LA batalla había durado más de una hora, con notables pérdidas por ambas partes y gran derroche de municiones.
Pero la peor parte le había correspondido a la flotilla de los dayakos, la cual había perdido dos embarcaciones y había resultado con cuatro o cinco completamente destrozadas.
También habían caído muchos piratas, y se veían muchos cuerpos humanos flotar alrededor de los pecios, en espera de que los tiburones, siempre numerosísimos en las aguas de Malasia, acudieran a devorarlos.
Mientras los tigres de Mompracem se apresuraban a lanzar al agua sus muertos y a curar a sus heridos, Sandokán había subido rápidamente al puente del yate, donde Yáñez y Tremal-Naik lo esperaban ansiosamente.
Aquellos tres hombres formidables, que tantas audaces empresas habían llevado a cabo juntos en Borneo y en la India, se abrazaron afectuosamente.
—No creía poder veros tan pronto, queridos amigos —expresó el Tigre de Malasia.
—Y nosotros no esperábamos encontrarte aquí —respondió Yáñez—. ¿Oísteis, pues, nuestros cañonazos?
—Me avisaron alrededor de medianoche de que se hacía fuego. ¿Cuánto ha durado, en definitiva, el ataque?
—No ha comenzado hasta el alba —informó Yáñez—. Pero habíamos hecho fuego repetidas veces durante la noche para mantener alejados algunos praos sospechosos. Tú ya sabes cómo conozco a estos piratas costeros.
—¿Y Surama?
—Gobierna tranquilamente su Assam, adorada por el pueblo y por los grandes. Ha experimentado un gran disgusto cuando yo, príncipe consorte, he partido; pero como tú la has ayudado a conquistar el trono, yo no podía permanecer sordo a tu llamada y te traigo cuarenta guerreros assamés es, elegidos entre los mejores. Valen tanto como tus malayos.
—De ello respondo yo —dijo Tremal-Naik riendo—; yo, que soy ministro de la guerra y generalísimo de las tropas.
—Mientras yo soy, señor Sandokán, generalísimo de toda la artillería assamesa —declaró una voz alegre detrás de ellos.
—¡Ah, Kammamuri! —exclamó Sandokán estrechando la mano al fiel maharata[12c] de Tremal-Naik—. Donde va tu patrón estás tú siempre.
—Los terribles acontecimientos de la jungla negra nos han unido para siempre. Tigre de Malasia —respondió el maharata.
—¡Ah!… Explícame una cosa —requirió en aquel momento Yáñez, volviendo a encender su cigarrillo—. Nos habías dado cita en la isla de Gaya. ¿Por qué no has esperado nuestra llegada? Afortunadamente habías tomado la precaución de dejar instrucciones muy claras para nosotros.
—Porque han ocurrido algunas cosas que podrían comprometer la reconquista del trono de mis padres —respondió Sandokán—. Ya volveremos a hablar de ello más tarde. Por el momento ocupémonos de nuestro yate, que no tiene intención de moverse. Pero ¿y Darma? ¿Y sir Moreland?
—Mi hija se encuentra en Colnibo con su marido —dijo Tremal-Naik—. Han prometido venir a vernos a la corte de Assam; ¿verdad, Yáñez?
—Y ese día prenderé fuego a mi trono —replicó el portugués, riendo.
—¿Te aburre, pues? —preguntó Sandokán.
—Si no amase a Surama, volvería aquí y dejaría con mucho gusto Assam y a todos los assameses. No somos hombres nosotros para llevar una vida tranquila. Hemos envejecido entre los gritos de guerra de los malayos y de los dayakos y el humo de la artillería, y añoro siempre Mompracem.
—¡Calla, hermanito! —dijo Sandokán con voz quebrada—. ¡Calla!
Se había pintado una viva emoción en su rostro varonil y apretaba los puños, mientras su frente se ensombrecía.
—¡Mompracem! —Continuó luego con un callado sollozo—. No vuelvas a abrir la herida que siempre sangra. Pero ¡quién sabe si un día no volveré a pensar también en mi isla! Bueno, no hablemos más: este no es el momento.
