2. Los piratas dayakos

LA cabaña del jefe de la kotta estaba situada en la plaza, completamente aislada de las demás, y solamente difería de ellas por su amplitud y su altura. Como todas las viviendas de los pueblos salvajes, tenía forma cónica y estaba formada por ramas más o menos estrechamente entrelazadas y cubiertas de hojas de banano y de palma, dispuestas en capas de modo que impidieran pasar la lluvia.

El interior consistía en una sola habitación circular, con piso cubierto de bellas esteras pintadas toscamente.

El mobiliario era sencillísimo: vasijas de terracota, caparazones de tortugas marinas y dos lechos formados por capas de hojas superpuestas.

Había, sin embargo, una especie de palco, apoyado contra la pared, bien provisto de cráneos humanos: el museo de la tribu.

Los dayakos del interior son todos grandes cazadores de cabezas, incluso obligatoriamente, porque ningún joven guerrero puede casarse sin regalar por lo menos un par de cráneos humanos a su joven consorte.

Basta con que la colección de la tribu se aumente con otro par de cabezas. Nadie investiga cómo se las ha procurado el joven guerrero.

Nasumbata yacía sobre una capa de hojas, vigilado por cuatro malayos, con los brazos atados a la espalda y la pierna destrozada envuelta en un pedazo de padjon.

Era un hombre de unos treinta años, de formas ágiles y al mismo tiempo vigorosas, con la piel casi amarillenta y las facciones finas y bellísimas, ya que los dayakos son los hombres más guapos de todas las islas de Malasia.

Al ver entrar a Sandokán tuvo un sobresalto y por sus ojos negrísimos pasó como un relámpago de terror.

—Ahora hablaremos nosotros dos, amigo —dijo el jefe de los malayos sentándose en un rollo de esteras y poniéndose la carabina entre las piernas—. Ciertamente que tú no esperabas verme tan pronto. ¿Por qué has desertado, después de haber venido a la isla de Gaya a suplicarme que te enrolase en mis bandas?

—Porque quería volver a mis grandes bosques y ver de nuevo a mi tribu —respondió el herido.

—¡Mientes! —Gritó Sandokán—. En tu precipitada fuga te has olvidado en tu cabaña una hoja de palma en la que se habían trazado unos signos que un dayako adicto a mí ha logrado descifrar.

Nasumbata hizo una mueca y sufrió un estremecimiento nervioso.

—Una hoja… —balbuceó luego mirando al Tigre de Malasia con turbación.

—¿Cuánto te ha prometido el raja del lago para venir a espiar mis movimientos y sorprender mis designios?

—¿El raja del lago? —balbució el herido.

—Sí, el del lago de Kin-Ballu, el raja blanco que desde hace tantos años se sienta sin que nadie le estorbe en el trono de mis padres y que quizá creía que yo había renunciado para siempre a vengar las muertes de mi padre, mi madre, mis hermanos y mis hermanas. Si ese miserable aventurero, fugitivo de no sé qué penitenciaría inglesa, no hubiese sublevado con no sé qué artes diabólicas a los dayakos del lago contra mi viejo padre, yo no habría llegado a ser el formidable pirata de Mompracem que todos conocen; ¿me comprendes, Nasumbata?

—¿Y has esperado tanto? —Preguntó el prisionero—. Yo era un muchacho cuando tu familia fue exterminada por aquel aventurero.

—No tenía fuerzas suficientes.

—Y sin embargo te has convertido en el terror de los mares de Malasia y has hecho temblar incluso al sultán de Varauni. ¿No has vencido también a James Brooke, el poderoso raja de Sarawak?

—¿Cómo lo sabes?

—Al lago llegaba alguna noticia de tus grandes empresas.

—Llevadas por los espías de aquel miserable, situados a lo largo de la costa e incluso en Labuan, ¿no es verdad? —Dijo Sandokán—. Sé que me hacía vigilar estrechamente y quizá fue él quien me azuzó contra los ingleses para que yo perdiese mi isla.

