HACÍA unos minutos que había partido la barcaza cuando Sidar, el mayordomo de Yáñez, después de haber ordenado a la tripulación del yate que bajase a tierra para emprender la construcción de otras cabañas, descendió a la cámara.
Brillaba una extraña llama en los ojos del indio, mientras su rostro dejaba entrever una extraña preocupación.
Se detuvo un momento en el salón, se bebió un vasito del licor que había quedado todavía en la botella y luego abrió la puerta de una de las cabinas laterales, lanzando un silbido agudo, semejante al que lanza la cobra, la terrible serpiente de las junglas indias, cuando es presa de la cólera.
Un silbido igual, que parecía provenir de debajo del piso, le respondió en seguida.
—No duerme —murmuró Sidar—. Entonces debe de haberlo escuchado todo. Esto me ahorrará la explicación.
Cogió un gancho de hierro, lo introdujo en un agujero y con un pequeño esfuerzo movió una tabla del pavimento, descubriendo un escotillón de medio metro cuadrado.
—Sahib, puedes salir —dijo entonces el indio—. Finalmente estamos solos.
—¡Ya era hora! —respondió una voz que venía de debajo del piso—. Ya no aguantaba más.
—Te creo, Sahib. Ciertamente que un faquir no hubiera podido resistir tanto como tú.
—Y yo no soy un faquir.
Apareció una cabeza y luego un cuerpo humano, y un hombre saltó afuera con una agilidad más que extraordinaria.
No era un indio, sino un europeo de alta estatura, piel blanquísima, que resaltaba más aún a causa de una larga barba negrísima que le encuadraba el rostro.
Tenía las facciones regulares, la nariz aquilina y ojos negros ardientes, con cierta dureza y crueldad.
Como todos los europeos que habitan las regiones calurosísimas del Asia meridional, iba vestido con una ligerísima franela blanca. Sin embargo, en la cabeza, en vez de casco colonial de médula de bambú, llevaba un casquete rojo con una gruesa borla de lana azul, semejante a la que suelen llevar los griegos.
Apenas salido de aquella abertura, estiró sus miembros al tiempo que parpadeaba varias veces como si sus pupilas no pudieran enfrentarse de golpe con la intensa luz que entraba por la ventana abierta; luego dijo:
—He aquí venganzas que cuestan caras. Veintidós días de prisión y siempre inmerso en la oscuridad. Solamente un griego como yo puede resistir semejante prueba.
—¿Qué puedo ofrecerte, Sahib? —preguntó Sidar.
—Bebería muy a gusto uno de esos cafés que saben preparar en Esmirna y en Constantinopla, pero tú no sabe siquiera qué es. Tráeme cualquier líquido infernal que me entone. Supongo que tu patrón tendrá botellas. Un raja jamás se pone en viaje si no va primeramente bien provisto.
—¿Ginebra?
—¡Vaya por la ginebra!
El indio abrió un pequeño armario y presentó al europeo una copa y una botella casi llena.
—¿Adónde han ido? —preguntó, después de haber vaciado un par de copas.
—A ver a cierto sultán de Labuk —respondió Sidar.
—¿Quién es?
—Parece que sea amigo del hombre terrible que manda a los piratas malayos.
—¿No vendrá nadie a molestarnos?
—No, porque he mandado a toda la tripulación a tierra he retirado la escala. Estamos solos, Sahib.
—¿No han tenido ninguna sospecha de mi presencia a bordo de este yate?
—¿Cómo, Sahib? Cuando mandaron a Rangoon para comprar esta embarcación te hice preparar secretamente el escondite y nadie ha sabido nada. Podrías permanecer a bordo años enteros con plena tranquilidad.
—¡Valiente porvenir me ofreces, chitmudgar! —protestó el europeo, que parecía exasperado—. Yo no soy una rata para vivir en el fondo de una bodega. Luego, ¿me creen muerto en la corte de Assam?
—Nadie ha vuelto a hablar de ti.
—¡Imbéciles! ¿No se han preocupado de buscar mi cuerpo?
—No lo habrían encontrado, porque, apenas te vi caer, aprovechando la confusión que reinaba en aquel momento en el palacio te retiré en seguida.