Dicho esto, se pasó dos o tres veces la mano por la frente, como para apartar recuerdos lejanos y bastante desagradables, y luego se inclinó sobre la borda de babor y gritó:
—Sapagar, ¿está a toda presión la máquina?
—Sí, patrón.
—Prepara una maroma, la más gruesa que tengamos. Ve rápido: los dayakos podrían volver con refuerzos y nos hemos quedado casi sin municiones.
—En seguida, patrón.
Entonces volviose a Yáñez:
—¿Has hecho sondar el agua?
—No hay más que tres pies. Es solamente la proa la que está encallada; la popa flota.
—¿Cuándo habéis encallado?
—Una hora antes de medianoche.
—¿Has cambiado de lugar el lastre?
—He hecho llevar por lo menos tres quintales a proa.
—¿Sube la marea?
—Desde hace un par de horas.
—Me parece, en efecto, que el casco experimenta algún estremecimiento. Ahora veremos —dijo Sandokán—. Temo que esos malditos dayakos se hagan de nuevo a la mar. Esos bribones se resignan difícilmente a las derrotas y son excesivamente vengativos. Probemos.
Descendió rápidamente por la escala y saltó a la barcaza, la cual se estremecía poderosamente bajo los golpes precipitados de los émbolos y de la hélice.
Se arrojó una sólida maroma desde la tolda del yate que fue asegurada en la popa de la barcaza; luego la máquina se puso a resoplar fuertemente y la tracción comenzó, al principio lentamente y luego con gran ímpetu.
Desde lo alto del puente Yáñez observaba la operación en compañía de Tremal-Naik y de Kammamuri.
La maroma se había tensado extraordinariamente, pero el yate resistía a la tracción de la barcaza, aunque sus hombres habían desplegado las dos cangrejas para ayudar al intento de desembarrancarlo.
De repente se elevó un grito de la tripulación de la barcaza. La máquina estaba a punto de vencer la resistencia de las arenas.
Se vio al yate al principio inclinarse ligeramente a estribor, y después deslizarse dulcemente por el mar. Ya flotaba perfectamente y podía volver a navegar con sus velas.
—¿Tienes vías de agua a proa, Yáñez? —gritó Sandokán.
—Ninguna —respondió el portugués—. Antes de que me asaltasen los dayakos ya había hecho visitar la sentina.
—Haz virar y sígueme sin retrasos. Veo allí, hacia la playa, reunirse algunos praos.
—Ahora no nos alcanzarán —afirmó Yáñez—. Mi yate es un velero de primera clase que puede desafiar a cualquier embarcación, malaya o dayaka.
Continuaba soplando una ligera brisa del norte, suficiente para un velero que llevaba cangrejas y escandalosa muy grandes.
En pocos instantes el yate hizo ciaboga y reanudó su ruta, escoltado a poca distancia por la barcaza de vapor y los dos praos malayos.
Sandokán se había puesto a observar junto con Sapagar. Algo debía de suceder en los pueblos dayakos alineados en la costa y casi a medias sepultados por una soberbia vegetación.
Se oían gritos agudísimos estallar de vez en cuando, en medio de uno u otro grupo de cabañas, y se oían también tiros de arcabuz que debían de ser señales.
En una profunda hendidura de la costa se veía navegar lentamente otros praos, haciendo extrañas evoluciones; no eran los que habían sido derrotados poco antes, porque no venían de poniente.
—¡En el fondo de todo esto está la mano de ese maldito inglés! —Afirmó Sandokán—. Hemos sido traicionados, querido Sapagar, a pesar de las precauciones que habíamos tomado para guardar nuestro secreto. Estoy más que seguro de que a estas horas en Kin-Ballu se conoce nuestro avance.
—Y sin embargo hemos capturado a Nasumbata —observó el malayo.
—Quizá hemos llegado demasiado tarde. Antes de que podamos llegar al lago tendremos que pasarlo muy mal. Pero somos bastante numerosos y no nos faltan ni las armas ni las municiones. A sus dayakos de tierra opondremos nuestros dayakos de mar de Tiga y nuestros malayos en compañía de los guerreros de Yáñez…
Se sentó sobre la espingarda de babor, sacó su chibouk, lo llenó y, después de haberlo encendido, se puso a fumar plácidamente.
