Tan fatal e ineludible era la fuerza que me impulsaba a seguir adelante, que incluso prevaleció sobre mi pavor. La presencia de aquellas huellas sospechadas despertaron en mí recuerdos tan palpitantes y terroríficos, que ninguna consideración de índole racional me habría determinado a proseguir mi camino. No obstante, aun temblando de miedo, mi mano derecha se me seguía contrayendo rítmicamente en un ansia por manipular cierta cerradura que esperaba encontrar. Antes de darme cuenta de lo que hacía crucé el montón de estuches y me lancé de puntillas por los pasadizos cubiertos de polvo, hacia un punto que parecía conocer sobradamente bien.
Mi mente planteaba cuestiones cuya pertinencia comenzaba entonces a vislumbrar. ¿Llegaría a alcanzar el estante, teniendo en cuenta que mi cuerpo era humano? ¿Podría mi mano de hombre ejecutar todos los movimientos, perfectamente recordados, necesarios para abrir la cerradura? ¿Estaría la cerradura en buenas condiciones de funcionamiento? ¿Qué haría yo, qué me atrevería a hacer con lo que —ahora empezaba a darme cuenta— a la vez esperaba y temía encontrar? ¿Hallaría la prueba de que todo era espantosa y enloquecedoramente cierto, de que existía una realidad que rebasaba los límites de la razón, o por el contrario, me convencería al fin de que todo era una pesadilla?
Seguidamente me di cuenta de que había dejado de correr. Estaba de pie, inmóvil, rígido, ante una fila de estantes cubiertos de los consabidos jeroglíficos. Se hallaban en un estado de conservación casi perfecto. Solamente había tres puertas forzadas.
El sentimiento que me inspiraron estos estantes no se puede describir. Me parecía conocerlos desde siempre. Miré hacia arriba, a una fila próxima al techo, completamente inalcanzable, y pensé en la manera de trepar hasta allí. Una puerta que había abierta a cuatro baldas del suelo podría servirme de ayuda. Las cerraduras de las puertas cerradas proporcionarían puntos de apoyo para mis manos y mis pies. Cogería la linterna con los dientes, como había hecho ya en otras ocasiones, cuando necesitara ambas manos. Sobre todo no debía hacer ruido.
Lo más difícil sería bajar el objeto que quería coger. Quizá pudiera engancharlo por el cierre al cuello de mi chaqueta, y echármelo a la espalda a modo de mochila. Una vez más me pregunté si funcionaría la cerradura. Estaba seguro de recordar cada uno de los movimientos necesarios, pero me daba miedo que chirriara. Asimismo temía no poder hacer los movimientos adecuadamente con la mano.
Mientras pensaba en todo esto tomé la linterna con la boca y empecé a trepar. Las cerraduras no me ofrecieron buenos puntos de apoyo, pero como esperaba, el estante abierto me sirvió de muchísima ayuda. Me agarré a la hoja y al marco de la puerta, y me las arreglé para no hacer demasiado ruido. Empinándome sobre el borde superior de la puerta, e inclinándome lo más posible a la derecha, conseguí alcanzar la cerradura que buscaba. Mis dedos, medio entumecidos por el ascenso, estuvieron muy torpes al principio. Pero al momento me di cuenta de que obedecían. El ritmo del recuerdo se hizo intenso en ellos.
Salvando inconmensurablemente abismos de tiempo, los movimientos complicados y secretos llegaron hasta mi cerebro con todos sus detalles, ya que en menos de cinco minutos sonó un chasquido cuya familiaridad me resultó tanto más impresionante, cuanto que no tenía conciencia previa de él. Un instante después la puerta de metal se abría lentamente con un roce apenas perceptible.
Miré deslumbrado la fila grisácea de estuches puestos de canto, y sentí la tremenda oleada de una emoción totalmente imposible de explicar. Justo al alcance de mi mano derecha había un estuche cuyos jeroglíficos me hicieron temblar con una angustia infinitamente más compleja que el mero terror. Temblando aún me las compuse para sacarlo de entre el polvo y la arena del estante, y arrastrarlo en silencio hacia mí.
Igual que el otro estuche que había manejado, este medía unos cincuenta centímetros de alto por treinta y cinco de ancho, y estaba cubierto de curvos dibujos matemáticos en bajorrelieve. En grosor excedía los ocho centímetros.