—¡Estúpidos! Se necesitaba algo más que dos o tres balas para matar al valido del raja. Los griegos tienen la piel dura y la de Teotokris es más dura que la de todos los griegos del archipiélago. ¡Me creen muerto…! Querido señor Yáñez, príncipe consorte de Surama, ¡algún día os haré ver que todavía estoy vivo! ¡Por todas las furias del infierno! Daré golpe por golpe, y vengaré a aquel desgraciado exraja de Assam, que se extingue lentamente soñando con ser el esposo de Surama. Cuando yo haya derribado a estos hombres será un juego para mí arrebatar el trono a aquella mujer. ¡No saben todavía quién es Teotokris el griego…! Sidar, dame un cigarro. Hace veintitrés días que no fumo. El chitmudgar tomó del armario una caja de laca llena de cigarrillos de distintas clases y de cigarros. El griego tomó un rokok[16], un pequeñísimo cigarro enrollado en una hoja de nipa, delicioso, y luego se echó en una cómoda silla de bambú poniendo una pierna sobre la otra.
—Ahora hablemos de nuestros asuntos, Sidar —dijo, después de haber lanzado al aire tres o cuatro bocanadas de humo perfumado.
—Estoy a tus órdenes, Sahib —respondió el indio—. ¿Has Oído lo que ha contado hace poco el Tigre de Malasia?
—No se me ha escapado una palabra —respondió el griego—. Se diría que estos hombres son conquistadores de tronos.
—¿Qué piensas de todo esto?
—Que jamás se me ha ofrecido una ocasión mejor para vengarme de estos aventureros y sobre todo de Yáñez. ¿Has logrado saber quién es su adversario?
—Mi patrón no tiene secretos para mí y por eso nada puede escapárseme. Van muy lejos, por lo que parece, hacia un lago que se llama Kin-Ballu, que yo jamás había oído nombrar antes de ahora.
—Eres un estúpido, Sidar. Borneo no es ni la India ni Assam. Tampoco yo sé dónde se encuentra, pero, si lo ignoramos nosotros, no será desconocido para los salvajes que habitan esta isla. Se trata de tropezar con alguno de ellos, conquistar su confianza con regalos o dinero y hacerme conducir hasta el raja blanco, el que estos bribones quieren destronar, como a aquel pobre Shindia.
—Yo podría conseguir a tal hombre —dijo Sidar.
—¡Tú!
—Sí, Sahib. He sabido que estos piratas han hecho prisionero a un dayako que había sido encargado, por lo que he podido comprender, de espiarlos por expresa voluntad del raja del lago.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Oí cómo Sandokán lo relataba a mi patrón.
—¿Has visto a ese dayako?
—Sí, Sahib.
—¿Y qué te ha parecido?
—Me parece muy avispado e inteligente.
—¡Por todas las furias del infierno! ¿Tendré tanta suerte? ¿Cómo podría yo ver a ese hombre?
—Es muy sencillo —respondió Sidar—. Cuando mi patrón está ausente soy yo el que manda. ¿Quién me impide decir a los malayos que lo vigilan que lo traigan a bordo del yate para mayor seguridad?
—¿Y cuando vuelva Yáñez?
—Yo no estaré ciertamente aquí, patrón. Si tú partes, yo te sigo. Me has prometido vengar al exraja de Assam, que fue siempre generoso conmigo: mata al usurpador y mi cuerpo y mi alma serán tuyos, Sahib.
—¿Quién vigila a ese hombre?
—Hay dos malayos en la cabaña —le informó Sidar.
—Querrán subir también ellos a bordo.
—¿Y qué?
—Nos servirán de estorbo.
El indio se quitó de una oreja un anillo más bien grueso y tocó una pequeña muesca, mostrando un agujerito.
—¡Aquí hay bastante para adormecer a diez hombres! —dijo.
—¿Logrará comprendernos el prisionero? —preguntó el griego.
—Todos los hombres del Tigre de Malasia hablan la lengua inglesa —respondió el indio—. Si ese prisionero, como he oído contar, ha formado parte de la banda de los piratas, bien o mal la comprenderá también él, creo yo.
—Es una carta peligrosa la que me propones jugar —se inquietó el griego—. Se podría perder de un solo golpe toda la partida.
Tomó otro rokok, lo encendió y durante algunos minutos fumó en silencio, frunciendo de vez en cuando la frente y agitando nerviosamente la pierna que apoyaba sobre la Otra.
—¿Cuándo volverán? —Preguntó de repente al indio, que mantenía siempre ante él una actitud respetuosísima.
—Mañana por la noche, Sahib.
—¿Estás seguro de poder conducir aquí al dayako?
—Supón que mi patrón, junto con el Tigre de Malasia, me hubieran dado esta orden antes de partir. ¿Quién lo pondría en duda?