—No lo sé. Tigre de Malasia —respondió Nasumbata, cuya frente se iba ensombreciendo.

—¿Cuánto te ha pagado ese infame por espiarme?

—Estás equivocado, señor.

—Es inútil que continúes negando. Aquella hoja te ha traicionado. En ella se señalaban el número de mis hombres y de mis barcos y había también el nombre de Yáñez. Debes de haber escuchado alguna noche las conversaciones que tenía con mis lugartenientes, y a la primera ocasión has huido para avisar al raja blanco.

—No tienes ninguna prueba de que sea yo quien grabara aquellos signos en la hoja de palma.

—Los dayakos de mar y los malayos no usan ese sistema; y de los dayakos del interior sólo estabas tú en mis bandas… —respondió Sandokán—. Y además, mis viejos tigres de Mompracem me son demasiado fieles para urdir tal traición. Tú has visto con tus propios ojos cuánto me adoran: para ellos soy una divinidad guerrera y no un hombre.

El herido hizo una segunda mueca, pero en seguida repuso con voz bastante firme:

—Yo no sé nada: como te he dicho, señor, he dejado la isla de Gaya porque experimentaba ya desde hacía tiempo la nostalgia de mi pueblo. Soy un dayako del interior y no de mar, y amo mis grandes bosques y mi cabaña. En cuanto a la hoja, puede haber sido grabada por cualquier otro. ¿Cómo puedes saber que he sido yo?

—¿Dónde se encuentra tu poblado? —preguntó Sandokán.

—Lejos, muy lejos, en medio de las grandes selvas que se extienden más allá del gran lago.

—¡Entonces, tú conoces el camino que lleva a Kin-Ballu!

—No hay caminos.

—Ya lo sé; pero tú podrías guiarnos a través de los bosques y conducirnos al lago.

El herido le miró con los ojos entornados y luego, tras un instante de silencio, añadió:

—Sí, si me curo, pero sólo te guiaré a ti y a un pequeño destacamento.

—¿Por qué? —indagó Sandokán.

—Los grandes bosques son posesión de las tribus de los kaidangan, las cuales son las más numerosas y las más feroces que se encuentran hacia el norte. Si avanzases con un gran destacamento, difícilmente podrías escapar a sus ataques y tu cabeza iría a hacer compañía a muchas otras.

—Eso no es cuestión tuya. Jamás he temido a los cortadores de cabezas.

—Yo me preocupo de la mía y no tengo ningún deseo de perderla.

—Eres astuto como un verdadero salvaje —dijo Sandokán—. Confías en engañarme y en manejarme como a un títere, pero te equivocas de medio a medio, amigo. Reanudaremos esta conversación más tarde.

Se volvió hacia los cuatro malayos y les dijo:

—Entablillad la pierna de este hombre; luego le construiréis una litera y lo transportaréis a la costa.

Estaba a punto de salir cuando entró Sapagar, uno de sus lugartenientes, el mismo que había mandado a la bahía de Malludu para que intentase saber de qué parte habían llegado aquellos lejanos cañonazos.

—¿Asaltan nuestra flotilla? —le preguntó Sandokán.

—No, patrón: la chalupa de vapor y los praos no están amenazados por nadie y nuestras tripulaciones vigilan a lo largo de la costa.

—¿Quién ha disparado, pues, aquel cañonazo?

—Hemos oído dos más, jefe, y me parece que venían de frente a la bahía. He explorado un par de millas, aunque el agua estaba muy agitada y zarandeaba furiosamente a la gran chalupa, y no he visto ningún fanal hacia el norte.

—Y, sin embargo, tengo la esperanza de que aquellos disparos sean del yate de Yáñez —respondió Sandokán, que se había quedado pensativo—. ¡Bueno! Dentro de una hora apuntará el alba y veremos qué sucede en la desembocadura de la bahía. Avisa a Sambigliong que permanezca aquí con veinte hombres, guardando a los prisioneros; reúne a los otros y pongámonos en seguida en marcha hacia la costa. Estoy impaciente por llegar allí.