Lo encajé como pude entre mi pecho y la pared por la que me había encaramado. Palpé el pasador y solté, por fin, el gancho. Quité la tapa, me eché el pesado objeto a la espalda y sujeté el gancho al cuello de mi chaqueta. Una vez las manos libres, fui bajando penosamente hasta el suelo y me dispuse a examinar mi botín.
Me arrodillé en el polvo y coloqué el estuche ante mí. Me temblaban las manos; temía sacar el libro de dentro y, a la vez, deseaba hacerlo en seguida. Muy gradualmente empezaba a darme cuenta de que sabía lo que iba a encontrar, y esta certidumbre, casi paralizaba mis facultades.
Si lo encontraba allí —si no estaba soñando—, las consecuencias de mi descubrimiento rebasarían por completo todo lo que el espíritu humano puede soportar. Lo que más me atormentaba era que, de momento, me resultaba imposible convencerme de que estaba soñando. Todo lo que me rodeaba me parecía real… y me lo sigue pareciendo ahora al evocar la escena.
Por último, saqué, temblando, el libro de su receptáculo y contemplé con fascinación los jeroglíficos de la cubierta. Estaba en excelente estado. Las letras curvilíneas del título me mantenían hipnotizado, como si fuera casi capaz de leerlas. En verdad no puedo jurar que no llegué a leerlas efectivamente en un pasajero y terrible acceso de memoria anormal.
No sé el tiempo que pasó antes de atreverme a quitar aquella delgada cubierta de metal. Busqué mil pretextos para demorar o eludir el momento fatal. Me quité la linterna de la boca y la apagué para no gastar pila. Luego, en la más completa oscuridad, hice acopio de ánimo… y abrí el libro. Por último enfoqué la luz sobre la página en que quedó abierto, y traté de antemano de esforzarme por sofocar cualquier exclamación involuntaria.
Miré allí. Luego, sintiéndome desfallecer, me dejé caer en el suelo. Apreté los dientes, no obstante, y contuve el grito. Tumbado en el suelo me pasé una mano por la frente. Lo que temía y esperaba estaba allí. Quizá estaba soñando; de otro modo, el tiempo y el espacio se habían convertido en una sombra burlesca.
Debía estar soñando. Pero, para poner a prueba la verdad de mi aventura me llevaría ese libro para mostrárselo a mi hijo si, efectivamente, era real. La cabeza me daba vueltas, aun cuando nada veía en la oscuridad reinante. Y toda suerte de ideas e imágenes aterradoras —suscitadas por las posibilidades que mi descubrimiento acababa de abrir— comenzaron a danzar en mi mente nublando mis sentidos.
Recordé las hipotéticas huellas impresas en el polvo, y sentí miedo de mi propia respiración. Una vez más encendí la luz y miré la página del libro, como la víctima de una serpiente mira los ojos y los colmillos de su destructor.
Después, en la oscuridad, cerré el libro con manos torpes, lo metí en su estuche y cerré la tapa con el pasador en forma de gancho. A toda costa debía sacarlo al mundo exterior, si es que el tal libro existía realmente… si el abismo entero existía realmente… si yo, y el mundo mismo, existíamos en realidad.
No recuerdo exactamente cuándo me puse en pie y comencé mi regreso. Me sentía tan alejado de mi universo normal que, durante aquellas horas espantosas que pasé en el subterráneo, no se me ocurrió consultar el reloj ni una sola vez.
Linterna en mano, y con el siniestro estuche bajo el brazo, reanudé finalmente mi marcha cautelosa. De puntillas, preso de un mudo terror, pasé de nuevo junto a la trampa abierta y junto a aquellas señales sospechosas, impresas en el polvo. Disminuí mis precauciones al subir por las interminables rampas, pero ni aun entonces pude desechar cierto recelo que no había sentido al bajar.
Me horrorizaba tener que atravesar de nuevo aquella cripta de basalto negro, más vieja aún que la misma ciudad, en donde soplaba un viento helado procedente de las profundidades insondables. Pensé en el terror de la Gran Raza, y en la causa de ese terror que, aunque débil y agonizante, acaso palpitaba aún en el fondo de aquellas tinieblas. Igualmente pensé en las cinco huellas circulares que acababa de ver, y en lo que mis sueños me habían revelado sobre ellas. Y en los extraños vientos y los silbos ululantes que lo acompañaban. Y recordé asimismo los relatos de los indígenas, que expresaban constantemente un horror sin límites a los grandes vientos y a las ruinas sin nombre.