Yáñez, en la popa de su yate, fumaba su eterno cigarrillo, sin preocuparse, según parecía, de los dayakos que durante la noche le habían dado tanto quehacer.
A mediodía la barcaza y el yate llegaban al fondeadero situado en el extremo meridional de la bahía de Malludu.
Echadas las anclas y botadas las chalupas, las tripulaciones desembarcaron ante una docena de cabañas construidas como mejor se había podido, con ramas y hojas de bananos y palmas.
Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri marcharon a ocupar la más amplia, que estaba guardada por un destacamento de malayos formidablemente armados.
En el interior, echado en un montón de hojas secas, estaba Nasumbata, con las manos atadas y la pierna herida cuidadosamente vendada.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Yáñez, observándolo con extrema atención.
—El que me ha traicionado y me ha obligado a zarpar de Tiga sin esperar tu llegada —respondió Sandokán.
—¡Cómo! ¿Hay traidores entre tus hombres?
—No es uno de los viejos tigres de Mompracem.
—En efecto, no lo había visto jamás.
—Comamos ahora; después nos ocuparemos de este hombre.
En medio de la cabaña se había extendido una bellísima estera alegremente multicolor, formada por hojuelas y fibras de rotang, y alrededor de ella algunos cojines de seda roja.
Sandokán dio una palmada y Sapagar compareció inmediatamente, seguido por algunos malayos, que llevaban soberbios pescados asados, galletas y botellas.
—Os ofrezco todo lo que en este momento poseo —dijo el Tigre de Malasia—. Estamos escasos de víveres.
—Y nosotros no menos que tú —dijo Tremal-Naik—. Nuestro viaje ha durado más de lo que creíamos. La India no está próxima a Borneo.
—¿Os habéis embarcado en Calcuta?
—Sí, Sandokán —respondió Yáñez—, y, aunque la travesía no ha sido tempestuosa, sin embargo ha durado mucho.
—¿Dónde habéis comprado el yate?
—En Rangoon, para no suscitar sospechas entre las autoridades inglesas.
—Hagamos honor a la comida. Si no es variada, por lo menos es abundante.
En unos pocos minutos devoraron los manjares, copiosamente regados con excelentes botellas que se habían desembarcado del yate.
Estaban encendiendo las pipas y cigarrillos cuando entró Sambigliong, el viejo tigre de Mompracem, saludado alegremente por Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri.
—¿Qué novedades hay? —preguntó Sandokán, que de repente se había sentido inquieto.
—Durante vuestra ausencia han ocurrido cosas que no logro explicarme.
—¿Te han comido una media docena de hombres? —interrogó Yáñez bromeando—. Ya sabes que los dayakos del interior, además de ser terribles coleccionistas de cabezas humanas, tampoco desdeñan un bistec de sus enemigos.
—Mis malayos no han visto todavía ningún antropófago —respondió Sambigliong.
—Explícate mejor, pues —dijo Sandokán.
—En la selva que se extiende por detrás de la kotta hemos oído, por lo menos tres veces, un redoble prolongado. Si estuviera todavía en la India, diría que eran personas que tocaban algún enorme hauk.
—¿Es eso todo? —preguntó Yáñez—. Podrías mandar a esos músicos alguna botella para que recuperen un poco las fuerzas.
—Hay algo más, señor Yáñez.
—¿Has visto al diablo?
—No bromees, hermano —le dijo Sandokán—. No sabemos todavía qué sorpresa nos prepara ese perro aventurero que desde hace quince años se sienta en el trono de mis antepasados. Continúa, viejo Sambigliong.
—Hacia el alba, cuando mis hombres, después de haber dispuesto bastantes centinelas en las empalizadas de la kotta, se preparaban para reposar un poco, pareció como si un huracán violentísimo se desencadenase en la selva. Se oían fragores espantosos, que parecían producidos por el precipitarse de un número infinito de plantas, mientras entre las espesas redes de los rotang y los nepentes brillaban luces fugaces.