El lugarteniente partió corriendo, mientras los cuatro malayos construían una camilla con bambúes y ramas entrelazadas para transportar al herido.

Sandokán extrajo de su amplia faja una riquísima pipa adornada de perlas y pequeñas esmeraldas, la llenó de tabaco y la encendió con un tizón que todavía llameaba ante una cabaña en ruinas.

Apenas había aspirado cinco o seis bocanadas de humo cuando reapareció Sapagar conduciendo a dos docenas de hombres.

—Estamos listos, jefe —dijo al Tigre de Malasia.

—¿Ha colocado centinelas Sambigliong? Esta kotta puede ser muy preciosa para nosotros.

—Todos están en sus puestos.

—Rodead la camilla del herido y vigilad que no se escape. Este bandido, incluso con una pierna rota, podría jugarnos una mala pasada. ¡Vamos, en marcha!

La pequeña columna salió por la brecha abierta por el pe tardo y se adentró en la selva tenebrosa, apretando el paso.

Cuatro hombres caminaban ante Sandokán, quien no había apagado la pipa para señalar el camino y evitar cualquier sorpresa por parte de los habitantes de la selva.

El camino fue recorrido rápidamente y sin malos encuentros. Sólo algún animal surgió ante la vanguardia desapareciendo rápidamente entre los matorrales, algún tigre, alguna pantera negra o quizás algún inocuo babirusa.

Comenzaban entonces a disiparse las tinieblas cuando Sandokán y sus hombres llegaron a una pequeña cala que se abría en el extremo meridional de la vasta bahía de Malludu.

Anclados cerca de la playa había una gran barcaza de vapor de doscientas o más toneladas (armada con una ametralladora situada a proa, sobre un perno giratorio, para batir diferentes puntos del horizonte, y con dos grandísimas espingardas colocadas a babor y estribor de la rueda del timón) y cuatro praos de guerra, con puentes y arboladuras inmensos, armados de mirim y larguísimas espingardas.

Sandokán produjo con su silbato de oro una nota larguísima y casi en seguida un malayo, que vigilaba a bordo de la barcaza, saltó a tierra.

—¿Has oído otros cañonazos? —le preguntó el Tigre de Malasia con tono preocupado.

—Sólo cuatro.

—¿Cuándo?

—Hace dos horas.

—¿Luego nada?

—No, jefe.

—¿De qué dirección venían las detonaciones?

—Del norte de la bahía.

—¿Y no has visto nada? —Absolutamente nada.

—¿Está a toda presión la máquina de la barcaza?

—Siempre, jefe.

—¡A bordo! —Gritó Sandokán, volviéndose hacia sus hombres—. Vamos a ver quién ha disparado esos cañonazos.

Como un relámpago los malayos saltaron al convés de la gran chalupa, ya ocupada por una docena de hombres salidos presurosamente por las escotillas de proa y popa.

—¡Adelante, máquinas! —mandó el jefe de los tigres de Mompracem.

Resonó un silbido agudo y la barcaza se hizo a la mar con una velocidad de catorce o quince nudos, dirigiéndose hacia el norte.

En aquel preciso momento aparecía el sol, lanzando sus rayos por encima de las inmensas selvas que se extendían por todas las costas orientales de la vastísima bahía.

Las aves marinas alzaban su vuelo en gran número, volando sobre aguas centelleantes de reflejos de color de púrpura, y grandes tiburones saltaban mostrando sus formidables colas y sus enormes bocas, siempre abiertas y erizadas de filas de dientes terribles.

Sandokán se había apoyado en la ametralladora, que, como hemos dicho, se encontraba en el castillo de proa, y alargaba su mirada hacia el norte con la esperanza de descubrir la nave que había disparado durante la noche aquellos cañonazos.