—Eres astuto como los levantinos —dijo el griego.
—No sé quiénes son.
—No importa ahora. ¿Qué hora es?
—Son las tres, Sahib.
—Ve a intentar el golpe.
—¿Estás decidido, Sahib?
—Sin ese hombre no podría hacer nada, y sin un guía seguro y fiel no lograríamos llegar hasta el raja del lago; y es preciso que lo vea. Es allí donde el usurpador del trono de Assam tendrá que arreglar cuentas conmigo.
—Debo advertirte, Sahib, que ese hombre tiene una pierna destrozada y no sé cómo podrá guiarte en el interior de esta inmensa tierra.
—¿Quién se la ha destrozado?
—El Tigre de Malasia.
—Tomaremos gente a sueldo y lo haremos transportar. Tendremos tiempo para pensar en esto. Cierra la puerta con dos vueltas de la llave, haz traer a ese hombre al camarote próximo a este y déjame que me preocupe yo de pensar en el resto. Deja aquí la botella y también los cigarros y vuelve pronto.
Mientras el indio se apresuraba a salir, cerrando la puerta con doble vuelta, el griego encendió un tercer rokok, bajó la cortina de seda roja de la ventana, para no exponerse al peligro de ser divisado por algún hombre de la tripulación, y se puso a pasear por el estrecho camarote.
—Ya tenía ganas de estirar las piernas —murmuró—. Veintitrés días, casi siempre inmóvil y en completa obscuridad como un topo… ¡Es verdad que las venganzas hay que pagarlas a veces demasiado caras…! Mi querido señor Yáñez, creíais que yo estaba muerto y ya no os ocasionaría ninguna molestia… ¡No conocéis a los griegos del archipiélago, señor mío! He perdido la terrible partida que habíamos entablado en Assam, aquella partida que me ha retirado los favores de aquel pobre raja y que os ha dado a vos la corona, pero ahora jugaremos otra. Seré un adversario implacable y doblemente peligroso, porque vos ignoráis de qué parte sobrevendrá el peligro. ¡Extraño destino! Nacido pescador de esponjas, termino mi existencia entre príncipes más o menos salvajes.
El griego se alisó su larga barba negra con visible satisfacción y volvió a encender el tercero o cuarto cigarrillo, entornando los ojos como si tuviera la intención de descabezar un sueño.
Había transcurrido media hora cuando un golpe violento contra el maderamen del barco le hizo alzarse. Parecía como si una chalupa hubiera abordado la embarcación.
Arrojó el rokok ya apagado, se acercó silenciosamente a la ventana, alzó la cortina de seda y lanzó al exterior una rápida mirada. No se había engañado. Una ballenera había chocado con el yate en las cercanías de la escala, que había quedado bajada.
Solamente iban cuatro hombres a bordo: el indio, dos malayos provistos de remo y un salvaje de color amarillo bronceado, que estaba tendido en una especie de palanquín apoyado sobre los dos bancos de en medio.
—Este Sidar es más taimado y más resuelto de lo que yo creía —murmuró Teotokris—. ¡Cualquiera comprende a estos indios! Parecen estatuas de bronce impasibles mientras tienen en las venas sangre no peor que los levantinos… lo tengo en el puño y haré de él lo que quiera.
Se retiró lentamente, dejando caer con precaución la cortina y volvió a sentarse diciendo:
—Esperemos.
Oyó girar las garruchas, luego a dos personas caminar por el puente y después pasos que descendían la escalera de la cámara y la voz de Sidar que decía:
—Aquí, en este camarote, estará más seguro que en tierra. Es un hombre demasiado precioso y mi patrón tiene interés en mantenerlo en su poder. Y además aquí hay dos piezas de artillería y, si sus amigos intentan llevárselo, tendrán que contar con la metralla.
—¡Un auténtico bribón! —Murmuró el griego—. Si el pobre Shindia hubiera tenido diez hombres como este, es muy probable que no hubiera perdido tan estúpidamente la corona de Assam.
Oyó cerrarse las puertas y luego la llave que giraba en la cerradura.
—¿Eres tú? —preguntó en voz baja.
—Sí, Sahib —le tranquilizó Sidar, también a media voz.
—Entra.
La puerta se abrió silenciosamente y apareció Sidar diciendo:
—Hecho, patrón.
—¿Te han hecho alguna observación?
—No, Sahib; por el contrario, han aprobado plenamente mi proceder.
—¡Imbéciles…! ¿Está débil el herido?