—¿Estaba calmado el tiempo?
—Muy calmado, patrón; había cesado completamente la tempestad y no había una nube en el cielo.
—¿Has oído algún tiro de fusil? —preguntó Tremal-Naik.
—Ninguno.
—¿Y gritos humanos? —indagó Sandokán.
—Tampoco.
—Era una serenata de nueva clase —dijo Yáñez volviendo a encender un cigarrillo y llenándose un vaso.
—¿Han permanecido tranquilos los prisioneros? —volvió a preguntar Sandokán después de un breve silencio.
—No se han movido. He probado a interrogarles y todos me han respondido que no han oído nada.
—Llévate otros veinte hombres, haz desembarcar un par de espingardas de nuestros praos y retorna a la kotta —dijo el Tigre de Malasia—. Esa pequeña pero sólida fortaleza nos es absolutamente necesaria.
—¿Y qué he de hacer de los prisioneros?
—Por ahora vigilarlos estrechamente y cuidar de que no huya ninguno, aunque ya estoy seguro de que el raja de Kin-Ballu está enterado de todo. Y ahora volvamos a chuparnos de Nasumbata. Creo, Kammamuri, que tendrás que trabajar. Siempre has sido famoso por tu forma de obligar a los prisioneros a hablar.
—¡No sería un maharata! —respondió el indio con una sonrisa cruel.
—Nos has dado bastantes pruebas en la India de tu valentía —dijo Yáñez—. De ello podría decir algo aquel pobre ministro assamés[12d] que raptamos.
—¿Cómo has podido conocer tú mis proyectos, que no eran conocidos para la mayor parte de mis hombres?
—Una noche escuché tu conversación —confesó Nasumbata—. Estabas con Sambigliong y Sapagar.
—¡Espía canalla! —murmuró Yáñez.
—¿Has tenido el suficiente tiempo para advertir al raja? —preguntó Sandokán.
Nasumbata tuvo una ligera vacilación, pero luego, viendo que los ojos del Tigre de Malasia se hacían amenazadores, no lo pensó más.
—He mandado un correo —confesó.
—¿Al raja?
—Sí, señor.
—¿Con qué encargo?
—Con el de avisarle de tu llegada y tu desembarco.
—¿Por qué no has partido hacia el lago?
—Quería vigilar tus movimientos.
—¿Crees que el raja del lago ha tomado las medidas para impedirme la travesía de las grandes selvas?
—Ciertamente; y no sé si lograrás ver las orillas del lago.
—¡De eso respondemos nosotros plenamente! —Aseguró Yáñez—. Hemos derribado otros tronos y no será ciertamente ese hombre el que detenga nuestra marcha. ¿Conoces tú el camino?
—Sí, señor.
—¿Cuánto necesitará este hombre para curarse? —preguntó a Sandokán.
—La herida no es grave. Y además, si es necesario, lo haremos transportar.
—Seguidme, amigos —invitó Yáñez—. Hay algunas cosas que este hombre debe ignorar por ahora.
Vaciaron otra botella, volvieron a encender pipas y cigarrillos y salieron, mientras dos malayos entraban para vigilar estrechamente al prisionero.
En la playa los malayos y los assameses indios estaban desembarcando los pocos víveres que habían quedado en la bodega del yate y armaban las inmensas velas de los praos, las cangrejas y las escandalosas.
Sólo la barcaza estaba todavía con las máquinas a presión, como si tuviese de un momento a otro que hacerse a la mar.
—Subamos al yate —dijo Yáñez—. Por lo menos nadie sabrá lo que proyectemos.
—¿De quién desconfías? —inquirió Sandokán.
—¡Nunca se sabe…! Desde que me he convertido en príncipe consorte dudo de todo y de todos.
Subieron a una chalupa y llegaron al yate, que se encontraba anclado a sólo veinte brazas de la playa, porque en aquel lugar el agua era muy profunda.
Atravesando el puente, descendieron a las cámaras donde había un bellísimo salón, con las paredes cubiertas de seda azul y dos amplias ventanas que se abrían en el espejo de popa, a babor y estribor del timón.