Cierto signo grabado en el muro de la caverna me indicó el camino correcto y —después de pasar junto al otro libro que había examinado anteriormente— llegué al gran espacio circular rodeado de arcos que daban acceso a distintos corredores. Inmediatamente reconocí, a mi derecha, el arco por donde había penetrado en el edificio de los archivos. Me metí por allí sabiendo que, al salir de dicho edificio, mi camino sería más penoso debido a los derrumbamientos. Mi carga metálica me pesaba, y cada vez me resultaba más difícil no hacer ruido al caminar a tropezones entre escombros de todo género.
Después llegué al montón de piedras que alcanzaba hasta el techo a través del cual había practicado un paso angosto. Al encontrarme de nuevo ante él sentí pavor. La primera vez había hecho algo de ruido. Y ahora —vistas aquellas posibles huellas—, lo que más me asustaba era hacer ruido. Además, el estuche dificultaba mi paso por la estrecha abertura.
No obstante, trepé lo mejor que pude a lo alto del obstáculo, y empujé la caja por la abertura. Luego, con la linterna en la mano, me metí gateando destrozándome la espalda con las estalactitas, como me había ocurrido antes.
Al intentar asir la caja de nuevo se me cayó por la pendiente con un estrépito que llenó el recinto de ecos y resonancias, lo cual me cubrió de un sudor frío. Me precipité inmediatamente tras ella y logré recuperarla; pero unos momentos después algunos bloques resbalaron bajo mis pies, produciendo un repentino y estrepitoso desmoronamiento.
Todo este ruido fue mi perdición. Porque, erróneamente o no, me pareció oír, como respuesta, y procedente de alguna lejana galería, un silbido agudo, ululante, distinto de cualquier otro sonido terrestre, que rebasa con mucho mi posibilidad de describirlo. Si oí bien entonces, lo que ocurrió a continuación fue como un sarcasmo del destino, ya que, de no haber sido por el pánico que aquel fenómeno me produjo, el segundo hecho no habría sucedido jamás.
El caso es, que enloquecí de terror. Cogí la linterna con la mano, agarré la caja casi sin fuerzas, y salté salvajemente, sin más idea que un loco deseo de correr, de alejarme de aquellas ruinas de pesadilla, de salir al mundo exterior —el desierto bajo la luna— que ahora se hallaba tan lejos.
Sin saber cómo, llegué ante el segundo montón de escombros, que se elevaba en la negrura bajo el techo desplomado. Tropecé y me lastimé una y otra vez al gatear por la pendiente de bloques y rocas cortantes.
Y entonces sobrevino el gran desastre. Al cruzar a ciegas la cumbre del montículo, ignorando que al otro lado la pendiente caía bruscamente, perdí pie y resbalé, envuelto en un alud de piedras y cascotes que se desmoronaban en medio de un estruendo ensordecedor, cuyos ecos retumbaron por todos los rincones.
No tengo idea de cómo salí de ese caos; sin embargo, tengo un recuerdo vago de que, a continuación, me lancé a correr por el corredor, sin esperar a que se apagaran los ecos. Llevaba la caja y la linterna conmigo.
Luego, al acercarme a aquella cripta de basalto que tanto temía, la locura completa se apoderó de mí. Al apagarse ya todos los ruidos, nuevamente se hizo audible aquel silbido espantoso que me había aparecido oír antes. Esta vez no cabía duda. Y, lo que era peor, no provenía de atrás, sino de delante de mí.
Me parece que grité con todas mis fuerzas. Tengo la vaga idea de que atravesé a todo correr aquella bóveda de basalto construida por criaturas anteriores a la Gran Raza. De la trampa abierta seguía brotando el silbido ultraterreno. Y también se levantó viento. No una mera corriente de aire frío y húmedo, sino una ráfaga violenta, casi deliberada, que procedía de la misma boca negra que el horrible silbido.
Recuerdo vagamente haber saltado y sorteado obstáculos de todo género, perseguido por aquella ráfaga helada y aquel estridente silbido que crecía por momentos y parecía enroscarse y retorcerse en torno mío.
A pesar de que soplaba a mis espaldas, el viento, en vez de empujarme, me impedía avanzar, igual que si me hubieran trabado con un lazo sutil desde las tinieblas. Sin preocuparme ya de no hacer ruido, salté una gran barrera de bloques y me encontré de nuevo en la bóveda que me conducía a la superficie.