Había vuelto a encender su espléndido chibouk[12b], pero no fumaba con su acostumbrada calma. Parecía que aspiraba rabiosamente el humo.

Sapagar, su lugarteniente, estaba cerca de él masticando una nuez de areca[12a] y escupiendo de vez en cuando un gran chorro de saliva roja.

Todos los demás estaban, por el contrario, apoyados en las bordas de babor y estribor, con las carabinas hacia el mar, como si esperasen ser asaltados de un momento a otro.

Apenas había transcurrido un cuarto de hora cuando una detonación retumbó hacia la entrada de la bahía, seguida inmediatamente por un nutrido fuego de fusilería.

Sandokán había depositado el chibouk encima del pequeño cabrestante.

—¿Es ese el cañón que decías? —preguntó a Sapagar.

—Sí, jefe —respondió el lugarteniente.

—¿A qué distancia crees que lo han disparado?

—A una media docena de millas.

Sandokán se mojó con un poco de saliva el pulgar de la mano derecha y lo levantó.

—Viento de poniente —dijo luego—. Apostaría mi cimitarra contra un kriss a que se combate en la bahía de Kudat. ¿No habrán asaltado los dayakos de tierra a los dayakos de mar para abastecer sus museos de cabezas humanas? Allí estaré yo también, queridos, y la ametralladora os calentará bien las espaldas. Querido Sapagar, haz cargar las espingardas con media libra de clavos. No matan, pero ponen en fuga.

Luego, volviéndose al timonel, gritó:

—¡Barra a barlovento! ¡Derechos a la bahía de Kudat!

Otro cañonazo resonó en aquel instante seguido por una descarga de fusiles.

—¡Parece que el asunto es serio! —dijo Sandokán a Sapagar—. No son simples señales. Allí se combate y fieramente. ¿No habrán asaltado a Yáñez y Tremal-Naik? ¡Por mil diablos…! ¡Ay de ellos!

—Deberían haber llegado.

—Así creo.

—Con los indios del Assam.

—Yáñez no llegará solo. Un raja tiene millares y millares de guerreros y estoy seguro de que traerá un refuerzo considerable… ¡Otro cañonazo!

—Y otra descarga, jefe.

—¡Maquinista, alimenta las calderas: tengo prisa!

Esta orden era completamente inútil, porque los maquinistas y fogoneros competían en arrojar paladas de carbón a los hornos.

La barcaza se deslizaba como una golondrina marina, brincando y resoplando. Un bramido sonoro sacudía sus costados y bajo la popa el agua rebullía espumeante, atormentada por los golpes precipitados de la hélice.

—¡Todos a sus puestos de combate! —gritó Sandokán en el momento en que retumbaba otro cañonazo. Se subió al cabrestante para dominar con su mirada un espacio más vasto y oteó atentamente hacia el norte, allí donde se abría la bahía de Kudat.

—¿Nada, patrón? —preguntó Sapagar luego de unos instantes.

—Me parece divisar humo —respondió el Tigre de Malasia—. Hay un promontorio que me impide ver lo que sucede al otro lado.

—¿Y praos?

—Ninguno, por ahora. Ve a traerme mi carabina. También yo quiero hacer algún disparo.

Durante otros quince minutos la barcaza continuó su furiosa carrera, resoplando y vomitando por su chimenea inmensas nubes de humo negrísimo; luego se dejó oírla voz de Sandokán:

—¡Maquinista, disminuye la marcha! Y tú, timonel, vigila: hay escollos ante nosotros. Dos hombres al sondeo: ¡listos!

La barcaza había llegado casi al lado de un alto promontorio que impedía divisar la entrada de la pequeña bahía de Kudat.

Justamente detrás de aquel alto acantilado tronaba el cañón y resonaban las descargas de mosquetería. Ciertamente, a corta distancia se estaba combatiendo.

—¡A la ametralladora, Sapagar! —Tronó el Tigre de Malasia—. ¡Seis hombres a las espingardas y no ahorréis los clavos!