Alrededor había pequeños divanes de terciopelo azul y en medio una mesa tallada, con taracea de marfil y plata.
Del techo pendía una bellísima lámpara de bronce, de estilo indio, cuyos candelabros estaban formados por trompas de elefante entrelazadas con auténtico buen gusto.
Un indio de alta estatura, bastante moreno, más bien delgado, con ojos muy negros y ardientes y el rostro encuadrado por una barba negra y ligeramente encrespada, completamente envuelto en un amplio dootèe[13] de percalina floreada, se mantenía en pie en el extremo del salón, como si esperase alguna orden.
—Puedes irte, Sidar —le dijo Yáñez, saludándole con un gesto de la mano—. Por el momento no te necesitamos.
—¿Quién es ese hombre? —le preguntó Sandokán, cuando el indio hubo traspasado la puerta.
—Nuestro mayordomo o, mejor dicho, nuestro chitmudgar[14].
—¿De confianza?
—Por completo.
Se habían sentado alrededor de Nasumbata y continuaban fumando.
El desgraciado había permanecido silencioso, aunque lo había oído todo, ya que la lengua malaya, que ya hablaban también corrientemente Tremal-Naik y Kammamuri, le era tan familiar como la dayaka.
Sin embargo, sus ojos, inquietos, se habían fijado con cierta angustia en el Tigre de Malasia.
—¿Estás dispuesto a confesar? —le preguntó Sandokán—. Te advierto que hay un hombre que de todas formas te hará hablar y que vencerá fácilmente tu obstinación.
—Lo que sabía ya lo he dicho, señor —respondió el dayako—. He dejado tu isla porque era presa del deseo poderoso de volver a ver mi poblado y a mis compatriotas del interior.
—Ya me lo has dicho, pero tampoco ahora soy tan tonto como para creerte. Es muy diferente lo que queremos saber, a menos que quieras probar los mordiscos del fuego o del acero, o estallar con el vientre lleno de agua. Si quieres, te dejamos elegir.
—Como ves, mi amigo Sandokán es generoso —dijo Yáñez irónicamente—. Vamos, suelta la lengua antes de que perdamos la paciencia.
—No he visto jamás al raja del lago —declaró el herido—. Os lo juro por todas las divinidades de la selva.
—Entonces habrás visto a algún mensajero suyo —insinuó Sandokán.
—No; tampoco.
—Kammamuri, este hombre no quiere soltar la lengua. Lo dejamos en tus manos.
—Patrón —observó el maharata volviéndose hacia Tremal-Naik—, ¿te acuerdas de Manciadi, aquel a quien hicimos gritar en la jungla negra? Tampoco él quería decidirse a hablar, pero ¡cómo gritaba cuando el fuego enrojecía sus pies!
—Haz lo que quieras —respondió el indio.
El maharata agarró al herido por los brazos, lo arrastró a un ángulo de la cabaña y le cubrió los pies con hojas secas.
—¿Qué haces? —preguntó el desgraciado, que hacía esfuerzos prodigiosos para ahogar el dolor que le causaba la herida.
—¡Te quemo las piernas! —Respondió fríamente el maharata—. Así tu herida se cicatrizará más pronto.
Había ya encendido un fósforo y se preparaba para prender fuego a las hojas, cuando el dayako con un grito lo retuvo.
—¡No! ¡No! —exclamó—. Me destrozarías para toda la vida.
—¿Hablarás, pues? —le preguntó Sandokán.
—Sí, señor.
—¿Y lo confesarás todo?
—Todo.
—¿Es, pues, el raja del lago quién te ha pagado para traicionar mis secretos?
—No puedo negarlo.
—Kammamuri, dale un vaso de ginebra para que recobre un poco las fuerzas.
El maharata arrojó el fósforo y se dispuso a obedecer.
Cuando Nasumbata hubo vaciado el vaso, hizo que lo apoyaran contra la pared de la cabaña, mientras Sandokán y sus compañeros volvían a rodearlo para no perder una sola palabra de su confesión.