Recuerdo que eché una mirada a la sala de máquinas, y a punto estuve de gritar al ver el plano inclinado que conducía a una sala, dos pisos más abajo, donde había otra de esas trampas abominables, probablemente abierta. Pero en vez de gritar comencé a repetirme entre dientes, una y otra vez, que todo era un sueño del que pronto despertaría. Quizá me hallaba en el campamento, tal vez, incluso, en Arkham. Este razonamiento me tranquilizó un tanto, y empecé a subir por la rampa que conducía al mundo exterior.
Sabía, naturalmente, que aún me quedaba por salvar una grieta de más de un metro de anchura; pero iba demasiado preocupado por otros temores para darme cuenta del horror que suponía aquel obstáculo antes de enfrentarme con él. En efecto, a la ida, cuesta abajo, el salto me había resultado relativamente sencillo. Pero ahora, ¿podría saltarlo cuesta arriba, lastrado por el terror, el agotamiento y el peso de la caja, retenido por el viento embrujado que tiraba de mí hacia atrás? Todo esto se me ocurrió en el último momento, y también pensé en aquellos seres sin nombre que acaso acechasen, vivos aún, en los abismos tenebrosos que se abrían bajo la grieta del suelo.
La luz de mi linterna se iba debilitando, pero un vago recuerdo me advirtió de que me encontraba en el borde de la grieta. Las ráfagas de viento frío y los silbidos ululantes que sonaban atrás actuaron en mí como una droga bienhechora que tuvo la virtud de apartar de mi imaginación el horror de aquel abismo abierto a mis pies. Pero, en el mismo instante, percibí una nueva ráfaga y un nuevo silbido, que brotó ante mí a través de aquella misma grieta.
Entonces fue cuando realmente llegó lo más alucinante de mi pesadilla. Perdido el juicio, olvidado de todo, excepto del deseo animal de huir, me lancé a trepar por la pendiente de cascotes, como si ninguna sima hubiera existido detrás. De pronto, vi el borde de la grieta, salté frenéticamente, con todas las fuerzas de mi ser, y en el acto, me sumí en un torbellino infernal de ruidos inmundos y de negrura materialmente tangible.
Que yo recuerde este es el final de mi aventura. Todas mis impresiones posteriores caen de lleno en el dominio del delirio y la fantasmagoría. Los sueños, la locura y los recuerdos se fundieron en un caos de alucinaciones fantásticas y visiones fragmentarias que no pueden tener relación alguna con la realidad.
En primer lugar sentí que caía por un abismo sin fondo; por un abismo de tinieblas vivas y viscosas, de ruidos absolutamente ajenos a toda naturaleza terrena.
En mí despertaron sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos poblados de horrores flotantes, abismos que conducían a simas insondables, a océanos tenebrosos y a negras ciudades de torres basálticas donde nunca brilló luz alguna.
Los misterios de los orígenes de nuestro planeta y sus ciclos inmemoriales cruzaron por mi mente sin ayuda de la vista ni el oído, y comprendí cosas que ni siquiera el más disparatado de mis sueños anteriores había llegado a sugerir. Durante todo ese tiempo me sentí atrapado por los dedos fríos de un vapor húmedo, mientras el silbido enloquecedor y monótono seguía taladrando la vorágine de tinieblas.
Después tuve visiones de la ciudad ciclópea de mis sueños, pero no en ruinas, sino tal como la había soñado. Me vi nuevamente en mi cuerpo cónico, inhumano, rodeado de numerosos miembros de la Gran Raza y de espíritus cautivos que llevaban libros de un lado a otro por los interminables corredores y las rampas inmensas.
Superponiéndose a estas visiones, tuve fugaces destellos de percepciones no visuales, de las que sólo recuerdo mis esfuerzos desesperados y mis violentas contorsiones para zafarme de los tentáculos del viento ululante. Me parece recordar, también, como un vuelo de murciélago a través de una atmósfera densa, y un forcejeo febril por abrirme paso en la oscuridad azotada por el huracán; por fin, me sentí correr frenéticamente entre muros derruidos y derrumbados pilares de piedra.
Hubo un momento en que me pareció vislumbrar algo, en aquel mundo de noche eterna; un leve resplandor azulado en las alturas. Luego soñé que, perseguido por el viento, trepaba y me arrastraba hasta salir a un espacio bañado por la luna, entre ruinas y escombros que se desmoronaban tras de mí bajo los embates furiosos del huracán. Fueron las oleadas monótonas de aquella luz lunar las que me indicaron que, al fin, había regresado a mi antiguo mundo objetivo y vigil.