Armó la carabina y la apuntó hacia el promontorio.

Los disparos se sucedían unos a otros, alternándose con violentísimas descargas de fusilería. De vez en cuando se oían también detonaciones secas, que parecían producidas por gruesas espingardas o por mirim.

—Se trata de un auténtico ataque contra algún buque encallado —dijo Sandokán a Sapagar—. Hay armas modernas y armas antiguas que combaten juntas. ¿Quiénes serán los asaltados?

—¿Se habrán enfrentado dos tribus de piratas? —Preguntó el lugarteniente—. Ya sabes que son frecuentes los combates entre los dayakos de mar.

Sandokán sacudió la cabeza.

—No —dijo luego—, están en juego armas indias o por lo menos europeas. Sé distinguir muy bien un disparo de mirim o de espingarda de un disparo de una auténtica pieza, y así también la detonación de una carabina de la de un viejo arcabuz… ¿Dónde se habrán metido que no se dejan ver todavía?

—Veo humo, señor.

—¿Dónde?

—Sale de detrás del promontorio —respondió Sapagar.

En aquel momento se oyeron gritos espantosos. Parecía que centenares y centenares de hombres se animasen recíprocamente a intentar un osado abordaje.

—Son dayakos —dijo Sandokán—. ¡Ah, bribones! ¡Os las tendréis que ver con nosotros!

La barcaza bordeaba en aquel momento el promontorio, lengua de tierra bastante elevada, cubierta de palmas inmensas y que tenía ante ella un número infinito de agudos escollos, peligrosísimos para cualquier embarcación.

Los cañonazos aumentaron rápidamente y era furioso el estruendo de la fusilería.

Los tigres de Mompracem olfateaban ávidamente el olor de la pólvora y a cada descarga se estremecían.

El instinto feroz y guerrero de la raza malaya se despertaba con todo su poderío.

Se diría que por sus rostros pasaban en aquel momento estremecimientos terribles.

La barcaza, que navegaba lentamente para no chocar contra aquella multitud de escollos, dobló finalmente el promontorio y se presentó ante la entrada de la bahía.

En aquel momento se libraba una terrible batalla cerca de aquel espacio abierto, a poniente de la vastísima ensenada de Malludu.

Próximo a un islote estaba detenido un magnífico yate aparejado como goleta, de un desplazamiento de doscientas o trescientas toneladas, y desde su puente una veintena de hombres disparaban desesperadamente contra quince o veinte praos que lo habían rodeado.

De los puentes de los pequeños y velocísimos veleros se alzaban gritos espantosos y grupos de hombres, casi desnudos, armados de parang, kampilang y grandes mosquetones, se agitaban ferozmente intentando por todos los medios subir al abordaje.

Los hombres del yate se defendían desesperadamente, alternando cañonazos con furibundas descargas de mosquetería.

En medio de ellos, tieso en el pequeño puente de mando, un hombre blanco, de gran estatura, con una espesa barba entrecana, vestido con un traje medio europeo y medio indio, con un gran turbante en la cabeza, disparaba de vez en cuando sus largas pistolas manteniendo entre sus labios un cigarrillo apagado.

Parecía como si se encontrase, en vez de en medio de un combate, en una divertidísima fiesta.

Sandokán, que en seguida lo había visto, gritó a voz en cuello.

—¡Yáñez! ¡Mi hermanito blanco! ¡Tigres de Mompracem, al ataque! ¡Al ataque!

Los praos dayakos, habiéndose percatado en seguida de la presencia de la barcaza de vapor, en lugar de huir, habían formado rápidamente dos escuadras para hacer frente al doble enemigo.

Los siete u ocho más grandes se habían estrechado alrededor del yate de Yáñez, lanzando sobre la cubierta de este nubes de flechas y disparando algunos tiros de arcabuz; los otros se habían hecho a la vela corriendo al encuentro de la barcaza.

—¡Haz hablar a la ametralladora! —Ordenó Sandokán—. Rápidos a las espingardas.