—Se diría que está mejor que tú o que yo —respondió Sidar—. Estos salvajes poseen una fuerza de ánimo excepcional.
—¿Has intentado hablarle en inglés?
—Sí; y me ha comprendido perfectamente —respondió el indio.
El griego respiró como si se hubiera quitado una losa de encima del pecho.
—En ello estribaba mi duda —murmuró—. ¡Ahora veremos, príncipe consorte de Assam! Veremos cómo atraviesas las grandes selvas que conducen al lago misterioso.
Luego, volviéndose a Sidar, preguntó:
—¿Qué hacen los dos malayos que vigilan al prisionero?
—Beben —respondió el indio guiñando los ojos.
—¿La muerte o el sueño?
—El sueño.
—Es lo mismo —murmuró el griego—. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que se adormezcan?
—Apenas media hora.
—Llena el vaso y dame otro cigarrillo.
Arrastró, sin hacer ruido, la silla ante la ventana, alzó un poco la cortina de seda, encendió el rokok que le tendía Sidar y pareció como si se sumergiese en profundos pensamientos, mirando distraídamente la infinita extensión del mar centelleante de luces.
Sidar se había colocado detrás de él, siempre en espera de órdenes. Se comprendía que el griego ejercía sobre el indio una influencia ilimitada.
Apenas había transcurrido media hora cuando ambos fueron arrancados de sus meditaciones por un golpe sordo que parecía producido por la caída de un cuerpo humano sobre el piso del camarote próximo. El griego se levantó de pronto.
—¡Uno se ha desplomado! —exclamó.
—Esperemos al otro, Sahib —respondió Sidar.
—¿No dará la alarma?
—No estará en condiciones ni siquiera de levantarse. El narcótico que poseo actúa rápidamente; quita no sólo las fuerzas, sino también la voz. ¡Bien! También ha caído el otro. Ven, Sahib: ahora estamos seguros de no tener testigos incómodos.
Abrió la puerta, subió la escala adelantándose hasta el puente para cerciorarse de que nadie había llegado a bordo y luego descendió rápidamente y entró en el camarote próximo.
El griego le había seguido inmediatamente, empuñando, como precaución, un puñal largo y afiladísimo. Sobre una camilla, estrechamente atado, yacía Nasumbata. En tierra, uno cerca del otro, con las manos en torno a dos botellas ya completamente vacías se encontraban los dos malayos de guardia. El narcótico debía de ser muy poderoso, porque ambos tenían la rigidez de los cadáveres.
—¿No se despertarán aunque oigan hablar? —preguntó Teotokris a Sidar.
—Tardarán por lo menos unas veinticuatro horas o quizás treinta —respondió el indio—. Podrías cantar, bailar y hasta hacer sonar el tam-tam.
El griego miró a Nasumbata, que parecía no poco impresionado por aquella visita inesperada y por la caída de los dos malayos de guardia.
—¿Comprendes la lengua inglesa? —le preguntó.
—Bastante —respondió el dayako.
—Nosotros sabemos quién eres.
Nasumbata abrió sus ojos manifestando gran estupor.
—Y hemos hecho conducirte aquí para liberarte —continuó el griego—, porque somos enemigos de los hombres que te han detenido.
—¿Vosotros? —se extrañó el salvaje.
—Sabemos que tú eres el hombre encargado de advertir al raja del lago acerca de la expedición que está organizando el Tigre de Malasia contra él.
—¿Quién te lo ha dicho, señor?
—No te preocupes de ello, lo sabemos y basta. ¿Tú quieres ser libre y reemprender tu marcha hacia el misterioso lago?
—¿Y me lo preguntas? Me salvas la vida, porque estoy seguro de que el Tigre de Malasia no perdonará mi traición.
—Pero pongo condiciones.
—Habla, señor.
—¿Conoces a ese raja?
—Sí; he sido uno de sus guerreros.
—¿Es verdad que es un hombre blanco?
—Es inglés.
—¿Sabrías guiarme hasta él?
—El camino de los grandes bosques no lo ignora Nasumbata.
—Si prometes prepararme un encuentro con el raja del lago, esta noche serás libre.
—Lo juro por Datara.
—¿Quién es?
—Mi dios.
—Vaya por el señor Datara —dijo el griego—. ¿Pero estás herido?
—El Tigre de Malasia me ha destrozado una pierna.
—¿Cómo podremos transportarte a través de la selva?
Nasumbata sonrió.
—Todos los dayakos de la costa me conocen —dijo. Haz que me conduzcan al poblado que te diré, señor, donde tengo bastantes parientes, y organizaremos una pequeña caravana de porteadores.