Me hallaba boca abajo, con las manos clavadas como garras en la arena del desierto australiano. Alrededor de mí aullaba un viento huracanado, mucho más violento que cualquier vendaval. Mi ropa estaba hecha jirones; mi cuerpo entero era un amasijo de arañazos y magulladuras.
La plena lucidez me fue volviendo tan paulatinamente, que no sé decir en qué momento terminó mi sueño delirante y empezaron mis verdaderos recuerdos. Sé que mi aventura ha tenido relación con un montón informe de ruinas de piedra, con abismos subterráneos, con una monstruosa revelación del pasado, y sé que mi pesadilla terminaba con horror. Pero ¿cuánto hay en ella de verdad?
Había perdido la linterna, y la caja de metal que podía haber aducido como prueba. ¿Pero había existido en realidad tal caja? ¿Y el abismo? ¿Y las ruinas de piedra? Levanté la cabeza y miré hacia atrás. No se veía más que la estéril, la ondulante arena del desierto.
El viento demoníaco se había calmado, y la luna, hinchada y fungosa, se fundía roja en el oeste. Me puse en pie con dificultad y comencé a caminar, tambaleante, en dirección al campamento. ¿Qué me había sucedido en realidad? Tal vez había sufrido un mareo en el desierto, y había arrastrado, a lo largo de kilómetros y kilómetros de arena y bloques enterrados, mi cuerpo torturado por las pesadillas. Y si no era así, ¿cómo podría soportar el resto de mi vida?
En efecto, ante esta nueva incertidumbre, toda mi anterior confianza basada en el origen mitológico de mis visiones, se disolvió una vez más en las dudas que ya otras veces me habían asaltado. Si aquel abismo era real, la Gran Raza también lo era, y las proyecciones y secuestros efectuados en cualquier momento y lugar del cosmos no eran tampoco un mito ni una pesadilla, sino una terrible realidad.
¿Había sido, pues, arrastrado efectivamente durante mi amnesia hacia un mundo prehumano que existió hace ciento cincuenta millones de años? ¿Había sido mi cuerpo vehículo de una conciencia espantosamente extraña, surgida del origen de los tiempos?
¿Había conocido realmente, en mi calidad de espíritu cautivo, los días de esplendor de aquella ciudad de piedra, y era cierto que me había deslizado por aquellos corredores, en el repugnante cuerpo de mi propio raptor? ¿Acaso aquellos sueños que me habían atormentado durante más de veinticinco años no eran sino consecuencias de mis horribles recuerdos?
¿Era cierto que había conversado realmente con espíritus procedentes de los rincones más remotos del tiempo y el espacio? ¿Llegué a conocer de verdad los secretos pasados y futuros del universo, y a redactar los anales de mi propio mundo para enriquecer aún más aquellos archivos infinitos? Y aquellas criaturas inmundas —vientos helados y silbos demoníacos— que moraban en las entrañas de la tierra, ¿seguían constituyendo una amenaza real, a pesar de su lenta agonía, mientras las distintas formas de vida proseguían su evolución en la superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo —y lo que contenía— era real, no hay esperanza. Entonces, verdaderamente, se cierne sobre la humanidad una increíble y sarcástica sombra, procedente de más allá del tiempo.
Pero felizmente no hay prueba alguna de que mi última aventura no haya sido más que el postrer episodio de una serie de sueños basados en remotas leyendas: perdí el estuche de metal, y hasta ahora, nadie ha descubierto los corredores subterráneos.
Si las leyes del universo son misericordiosas nadie los descubrirá. Pero debo contar a mi hijo lo que vi —o creí ver— y dejarle que, como psicólogo, juzgue cuanto hay de objetivo en mis vivencias, y si se debe dar publicidad a este documento.
Ya he dicho que el tema de mis sueños encajaba perfectamente con lo que creí descubrir en aquellas ciclópeas ruinas enterradas. Me ha costado un gran esfuerzo consignar esta revelación final que, como el lector habrá sospechado ya, se refiere al libro, guardado en un estuche de metal, que yo extraje de entre el polvo de millones de siglos.
Ningún ojo ha contemplado ese libro, ninguna mano lo ha tocado, desde el advenimiento del hombre a este planeta. Y no obstante, cuando en el fondo de aquel abismo enfoqué la linterna sobre él, vi que las letras trazadas con extraños colores sobre las quebradizas páginas de celulosa tostadas por el tiempo, no eran desconocidos jeroglíficos de épocas remotas. Eran, al contrario, letras de nuestro alfabeto corriente, que formaban vocablos en lengua inglesa, escritas por mi propia mano.