado por Tremal-Naik y Kammamuri, dos tiradores verdaderamente maravillosos—. Hay carne en abundancia para tu ametralladora.
Una descarga formidable siguió a sus palabras. Los proyectiles, vomitados en gran cantidad por la terrible boca de fuego, fulminaron a los asaltantes a quemarropa e hicieron saltar al agua a los supervivientes.
Pero en aquel momento el enorme tronco embistió a la barcaza con gran ímpetu, haciendo resonar amenazadoramente su forro metálico.
El casco se inclinó rápidamente hacia proa y chorros de agua pasaron, con gran ruido, bajo la cubierta. Yáñez y Tremal-Naik palidecieron. Si entraba el agua, significaba que el choque había producido alguna vía.
El portugués se lanzó hacia Sandokán, quien no cesaba de hacer funcionar la ametralladora contra los altos troncos que descendían en gran cantidad por el río y tras los cuales gritaban los asaltantes, sin dejar de lanzar aludes de flechas, probablemente envenenadas, y de disparar bastantes arcabuzazos.
—¡Nos hundimos! —gritó.
—¿Quién? —preguntó el Tigre de Malasia.
—¡La barcaza ha sido desfondada!
—¡No es posible!
—¡Una vía de agua!
Un grito resonó por debajo del convés[23]:
—¡La máquina se apaga!
Luego el maquinista y los dos fogoneros se precipitaron fuera de la bodega y se apresuraron hacia Sandokán.
—¿Qué te pasa, Urpar? —preguntó el formidable pirata, con voz alterada.
—Ha cedido alguna chapa. Tigre de Malasia, y los fuegos se apagan —informó el maquinista.
—¿Está inundada la bodega?
—Sí, capitán.
—¡Y estos gusanos de la selva nos rodean por todos partes! Yáñez, te confío la ametralladora.
—¿Qué quieres hacer, hermano?
—Sólo nos queda batirnos en retirada.
—¿Hasta dónde?
—Hasta el islote que hemos rebasado hace media hora. Advierte a las tripulaciones de los praos que corten las amarras de remolque y que piensen en su propia salvación.
A continuación, gritó a toda voz:
—¡Manteneos firmes, tigres de Mompracem! ¡Adelante con las espingardas y las carabinas! Yo respondo de todo. ¡A mí, Sapagar! Tráete los hombres del sondeo.
De un salto se precipitó en la bodega, cuya escotilla había quedado abierta, mientras sus hombres redoblaban el fuego e intentaban alejar los troncos que los dayakos, nadando furiosamente, se empeñaban en lanzar contra la barcaza.
En un abrir y cerrar de ojos atravesó la bodega llena de barriles y grandes bultos que contenían provisiones y municiones y llegó a proa, seguido por Sapagar y los dos sondeadores, que habían encendido rápidamente sendas antorchas.
El agua escurría a través del tablazón en grandes cantidades, con un gorgoteo siniestro.
—¡Es una verdadera vía de agua! —apreció Sandokán.
Arrebató a uno de sus hombres una antorcha y avanzó resueltamente, mientras en cubierta se alternaban las ráfagas, con los tiros de espingardas y carabinas, haciendo estremecerse a todo el casco, y los gritos eran ya espantosos.
Un gran chorro de agua irrumpió a babor de la roda. Una chapa había quedado hundida por el choque del colosal árbol y la barcaza amenazaba con llenarse rápidamente.
—Herida mortal —murmuró Sapagar—. Y no hay hospitales aquí, como en Labuan.
—Tratemos de remendarla como mejor podamos —respondió Sandokán—. Hay colchones en los cuatro camarotes de popa. Traédmelos en seguida.
—No se mantendrán por mucho tiempo, capitán.
—Me basta con un cuarto de hora. ¡Vamos! Date prisa.
El lugarteniente y los dos sondeadores atravesaron corriendo la bodega, se precipitaron a los camarotes de popa y un poco después volvieron llevando cada uno un colchón y mantas.
Sandokán tomó uno, lo enrolló rápidamente y lo introdujo a la fuerza en la vía de agua. Los tres hombres lo ayudaban como podían y acumularon tras el colchón bocoyes[24] y fardos.
—¿Lista? —preguntó Sandokán.
—El agua entra menos violentamente, capitán —informó Sapagar—. Podremos resistir algún tiempo.
—A cubierta, amigos: nuestra presencia es ahora más necesaria arriba que aquí. Corramos; ¡el combate arrecia!