—¿Se podrán también tomar a sueldo unos guerreros?
—¡El dayako ha nacido para la guerra! —sentenció Nasumbata.
—¿Quieres decir que pagando podré conseguir una escolta?
—Tan numerosa como quieras, especialmente con mi apoyo.
—Entonces haremos sudar de miedo a los enemigos del raja del lago. Mientras tanto, conviene que sepas que yo en un país muy lejano y que quizás hayas oído nombrar, la India, he sido un gran guerrero.
—Basta verte para creerte sin ninguna prueba —concedió el dayako—. Y además todos los hombres blancos son grandes guerreros.
—¿Aceptas entonces mi proposición? —preguntó el griego.
—¿Quién rehusaría la libertad que salva la vida, señor?
—¿Está lejos tu poblado?
—Escasamente a dos horas.
—¿Sabrías colocarte en una chalupa?
—Me bastan los brazos.
—Esperemos a que se ponga el sol y las tinieblas envuelvan el mar. Puedes descansar hasta ese momento.
—Gracias, señor. ¿Y estos dos malayos? ¿No se despertarán?
—Actúa como si estuvieran muertos. Nos volveremos a ver más tarde.
Salió el griego, seguido por Sidar, que no había pronunciado una sola palabra y volvió a su camarote.
Levantó un momento la cortina y miró hacia la playa. Los malayos y la tripulación del yate estaban terminando la construcción de las cabañas, sin ocuparse de los veleros que se balanceaban dulcemente prendidos en sus anclas a menos de cuarenta metros del desembarcadero.
—Todo va bien —murmuró.
Paseó durante algunos minutos por el camarote con el rostro ensombrecido y luego, deteniéndose bruscamente ante Sidar, le preguntó:
—El yate tiene un pequeño depósito de pólvora, ¿no es verdad?
—Sí, Sahib —respondió el indio—. ¿Por qué me haces esta pregunta?
—¿Dónde se encuentra? —inquirió de nuevo el griego en vez de contestar.
—Debajo de las cámaras.
—¿Quién tiene la llave?
—Yo.
—Muéstramelo.
—¿Qué quieres hacer, Sahib?
—Dejar al príncipe consorte de la raní[17] de Assam un mal recuerdo de mi fuga. ¡Qué diablos! ¿Creías que yo me iba a ir como un ladrón sin botín? Vosotros los indios a veces sois algo estúpidos; y sin embargo os las dais de ser astutos. Tendríais que tomar alguna lección de los griegos del archipiélago. Bueno, muéstrame el depósito de pólvora.
Sidar se inclinó sin responder; sacó del pequeño armario una llave e hizo señas al griego para que lo siguiera.
Salieron de los alojamientos, pasaron a la bodega haciendo correr una tabla y descendieron a la sala de popa, que estaba iluminada por una linterna a fin de que la tripulación, en el caso de un imprevisto retornó de los dayakos que los habían asaltado en la bahía de Kudat, pudieran proveerse rápidamente de municiones para las dos piezas de artillería.
—Es aquí —dijo Sidar señalando la puerta.
—Abre —ordenó el griego descolgando la linterna.
Obedeció el indio y se hallaron en seguida en una oscura cabina llena de pequeños barriles con aros de hierro y de cajas medio llenas de proyectiles y metralla.
—¿Hay mechas aquí? —preguntó Teotokris.
Sidar le indicó un barrilete que estaba casi lleno.
El griego tomó una de las más largas, depositó la linterna, para no correr el peligro de saltar por los aires y golpeó con los nudillos algunos recipientes.
—¡Este! —dijo—. Debe de haber por lo menos treinta libras de pólvora de cañón. ¡Qué estupenda llamarada…!
Retiró con precaución el tapón y dejó salir media libra del terrible explosivo.
—¿Qué haces, Sahib? —preguntó Sidar, espantado.
—Preparo mi mina —respondió el griego enterrando en el montón un extremo de la mecha—. ¡Verás qué espectáculo! Pero se entiende que lo veremos desde lejos.
—¿Saltará el barco?
—Es lo que deseo.
—¿Y esos dos malayos?
—¡Que se los lleve el diablo al infierno! No tengo tiempo de ocuparme de ellos.
Midió atentamente la mecha sirviéndose de los dedos.