Una serie de detonaciones rompió el aire, apagadas seguidas por gritos espantosos. El terrible instrumento de destrucción comenzaba su trabajo fulminando a los pequeños veleros y sus tripulaciones.

Los tigres de Mompracem hacían el fuego aún más mortífero con sus carabinas.

Se había trabado la batalla con gran impulso por ambas partes, porque parecía que los dayakos estaban resueltos a llegar al abordaje, seguros de que una vez sobre el puente llevarían las de ganar, ya que eran tres o cuatro veces más numerosos.

Pero tenían enfrente a los dos campeones más formidables de la piratería malaya, que habían tomado parte en centenares de combates, a cuál más sangriento.

El yate y la barcaza oponían una resistencia maravillosa y con descargas tremendas mantenían alejados a los asaltantes, impidiéndoles llegar al abordaje.

Tres veces los praos se lanzaron con gran ímpetu contra la barcaza, desafiando la metralla y los tiros de espingarda y carabinas de los tigres, y otras tantas veces se vieron obligados a retroceder.

Viendo ante sí un espacio libre, Sandokán decidió intentar a su vez el ataque para unirse al yate.

—¡A toda máquina! —mandó—. ¡Destrozad lo que se ponga delante!

La barcaza tomó impulso y avanzó en medio de los pequeños veleros, los cuales estaban batiéndose en retirada, rechazados por el fuego infernal de la ametralladora y las dos espingardas.

No obstante, uno de los mayores, con numerosa tripulación, no tardó en volver a la carga intentando cortar el paso a la barcaza.

—¡Más velocidad! —gritó Sandokán.

La gran chalupa de vapor, cuyo casco era de hierro, embistió furiosamente al velero y le destrozó el costado derecho.

Sin embargo, no decayó el ánimo de los dayakos e intentaron arracimarse en las bordas de la barcaza para saltar al abordaje, pero la ametralladora fulminó a siete u ocho casi a quemarropa.

Los otros, viendo acudir a los malayos armados de parang, se arrojaron al agua, mientras el prao se volcaba quedando con la quilla al aire y hundiendo su inmensa arboladura.

El camino, por lo menos en aquel momento, estaba libre.

La barcaza se deslizó como una flecha entre los restantes veleros, disparando a babor y estribor, y se detuvo cerca del yate, el cual estaba encallado en el extremo de un pequeño banco de arena.

El hombre blanco que vestía un traje medio indio y medio europeo se inclinó sobre la barandilla del pequeño puente de mando, imitado por otro hombre vestido completamente de indio y que tenía la piel bronceada con alguna tonalidad amarillenta.

—¡Buenos días, Sandokán! —gritaron al unísono, mientras sus hombres no cesaban de hacer fuego.

—¡Buenos días, Yáñez! ¡Salud, amigo Tremal-Naik! —Respondió el Tigre de Malasia—. ¿Estáis anclados o encallados?

—Encallados —aclaró Yáñez—. No te preocupes por ello, la marea alta nos pondrá a flote.

—Cuento con mi barcaza y me será fácil volveros a poner en condiciones. ¿Necesitáis ayuda a bordo?

—No por ahora, hermanito.

—Ahora unamos nuestras fuerzas para desembarazarnos de estos bandoleros. Les daremos una lección que recordarán durante mucho tiempo. Estad atentos a no dejarlos subir a bordo. Si ponen los pies en cubierta, seremos nosotros los que pasaremos un mal rato.

Aunque habían experimentado gravísimas bajas y tenían más de una embarcación malparada, los dayakos volvían a la carga, más furiosos que nunca, resueltos a acabar todo con un golpe desesperado.

Al principio fue un duelo de tiros de espingarda, de ametralladora y de cañón, porque el yate llevaba dos pequeñas piezas colocadas a babor y estribor de la toldilla.

En un segundo tiempo, los dayakos, que no tenían nada que ganar, ya que poseían malas armas de fuego, comenzaron a formar una línea de cerco para coger en medio a las dos embarcaciones enemigas y acabar con sus tripulaciones a golpes de kampilang.

—¡Yáñez! —Gritó Sandokán, que no había abandonado la barcaza, aunque tenía ardientes deseos de abrazar a sus dos amigos—. Despeja la parte de babor; lo defenderé yo del abordaje desde mi lado. ¿Quieres algún buen cañonero? Tengo de sobra.

—Tengo a Kammamuri en las piezas. Figúrate que he hecho de él mi general de artillería…

—¡Ah!, ¿te lo has traído contigo?

—No podría vivir lejos de Tremal-Naik.

—Mientras charlamos se nos echan encima, ¡cuidado!

—¡Estos también gritan como ocas!

—Hagámosles callar, Yáñez.

—¡Fuego de andanada, Kammamuri! ¡Suéltales un tiro doble! ¡Eh, vosotros, mojad un poco los cañones de vuestras carabinas u os quemaréis los dedos!

Yáñez había subido de nuevo al pequeño puente de mando, seguido de Tremal-Naik, y se había puesto a mirar tranquilamente los praos, que habían comenzado ya a estrechar el cerco.

La barcaza y el yate habían reanudado la infernal música con un crescendo formidable.

Cuando la ametralladora y las espingardas callaban, eran las carabinas de los malayos y de los indios las que entraban en juego y no dejaban tiempo a los dayakos para recuperarse.

De vez en cuando algún mástil de los praos se derrumbaba con gran estruendo, aplastando las bordas y golpeando o lisiando a no pocos hombres, o bien se precipitaban sobre la cubierta velas y aparejos, sepultando a los combatientes.

Enormes nubes de humo envolvían a la barcaza y al yate, amenazando con asfixiar a los malayos e indios; y en medio de aquellas nubes estallaban por todas partes relámpagos y salían en formidables detonaciones.

Sin embargo, los dayakos no cesaban el cerco, como no cesaban tampoco de hacer tronar sus espingardas.

Estaban ya a punto de abordar la barcaza, la cual, como era más baja de borda, se prestaba mejor para un abordaje, cuando se oyeron algunos disparos retumbar justamente a popa de los pequeños veleros.

—¡Eh, Sandokán!, ¿quién nos trae refuerzos? —gritó Yáñez, que disparaba con una magnífica carabina de dos cañones.

—¿No ves nada tú, que estás más alto? —preguntó el Tigre de Malasia.

—El humo me lo impide.

—¡Sapagar!

—¡Patrón!

—Que suspendan un momento el fuego.

—Pero tenemos a los dayakos encima, patrón.

—Déjalos que se acerquen. ¡No ganarán nada! Quieren probar nuestros parang y se los haremos catar.

—¡Deteneos! —Gritó Sapagar—. ¡Empuñad los sables! ¡Atacamos!

Después saltó sobre el cabrestante de proa, atravesando el humo que el viento dispersaba lentamente.

—¡Nuestros praos! —exclamó un momento después—. Cañonean a los dayakos por la espalda.

—¡Reanudad la música! —Tronó Yáñez, que lo había oído—. ¡Cubrid de clavos y plomo a esa canalla!

Se reanudó el fuego con mayor furia.

Un prao dayako intentó abordar a la barcaza por la proa, lanzando sus veinte hombres al abordaje.

Sandokán se lanzó contra los asaltantes como un verdadero tigre, seguido por una docena de sus hombres, y les cerró el paso. Bastaron unos cuantos golpes de parang y algún pistoletazo para decidir a los dayakos a batirse en retirada.

En el mismo instante dos mástiles del prao caían a través del puente, abatidos por dos cañonazos disparados desde el yate.

Aquello fue la señal de una derrota completa. Los pequeños veleros, en gran parte maltrechos, rompieron el cerco, viraron más que de prisa y, aprovechando la brisa septentrional, se alejaron hacia poniente, saludados por una última andanada disparada desde la barcaza.