—Durará cinco o seis minutos —dijo luego—. Cuando el yate salte por los aires estaremos muy lejos, y este será el primer saludo que daré a esos bribones que me han hecho perder una posición envidiable cerca del raja de Assam. Dejó oír una risa estridente, burlona, y, ya fuera de la santabárbara[18], volvió a su camarote. Sidar le había seguido.
—Mira si hay algo que comer —dijo Teotokris—. No cuentes con mis reservas de víveres, pues casi se han agotado. Salió el indio y al poco rato volvió llevando un cesto con un soberbio jamón, galletas y una botella de vino. Se sentó el griego ante una mesita, cogió un cuchillo y se puso a cortar generosas lonchas que dispuso en capas sobre algunas galletas que había encontrado en el fondo del cesto. Principió a comer sin prisa, regando la cena con vasos de vino de España. Cuando hubo terminado, el sol ya había desaparecido y las tinieblas habían caído sobre el mar y costa borneana.
—¿Quieres más, Sahib? —preguntó el indio.
—Otro rokok y luego ve a preparar la chalupa.
—Está dispuesta.
—Sujeta un grueso calabrote a la polea del ancla para que el prisionero pueda descender.
—¿Y luego?
—Pon armas en la chalupa, todas las que puedas encontrar.
—La armería está bien provista.
—Y un barril de pólvora y un saco o dos de balas. En los grandes bosques nos serán necesarios.
—Tus órdenes serán cumplidas.
El griego lo despidió con un gesto y luego volvió a tumbarse en la poltrona de bambú saboreando el cigarro.
Por la ventana abierta entraban soplos de aire fresco, perfumado. En la lejanía los malayos y los indios del yate canturreaban, mezclando sus voces con el rumor de la resaca.
Extraños centelleos, que tan pronto se hacían más intensos como se desvanecían bruscamente, aparecían sobre el mar.
Medusas y noctilucas salían a flote a miríadas[19], aclarando las aguas que se habían vuelto de color de tinta.
El griego continuaba fumando, respirando de vez en cuando, a pleno pulmón, el aire nocturno.
De repente se levantó.
A lo lejos aparecía una luz descolorida, cambiando las tintas del agua: era el primer cuarto de luna que ascendía dulcemente por el horizonte.
—¡Sidar! —llamó.
Entró el indio, que probablemente había estado sentado a la puerta del camarote.
—¿Está todo dispuesto? —le preguntó.
—Sí, Sahib.
—Vamos a recoger al herido.
—Sígueme.
Entraron en el camarote contiguo.
Nasumbata estaba despierto y se agitaba impaciente por marcharse.
El griego cortó sus ataduras, lo cogió en brazos y lo llevó al puente con la misma facilidad con que habría transportado a un niño.
—Baja tú primero, Sidar —dijo Teotokris—. ¿Están las armas en la chalupa?
—No falta ninguna.
—Prepara tres carabinas. Podremos necesitarlas. Luego situó al dayako sobre la borda, aconsejándole: —Agárrate a la maroma y déjate deslizar. Ten cuidado con que no se te escape ningún grito.
—Aunque perdiera la pierna herida no hablaré.
—¿Y tú, Sahib? —preguntó Sidar.
—Sólo te pido medio minuto —respondió el griego—. La mecha me espera desde hace un par de horas.
—Ten cuidado en no saltar también tú por los aires.
—Conozco las mechas —le tranquilizó el griego. Volvió a descender rápidamente a las cámaras, entró en el pequeño almacén de pólvora, encendió la linterna que había tomado al pasar y prendió fuego a la mecha. Cuando la vio chisporrotear y la oyó crepitar lanzando al aire algunos puntos luminosos, se levantó, apagó la linterna y se precipitó escaleras arriba. Nasumbata y Sidar ya estaban en la chalupa. El griego se agarró al calabrote y en un abrir y cerrar de ojos llegó junto a sus compañeros.
—¡A los remos, Sidar, y rema fuerte! —apremió—. La explosión será violentísima.
La ballenera se deslizó rápidamente por las aguas, dirigiéndose hacia levante. En la playa, malayos e indios cantaban alrededor de las hogueras, sin sospechar nada.
Habían terminado la cena y probablemente se preparaban para alguna danza nocturna.
La ballenera, impulsada por dos pares de remos enérgicamente manejados, se había alejado ya unas doscientas cincuenta brazas cuando un relámpago cegador desgarró de improviso las tinieblas, seguido por un trueno espantos.
Una inmensa nube de humo se elevó hacia el cielo y luego se abatió sobre el mar bajo un golpe de viento.
El yate de Yáñez había saltado por los aires.